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Historia de los Cántabros y la Peña Amaya
SITUACIÓN
El que la espectacular Peña Amaya haya sido un baluarte defensivo durante las Edades Antigua y
Media a nadie puede extrañar dada su formación rocosa y su privilegiada posición.
El macizo de Amaya es una recia meseta doblemente acantilada, con superposiciones sólo accesibles
por muy contados puntos, ya que sus 387 m de altura rocosa emergen amenazadores a las espaldas
del pueblo de Amaya, desarrollándose un espigón alargado de 4 km que tiende a caer y a
descomponerse hacia el oeste.
En el extremo de poniente se separa un cabezo ruinoso de contornos partidos en abismo. A sus pies
se prolonga el escalón inferior del macizo, de superficie plana, y así mismo recortado por
despeñaderos irregulares. Por el norte se produce una cuenca que vierte por Puentes de Amaya y
Salazar, para elevarse de inmediato la imponente lora de Albacastro, que es otra barrera caliza de
6 km de una altura regular y semejante a la de Amaya, pero más homogénea y con escasa línea de
despeñaderos. Ambas se desploman por el E, donde se abre la hermosa campiña de Humada, que es
un reducto de vida agrícola en medio de plegamientos y roturas violentas.
Por el sur se siente la paz más absoluta en el relieve cuando se contempla todo un marasmo
paisajístico milagrosamente abierto hacia el infinito. Se terminaba aquí la vieja Cantabria, como lo
hacen las cresterías y las mesetas.
El espacio fortificado va con las líneas predispuestas por la naturaleza, que forman en el plano un
triángulo con agudo vértice hacia el oeste. Presidido por la acrópolis, al pie de ésta, pero sobre el
escalón inferior del macizo por el mediodía, nace un manantial inagotable que cae precipitándose
hacia el pueblo de Amaya. A los pies de la roca, campos y riachuelos sortean pequeñas lomas con
vida de secano y pastoreo. Tan imponentes son estas barreras, que provocan un microclima
diferenciador entre sus caras norte y sur.
Por el norte de la llanada del Castro se tendió una muralla de cierre que protegía la plataforma en
un trecho vulnerable de 160 m, seguramente sin ninguna puerta que la franquease, y cuyo rastro aún
hoy puede seguirse. De igual modo, el flanco meridional adolece del mismo carácter, por lo que tuvo
que contar con otro parapeto similar sobre la cuenquecilla, excluyéndola.
Los accesos parecen ser tres: uno subiendo por donde resbala el arroyuelo; otro por la punta oeste,
en que una fuerte rampa se encajona por una pequeña cortadura del acantilado, y un tercero
paralelo a esta por el costado sudoeste. También debió abrirse otro portillo en un amplio recoveco
en el sur, solapado en un entrante del precipicio, junto al complejo de edificios medievales que
yacen arrasados aquí.
El espacio resultante de esta descripción es de una gran extensión, y pudo albergar un número muy
elevado de personas. De hecho, así fue, ya que Amaya era difícil de quebrantar, sobre todo el
cabezo superior, pero por otra parte su situación marginal y muy salida de la cordillera, la dejaban
expuesta, por su carácter fronterizo, a las acometidas enemigas que se avecinaban contra los
Cántabros. Grupos militarizados, colonos de la Meseta, gentilidades enteras, y algún personaje
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acaudalado, serían posiblemente las divisiones según el origen y el estado social, de ese
conglomerado heterogéneo que constituyó la ciudad de Amaya.
LA FORMACIÓN DEL PUEBLO CÁNTABRO
Es difícil conocer toda la verdad sobre la historia de los Cántabros, ya que ellos no dejaron nada
escrito y lo que se sabe ha llegado a través de los escritos grecorromanos, que muchas veces se
hacían en base a hechos referidos por los soldados o viajeros que visitaron estas tierras. Por otra
parte, en la Antigüedad Clásica se contemplaba al resto del mundo desde la perspectiva del
Mediterráneo, el Mare Nostrum. Aquellos países bárbaros que quedaban alejados de "Nuestro Mar"
eran difícilmente conocidos y situados con escasa precisión en el mapa. Un índice de esta exactitud
lo da el primer mapa de Cantabria, debido a Ptolomeo, cuyo parecido con la realidad es bastante
relativa, como se puede observar en la figura adjunta.
Así, en la propia Península Ibérica, los pueblos alejados de las riberas del Mediterráneo eran tanto
menos familiares y comprendidos, cuanto más se internaban en la Meseta central detrás de las
barreras montañosas que la atraviesan. Pero resultaban particularmente desconocidos aquellos
territorios hispánicos bañados por el Océano, sobre todo los situados hacia el norte.
En esta última zona vivía un pueblo especialmente famoso por su bravura. Se trataba de los
Cántabros, cuya cita más antigua se debe al escritor latino Marco Porcio Catón, más conocido con el
nombre de Catón el Viejo, verdadero creador de la historia latina (234-149 a. de C.). Su obra
principal se titula “Los Orígenes” y constituye una Historia de Roma desde los tiempos más remotos
hasta el año 149. Sólo se conservan de ella varios fragmentos. En uno, que se refiere a la campaña
que el propio Catón realizó en nuestra península siendo cónsul en el año 195 a. de C. Al hablar del río
Ebro, da la noticia de que éste tiene su nacimiento en el país de los Cántabros. Éste es el punto de
referencia geográfica, que tradicionalmente se ha considerado siempre como fundamental para
Cantabria, que allí nace el río Ebro, el gran río ibérico que desemboca en el Mare Nostrum.
Después de Catón hay otros dos escritores griegos, que hacia el año 100 a. de C., vuelven a hacer
referencia al país de Cantabria. Uno era el sabio Poseidonio (135-60 a. de C.) y el otro,
contemporáneo de éste, el sabio Asclepiades de Mirlea.
La naturaleza del país en que habitaban, la extensión y accidentes geográficos de éste, las
características y costumbres del pueblo no aparecieron plenamente desveladas sino a partir de la
total conquista (la palabra ideal sería sometimiento) romana de su territorio en el año 19 a. de C.
a) según Ptolomeo b) situación sobre el mapa actual
Mapas de las Ciudades Cántabras en el siglo II
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En cualquier caso, parece que no se puede hablar de la existencia de verdaderos Cántabros con
anterioridad al siglo VIII a. de C. Es imposible determinar la época en que el pueblo como tal estaba
ya formado y habitaba en el país, y menos aún precisar cuándo se empezó a utilizar la palabra
“Cántabros”.
La estructura social de pueblo en sus líneas generales, tal y como se conoce a través de las fuentes
clásicas, puede sugerir en principio una gran antigüedad, que se remonte a los tiempos anteriores a
las invasiones célticas en España, que comienzan en torno al año 700 a. de C., principalmente los
rasgos de carácter matriarcal.
Por otra parte, la toponimia del país revela la existencia de bastantes nombres de origen precelta,
con las mismas raíces que el vasco actual. Esto no quiere decir que los “Vascos” dominasen este
territorio cántabro (como algunos pseudo-historiadores de esta zona pretenden reivindicar para
realzar una gloria que nunca tuvieron y que ahora “necesitan políticamente”), ya que si se tiene en
cuenta que esta especie de sustrato cultural se extiendía, con matices, por casi todo el norte de
España desde el Pirineo aragonés hasta Galicia, cabría pensar en la existencia de un conglomerado
de pueblos al final de la Edad del Bronce, es decir, en el paso del milenio II al I a. de C., que
ocuparan todo ese extenso territorio montañoso, con una cultura relativamente uniforme, en donde
predominaron elementos culturales de tipo matriarcal ya mezclados con otros patriarcales, y que
hablaran lenguas emparentadas con el vasco actual. Es lo que se ha llamado el Pueblo Pirinaico, acaso
descendiente muy lejano de las gentes que habitaron esta zona ya desde los tiempos paleolíticos,
pero con numerosas infiltraciones y aportes culturales de otros pueblos.
Tales infiltraciones, durante la Edad del Bronce, han debido ser de origen mediterráneo, a través
del valle del Ebro, coincidiendo con la máxima expansión de la denominada cultura del Argar, entre
el 1.400 y el 1.000 a. de C., y otras de origen europeo especialmente durante el llamado Bronce
Atlántico, entre el 1.000 y el 800 a. de C. Este complejo de pueblos, que vivían asentados en el país
a la llegada de los celtas, ha sido designado por algunos autores con el nombre de Ligur, en un
intento de compaginar los datos arqueológicos y filológicos con ciertos textos muy antiguos que se
remontan a la época de las primeras exploraciones griegas.
Pero parece claro que las gentes que entonces vivían en Cantabria no eran todavía Cántabros en el
pleno sentido de la palabra. Hacia el 700 a. de C. llegan a la Península algunas oleadas de celtas,
puestos en movimiento por presiones de los Germanos, y hasta es más que probable que con ellos
arribaran mezcladas ciertas gentes de estirpe germánica. Entre los grupos celtas había algunos
conocidos con el nombre de Pelendones o Blendios, de los cuales se han encontrado restos
arqueológicos en la región soriana, en Teruel y en Ávila.
No cabe duda de que por entonces o algún tiempo después los pueblos de esta estirpe llegaron
hasta Cantabria, puesto que aquí existirán aún en la época romana unas gentes llamadas Plentuisios y
Blendios. Estos dominaron, y en gran parte transformaron, a los demás pueblos de la región,
asentándose en la parte más rica del país, es decir, en el Sur, incluyendo el valle de Campoo junto a
las fuentes del Ebro, y posiblemente también en los valles del Besaya buscando la salida hacia los
llanos de la costa. Los pueblos indígenas, que podían considerarse como restos, las gentes llamadas
Coniacos, Concanos y acaso los propios Orgenomescos, quedaron replegados hacia las zonas más
periféricas del país.
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Dejando a un lado la existencia de otras invasiones sucesivas que no debieron afectar a Cantabria,
hay que referirse a la llegada, hacia el año 600 a. de C., de los celtas del grupo Belga, que se
establecen en la meseta, desalojando a varios de los pueblos anteriormente asentados.
Posteriormente, se instalaron en los relativamente ricos valles del extremo Sur de Cantabria, lo que
supondría un desalojo parcial de sus antiguos habitantes, procedentes de las invasiones anteriores.
Por otra parte, la obtención del mineral de hierro en abundancia supuso un dominio y control del
resto del país, incluidas las antiguas gentes indígenas, ya posiblemente bastante celtilizadas y que a
partir de este momento lo serían más. Hay que suponer, pues, que las gentes de la invasión belga
constituirían el catalizador en la creación del nuevo pueblo, llamado Cántabro. De hecho estas
gentes serán quienes lleven posteriormente la parte más relevante en los sucesos de la época de la
gran guerra cántabra.
Estos pueblos se instalaron en los grandes Castros del sur del país, como Monte Bernorio y Monte
Cildá (cercano al anterior, no el situado encima de Silió), ciudad que al parecer coincide con la que
los textos posteriores llaman Vellica y según algunos Bélgica. Estas gentes desarrollan la cultura
conocida por el nombre de Posthasllstatica y son importantes fabricantes de armas de hierro,
especialmente un tipo de espada, conocida precisamente con el nombre de “espada de Bernorio” y
que se extiende por gran parte de la meseta.
Aunque no se cita en ningún texto, ya por estos años la Peña Amaya debía ser un poblado, puesto
que en las excavaciones efectuadas han aparecido piezas de sílex y arcilla, pertenecientes a estas
épocas anteriores a los escritos. Además dada la proximidad con los asentamientos citados y su
estratégica posición es seguro que ya estaba poblada.
De acuerdo con este esquema, un tanto hipotético, el pueblo cántabro estaría constituido por un
núcleo importante celta de tipo belga, dominador de todo el territorio (acaso los Cántabros
originarios), por otros grupos celtas más antiguos ya asentados desde hacía tiempo en el país, y por
gentes de origen pre-celta dominadas, celtilizadas y en alguna forma marginadas.
Naturalmente en estos asentamientos de pueblos se producen fenómenos culturales ya
universalmente conocidos. El grupo dominante impone su ley y su fuerza, pero el grupo dominado
puede ir infiltrando su cultura hasta límites insospechados en el seno de la sociedad advenediza.
Esto es lo que debió ocurrir en Cantabria, en una simbiosis bastante desarrollada, que permite
rastrear un sustrato primitivo en la cultura (por ejemplo la estructura matrilineal, nombres de
origen precéltico), junto a una autoridad patriarcal, propia de los pueblos celtas, un ajuar
fundamentalmente también de carácter céltico y una cantidad apreciable de nombres y topónimos
del mismo origen.
Esto no obsta para que entre ciertas “gentes” se conservaran más los elementos primitivos y acaso
hasta los restos de su lenguaje, y en otras predominara más decididamente el elemento céltico.
Pero la unión estaba consumada y con ella la irrupción en la historia del pueblo que a partir de
entonces será conocido unívocamente con el nombre de Cántabro. Los siglos que median entre el V y
el I a. de C. serán suficientes para que esta simbiosis se consolide y adquiera un valor de
homogeneidad y estabilidad, como indican las fuentes escritas de época romana.
TIPOS Y COSTUMBRES DE LOS CANTABROS
Desde el punto de vista antropológico parece que, en los resultados de las investigaciones llevadas a
cabo con la población de los valles actualmente más apartados, hay una mezcla de tipos
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braquicéfalos, celto-germanos altos y rubios con otro tipo braquicéfalo celto-alpino bajo y moreno y
un “resto” arcaizante con elementos primitivos, mediterráneos y dináricos.
La forma de ser de los Cántabros estaba relacionada con la montaña en sí misma. El paisaje es en
extremo quebrado, apenas existen pequeñas llanuras en los valles; por todas partes colinas, ásperas
montañas, ríos impetuosos, altas cumbres cubiertas de nieve gran parte del año, regiones inmensas
de bosques impenetrables, abundancia de animales salvajes... El género de vida tenía que ser duro
en extremo; el paisaje parece que incita a la ferocidad, a la bravura, a la creación de una vida
guerrera, bárbara.
Desde las cumbres, mientras al Norte se ve la línea azulada del mar Cantábrico, al Sur se aprecia la
llanura inmensa de Castilla, regada por ríos de aguas tranquilas. Es una tierra que ofrece
posibilidades para la agricultura, pero en ella vivían otras gentes que trabajan los campos:
Autrigones, Turmogos, Vacceos, y que estarían dispuestos a defenderlos de la presión de los
Cántabros. Con estas premisas, se formó un pueblo duro, con ánimo guerrero, sobrio, capaz de
dominar a otras gentes, de lanzarse a la llanura y de conquistar otras tierras. Esto hace que Amaya
fuese un enclave primordial en las incursiones por las llanuras, lo que demuestra que estuvo poblada
desde los primeros tiempos de la formación de este Pueblo.
El régimen económico lo fundaban en una pobre agricultura de tipo extremadamente arcaico,
frecuentemente sin la asociación a ella de animales domésticos, y en una ganadería aparte algo más
floreciente, aunque acaso no mucho más. Junto a esto practicaban la caza, muy abundante en el país
y que les servía como ejercicio de entrenamiento bélico, y explotaban algunas minas, especialmente
de hierro, con vistas, sobre todo, a la fabricación de armas. Además, el saqueo de las cosechas en el
momento propicio del año era una de las principales fuentes económicas con que contaba el pueblo
Recreaciones de un guerrero y un poblado Cántabros
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cántabro. Por otra parte, los Cántabros estuvieron mezclados en guerras lejanas, en calidad de
tropas mercenarias, siendo muy codiciados por su bravura. Aquellas gentes volverían al fin a sus
tierras con el botín de sus empresas guerreras.
El típico poblado indígena del noroeste de España, en la época prerromana, era el llamado “castro”,
una ciudad o aldea fortificada que se asentaba sobre un alto. El recinto amurallado tenía planta
circular o elíptica, y las casas del interior eran muy pobres y apenas si se hallaban ordenadas con
algún sentido urbano. Las viviendas de los castros cántabros eran cabañas, generalmente de planta
circular, y se agrupaban de una forma bastante desordenada dentro, y a veces fuera, del recinto
defensivo. Las paredes, un tanto elevadas, solían ser de piedra, pero la cubierta era de paja y
ramajes. Parece ser que en el interior, un pilar central de madera ayudaba a sostener la techumbre.
Estrabón dice, que junto a los muros de las casas cántabras existían unos bancos corridos donde se
sentaban, por orden de dignidad, los comensales que asistían a los convites.
J. Carballo ha distinguido en Cantabria dos tipos de castros: el castro clásico, generalmente de
grandes dimensiones, que apareció en la zona sur de Cantabria, es decir, en Campoo, norte de
Palencia..., y el castro pequeño, casi como si fuera sólo una atalaya, sobre un pequeño monte
escarpado, generalmente de aspecto cónico muy regular, y que era frecuente en la parte baja de
Cantabria.
Parece que los historiadores distinguen entre el oppidum, es decir, la población fortificada, de
grandes dimensiones, capaz de dar cabida dentro de sus muros a toda una tribu, e incluso a más
gente en circunstancias especiales; el castellum, o poblado normal, que podría albergar un clan, en la
hipótesis de que éstos tuvieran un sentido territorial, y la simple atalaya, de carácter militar, que
únicamente serviría de refugio a la población civil en tiempos de guerra.
Por esta razón, el número de castros oppidum en Cantabria no fue muy elevado. En la zona sur se
encontraban los de Peña Amaya, Monte Cildá (junto a Valoria), Monte Bernorio (cerca de Quintanilla
de las Torres), Santa Marina (junto a Mataporquera), el Castrejón (en Naveda), Cañeda y Aradillos
(sin ubicación precisa), y, finalmente, el de Retortillo (Juliobriga), ya que parece ser que antes de
ser ciudad romana fue castro indígena.
En los grandes oppida, el eje mayor del recinto podía pasar de los 150 metros. El muro era de
piedra, construido generalmente de forma descuidada y sin mortero. No obstante, el grosor del
mismo podía ser de un par de metros. Era notable el sistema de vanos. Las puertas habían sido
cuidadosamente estudiadas desde un punto de vista estratégico y frecuentemente estaban
defendidas por un segundo muro en el interior de las mismas.
Además de la muralla principal, existían otros complejos defensivos, especialmente en las zonas más
accesibles del castro. Estos podían ser vallados, terreros, fosos, etc., a veces en número elevado.
Las armas defensivas más importantes eran el casco, el escudo y la coraza. De esta última poco o
nada se conoce, por lo que se refiere a los Cántabros. En cuanto a la defensa de la cabeza, se sabe,
en primer lugar, que los Cántabros tenían pelo largo como las mujeres y que durante el combate se
lo ataban atrás con una cinta. Cubriendo el pelo llevaban un casco de cuero. Éste es un detalle
curioso que ha transmitido Estrabón.
Parece ser que los Cántabros tenían dos tipos de escudo: el “caetra” o escudo pequeño, que aparece
en las monedas de Carisio y al que se refiere Silio Itálico, al llamar a la juventud cántabra alistada
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en el ejército cartaginés iuventus caetrata, y el escudo grande, que era el que llevaban los
guerreros, con el dibujo de la estela gigante de Zurita. En ambos casos la forma del escudo era
siempre circular.
Entre las armas ofensivas figuraba, en primer término, una de las más típicas del español
prerromano: el dardo, en sus distintas formas de venablo, soliferrum, falárica... Silio Itálico habla
del Cántabro como spicula densus, es decir, cargado de dardos, y Dión Casio añade que Augusto se
vio en un gran apuro durante las guerras cántabras a causa, entre otras razones, de la destreza con
que los Cántabros usaban las armas arrojadizas. Junto a los dardos se hallaba la típica lanza, tal
como aparecen en las monedas de Carisio y en los ajuares de las tumbas de Monte Bernorio.
Aparte de estas armas, el Cántabro utilizaba la espada pequeña y el puñal. Las primeras, con discos
en el extremo del tahalí y la empuñadura con las tres tiras de hierro, que debía ir recubierta de
madera o hueso. En lo que respecta al puñal, tenía la empuñadura rematada por dos pequeñas
antenas, un tipo paralelo a la espada, y que al parecer fue aceptado por los romanos como arma
oficial en las legiones.
Todavía aparece otra arma, que las monedas de Carisio atribuyen a los Cántabros: es el hacha doble,
la bipennis. Que ésta era también arma típica de los Cántabros, lo afirma también Silio Itálico,
quien, al describir al cántabro Larus, le pinta armado de la bipennis. No se hace mención, en cambio,
del arco y las flechas, y ni siquiera de la honda, si bien ésta es probable que fuera conocida y
utilizada, siendo el Cántabro un pueblo que practicaba el pastoreo.
En cuanto a la forma de pelear y a la estrategia, se sabe que los Cántabros preferían la guerrilla,
como el resto de los habitantes de la Península, lo que dificultó notablemente la conquista del país
por los romanos, teniendo en cuenta, sobre todo, lo accidentado de la región cántabra. Parece ser
que eran también hábiles en montar a caballo. De hecho, algunas de las modalidades cántabras en la
estrategia de la caballería pasaron al ejército romano, donde después existía un cantabricus
impetus y un cantabricus circulus como maniobras especiales, de las que se habla en tiempos de
Adriano (la adlocutio) y Arriano.
Aunque en segundo plano, las consideraciones de tipo estratégico y económico no debieron estar
tampoco ausentes de la mente de Augusto a la hora de decidir y planear la guerra. Los Cántabros,
asentados en un territorio pobre en recursos agrícolas, vivían básicamente del pastoreo. Los campos
ricos en cultivos de la Meseta, ocupados por pueblos que hacía tiempo estaban ya bajo control
romano, ejercían una irresistible atracción para ellos, por lo que habían convertido en un medio
normal de subsistencia la realización de expediciones sistemáticas y periódicas de saqueo entre
estos pueblos vecinos. Este hecho explica quizá el que los principales asentamientos cántabros
conocidos (Monte Cildá, Monte Bernorio, Celada de Marlantes, Amaya, Castro de Santa Marina,
Ulaña, etc.) tuviesen su emplazamiento en la vertiente sur de la Cordillera en territorio colindante
con la Meseta y a lo largo del mejor paso natural existente entre ésta y la costa.
Además de los daños que estas “razzias” causaban en los bienes y las personas de un territorio ya
sometido a Roma, las autoridades romanas veían en ello un peligro de contagio entre estos pueblos
vecinos, que necesariamente tenían que comparar su estado de sumisión e indefensión con la libertad
de sus vecinos del norte, lo que podía provocar un levantamiento generalizado.
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LA GUERRA CONTRA ROMA
Con esta situación descrita y después de varias tentativas de conquista, Augusto planeó el ataque
definitivo, cuya campaña comenzó ya muy entrada la primavera del 26 a. de C. Se cita que la columna
central empezó tomando las grandes fortalezas cántabras del sur del territorio, como Peña Amaya y
Monte Bernorio, contándose una gran batalla en el llano al pie de Vellica (castro situado en el Monte
Cildá, en Olleros de Pisuerga) en la que los Cántabros fueron vencidos replegándose en los montes y
bosques centrales, donde los Cántabros se hicieron fuertes con continuas emboscadas en una guerra
de guerrillas.
La lucha fue tremendamente penosa para las tropas romanas desde las primeras escaramuzas. Dion
Casio cuenta cómo los Cántabros no plantearon batalla campal sino que se limitaron a hostigar a las
tropas romanas sirviéndose del mejor conocimiento de la accidentada orografía y se replegaban
después a las montañas, a medida que las tropas romanas destruían sus recintos fortificados, hasta
el punto de desmoralizar tanto al ejército como a su propio emperador.
La penetración romana y el repliegue cántabro debieron de formar una especie de fondo de saco
entre Alto Campoo y la cabecera del río Besaya hasta que las tropas romanas procedieron a asaltar
y tomar la última plaza fuerte de los Cántabros que las fuentes denominan Aracillum, tras larga y
heroica resistencia. Ni la arqueología, ni los estudios de toponimia han podido localizar todavía este
lugar que la historiografía posterior ha convertido en símbolo de la resistencia del pueblo cántabro
contra Roma al estilo de Numancia entre los Celtíberos, Alesia entre los galos y Masada en la
guerra judía. Ninguna de las hipótesis que se han emitido se ha podido confirmar.
Afortunadamente para los romanos, a poca distancia de la frontera sur del país, y al pie del gran
poblado fortificado de Bélgica o Vellica (Monte Cildá), en la hermosa llanura de Mave o de
Valdecaral, un importante contingente de guerreros cántabros cayó en la trampa y saliendo de la
ciudad acometieron de frente al ejército romano formado en orden de combate.
La lucha en estas condiciones fue naturalmente favorable para las fuerzas imperiales, y los
Cántabros, antes de perecer en la batalla, tuvieron que volver la espalda a su adversario. Al no
poder refugiarse en la ciudad, que cayó en manos de los romanos, huyeron a los montes y,
remontando el curso del alto Pisuerga, se refugiaron en lo más abrupto de la cordillera (Curavacas,
2.527 m; el Espigüete, 2.450 m; Peña Prieta, 2.533 m; Peña Labra, 2.006 m), que se extiende al
noroeste del campo de operaciones. Es la sierra que los Cántabros llamaban “Monte Vindio”, palabra
que en celta quiere decir “Blanco”, clara alusión a la nieve de sus cumbres, que sin duda aún
subsistía en abundancia durante aquella primavera.
El ejército romano persiguió y acosó a los fugitivos como en una cacería de fieras, según la frase de
Floro. No obstante, una vez acogidos a las cumbres, los Cántabros se sintieron seguros, pues
pensaban que “antes llegarían allí las olas del Océano que las legiones romanas”, como comenta el
propio Floro. Los Romanos entonces ocuparon los valles contiguos y los Cántabros quedaron
recluidos en las montañas, donde, como dice Orosio, “asediados por el hambre perecieron casi hasta
el último”.
Durante la dominación romana, el pueblo cántabro después de sufrir el castigo que arrastraba tras
de sí la derrota de una sublevación, soportando en él los más atroces medios, diezmada su gente,
esclavizados los combatientes que lograban sobrevivir, mutilados aquellos que estuvieran en próxima
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edad de pelear y arrasados sus poblados, les bastaban dos años para reponerse e iniciar una nueva
revuelta, como las que motivaron las duras campañas romanas de los años 26, 24 y 22 antes de J. C.
La pacificación total y el comienzo de la romanización empezaron después de la definitiva victoria
romana en el 19 a. de J.C.
Con el fin de mover sus tropas con agilidad (primero durante la campaña y después durante el
sometimiento) los romanos construyeron una importante red de calzadas, a la vez que crearon una
serie de poblaciones a las orillas de éstas. Para marcar los recorridos y las distancias empleaban los
miliarios, que eran tablillas de barro cocido (al menos las que ahora se conocen) donde marcaban el
itinerario y las distancias entre cada punto.
El miliario más conocido es el llamado itineratrio de barro, que se conserva en el Museo Arqueológico
de Oviedo, que tenía una pestaña para colgar en la pared. Fue hallado a finales del siglo pasado en la
región de Astorga, juntamente con otros itinerarios. En él se consignan las estaciones y distancias de
una calzada que, desde el campamento de la Legio VII (con sede principal en León), iba desde Segisamo
(Sasamón) hasta Portus Blendium (Suances), pasando por las siguientes ciudades: Rhama (Villadiego)
(7 millas), Amaia (Amaya) (18 millas), Villegia (Monte Cildá, junto a Villarén) (5millas), Legio IV (Cabria)
(5 millas), Octaviolca (Mercadillo) (5 millas), Iulióbriga (Retortillo) (10 millas), Aracillum (situación
desconocida) (5 millas), Portus Blendium (? millas).
El itinerario parece una adaptación de finales del siglo I o principios del siglo II d. de C., cuando ya
existía el campamento de León, de otro más antiguo que recogía una de las principales vías de
Cantabria, coincidente con el camino de penetración de la columna de Augusto durante la guerra del 26
a. de C. La importancia de este itinerario ha sido puesta de relieve por los más importantes
investigadores del tema. Aunque algunos han dudado o incluso negado su autenticidad, ya que alguna de
las distancias no eran reales, un examen directo del mismo realizado recientemente en el museo de
Oviedo, permite afirmar, sin lugar a dudas, que se trata de una pieza auténtica. Se han hallado también
Placa y mapa del llamado “itinerario de barro”
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algunos miliarios del camino cerca de Herrera de Pisuerga y de Julióbriga, y varios tramos de calzada
todavía se conservan en el sur de la actual Cantabria, siendo el más importante el situado entre
Pesquera y Bárcena de Pie de Concha.
En este itinerario se citan varias ciudades cántabras situadas
junto a la vía. De las ocho ciudades de que habla Ptolomeo, tres
Vellica, Octaviolca y Julióbriga se hallaban en este trayecto, y, de
los tres puertos mencionados por Plinio, uno Portus Blendium
corresponde también a la vía. Las demás poblaciones cántabras del
itinerario también eran conocidas por otras fuentes, tal es el caso
de Amaya y Aracillum. Cabe pensar que el resto de las otras
ciudades cántabras conocidas correspondería al trayecto de las
demás calzadas, aún no perfectamente identificadas. Por de
pronto, es fácil suponer que los otros caminos de penetración del
ejército de Augusto habían de coincidir también con calzadas y con
ciudades.
Después de la guerra, los romanos hicieron que los moradores de
los principales castros bajaran sus poblados a los llanos, con el fin
de tenerles más sometidos. Sin embargo, en el siglo III las
invasiones de los Francos provocaron la nueva fortificación de los
antiguos castros, se cita el caso de Vellica, aunque parece que
Amaya pudiera haber mantenido una población estable durante todo este tiempo.
Durante estos siglos del dominio de Roma los Cántabros se romanizaron en gran medida adquiriendo
una cultura relativa, pero sin abandonar sus costumbres y creencias. Sin embargo, la mayor parte de
los restos encontrados, pertenecientes a esta época, son inscripciones funerarias escritas en latín
dedicadas a los dioses Manes, de la mitología romana, que representaban los espíritus de los muertos,
aparentemente hostiles. A veces los manes se identificaban con “di parentes” (antepasados muertos),
que vivían en el submundo y aparecían sólo ciertos días, en los cuales se les hacían ofrendas
propiciatorias.
Alguna de las curiosas inscripciones encontradas en Peña Amaya, una vez traducidas, decían lo
siguiente:
• A los dioses Manes, Saturnino, de sesenta años, Emamnigaule, la erigió a su hija Mansicina de veinte
años.
• A los dioses Manes, Cornelia Materna puso la lápida estando viva a su propia memoria y a la de Noive
de cuarenta y cuatro años.
• A los dioses Manes, Cornelia Materna, madre, la puso a la memoria de su hija Flavia de veinticinco
años, junto a la tumba de su madre.
LA LLEGADA DE LOS GODOS
Durante el año 409 parece que varias tribus germánicas pudieron atravesar los Pirineos, penetrando
en Hispania, pocos días bastaron para que desde los cuarto vientos, una gran masa de gente
despavorida corriesen buscando la salvación en los peñascos firmes y seguros de Amaya, que en ese
momento estaba habitada por un pequeño grupo indígena. Esta invasión conquista Hispania, dejando
a Cantabria libre de todo gobierno. Esto hace que los romanos abandonen la península y los
Piedra grabada encontrada en
Amaya
11
Cántabros cojan de nuevo el poder estableciendo su capital en el bastión de Amaya (durante toda la
dominación romana la capitalidad había estado en Iuliobriga).
Durante este siglo V los Vándalos que invadieron el norte de España tuvieron varias batallas en
Cantabria, sin llegar a conquistarla. Se cita que el monte Cildá fue fortificado de nuevo con las
lápidas de la necrópolis, sin embargo, esta plaza fue vencida e incendiada. A pesar de las conquistas
que pudieran haber realizado, el pueblo cántabro permaneció independiente.
Durante todos estos primeros siglos de nuestra era, el Cristianismo se había ido extendiendo por toda
la península, aunque en Cantabria su penetración no había sido muy profusa. Sin embargo se tiene la
constancia que en el valle de Valderredible existían varios cenobios de monjes en el siglo VI, que se
habían establecido en las cuevas existentes en la zona y no sólo eran un foco de irradiación religiosa,
sino también cultural. Se tiene noticia de varias anécdotas durante la evangelización de San Millán de
la Cogolla y sus monjes en Cantabria, sobre todo durante sus últimos días en la capital Amaya:
• Parece ser que el santo curó milagrosamente a un matrimonio de notables cántabros, llamados
Nepotiano y Proferia, cuya enfermedad fue atribuida a posesión diabólica.
• La fama del santo y de su poder taumatúrgico fue tan grande que incluso se dio el caso de que
otra mujer cántabra, cuyo nombre no se indica, fue en peregrinación hasta el cenobio de la Rioja
para obtener allí su curación, pues era coja. El viaje lo realizó subida a un carro.
• En la biografía de San Emiliano “Vita Sancti Aemiliani” de Braulio Caesaraugustanus se cita el
siguiente texto: “Cierta mujer llamada Bárbara de tierra de Amaya, que estaba paralítica y muy
fatigada fue llevada ante él, y por las oraciones del santo cobró luego la salud”.
A pesar de todo esto, la secular resistencia del pueblo cántabro a toda clase de novedades hizo muy
difícil la difusión del cristianismo en el país.
Cuenta San Braulio (Obispo de Zaragoza), que escribió la biografía de San Millán (+575), que poco
antes de su muerte, en la cuaresma del 574, tuvo una visión, a consecuencia de la cual se trasladó a
Amaya la capital de Cantabria, y allí habló al pueblo el día de la Pascua, recriminándole su dureza e
infidelidad. Le echó en cara sus pecados, que eran matanzas, robos, ferocidad e incesto. Los tres
primeros defectos van perfectamente de acuerdo con lo que dice San Isidoro de los Cántabros: “Su
ánimo es pertinaz y especialmente dado al bandolerismo y a la guerra, y están siempre dispuestos a
desafiar los castigos”, reflejando el género de vida de la Cantabria libre en la época visigoda, muy
similar al de la época anterior a la conquista romana, cuando realizaban sus incursiones guerreras y
de bandidaje en las zonas contiguas de la meseta.
Sin embargo, es extraño que se cite como algo característico de ellos el pecado de incesto. Se
puede pensar que acaso podría relacionarse con alguna forma de degeneración de las antiguas
costumbres matriarcales, que permitiera casarse a los hermanos entre sí, para que de esta manera
los varones tuvieran acceso a la propiedad, la cual seguiría correspondiendo por derecho a las
hembras. Pero esto no es más que una suposición.
El hecho es que San Millán anunció a los Cántabros la visión que había experimentado durante su
retiro de la cuaresma en el cenobio. Según ella, el pueblo cántabro sería castigado por su
infidelidad, perdiendo la independencia y la destrucción de su ciudad, por entonces más importante,
Amaya. Cuando les exhortaba a penitencia y todos le escuchaban con reverente atención, uno de los
notables, llamado Abundancio (Abundantius), le interrumpió violenta y desconsideradamente
diciendo que era un “viejo chocho” y que sus muchos años le hacían ya desvariar. San Millán
profetizó que el propio Abundancio sufriría en su persona los efectos del castigo divino. Poco
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después tuvo lugar el ataque de Leovigildo, la ciudad fue destruida y Abundancio y otros muchos
Cántabros fueron salvajemente masacrados por las tropas visigodas. Parece ser que el propio San
Millán falleció en este ataque.
Se ha hablado de la existencia ya de una sede episcopal en Amaya en esta época, pero no hay
pruebas de ello. Hay opiniones que dicen que no existía, ya que no se cita el nombre de Amaya entre
las sedes episcopales representadas en los concilios de Toledo. Sin embargo, otras fuentes
comentan que esto es así debido a la poca implantación que el cristianismo tenía entre los Cántabros
durante este período. La primera cita del obispo de Amaya aparece en la Nómina Ovetense, que es
ya del siglo VIII, por tanto, después de la invasión musulmana.
Durante todo este tiempo que los visigodos llevaban dominando la Península no habían tenido ninguna
influencia en el pueblo cántabro, perfectamente diferenciado con los que no se identificó, sino, bien
al contrario, a cuya dominación se opuso con continuas rebeliones.
Todo esto hace que en el año 574 el rey Leovigildo realice una campaña contra Cantabria, de la que una
nota del Biclarense dice: “En aquellos días, el rey Leovigildo, penetrando en Cantabria, mata a los
invasores de la región. Toma Amaya, se apodera de sus tierras y sus riquezas y restablece su dominio
en el país”.
Esta cita puede interpretarse de dos maneras: o que Leovigildo mató a unos invasores que habían
penetrado en Cantabria y, por tanto, deberían ser Suevos, siendo éste el motivo del ataque de los
visigodos, o sencillamente que Leovigildo, al penetrar en Cantabria, acabó con el propio ejército
cántabro, a cuyas gentes se les llama “invasores” por sus constantes incursiones y depredaciones en
la meseta (opción que parece la más plausible).
No existen muchos detalles sobre la campaña de Leovigildo en Cantabria, pero el hecho de citarse
sólo Amaya indica, por una parte, la importancia que conservaba esta ciudad de la frontera Sur de
Cantabria, y, por otra, que la toma de la misma fue un hecho de armas importante en el desarrollo
de la guerra. Acaso también entonces fue incendiada la acrópolis de Monte Cildá. Tampoco se sabe
si la ocupación visigoda se limitó poco más que a la toma de Amaya y del sur de Cantabria o si en
efecto se extendió al resto del País.
Esto demuestra que la historia se vuelve a repetir y que en Cantabria sigue vivo el espíritu de
independencia que la había hecho célebre en el mundo. Sus luchas por ella no cesaron. A las
continuas rebeliones contra los romanos sucedieron las no menos frecuentes sublevaciones contra
los visigodos, quienes, poco antes de la invasión musulmana estaban, una vez más, pacificando su
territorio.
Sin embargo, la indomable actitud del pueblo cántabro frente a los invasores godos, sus continuas
sublevaciones y revueltas, siguen incólumes. Esto fuerza al monarca godo Ervigio (que ocupó el trono
del 680 al 687) la creación del Ducado de Cantabria, permitiendo al pueblo cántabro vivir en un
régimen de libertad que no disfrutaban el resto de los pueblos peninsulares, pero asegurando sus
sometimientos, sin duda de paz y de tributos, con la responsabilización personal de uno de los
principales señores de Cantabria, que más dominio y prestigio pudiera ostentar dentro de la unidad
política del pueblo cántabro.
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Esta independencia pactada parece también confirmada por la inexistencia en territorio cántabro
de asentamientos visigodos ya que de haber existido hubieran aparecido algunas necrópolis, y no se
tiene noticia de más hallazgos que algunos objetos y monedas procedentes posiblemente de botín de
guerra o de comercio.
La creación de este Ducado y designación del primer Duque Favila, se produjo sobre el año 684,
cuando éste, que era señor de Liébana, tendría unos treinta años (lo que hace suponer que nacería
hacia el 654).
De esta época datan los broches de cinturón encontrados en Peña Amaya (siglo VII), que están
formados por dos placas de tipo liriforme con cabecera circular rematada por un botón. Ambas han
perdido la hebilla articulada y la aguja, conservando los resortes del pasador (ver figura).
Una vez que el ejército visigodo fue derrotado por Tarik en la batalla de La Landa (año 711), los
árabes comenzaron con rapidez la conquista de la Península. Entre las gentes de las ciudades, unos
adoptaron la resolución de quedarse, confiados a la clemencia del invasor, y otros prefirieron la
emigración, con sus enseres más apreciados. Algunos aristócratas marcharon a Francia, otros a las
montañas de la Cordillera Cantábrica, algunos de estos últimos trataron de hacerse fuertes en
Amaya, ya que la defensa iniciada en algunas ciudades del sur no había tenido gran éxito. En este
momento Amaya registró la mayor población de su historia y comenzó la principal culturización de
las gentes cántabras.
Tarik ben Ziyad, una vez que conquistó Toledo, y después de una breve campaña por Castilla la
Nueva para asegurar su conquista, debió de pasar el invierno de aquel año 711 en Toledo. En la
primavera del 712 organizó una incursión por el Norte, atacando a la ciudad cántabra de Amaya, que
al fin conquistó. En ella residía el, por entonces, gobernador Pedro “dux Cantabriae” duque de
Cantabria.
Broches de cinturón encontrados en Peña Amaya (siglo VII)
14
Aquel mismo año, Muza ben Nusayr desembarcó en Algeciras con numerosas tropas para hacerse
cargo de las conquistas de su subordinado Tarik. Después de la entrevista de los dos jefes en
Talavera, ambos pasaron a Toledo, donde permanecieron algún tiempo organizando la conquista
Cantabria seguía con su espíritu indomable de siempre, como prueba el que sus hombres recuperaran y
volvieran a fortificar la ciudad de Amaya. Por lo que Muza ben Musayr tiene que conquistarla de nuevo,
en el 714, dejando la ciudad totalmente saqueada y obligando a los Cántabros a asegurar sus fronteras
más al interior de su territorio.
En ese momento, los pueblos Astur y Cántabro estaban totalmente delimitados por el río Sella. Sin
embargo, después de la conquista de Amaya, los árabes, al no poder penetrar más en el territorio
cántabro, llegaron al mar por la zona astur, sometiendo a este pueblo. Munuza se hizo cargo de la
gobernación del territorio fijando su sede en Gijón.
El duque Pedro era el caudillo principal que contenía por el sur los combates musulmanes, desde su
nueva posición en la cordillera. Sus huestes estaban distribuidas estratégicamente por todos estos
montes, guardando los accesos naturales.
Pelayo (figura cántabra ya importante, nacido en el pueblo de Cosgaya, hijo del conde Favila señor de
Liébana), que estaba presente en la defensa de Amaya ayudando al duque Pedro, fue hecho prisionero
durante esta batalla y llevado como rehén a Córdoba, para asegurar la obediencia del pueblo cántabro.
Pero Pelayo se evadió de su prisión (año 716) (estos hechos no están perfectamente clarificados siendo
la parte más oscura de la historia de Pelayo) y volviendo al cerco, se puso al frente de sus gentes en la
parte occidental del país (ribera este del río Sella), donde el sometimiento del territorio de los
Astures a los árabes supone una amenaza para Cantabria, con serio y continuo peligro. Durante los años
717 y 718 hostigó a Munuza, el gobernador árabe de Gijón,
El fracaso árabe en sus ataques a las posiciones defensivas del Sur de Cantabria, obligó a sus
guerreros a planear la incursión por la zona baja de la costa (la zona defendida por Pelayo), partiendo
del territorio astur.
En el 718, el gran aparato de fuerzas llegadas desde diversos puntos de España, bajo el mando de
Alkama, no respondía al deseo de castigar a un guerrillero que molestaba a los destacamentos que
sujetaban al pueblo astur, sino a un plan meticulosamente trazado para la invasión de Cantabria,
adentrándose por la única zona vulnerable, salvando la rocosa defensa de la cordillera, por los valles
próximos a la costa.
Pelayo, que conocía aquel territorio piedra a piedra, como aseguran las crónicas, al iniciarse la
avanzada, supo atraer sobre sí al ejército árabe y hacerse perseguir hasta llevar a las tropas invasoras
hacia el territorio que le era favorable, a las tierras cántabras de Covadonga, donde, en duro combate,
las huestes de Pelayo les infringieron serio quebranto, cortándoles la retirada desde los altos montes
que escoltan la angosta trampa que les había sido preparada. Después de esta victoria Pelayo fue
proclamado Rey, situando la corte en Cangas de Onís (zona cántabra por estar al este del Sella).
En la batalla de Covadonga, Munuza se dio a la huida siendo muerto durante la misma. Este hecho
fue aprovechado por los nobles visigodos (que se habían refugiado en tierras cántabras huyendo de
los árabes) para tomar a su cargo la zona dejada por Munuza, donde intentaron el resurgimiento del
15
visigotismo y la restauración de una monarquía. Sin embargo, también tuvieron problemas con los
Astures (que, como los Cántabros, consideraban invasores a los godos).
A partir de esta batalla, los historiadores árabes, ignorando el nombre de Cantabria, denominan al
territorio cántabro “Sierra de Pelayo o Peña de Pelayo”.
Se le ha asignado a Pelayo el comienzo de la reconquista, pero no fue así, ya que él sólo se dedicó a
defender y reconquistar (en parte) sus dominios cántabros. Éste muere en Cangas de Onís en el 737
y su sucesor Favila I sólo reinó dos años pues murió a manos de un oso, por lo que tampoco realizó
ninguna campaña de reconquista.
A su muerte, la monarquía cántabra recayó en Alfonso I (739 a 759), hijo del Duque de Cantabria
Pedro, al estar casado con Emersinda la hija de Pelayo. Éste, tras unos años de reorganización del
ejército, invade Asturias (entre el 749 y el 750), desde donde los visigodos estaban confabulando e
intentando hacerse con el poder cántabro. Después de ésto, ayuda a los gallegos, que se habían
sublevado contra los musulmanes. Es, por tanto, este momento el que realmente se puede
considerar como inicio de la Reconquista. Este hecho, transcendental para realidad de la historia de
España, fue ocultado por las crónicas visigodas de Alfonso III, ya que constituía un contrasentido a
la historia que pretendía dar a conocer.
A Alfonso I, después de la conquista de Asturias no le fue difícil llegar a Galicia y penetrar en la
zona Bracarense, hacia Oporto y Braga. Después recorrerá el Sur del Duero entrando en León,
Astorga, Simancas, Ledesma y Salamanca, y las tierras mesetarias al Sur de los territorios
cántabros, reconquistando las zonas que habían sido invadidas durante las campañas de Muza:
Amaya, la antigua capital (en manos de los árabes de 714 al 758), Saldaña, Mave, Oca, y siguió hasta
Osma, limpiando de invasores Avila, Segovia, Clunia, Sepúlveda, etc., para recorrer a continuación
los valles del Ebro, adentrándose por tierras riojanas, Miranda, Revenga, Alesanco, Cenicero...
Con la invasión de la Península por los árabes, muchas gentes portadoras de la cultura visigoda e
hispano−romana, ya fundidas, se replegaron a las regiones apartadas de la cordillera Cantábrica,
acosadas por la rápida conquista musulmana. Es entonces cuando verdadera y definitivamente se
abrió paso la romanización en Cantabria. Entonces es cuando el aluvión de elementos culturales que
“invadió” Cantabria transformó totalmente el país.
De todos modos, parece que no se produjo una auténtica y definitiva integración de los elementos
foráneos en el seno del pueblo cántabro. Un indicio de ello puede ser el hecho de que estos
elementos inmigrantes conservaran, un siglo después ya en el reinado de Fruela I (759 a 768), su
nombre de foramontani, para distinguirlos de los montani = Montañeses o Cántabros en sentido
estricto. Los Foramontanos fueron precisamente los primeros que retornaron a repoblar las tierras
de la meseta, cuando se inician las “presuras” con la reconquista de la tierra perdida o abandonada.
De cualquier manera es innegable el influjo que los Foramontanos ejercieron en los nativos y en su
cultura, hasta el punto de que, se puede decir, que constituye uno de los hitos definitivos en la
historia del pueblo cántabro.
A esta inmigración del siglo VIII hacia Cantabria se deben la existencia de reliquias, cuyo culto
aparece desde entonces muy enraizado en la historia cántabra. Probablemente entonces llegaron a
Liébana la reliquia del Lignum Crucis y la de Santo Toribio, tal vez desde Astorga; las reliquias de
San Emeterio y San Celedonio a Santander, estas últimas al parecer procedentes de Calahorra; las
16
reliquias de Santa Juliana a Santillana, etc. Es un caso análogo al sucedido en Santiago de
Compostela con las reliquias del Apóstol, según parece, procedentes de Mérida.
No parece que Amaya tuviera demasiada actividad desde que fue reconquistada por Alfonso I en el
758, posiblemente sólo estaría poblada por una guarnición defensiva. Sin embargo, aún seguía
imponiendo su el temor por sus pasadas gestas a los musulmanes. De hecho, en diciembre de 825
quisieron atacar de nuevo Cantabria, que ya en este tiempo empezaba a llamarse Castilla, para lo que
enviaron un ejército al mando del Vali de Jaén, Faray Ibn Masarra. Éstos lo intentaron entre las zonas
de Barruelo y Aguilar de Campoo, intentando la penetración por “Val de Olea”. Sin embargo, este
ataque les produjo nuevas derrotas, como recuerda la toponimia de esta zona con los nombres de
“Mata-morisca”, en las cercanías de Aguilar, y “Mata-morosa” en las de Reinosa.
En el año 854 Amaya fue reedificada y fortificada por el Conde Rodrigo (hermano o hermanastro de
Ordoño, de estirpe cántabra), siendo rey Ordoño I. En este momento es cuando se construyó la
fortaleza sobre una de las cumbres de Peña Amaya, de ahí su nombre de El Castillo.
A partir del año 860 el Emir de Córdoba Muhammad se reveló contra el rey Ordoño I, con el fin de
contrarrestar los avances cristianos por las tierras de Castilla. Para ello preparó un fabuloso ejército
de miles de jinetes, al mando de su hijo Abd Al Rahaman, con el objetivo de conquistar Amaya, donde
llegaron en el verano de 863, pero bien defendida por el Conde Rodrigo no pudieron conquistrarla y la
consideraron inexpugnable dirigiéndose a otros objetivos en los que fueron obteniendo éxitos,
recuperando frentes como Burgos, Oca, Mijancos y Morcuera, llegando hasta el valle de Mena.
Fray Justo Pérez de Urbel describiría Amaya de la siguiente forma: “La primera capital de Castilla
fue Amaya, la capital Cántabra, la peña inexpugnable que domina la izquierda del alto Pisuerga y que
es como un espolón que lanza la montaña hacia la llanura de los campos góticos. Ahora es la avanzada
castellana, como antes lo fue Cántabra, llena de historia heroica, pues allí combatieron los
Cántabros por su independencia, y su pérdida fue casi siempre triste preludio de graves quebrantos
para el indómito pueblo”.
EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN DE AMAYA
Ha quedado demostrado que Amaya estuvo habitada desde los tiempos prehistóricos. Sin embargo
hasta la llegada de los Romanos, que no comenzó su historia escrita, no se tiene constancia de la
población que allí vivía.
Durante la guerra contra Roma parece que pudiera haber unas 250 personas, que ascendieron a unas
350 durante toda la dominación.
La invasión de los Francos en el siglo III hizo que momentáneamente su población ascendiese a unos
2.000 moradores, debido a la llegada de gentes de toda Cantabria huyendo de estas hordas. Sin
embargo, al ser pronto expulsados del territorio cántabro, la gente fue tornando a sus antiguos
lugares, quedando una población residual de 500 almas.
En el año 409 con la invasión Germánica (Visigodos) y la caída de la dominación romana, Julióbriga dejó
de ser la capital cántabra, pasando a serlo Amaya. En este momento es cuando se inició el verdadero
apogeo de este bastión, que llegó a tener unos 8.000 habitantes, aunque por poco tiempo, ya que, como
17
ocurrió en la anterior invasión, pronto se restableció el dominio Cántabro, con lo que los moradores
pasaron a ser unos 4.000.
Este apogeo nace por sí mismo, a consecuencia de la creciente amenaza germánica que sacudió los
territorios limítrofes durante un largo período de tiempo. Así se comprende con facilidad el hecho
de que ningún autor clásico mencionase Amaya en sus escritos, ya que todos habían muerto cuando
registró este resurgimiento espectacular.
El que Amaya conservase tanto tiempo dentro de sí a tanta población es poco menos que imposible,
pero se mantuvo tan destacada que Leovigildo se dirigió contra ella, y al someterla en el año 574 se
atribuyó el dominio de Cantabria. En este momento, también hubo un incremento puntual a unas 6.800
personas, que rápidamente se estabilizaron en unos 4.500.
Durante tres siglos fue cabeza de un amplio radio, y cuando por fin los musulmanes de Tarik (año
712) se acercaron empujando hasta ella nuevas y grandes masas de fugitivos, alcanzó la más alta
población de toda su historia (10.000 habitantes). Los moros pusieron sitio a la fortaleza,
barriéndoles a todos en poco tiempo con un asedio de hambre.
Rápidamente se produjo una nueva repoblación (2.000 hab.), por lo que dos años más tarde Muza
repitió el asalto. Después de esto debió seguir la acampada de una pequeña guarnición bereber de
unos 200 hombres, que en el 758 fue reconquistada por Alfonso I, aunque prácticamente quedó
despoblada hasta que el conde Rodrigo, en el 860, la recuperó con un soplo de vida, ya nunca más
como antes, en la que la máxima población fue de 500 personas.
DECADENCIA DE AMAYA
A finales del siglo IX, Amaya comenzó su decadencia, pues Castilla, nacida en el viejo territorio
cántabro, se hizo mayor de edad, logrando su unidad política y territorial, con Fernán González,
desde el año 933, asentando sus lares en las tierras castellanas de Covarrubias. Por ello, al estar el
9008007006005004003002001000-26
Años
10.000
9.000
8.000
7.000
6.000
5.000
4.000
3.000
2.000
1.000
PoblacióndeAmaya
Población de Amaya a lo largo de su historia escrita
18
frente alejado de los antiguos límites cántabros y no volviendo a retroceder éste tan al norte,
Amaya pierde su primacía estratégica, siendo prácticamente abandonada, no apareciendo
mencionada en ningún hecho histórico posterior.
A la muerte de Ordoño III, su reino se dividió con la formación del reino de León, quedando el reino
de Castilla a manos del conde Fernán González. Castilla estaba cuajada de esperanzas cuando en el
970 murió éste, dejando a su hijo García Fernández el poderoso Condado.
Fray Justo Pérez de Urbel, dice de Fernán González que había pasado sus años infantiles entre
pastores y carboneros de la Montaña, donde el Conde de Lara tenía el núcleo primitivo de su riqueza
familiar. De allí bajó ochenta años antes el abuelo, llamado también Fernando, para ocupar un valle
junto al Ebro y levantar sobre el río el castillo de Siero, entre las gargantas pintorescas de
Quintanilla Escalada, donde aún se ve la tosca y primitiva iglesia, y, en sus muros, el nombre del
fundador y de su mujer, al lado de la cruz y el anagrama de Cristo: Fernando y Gutina.
En Bosquemada, en el interior de Cantabria, en las proximidades de donde se alza el Santuario de la
Patrona de la Montaña, Nuestra Señora de la Bien Aparecida, recibe su aprendizaje y el temple viril
que ha de hacer legendaria su figura. Su maestro fue, sin duda, alguno de sus familiares, pues al
decir de las viejas crónicas medievales “un caballero anciano le adiestraba en el manejo de las
armas y en el arte de montar a caballo, y los montañeses estaban encantados con él por “ca” mucho
les agradaba el donaire y gesto y hermosura del mancebo”.
Así es Fernán González, un Cántabro de la estirpe montañesa de los Lara, hecho hombre entre las
gentes y en las tierras de la antigua Cantabria, quien acude a reafirmar a Castilla ante la historia
reuniendo bajo su autoridad el Condado paterno de Burgos, los de Castilla, Asturias de Santillana
(Cantabria), Lantarón y Álava, constituyendo, sobre el año 950, el gran Condado de Castilla. Sus
hechos se cantan en anónimos versos con aureola de leyenda, formando el gran poema que lleva su
nombre. En él aparece identificado el nombre y territorio de Cantabria con el de Castilla, en la
réplica del Conde al discurso de Gonzalo Díaz, que dice:
“Así amañó la cosa el mortal enemigo
cuando perdió la tierra el buen Rey Rodrigo.
Nada quedó en la España que valiese ni un hijo
si no Castilla Vieja un lugar muy antiguo”.
Ello es indudable, el movimiento reconquistador que nace en Cantabria, la fuerza espiritual y
material de esta avanzada va ganando terreno, pero como en toda conquista, sobre la fuerza, es el
espíritu del que la realiza el que se impone sobre el terreno conquistado, sino no tendría fuerza de
razón alguna para su realización o no tendría permanencia. La amplitud de la empresa, de las tierras
reconquistadas o mejor dicho conquistadas, porque nunca fueron de dominio cántabro, va afirmando
su nombre. Ya se ha anticipado que aquella zona fortalecida por castillos defensivos, aquella
vanguardia en la frontera de Cantabria frente a los moros, que llamaron Castilla, los Castillos, hacen
perdurar este nombre y extenderle a medida que esta línea avanza muy lentamente sobre el
terreno conquistado.
Pero, ha de tenerse en cuenta que Castilla no es sólo el movimiento bélico que impulsa la
Reconquista, abriendo su cuña a lo ancho de los campos góticos. Es más el espíritu de la vieja
Cantabria, el espíritu rebelde, disidente con sus profundas raíces aferradas al ancestral
sentimiento que caracterizó y singularizó a sus hombres. No es en este caso la rebeldía al extraño
19
yugo el que la mueve. Cantabria forma parte de un reino que encabezaron e hicieron posible sus
hijos y ha de apartarse dicho reino del sentir del pueblo cántabro para que éste, como siempre a lo
largo de su historia, se oponga con fuerza a tal proceder.
Así nace Castilla, con el viejo espíritu de raza, enfrentándose al de la monarquía que ella misma hizo
nacer y sostuvo. Así queda patente en ella su carácter, que no ha de debilitarse en ajenas tierras y
convivencias, ni aunque aquellos guerreros que la forjaron y los monjes y gentes que la repoblaron
sean relevados y sustituidos por otros, pues ya, hechos en el espíritu que se llamaba Castellano,
llevaron la fe de sus ideales y el sentimiento nuevo que ha cuajado con fuerza innovadora la secular
rebeldía, Castilla, ya se ha dicho, es como el alma que iría penetrando en el territorio de España.
Javier Tezanos
Diciembre – 2001
BIBLIOGRAFÍA
“Los Cántabros” de Joaquín González Echegaray.
“Cantabria Raíz de España” de Manuel Pereda de la Reguera (académico de la Real Academia de la
Historia, de la de Bellas Artes y otras más).
“Enciclopedia de Cantabria”
“Historia Social y Económica de Cantabria, hasta el Siglo X” de Miguel Ángel Fraile López.
“Cantabria a través de su historia” de Joaquín González Echegaray.
“Ascensión a Peña Amaya, del libro 50 Rutas por las Montañas de Cantabria (Tomo 3)” de Fernando
Obregón Goyarrola.
“Marcha A Peña Amaya” de Paulino Tezanos (23- 11- 1.991).
“Cántabros, la génesis de un pueblo” varios autores.
“Cantabria en la transición la Medievo. Los siglos oscuros IV – IX” de Joaquín González Echegaray.
“Historia General de Cantabria. Cantabria Antigua” de Joaquín González Echegaray.

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Historia de los cántabros y la Peña Amaya

  • 1. 1 Historia de los Cántabros y la Peña Amaya SITUACIÓN El que la espectacular Peña Amaya haya sido un baluarte defensivo durante las Edades Antigua y Media a nadie puede extrañar dada su formación rocosa y su privilegiada posición. El macizo de Amaya es una recia meseta doblemente acantilada, con superposiciones sólo accesibles por muy contados puntos, ya que sus 387 m de altura rocosa emergen amenazadores a las espaldas del pueblo de Amaya, desarrollándose un espigón alargado de 4 km que tiende a caer y a descomponerse hacia el oeste. En el extremo de poniente se separa un cabezo ruinoso de contornos partidos en abismo. A sus pies se prolonga el escalón inferior del macizo, de superficie plana, y así mismo recortado por despeñaderos irregulares. Por el norte se produce una cuenca que vierte por Puentes de Amaya y Salazar, para elevarse de inmediato la imponente lora de Albacastro, que es otra barrera caliza de 6 km de una altura regular y semejante a la de Amaya, pero más homogénea y con escasa línea de despeñaderos. Ambas se desploman por el E, donde se abre la hermosa campiña de Humada, que es un reducto de vida agrícola en medio de plegamientos y roturas violentas. Por el sur se siente la paz más absoluta en el relieve cuando se contempla todo un marasmo paisajístico milagrosamente abierto hacia el infinito. Se terminaba aquí la vieja Cantabria, como lo hacen las cresterías y las mesetas. El espacio fortificado va con las líneas predispuestas por la naturaleza, que forman en el plano un triángulo con agudo vértice hacia el oeste. Presidido por la acrópolis, al pie de ésta, pero sobre el escalón inferior del macizo por el mediodía, nace un manantial inagotable que cae precipitándose hacia el pueblo de Amaya. A los pies de la roca, campos y riachuelos sortean pequeñas lomas con vida de secano y pastoreo. Tan imponentes son estas barreras, que provocan un microclima diferenciador entre sus caras norte y sur. Por el norte de la llanada del Castro se tendió una muralla de cierre que protegía la plataforma en un trecho vulnerable de 160 m, seguramente sin ninguna puerta que la franquease, y cuyo rastro aún hoy puede seguirse. De igual modo, el flanco meridional adolece del mismo carácter, por lo que tuvo que contar con otro parapeto similar sobre la cuenquecilla, excluyéndola. Los accesos parecen ser tres: uno subiendo por donde resbala el arroyuelo; otro por la punta oeste, en que una fuerte rampa se encajona por una pequeña cortadura del acantilado, y un tercero paralelo a esta por el costado sudoeste. También debió abrirse otro portillo en un amplio recoveco en el sur, solapado en un entrante del precipicio, junto al complejo de edificios medievales que yacen arrasados aquí. El espacio resultante de esta descripción es de una gran extensión, y pudo albergar un número muy elevado de personas. De hecho, así fue, ya que Amaya era difícil de quebrantar, sobre todo el cabezo superior, pero por otra parte su situación marginal y muy salida de la cordillera, la dejaban expuesta, por su carácter fronterizo, a las acometidas enemigas que se avecinaban contra los Cántabros. Grupos militarizados, colonos de la Meseta, gentilidades enteras, y algún personaje
  • 2. 2 acaudalado, serían posiblemente las divisiones según el origen y el estado social, de ese conglomerado heterogéneo que constituyó la ciudad de Amaya. LA FORMACIÓN DEL PUEBLO CÁNTABRO Es difícil conocer toda la verdad sobre la historia de los Cántabros, ya que ellos no dejaron nada escrito y lo que se sabe ha llegado a través de los escritos grecorromanos, que muchas veces se hacían en base a hechos referidos por los soldados o viajeros que visitaron estas tierras. Por otra parte, en la Antigüedad Clásica se contemplaba al resto del mundo desde la perspectiva del Mediterráneo, el Mare Nostrum. Aquellos países bárbaros que quedaban alejados de "Nuestro Mar" eran difícilmente conocidos y situados con escasa precisión en el mapa. Un índice de esta exactitud lo da el primer mapa de Cantabria, debido a Ptolomeo, cuyo parecido con la realidad es bastante relativa, como se puede observar en la figura adjunta. Así, en la propia Península Ibérica, los pueblos alejados de las riberas del Mediterráneo eran tanto menos familiares y comprendidos, cuanto más se internaban en la Meseta central detrás de las barreras montañosas que la atraviesan. Pero resultaban particularmente desconocidos aquellos territorios hispánicos bañados por el Océano, sobre todo los situados hacia el norte. En esta última zona vivía un pueblo especialmente famoso por su bravura. Se trataba de los Cántabros, cuya cita más antigua se debe al escritor latino Marco Porcio Catón, más conocido con el nombre de Catón el Viejo, verdadero creador de la historia latina (234-149 a. de C.). Su obra principal se titula “Los Orígenes” y constituye una Historia de Roma desde los tiempos más remotos hasta el año 149. Sólo se conservan de ella varios fragmentos. En uno, que se refiere a la campaña que el propio Catón realizó en nuestra península siendo cónsul en el año 195 a. de C. Al hablar del río Ebro, da la noticia de que éste tiene su nacimiento en el país de los Cántabros. Éste es el punto de referencia geográfica, que tradicionalmente se ha considerado siempre como fundamental para Cantabria, que allí nace el río Ebro, el gran río ibérico que desemboca en el Mare Nostrum. Después de Catón hay otros dos escritores griegos, que hacia el año 100 a. de C., vuelven a hacer referencia al país de Cantabria. Uno era el sabio Poseidonio (135-60 a. de C.) y el otro, contemporáneo de éste, el sabio Asclepiades de Mirlea. La naturaleza del país en que habitaban, la extensión y accidentes geográficos de éste, las características y costumbres del pueblo no aparecieron plenamente desveladas sino a partir de la total conquista (la palabra ideal sería sometimiento) romana de su territorio en el año 19 a. de C. a) según Ptolomeo b) situación sobre el mapa actual Mapas de las Ciudades Cántabras en el siglo II
  • 3. 3 En cualquier caso, parece que no se puede hablar de la existencia de verdaderos Cántabros con anterioridad al siglo VIII a. de C. Es imposible determinar la época en que el pueblo como tal estaba ya formado y habitaba en el país, y menos aún precisar cuándo se empezó a utilizar la palabra “Cántabros”. La estructura social de pueblo en sus líneas generales, tal y como se conoce a través de las fuentes clásicas, puede sugerir en principio una gran antigüedad, que se remonte a los tiempos anteriores a las invasiones célticas en España, que comienzan en torno al año 700 a. de C., principalmente los rasgos de carácter matriarcal. Por otra parte, la toponimia del país revela la existencia de bastantes nombres de origen precelta, con las mismas raíces que el vasco actual. Esto no quiere decir que los “Vascos” dominasen este territorio cántabro (como algunos pseudo-historiadores de esta zona pretenden reivindicar para realzar una gloria que nunca tuvieron y que ahora “necesitan políticamente”), ya que si se tiene en cuenta que esta especie de sustrato cultural se extiendía, con matices, por casi todo el norte de España desde el Pirineo aragonés hasta Galicia, cabría pensar en la existencia de un conglomerado de pueblos al final de la Edad del Bronce, es decir, en el paso del milenio II al I a. de C., que ocuparan todo ese extenso territorio montañoso, con una cultura relativamente uniforme, en donde predominaron elementos culturales de tipo matriarcal ya mezclados con otros patriarcales, y que hablaran lenguas emparentadas con el vasco actual. Es lo que se ha llamado el Pueblo Pirinaico, acaso descendiente muy lejano de las gentes que habitaron esta zona ya desde los tiempos paleolíticos, pero con numerosas infiltraciones y aportes culturales de otros pueblos. Tales infiltraciones, durante la Edad del Bronce, han debido ser de origen mediterráneo, a través del valle del Ebro, coincidiendo con la máxima expansión de la denominada cultura del Argar, entre el 1.400 y el 1.000 a. de C., y otras de origen europeo especialmente durante el llamado Bronce Atlántico, entre el 1.000 y el 800 a. de C. Este complejo de pueblos, que vivían asentados en el país a la llegada de los celtas, ha sido designado por algunos autores con el nombre de Ligur, en un intento de compaginar los datos arqueológicos y filológicos con ciertos textos muy antiguos que se remontan a la época de las primeras exploraciones griegas. Pero parece claro que las gentes que entonces vivían en Cantabria no eran todavía Cántabros en el pleno sentido de la palabra. Hacia el 700 a. de C. llegan a la Península algunas oleadas de celtas, puestos en movimiento por presiones de los Germanos, y hasta es más que probable que con ellos arribaran mezcladas ciertas gentes de estirpe germánica. Entre los grupos celtas había algunos conocidos con el nombre de Pelendones o Blendios, de los cuales se han encontrado restos arqueológicos en la región soriana, en Teruel y en Ávila. No cabe duda de que por entonces o algún tiempo después los pueblos de esta estirpe llegaron hasta Cantabria, puesto que aquí existirán aún en la época romana unas gentes llamadas Plentuisios y Blendios. Estos dominaron, y en gran parte transformaron, a los demás pueblos de la región, asentándose en la parte más rica del país, es decir, en el Sur, incluyendo el valle de Campoo junto a las fuentes del Ebro, y posiblemente también en los valles del Besaya buscando la salida hacia los llanos de la costa. Los pueblos indígenas, que podían considerarse como restos, las gentes llamadas Coniacos, Concanos y acaso los propios Orgenomescos, quedaron replegados hacia las zonas más periféricas del país.
  • 4. 4 Dejando a un lado la existencia de otras invasiones sucesivas que no debieron afectar a Cantabria, hay que referirse a la llegada, hacia el año 600 a. de C., de los celtas del grupo Belga, que se establecen en la meseta, desalojando a varios de los pueblos anteriormente asentados. Posteriormente, se instalaron en los relativamente ricos valles del extremo Sur de Cantabria, lo que supondría un desalojo parcial de sus antiguos habitantes, procedentes de las invasiones anteriores. Por otra parte, la obtención del mineral de hierro en abundancia supuso un dominio y control del resto del país, incluidas las antiguas gentes indígenas, ya posiblemente bastante celtilizadas y que a partir de este momento lo serían más. Hay que suponer, pues, que las gentes de la invasión belga constituirían el catalizador en la creación del nuevo pueblo, llamado Cántabro. De hecho estas gentes serán quienes lleven posteriormente la parte más relevante en los sucesos de la época de la gran guerra cántabra. Estos pueblos se instalaron en los grandes Castros del sur del país, como Monte Bernorio y Monte Cildá (cercano al anterior, no el situado encima de Silió), ciudad que al parecer coincide con la que los textos posteriores llaman Vellica y según algunos Bélgica. Estas gentes desarrollan la cultura conocida por el nombre de Posthasllstatica y son importantes fabricantes de armas de hierro, especialmente un tipo de espada, conocida precisamente con el nombre de “espada de Bernorio” y que se extiende por gran parte de la meseta. Aunque no se cita en ningún texto, ya por estos años la Peña Amaya debía ser un poblado, puesto que en las excavaciones efectuadas han aparecido piezas de sílex y arcilla, pertenecientes a estas épocas anteriores a los escritos. Además dada la proximidad con los asentamientos citados y su estratégica posición es seguro que ya estaba poblada. De acuerdo con este esquema, un tanto hipotético, el pueblo cántabro estaría constituido por un núcleo importante celta de tipo belga, dominador de todo el territorio (acaso los Cántabros originarios), por otros grupos celtas más antiguos ya asentados desde hacía tiempo en el país, y por gentes de origen pre-celta dominadas, celtilizadas y en alguna forma marginadas. Naturalmente en estos asentamientos de pueblos se producen fenómenos culturales ya universalmente conocidos. El grupo dominante impone su ley y su fuerza, pero el grupo dominado puede ir infiltrando su cultura hasta límites insospechados en el seno de la sociedad advenediza. Esto es lo que debió ocurrir en Cantabria, en una simbiosis bastante desarrollada, que permite rastrear un sustrato primitivo en la cultura (por ejemplo la estructura matrilineal, nombres de origen precéltico), junto a una autoridad patriarcal, propia de los pueblos celtas, un ajuar fundamentalmente también de carácter céltico y una cantidad apreciable de nombres y topónimos del mismo origen. Esto no obsta para que entre ciertas “gentes” se conservaran más los elementos primitivos y acaso hasta los restos de su lenguaje, y en otras predominara más decididamente el elemento céltico. Pero la unión estaba consumada y con ella la irrupción en la historia del pueblo que a partir de entonces será conocido unívocamente con el nombre de Cántabro. Los siglos que median entre el V y el I a. de C. serán suficientes para que esta simbiosis se consolide y adquiera un valor de homogeneidad y estabilidad, como indican las fuentes escritas de época romana. TIPOS Y COSTUMBRES DE LOS CANTABROS Desde el punto de vista antropológico parece que, en los resultados de las investigaciones llevadas a cabo con la población de los valles actualmente más apartados, hay una mezcla de tipos
  • 5. 5 braquicéfalos, celto-germanos altos y rubios con otro tipo braquicéfalo celto-alpino bajo y moreno y un “resto” arcaizante con elementos primitivos, mediterráneos y dináricos. La forma de ser de los Cántabros estaba relacionada con la montaña en sí misma. El paisaje es en extremo quebrado, apenas existen pequeñas llanuras en los valles; por todas partes colinas, ásperas montañas, ríos impetuosos, altas cumbres cubiertas de nieve gran parte del año, regiones inmensas de bosques impenetrables, abundancia de animales salvajes... El género de vida tenía que ser duro en extremo; el paisaje parece que incita a la ferocidad, a la bravura, a la creación de una vida guerrera, bárbara. Desde las cumbres, mientras al Norte se ve la línea azulada del mar Cantábrico, al Sur se aprecia la llanura inmensa de Castilla, regada por ríos de aguas tranquilas. Es una tierra que ofrece posibilidades para la agricultura, pero en ella vivían otras gentes que trabajan los campos: Autrigones, Turmogos, Vacceos, y que estarían dispuestos a defenderlos de la presión de los Cántabros. Con estas premisas, se formó un pueblo duro, con ánimo guerrero, sobrio, capaz de dominar a otras gentes, de lanzarse a la llanura y de conquistar otras tierras. Esto hace que Amaya fuese un enclave primordial en las incursiones por las llanuras, lo que demuestra que estuvo poblada desde los primeros tiempos de la formación de este Pueblo. El régimen económico lo fundaban en una pobre agricultura de tipo extremadamente arcaico, frecuentemente sin la asociación a ella de animales domésticos, y en una ganadería aparte algo más floreciente, aunque acaso no mucho más. Junto a esto practicaban la caza, muy abundante en el país y que les servía como ejercicio de entrenamiento bélico, y explotaban algunas minas, especialmente de hierro, con vistas, sobre todo, a la fabricación de armas. Además, el saqueo de las cosechas en el momento propicio del año era una de las principales fuentes económicas con que contaba el pueblo Recreaciones de un guerrero y un poblado Cántabros
  • 6. 6 cántabro. Por otra parte, los Cántabros estuvieron mezclados en guerras lejanas, en calidad de tropas mercenarias, siendo muy codiciados por su bravura. Aquellas gentes volverían al fin a sus tierras con el botín de sus empresas guerreras. El típico poblado indígena del noroeste de España, en la época prerromana, era el llamado “castro”, una ciudad o aldea fortificada que se asentaba sobre un alto. El recinto amurallado tenía planta circular o elíptica, y las casas del interior eran muy pobres y apenas si se hallaban ordenadas con algún sentido urbano. Las viviendas de los castros cántabros eran cabañas, generalmente de planta circular, y se agrupaban de una forma bastante desordenada dentro, y a veces fuera, del recinto defensivo. Las paredes, un tanto elevadas, solían ser de piedra, pero la cubierta era de paja y ramajes. Parece ser que en el interior, un pilar central de madera ayudaba a sostener la techumbre. Estrabón dice, que junto a los muros de las casas cántabras existían unos bancos corridos donde se sentaban, por orden de dignidad, los comensales que asistían a los convites. J. Carballo ha distinguido en Cantabria dos tipos de castros: el castro clásico, generalmente de grandes dimensiones, que apareció en la zona sur de Cantabria, es decir, en Campoo, norte de Palencia..., y el castro pequeño, casi como si fuera sólo una atalaya, sobre un pequeño monte escarpado, generalmente de aspecto cónico muy regular, y que era frecuente en la parte baja de Cantabria. Parece que los historiadores distinguen entre el oppidum, es decir, la población fortificada, de grandes dimensiones, capaz de dar cabida dentro de sus muros a toda una tribu, e incluso a más gente en circunstancias especiales; el castellum, o poblado normal, que podría albergar un clan, en la hipótesis de que éstos tuvieran un sentido territorial, y la simple atalaya, de carácter militar, que únicamente serviría de refugio a la población civil en tiempos de guerra. Por esta razón, el número de castros oppidum en Cantabria no fue muy elevado. En la zona sur se encontraban los de Peña Amaya, Monte Cildá (junto a Valoria), Monte Bernorio (cerca de Quintanilla de las Torres), Santa Marina (junto a Mataporquera), el Castrejón (en Naveda), Cañeda y Aradillos (sin ubicación precisa), y, finalmente, el de Retortillo (Juliobriga), ya que parece ser que antes de ser ciudad romana fue castro indígena. En los grandes oppida, el eje mayor del recinto podía pasar de los 150 metros. El muro era de piedra, construido generalmente de forma descuidada y sin mortero. No obstante, el grosor del mismo podía ser de un par de metros. Era notable el sistema de vanos. Las puertas habían sido cuidadosamente estudiadas desde un punto de vista estratégico y frecuentemente estaban defendidas por un segundo muro en el interior de las mismas. Además de la muralla principal, existían otros complejos defensivos, especialmente en las zonas más accesibles del castro. Estos podían ser vallados, terreros, fosos, etc., a veces en número elevado. Las armas defensivas más importantes eran el casco, el escudo y la coraza. De esta última poco o nada se conoce, por lo que se refiere a los Cántabros. En cuanto a la defensa de la cabeza, se sabe, en primer lugar, que los Cántabros tenían pelo largo como las mujeres y que durante el combate se lo ataban atrás con una cinta. Cubriendo el pelo llevaban un casco de cuero. Éste es un detalle curioso que ha transmitido Estrabón. Parece ser que los Cántabros tenían dos tipos de escudo: el “caetra” o escudo pequeño, que aparece en las monedas de Carisio y al que se refiere Silio Itálico, al llamar a la juventud cántabra alistada
  • 7. 7 en el ejército cartaginés iuventus caetrata, y el escudo grande, que era el que llevaban los guerreros, con el dibujo de la estela gigante de Zurita. En ambos casos la forma del escudo era siempre circular. Entre las armas ofensivas figuraba, en primer término, una de las más típicas del español prerromano: el dardo, en sus distintas formas de venablo, soliferrum, falárica... Silio Itálico habla del Cántabro como spicula densus, es decir, cargado de dardos, y Dión Casio añade que Augusto se vio en un gran apuro durante las guerras cántabras a causa, entre otras razones, de la destreza con que los Cántabros usaban las armas arrojadizas. Junto a los dardos se hallaba la típica lanza, tal como aparecen en las monedas de Carisio y en los ajuares de las tumbas de Monte Bernorio. Aparte de estas armas, el Cántabro utilizaba la espada pequeña y el puñal. Las primeras, con discos en el extremo del tahalí y la empuñadura con las tres tiras de hierro, que debía ir recubierta de madera o hueso. En lo que respecta al puñal, tenía la empuñadura rematada por dos pequeñas antenas, un tipo paralelo a la espada, y que al parecer fue aceptado por los romanos como arma oficial en las legiones. Todavía aparece otra arma, que las monedas de Carisio atribuyen a los Cántabros: es el hacha doble, la bipennis. Que ésta era también arma típica de los Cántabros, lo afirma también Silio Itálico, quien, al describir al cántabro Larus, le pinta armado de la bipennis. No se hace mención, en cambio, del arco y las flechas, y ni siquiera de la honda, si bien ésta es probable que fuera conocida y utilizada, siendo el Cántabro un pueblo que practicaba el pastoreo. En cuanto a la forma de pelear y a la estrategia, se sabe que los Cántabros preferían la guerrilla, como el resto de los habitantes de la Península, lo que dificultó notablemente la conquista del país por los romanos, teniendo en cuenta, sobre todo, lo accidentado de la región cántabra. Parece ser que eran también hábiles en montar a caballo. De hecho, algunas de las modalidades cántabras en la estrategia de la caballería pasaron al ejército romano, donde después existía un cantabricus impetus y un cantabricus circulus como maniobras especiales, de las que se habla en tiempos de Adriano (la adlocutio) y Arriano. Aunque en segundo plano, las consideraciones de tipo estratégico y económico no debieron estar tampoco ausentes de la mente de Augusto a la hora de decidir y planear la guerra. Los Cántabros, asentados en un territorio pobre en recursos agrícolas, vivían básicamente del pastoreo. Los campos ricos en cultivos de la Meseta, ocupados por pueblos que hacía tiempo estaban ya bajo control romano, ejercían una irresistible atracción para ellos, por lo que habían convertido en un medio normal de subsistencia la realización de expediciones sistemáticas y periódicas de saqueo entre estos pueblos vecinos. Este hecho explica quizá el que los principales asentamientos cántabros conocidos (Monte Cildá, Monte Bernorio, Celada de Marlantes, Amaya, Castro de Santa Marina, Ulaña, etc.) tuviesen su emplazamiento en la vertiente sur de la Cordillera en territorio colindante con la Meseta y a lo largo del mejor paso natural existente entre ésta y la costa. Además de los daños que estas “razzias” causaban en los bienes y las personas de un territorio ya sometido a Roma, las autoridades romanas veían en ello un peligro de contagio entre estos pueblos vecinos, que necesariamente tenían que comparar su estado de sumisión e indefensión con la libertad de sus vecinos del norte, lo que podía provocar un levantamiento generalizado.
  • 8. 8 LA GUERRA CONTRA ROMA Con esta situación descrita y después de varias tentativas de conquista, Augusto planeó el ataque definitivo, cuya campaña comenzó ya muy entrada la primavera del 26 a. de C. Se cita que la columna central empezó tomando las grandes fortalezas cántabras del sur del territorio, como Peña Amaya y Monte Bernorio, contándose una gran batalla en el llano al pie de Vellica (castro situado en el Monte Cildá, en Olleros de Pisuerga) en la que los Cántabros fueron vencidos replegándose en los montes y bosques centrales, donde los Cántabros se hicieron fuertes con continuas emboscadas en una guerra de guerrillas. La lucha fue tremendamente penosa para las tropas romanas desde las primeras escaramuzas. Dion Casio cuenta cómo los Cántabros no plantearon batalla campal sino que se limitaron a hostigar a las tropas romanas sirviéndose del mejor conocimiento de la accidentada orografía y se replegaban después a las montañas, a medida que las tropas romanas destruían sus recintos fortificados, hasta el punto de desmoralizar tanto al ejército como a su propio emperador. La penetración romana y el repliegue cántabro debieron de formar una especie de fondo de saco entre Alto Campoo y la cabecera del río Besaya hasta que las tropas romanas procedieron a asaltar y tomar la última plaza fuerte de los Cántabros que las fuentes denominan Aracillum, tras larga y heroica resistencia. Ni la arqueología, ni los estudios de toponimia han podido localizar todavía este lugar que la historiografía posterior ha convertido en símbolo de la resistencia del pueblo cántabro contra Roma al estilo de Numancia entre los Celtíberos, Alesia entre los galos y Masada en la guerra judía. Ninguna de las hipótesis que se han emitido se ha podido confirmar. Afortunadamente para los romanos, a poca distancia de la frontera sur del país, y al pie del gran poblado fortificado de Bélgica o Vellica (Monte Cildá), en la hermosa llanura de Mave o de Valdecaral, un importante contingente de guerreros cántabros cayó en la trampa y saliendo de la ciudad acometieron de frente al ejército romano formado en orden de combate. La lucha en estas condiciones fue naturalmente favorable para las fuerzas imperiales, y los Cántabros, antes de perecer en la batalla, tuvieron que volver la espalda a su adversario. Al no poder refugiarse en la ciudad, que cayó en manos de los romanos, huyeron a los montes y, remontando el curso del alto Pisuerga, se refugiaron en lo más abrupto de la cordillera (Curavacas, 2.527 m; el Espigüete, 2.450 m; Peña Prieta, 2.533 m; Peña Labra, 2.006 m), que se extiende al noroeste del campo de operaciones. Es la sierra que los Cántabros llamaban “Monte Vindio”, palabra que en celta quiere decir “Blanco”, clara alusión a la nieve de sus cumbres, que sin duda aún subsistía en abundancia durante aquella primavera. El ejército romano persiguió y acosó a los fugitivos como en una cacería de fieras, según la frase de Floro. No obstante, una vez acogidos a las cumbres, los Cántabros se sintieron seguros, pues pensaban que “antes llegarían allí las olas del Océano que las legiones romanas”, como comenta el propio Floro. Los Romanos entonces ocuparon los valles contiguos y los Cántabros quedaron recluidos en las montañas, donde, como dice Orosio, “asediados por el hambre perecieron casi hasta el último”. Durante la dominación romana, el pueblo cántabro después de sufrir el castigo que arrastraba tras de sí la derrota de una sublevación, soportando en él los más atroces medios, diezmada su gente, esclavizados los combatientes que lograban sobrevivir, mutilados aquellos que estuvieran en próxima
  • 9. 9 edad de pelear y arrasados sus poblados, les bastaban dos años para reponerse e iniciar una nueva revuelta, como las que motivaron las duras campañas romanas de los años 26, 24 y 22 antes de J. C. La pacificación total y el comienzo de la romanización empezaron después de la definitiva victoria romana en el 19 a. de J.C. Con el fin de mover sus tropas con agilidad (primero durante la campaña y después durante el sometimiento) los romanos construyeron una importante red de calzadas, a la vez que crearon una serie de poblaciones a las orillas de éstas. Para marcar los recorridos y las distancias empleaban los miliarios, que eran tablillas de barro cocido (al menos las que ahora se conocen) donde marcaban el itinerario y las distancias entre cada punto. El miliario más conocido es el llamado itineratrio de barro, que se conserva en el Museo Arqueológico de Oviedo, que tenía una pestaña para colgar en la pared. Fue hallado a finales del siglo pasado en la región de Astorga, juntamente con otros itinerarios. En él se consignan las estaciones y distancias de una calzada que, desde el campamento de la Legio VII (con sede principal en León), iba desde Segisamo (Sasamón) hasta Portus Blendium (Suances), pasando por las siguientes ciudades: Rhama (Villadiego) (7 millas), Amaia (Amaya) (18 millas), Villegia (Monte Cildá, junto a Villarén) (5millas), Legio IV (Cabria) (5 millas), Octaviolca (Mercadillo) (5 millas), Iulióbriga (Retortillo) (10 millas), Aracillum (situación desconocida) (5 millas), Portus Blendium (? millas). El itinerario parece una adaptación de finales del siglo I o principios del siglo II d. de C., cuando ya existía el campamento de León, de otro más antiguo que recogía una de las principales vías de Cantabria, coincidente con el camino de penetración de la columna de Augusto durante la guerra del 26 a. de C. La importancia de este itinerario ha sido puesta de relieve por los más importantes investigadores del tema. Aunque algunos han dudado o incluso negado su autenticidad, ya que alguna de las distancias no eran reales, un examen directo del mismo realizado recientemente en el museo de Oviedo, permite afirmar, sin lugar a dudas, que se trata de una pieza auténtica. Se han hallado también Placa y mapa del llamado “itinerario de barro”
  • 10. 10 algunos miliarios del camino cerca de Herrera de Pisuerga y de Julióbriga, y varios tramos de calzada todavía se conservan en el sur de la actual Cantabria, siendo el más importante el situado entre Pesquera y Bárcena de Pie de Concha. En este itinerario se citan varias ciudades cántabras situadas junto a la vía. De las ocho ciudades de que habla Ptolomeo, tres Vellica, Octaviolca y Julióbriga se hallaban en este trayecto, y, de los tres puertos mencionados por Plinio, uno Portus Blendium corresponde también a la vía. Las demás poblaciones cántabras del itinerario también eran conocidas por otras fuentes, tal es el caso de Amaya y Aracillum. Cabe pensar que el resto de las otras ciudades cántabras conocidas correspondería al trayecto de las demás calzadas, aún no perfectamente identificadas. Por de pronto, es fácil suponer que los otros caminos de penetración del ejército de Augusto habían de coincidir también con calzadas y con ciudades. Después de la guerra, los romanos hicieron que los moradores de los principales castros bajaran sus poblados a los llanos, con el fin de tenerles más sometidos. Sin embargo, en el siglo III las invasiones de los Francos provocaron la nueva fortificación de los antiguos castros, se cita el caso de Vellica, aunque parece que Amaya pudiera haber mantenido una población estable durante todo este tiempo. Durante estos siglos del dominio de Roma los Cántabros se romanizaron en gran medida adquiriendo una cultura relativa, pero sin abandonar sus costumbres y creencias. Sin embargo, la mayor parte de los restos encontrados, pertenecientes a esta época, son inscripciones funerarias escritas en latín dedicadas a los dioses Manes, de la mitología romana, que representaban los espíritus de los muertos, aparentemente hostiles. A veces los manes se identificaban con “di parentes” (antepasados muertos), que vivían en el submundo y aparecían sólo ciertos días, en los cuales se les hacían ofrendas propiciatorias. Alguna de las curiosas inscripciones encontradas en Peña Amaya, una vez traducidas, decían lo siguiente: • A los dioses Manes, Saturnino, de sesenta años, Emamnigaule, la erigió a su hija Mansicina de veinte años. • A los dioses Manes, Cornelia Materna puso la lápida estando viva a su propia memoria y a la de Noive de cuarenta y cuatro años. • A los dioses Manes, Cornelia Materna, madre, la puso a la memoria de su hija Flavia de veinticinco años, junto a la tumba de su madre. LA LLEGADA DE LOS GODOS Durante el año 409 parece que varias tribus germánicas pudieron atravesar los Pirineos, penetrando en Hispania, pocos días bastaron para que desde los cuarto vientos, una gran masa de gente despavorida corriesen buscando la salvación en los peñascos firmes y seguros de Amaya, que en ese momento estaba habitada por un pequeño grupo indígena. Esta invasión conquista Hispania, dejando a Cantabria libre de todo gobierno. Esto hace que los romanos abandonen la península y los Piedra grabada encontrada en Amaya
  • 11. 11 Cántabros cojan de nuevo el poder estableciendo su capital en el bastión de Amaya (durante toda la dominación romana la capitalidad había estado en Iuliobriga). Durante este siglo V los Vándalos que invadieron el norte de España tuvieron varias batallas en Cantabria, sin llegar a conquistarla. Se cita que el monte Cildá fue fortificado de nuevo con las lápidas de la necrópolis, sin embargo, esta plaza fue vencida e incendiada. A pesar de las conquistas que pudieran haber realizado, el pueblo cántabro permaneció independiente. Durante todos estos primeros siglos de nuestra era, el Cristianismo se había ido extendiendo por toda la península, aunque en Cantabria su penetración no había sido muy profusa. Sin embargo se tiene la constancia que en el valle de Valderredible existían varios cenobios de monjes en el siglo VI, que se habían establecido en las cuevas existentes en la zona y no sólo eran un foco de irradiación religiosa, sino también cultural. Se tiene noticia de varias anécdotas durante la evangelización de San Millán de la Cogolla y sus monjes en Cantabria, sobre todo durante sus últimos días en la capital Amaya: • Parece ser que el santo curó milagrosamente a un matrimonio de notables cántabros, llamados Nepotiano y Proferia, cuya enfermedad fue atribuida a posesión diabólica. • La fama del santo y de su poder taumatúrgico fue tan grande que incluso se dio el caso de que otra mujer cántabra, cuyo nombre no se indica, fue en peregrinación hasta el cenobio de la Rioja para obtener allí su curación, pues era coja. El viaje lo realizó subida a un carro. • En la biografía de San Emiliano “Vita Sancti Aemiliani” de Braulio Caesaraugustanus se cita el siguiente texto: “Cierta mujer llamada Bárbara de tierra de Amaya, que estaba paralítica y muy fatigada fue llevada ante él, y por las oraciones del santo cobró luego la salud”. A pesar de todo esto, la secular resistencia del pueblo cántabro a toda clase de novedades hizo muy difícil la difusión del cristianismo en el país. Cuenta San Braulio (Obispo de Zaragoza), que escribió la biografía de San Millán (+575), que poco antes de su muerte, en la cuaresma del 574, tuvo una visión, a consecuencia de la cual se trasladó a Amaya la capital de Cantabria, y allí habló al pueblo el día de la Pascua, recriminándole su dureza e infidelidad. Le echó en cara sus pecados, que eran matanzas, robos, ferocidad e incesto. Los tres primeros defectos van perfectamente de acuerdo con lo que dice San Isidoro de los Cántabros: “Su ánimo es pertinaz y especialmente dado al bandolerismo y a la guerra, y están siempre dispuestos a desafiar los castigos”, reflejando el género de vida de la Cantabria libre en la época visigoda, muy similar al de la época anterior a la conquista romana, cuando realizaban sus incursiones guerreras y de bandidaje en las zonas contiguas de la meseta. Sin embargo, es extraño que se cite como algo característico de ellos el pecado de incesto. Se puede pensar que acaso podría relacionarse con alguna forma de degeneración de las antiguas costumbres matriarcales, que permitiera casarse a los hermanos entre sí, para que de esta manera los varones tuvieran acceso a la propiedad, la cual seguiría correspondiendo por derecho a las hembras. Pero esto no es más que una suposición. El hecho es que San Millán anunció a los Cántabros la visión que había experimentado durante su retiro de la cuaresma en el cenobio. Según ella, el pueblo cántabro sería castigado por su infidelidad, perdiendo la independencia y la destrucción de su ciudad, por entonces más importante, Amaya. Cuando les exhortaba a penitencia y todos le escuchaban con reverente atención, uno de los notables, llamado Abundancio (Abundantius), le interrumpió violenta y desconsideradamente diciendo que era un “viejo chocho” y que sus muchos años le hacían ya desvariar. San Millán profetizó que el propio Abundancio sufriría en su persona los efectos del castigo divino. Poco
  • 12. 12 después tuvo lugar el ataque de Leovigildo, la ciudad fue destruida y Abundancio y otros muchos Cántabros fueron salvajemente masacrados por las tropas visigodas. Parece ser que el propio San Millán falleció en este ataque. Se ha hablado de la existencia ya de una sede episcopal en Amaya en esta época, pero no hay pruebas de ello. Hay opiniones que dicen que no existía, ya que no se cita el nombre de Amaya entre las sedes episcopales representadas en los concilios de Toledo. Sin embargo, otras fuentes comentan que esto es así debido a la poca implantación que el cristianismo tenía entre los Cántabros durante este período. La primera cita del obispo de Amaya aparece en la Nómina Ovetense, que es ya del siglo VIII, por tanto, después de la invasión musulmana. Durante todo este tiempo que los visigodos llevaban dominando la Península no habían tenido ninguna influencia en el pueblo cántabro, perfectamente diferenciado con los que no se identificó, sino, bien al contrario, a cuya dominación se opuso con continuas rebeliones. Todo esto hace que en el año 574 el rey Leovigildo realice una campaña contra Cantabria, de la que una nota del Biclarense dice: “En aquellos días, el rey Leovigildo, penetrando en Cantabria, mata a los invasores de la región. Toma Amaya, se apodera de sus tierras y sus riquezas y restablece su dominio en el país”. Esta cita puede interpretarse de dos maneras: o que Leovigildo mató a unos invasores que habían penetrado en Cantabria y, por tanto, deberían ser Suevos, siendo éste el motivo del ataque de los visigodos, o sencillamente que Leovigildo, al penetrar en Cantabria, acabó con el propio ejército cántabro, a cuyas gentes se les llama “invasores” por sus constantes incursiones y depredaciones en la meseta (opción que parece la más plausible). No existen muchos detalles sobre la campaña de Leovigildo en Cantabria, pero el hecho de citarse sólo Amaya indica, por una parte, la importancia que conservaba esta ciudad de la frontera Sur de Cantabria, y, por otra, que la toma de la misma fue un hecho de armas importante en el desarrollo de la guerra. Acaso también entonces fue incendiada la acrópolis de Monte Cildá. Tampoco se sabe si la ocupación visigoda se limitó poco más que a la toma de Amaya y del sur de Cantabria o si en efecto se extendió al resto del País. Esto demuestra que la historia se vuelve a repetir y que en Cantabria sigue vivo el espíritu de independencia que la había hecho célebre en el mundo. Sus luchas por ella no cesaron. A las continuas rebeliones contra los romanos sucedieron las no menos frecuentes sublevaciones contra los visigodos, quienes, poco antes de la invasión musulmana estaban, una vez más, pacificando su territorio. Sin embargo, la indomable actitud del pueblo cántabro frente a los invasores godos, sus continuas sublevaciones y revueltas, siguen incólumes. Esto fuerza al monarca godo Ervigio (que ocupó el trono del 680 al 687) la creación del Ducado de Cantabria, permitiendo al pueblo cántabro vivir en un régimen de libertad que no disfrutaban el resto de los pueblos peninsulares, pero asegurando sus sometimientos, sin duda de paz y de tributos, con la responsabilización personal de uno de los principales señores de Cantabria, que más dominio y prestigio pudiera ostentar dentro de la unidad política del pueblo cántabro.
  • 13. 13 Esta independencia pactada parece también confirmada por la inexistencia en territorio cántabro de asentamientos visigodos ya que de haber existido hubieran aparecido algunas necrópolis, y no se tiene noticia de más hallazgos que algunos objetos y monedas procedentes posiblemente de botín de guerra o de comercio. La creación de este Ducado y designación del primer Duque Favila, se produjo sobre el año 684, cuando éste, que era señor de Liébana, tendría unos treinta años (lo que hace suponer que nacería hacia el 654). De esta época datan los broches de cinturón encontrados en Peña Amaya (siglo VII), que están formados por dos placas de tipo liriforme con cabecera circular rematada por un botón. Ambas han perdido la hebilla articulada y la aguja, conservando los resortes del pasador (ver figura). Una vez que el ejército visigodo fue derrotado por Tarik en la batalla de La Landa (año 711), los árabes comenzaron con rapidez la conquista de la Península. Entre las gentes de las ciudades, unos adoptaron la resolución de quedarse, confiados a la clemencia del invasor, y otros prefirieron la emigración, con sus enseres más apreciados. Algunos aristócratas marcharon a Francia, otros a las montañas de la Cordillera Cantábrica, algunos de estos últimos trataron de hacerse fuertes en Amaya, ya que la defensa iniciada en algunas ciudades del sur no había tenido gran éxito. En este momento Amaya registró la mayor población de su historia y comenzó la principal culturización de las gentes cántabras. Tarik ben Ziyad, una vez que conquistó Toledo, y después de una breve campaña por Castilla la Nueva para asegurar su conquista, debió de pasar el invierno de aquel año 711 en Toledo. En la primavera del 712 organizó una incursión por el Norte, atacando a la ciudad cántabra de Amaya, que al fin conquistó. En ella residía el, por entonces, gobernador Pedro “dux Cantabriae” duque de Cantabria. Broches de cinturón encontrados en Peña Amaya (siglo VII)
  • 14. 14 Aquel mismo año, Muza ben Nusayr desembarcó en Algeciras con numerosas tropas para hacerse cargo de las conquistas de su subordinado Tarik. Después de la entrevista de los dos jefes en Talavera, ambos pasaron a Toledo, donde permanecieron algún tiempo organizando la conquista Cantabria seguía con su espíritu indomable de siempre, como prueba el que sus hombres recuperaran y volvieran a fortificar la ciudad de Amaya. Por lo que Muza ben Musayr tiene que conquistarla de nuevo, en el 714, dejando la ciudad totalmente saqueada y obligando a los Cántabros a asegurar sus fronteras más al interior de su territorio. En ese momento, los pueblos Astur y Cántabro estaban totalmente delimitados por el río Sella. Sin embargo, después de la conquista de Amaya, los árabes, al no poder penetrar más en el territorio cántabro, llegaron al mar por la zona astur, sometiendo a este pueblo. Munuza se hizo cargo de la gobernación del territorio fijando su sede en Gijón. El duque Pedro era el caudillo principal que contenía por el sur los combates musulmanes, desde su nueva posición en la cordillera. Sus huestes estaban distribuidas estratégicamente por todos estos montes, guardando los accesos naturales. Pelayo (figura cántabra ya importante, nacido en el pueblo de Cosgaya, hijo del conde Favila señor de Liébana), que estaba presente en la defensa de Amaya ayudando al duque Pedro, fue hecho prisionero durante esta batalla y llevado como rehén a Córdoba, para asegurar la obediencia del pueblo cántabro. Pero Pelayo se evadió de su prisión (año 716) (estos hechos no están perfectamente clarificados siendo la parte más oscura de la historia de Pelayo) y volviendo al cerco, se puso al frente de sus gentes en la parte occidental del país (ribera este del río Sella), donde el sometimiento del territorio de los Astures a los árabes supone una amenaza para Cantabria, con serio y continuo peligro. Durante los años 717 y 718 hostigó a Munuza, el gobernador árabe de Gijón, El fracaso árabe en sus ataques a las posiciones defensivas del Sur de Cantabria, obligó a sus guerreros a planear la incursión por la zona baja de la costa (la zona defendida por Pelayo), partiendo del territorio astur. En el 718, el gran aparato de fuerzas llegadas desde diversos puntos de España, bajo el mando de Alkama, no respondía al deseo de castigar a un guerrillero que molestaba a los destacamentos que sujetaban al pueblo astur, sino a un plan meticulosamente trazado para la invasión de Cantabria, adentrándose por la única zona vulnerable, salvando la rocosa defensa de la cordillera, por los valles próximos a la costa. Pelayo, que conocía aquel territorio piedra a piedra, como aseguran las crónicas, al iniciarse la avanzada, supo atraer sobre sí al ejército árabe y hacerse perseguir hasta llevar a las tropas invasoras hacia el territorio que le era favorable, a las tierras cántabras de Covadonga, donde, en duro combate, las huestes de Pelayo les infringieron serio quebranto, cortándoles la retirada desde los altos montes que escoltan la angosta trampa que les había sido preparada. Después de esta victoria Pelayo fue proclamado Rey, situando la corte en Cangas de Onís (zona cántabra por estar al este del Sella). En la batalla de Covadonga, Munuza se dio a la huida siendo muerto durante la misma. Este hecho fue aprovechado por los nobles visigodos (que se habían refugiado en tierras cántabras huyendo de los árabes) para tomar a su cargo la zona dejada por Munuza, donde intentaron el resurgimiento del
  • 15. 15 visigotismo y la restauración de una monarquía. Sin embargo, también tuvieron problemas con los Astures (que, como los Cántabros, consideraban invasores a los godos). A partir de esta batalla, los historiadores árabes, ignorando el nombre de Cantabria, denominan al territorio cántabro “Sierra de Pelayo o Peña de Pelayo”. Se le ha asignado a Pelayo el comienzo de la reconquista, pero no fue así, ya que él sólo se dedicó a defender y reconquistar (en parte) sus dominios cántabros. Éste muere en Cangas de Onís en el 737 y su sucesor Favila I sólo reinó dos años pues murió a manos de un oso, por lo que tampoco realizó ninguna campaña de reconquista. A su muerte, la monarquía cántabra recayó en Alfonso I (739 a 759), hijo del Duque de Cantabria Pedro, al estar casado con Emersinda la hija de Pelayo. Éste, tras unos años de reorganización del ejército, invade Asturias (entre el 749 y el 750), desde donde los visigodos estaban confabulando e intentando hacerse con el poder cántabro. Después de ésto, ayuda a los gallegos, que se habían sublevado contra los musulmanes. Es, por tanto, este momento el que realmente se puede considerar como inicio de la Reconquista. Este hecho, transcendental para realidad de la historia de España, fue ocultado por las crónicas visigodas de Alfonso III, ya que constituía un contrasentido a la historia que pretendía dar a conocer. A Alfonso I, después de la conquista de Asturias no le fue difícil llegar a Galicia y penetrar en la zona Bracarense, hacia Oporto y Braga. Después recorrerá el Sur del Duero entrando en León, Astorga, Simancas, Ledesma y Salamanca, y las tierras mesetarias al Sur de los territorios cántabros, reconquistando las zonas que habían sido invadidas durante las campañas de Muza: Amaya, la antigua capital (en manos de los árabes de 714 al 758), Saldaña, Mave, Oca, y siguió hasta Osma, limpiando de invasores Avila, Segovia, Clunia, Sepúlveda, etc., para recorrer a continuación los valles del Ebro, adentrándose por tierras riojanas, Miranda, Revenga, Alesanco, Cenicero... Con la invasión de la Península por los árabes, muchas gentes portadoras de la cultura visigoda e hispano−romana, ya fundidas, se replegaron a las regiones apartadas de la cordillera Cantábrica, acosadas por la rápida conquista musulmana. Es entonces cuando verdadera y definitivamente se abrió paso la romanización en Cantabria. Entonces es cuando el aluvión de elementos culturales que “invadió” Cantabria transformó totalmente el país. De todos modos, parece que no se produjo una auténtica y definitiva integración de los elementos foráneos en el seno del pueblo cántabro. Un indicio de ello puede ser el hecho de que estos elementos inmigrantes conservaran, un siglo después ya en el reinado de Fruela I (759 a 768), su nombre de foramontani, para distinguirlos de los montani = Montañeses o Cántabros en sentido estricto. Los Foramontanos fueron precisamente los primeros que retornaron a repoblar las tierras de la meseta, cuando se inician las “presuras” con la reconquista de la tierra perdida o abandonada. De cualquier manera es innegable el influjo que los Foramontanos ejercieron en los nativos y en su cultura, hasta el punto de que, se puede decir, que constituye uno de los hitos definitivos en la historia del pueblo cántabro. A esta inmigración del siglo VIII hacia Cantabria se deben la existencia de reliquias, cuyo culto aparece desde entonces muy enraizado en la historia cántabra. Probablemente entonces llegaron a Liébana la reliquia del Lignum Crucis y la de Santo Toribio, tal vez desde Astorga; las reliquias de San Emeterio y San Celedonio a Santander, estas últimas al parecer procedentes de Calahorra; las
  • 16. 16 reliquias de Santa Juliana a Santillana, etc. Es un caso análogo al sucedido en Santiago de Compostela con las reliquias del Apóstol, según parece, procedentes de Mérida. No parece que Amaya tuviera demasiada actividad desde que fue reconquistada por Alfonso I en el 758, posiblemente sólo estaría poblada por una guarnición defensiva. Sin embargo, aún seguía imponiendo su el temor por sus pasadas gestas a los musulmanes. De hecho, en diciembre de 825 quisieron atacar de nuevo Cantabria, que ya en este tiempo empezaba a llamarse Castilla, para lo que enviaron un ejército al mando del Vali de Jaén, Faray Ibn Masarra. Éstos lo intentaron entre las zonas de Barruelo y Aguilar de Campoo, intentando la penetración por “Val de Olea”. Sin embargo, este ataque les produjo nuevas derrotas, como recuerda la toponimia de esta zona con los nombres de “Mata-morisca”, en las cercanías de Aguilar, y “Mata-morosa” en las de Reinosa. En el año 854 Amaya fue reedificada y fortificada por el Conde Rodrigo (hermano o hermanastro de Ordoño, de estirpe cántabra), siendo rey Ordoño I. En este momento es cuando se construyó la fortaleza sobre una de las cumbres de Peña Amaya, de ahí su nombre de El Castillo. A partir del año 860 el Emir de Córdoba Muhammad se reveló contra el rey Ordoño I, con el fin de contrarrestar los avances cristianos por las tierras de Castilla. Para ello preparó un fabuloso ejército de miles de jinetes, al mando de su hijo Abd Al Rahaman, con el objetivo de conquistar Amaya, donde llegaron en el verano de 863, pero bien defendida por el Conde Rodrigo no pudieron conquistrarla y la consideraron inexpugnable dirigiéndose a otros objetivos en los que fueron obteniendo éxitos, recuperando frentes como Burgos, Oca, Mijancos y Morcuera, llegando hasta el valle de Mena. Fray Justo Pérez de Urbel describiría Amaya de la siguiente forma: “La primera capital de Castilla fue Amaya, la capital Cántabra, la peña inexpugnable que domina la izquierda del alto Pisuerga y que es como un espolón que lanza la montaña hacia la llanura de los campos góticos. Ahora es la avanzada castellana, como antes lo fue Cántabra, llena de historia heroica, pues allí combatieron los Cántabros por su independencia, y su pérdida fue casi siempre triste preludio de graves quebrantos para el indómito pueblo”. EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN DE AMAYA Ha quedado demostrado que Amaya estuvo habitada desde los tiempos prehistóricos. Sin embargo hasta la llegada de los Romanos, que no comenzó su historia escrita, no se tiene constancia de la población que allí vivía. Durante la guerra contra Roma parece que pudiera haber unas 250 personas, que ascendieron a unas 350 durante toda la dominación. La invasión de los Francos en el siglo III hizo que momentáneamente su población ascendiese a unos 2.000 moradores, debido a la llegada de gentes de toda Cantabria huyendo de estas hordas. Sin embargo, al ser pronto expulsados del territorio cántabro, la gente fue tornando a sus antiguos lugares, quedando una población residual de 500 almas. En el año 409 con la invasión Germánica (Visigodos) y la caída de la dominación romana, Julióbriga dejó de ser la capital cántabra, pasando a serlo Amaya. En este momento es cuando se inició el verdadero apogeo de este bastión, que llegó a tener unos 8.000 habitantes, aunque por poco tiempo, ya que, como
  • 17. 17 ocurrió en la anterior invasión, pronto se restableció el dominio Cántabro, con lo que los moradores pasaron a ser unos 4.000. Este apogeo nace por sí mismo, a consecuencia de la creciente amenaza germánica que sacudió los territorios limítrofes durante un largo período de tiempo. Así se comprende con facilidad el hecho de que ningún autor clásico mencionase Amaya en sus escritos, ya que todos habían muerto cuando registró este resurgimiento espectacular. El que Amaya conservase tanto tiempo dentro de sí a tanta población es poco menos que imposible, pero se mantuvo tan destacada que Leovigildo se dirigió contra ella, y al someterla en el año 574 se atribuyó el dominio de Cantabria. En este momento, también hubo un incremento puntual a unas 6.800 personas, que rápidamente se estabilizaron en unos 4.500. Durante tres siglos fue cabeza de un amplio radio, y cuando por fin los musulmanes de Tarik (año 712) se acercaron empujando hasta ella nuevas y grandes masas de fugitivos, alcanzó la más alta población de toda su historia (10.000 habitantes). Los moros pusieron sitio a la fortaleza, barriéndoles a todos en poco tiempo con un asedio de hambre. Rápidamente se produjo una nueva repoblación (2.000 hab.), por lo que dos años más tarde Muza repitió el asalto. Después de esto debió seguir la acampada de una pequeña guarnición bereber de unos 200 hombres, que en el 758 fue reconquistada por Alfonso I, aunque prácticamente quedó despoblada hasta que el conde Rodrigo, en el 860, la recuperó con un soplo de vida, ya nunca más como antes, en la que la máxima población fue de 500 personas. DECADENCIA DE AMAYA A finales del siglo IX, Amaya comenzó su decadencia, pues Castilla, nacida en el viejo territorio cántabro, se hizo mayor de edad, logrando su unidad política y territorial, con Fernán González, desde el año 933, asentando sus lares en las tierras castellanas de Covarrubias. Por ello, al estar el 9008007006005004003002001000-26 Años 10.000 9.000 8.000 7.000 6.000 5.000 4.000 3.000 2.000 1.000 PoblacióndeAmaya Población de Amaya a lo largo de su historia escrita
  • 18. 18 frente alejado de los antiguos límites cántabros y no volviendo a retroceder éste tan al norte, Amaya pierde su primacía estratégica, siendo prácticamente abandonada, no apareciendo mencionada en ningún hecho histórico posterior. A la muerte de Ordoño III, su reino se dividió con la formación del reino de León, quedando el reino de Castilla a manos del conde Fernán González. Castilla estaba cuajada de esperanzas cuando en el 970 murió éste, dejando a su hijo García Fernández el poderoso Condado. Fray Justo Pérez de Urbel, dice de Fernán González que había pasado sus años infantiles entre pastores y carboneros de la Montaña, donde el Conde de Lara tenía el núcleo primitivo de su riqueza familiar. De allí bajó ochenta años antes el abuelo, llamado también Fernando, para ocupar un valle junto al Ebro y levantar sobre el río el castillo de Siero, entre las gargantas pintorescas de Quintanilla Escalada, donde aún se ve la tosca y primitiva iglesia, y, en sus muros, el nombre del fundador y de su mujer, al lado de la cruz y el anagrama de Cristo: Fernando y Gutina. En Bosquemada, en el interior de Cantabria, en las proximidades de donde se alza el Santuario de la Patrona de la Montaña, Nuestra Señora de la Bien Aparecida, recibe su aprendizaje y el temple viril que ha de hacer legendaria su figura. Su maestro fue, sin duda, alguno de sus familiares, pues al decir de las viejas crónicas medievales “un caballero anciano le adiestraba en el manejo de las armas y en el arte de montar a caballo, y los montañeses estaban encantados con él por “ca” mucho les agradaba el donaire y gesto y hermosura del mancebo”. Así es Fernán González, un Cántabro de la estirpe montañesa de los Lara, hecho hombre entre las gentes y en las tierras de la antigua Cantabria, quien acude a reafirmar a Castilla ante la historia reuniendo bajo su autoridad el Condado paterno de Burgos, los de Castilla, Asturias de Santillana (Cantabria), Lantarón y Álava, constituyendo, sobre el año 950, el gran Condado de Castilla. Sus hechos se cantan en anónimos versos con aureola de leyenda, formando el gran poema que lleva su nombre. En él aparece identificado el nombre y territorio de Cantabria con el de Castilla, en la réplica del Conde al discurso de Gonzalo Díaz, que dice: “Así amañó la cosa el mortal enemigo cuando perdió la tierra el buen Rey Rodrigo. Nada quedó en la España que valiese ni un hijo si no Castilla Vieja un lugar muy antiguo”. Ello es indudable, el movimiento reconquistador que nace en Cantabria, la fuerza espiritual y material de esta avanzada va ganando terreno, pero como en toda conquista, sobre la fuerza, es el espíritu del que la realiza el que se impone sobre el terreno conquistado, sino no tendría fuerza de razón alguna para su realización o no tendría permanencia. La amplitud de la empresa, de las tierras reconquistadas o mejor dicho conquistadas, porque nunca fueron de dominio cántabro, va afirmando su nombre. Ya se ha anticipado que aquella zona fortalecida por castillos defensivos, aquella vanguardia en la frontera de Cantabria frente a los moros, que llamaron Castilla, los Castillos, hacen perdurar este nombre y extenderle a medida que esta línea avanza muy lentamente sobre el terreno conquistado. Pero, ha de tenerse en cuenta que Castilla no es sólo el movimiento bélico que impulsa la Reconquista, abriendo su cuña a lo ancho de los campos góticos. Es más el espíritu de la vieja Cantabria, el espíritu rebelde, disidente con sus profundas raíces aferradas al ancestral sentimiento que caracterizó y singularizó a sus hombres. No es en este caso la rebeldía al extraño
  • 19. 19 yugo el que la mueve. Cantabria forma parte de un reino que encabezaron e hicieron posible sus hijos y ha de apartarse dicho reino del sentir del pueblo cántabro para que éste, como siempre a lo largo de su historia, se oponga con fuerza a tal proceder. Así nace Castilla, con el viejo espíritu de raza, enfrentándose al de la monarquía que ella misma hizo nacer y sostuvo. Así queda patente en ella su carácter, que no ha de debilitarse en ajenas tierras y convivencias, ni aunque aquellos guerreros que la forjaron y los monjes y gentes que la repoblaron sean relevados y sustituidos por otros, pues ya, hechos en el espíritu que se llamaba Castellano, llevaron la fe de sus ideales y el sentimiento nuevo que ha cuajado con fuerza innovadora la secular rebeldía, Castilla, ya se ha dicho, es como el alma que iría penetrando en el territorio de España. Javier Tezanos Diciembre – 2001 BIBLIOGRAFÍA “Los Cántabros” de Joaquín González Echegaray. “Cantabria Raíz de España” de Manuel Pereda de la Reguera (académico de la Real Academia de la Historia, de la de Bellas Artes y otras más). “Enciclopedia de Cantabria” “Historia Social y Económica de Cantabria, hasta el Siglo X” de Miguel Ángel Fraile López. “Cantabria a través de su historia” de Joaquín González Echegaray. “Ascensión a Peña Amaya, del libro 50 Rutas por las Montañas de Cantabria (Tomo 3)” de Fernando Obregón Goyarrola. “Marcha A Peña Amaya” de Paulino Tezanos (23- 11- 1.991). “Cántabros, la génesis de un pueblo” varios autores. “Cantabria en la transición la Medievo. Los siglos oscuros IV – IX” de Joaquín González Echegaray. “Historia General de Cantabria. Cantabria Antigua” de Joaquín González Echegaray.