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SUPERSTICIÓN Y FE
EN ESPAÑA
(1978)
María Ángeles Arazo
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
PRÓLOGO………………………….…………….....………………………..………...5
«LA ENDIABLADA», DE ALMONACID DEL MARQUESADO……………….…..7
«Dichos» junto a la lumbre………….………..……….….…………..…………….21
Virgen de la Candelaria…………………..…………………………….…………..29
Pobre diablo……….…………….……………..………………………………..….35
«LOS PICAOS», DE SAN VICENTE DE LA SONSIERRA….………………….….39
La Historia se remonta al siglo XII…………………..……………..……………...47
ROGATIVAS CASTELLONENSES……………………………..……………..…….53
IMPLORANDO LLUVIA………………….…………….……………………….…...59
EN LES USERES……..……..….………..………….…………….…………….…….63
Francisquet el Panadero………..………………..…………………………....……73
LA MAGDALENA DE ANGUIANO…………………..……………………………..79
Páginas de la Historia…………………....……..……….………………………….85
Con los danzadores……………….…….……..…..……..………..………….…….89
Pantaleón, pastor de la Villa………….………………………….….……...………93
EN LA SIERRA MARIOLA…………...………………………….…………………..99
Pinceladas históricas………………..…….………….…..…………….………….105
El romance de la ciega Tona………………….…………..…….…………..……..109
La Embajada…………………………..……………………………..…………....115
«A VIRGEN DE GUADALUPE CANDO VEN PARA RIANXO...»…………….....119
La historia de la imagen…..…….………………………..……………....………..125
Pescadores….………………….……………………..………………..………….129
Cuatro niños de luto………………..………………………………………....…...131
Alma ingenua de Cantiga…………..………………………………..………...…..135
«Paxaro»………..….….…..…….……...….……….…..…..….……..….….…….139
Procesión en la ría…………...……...………..……….…………….….…...……..143
EXORCISMOS………………..…..…………………….…………………….……..147
«Les malignes»………....…..…….…..……….………….…….………..….…….149
«Ameigados»…………....…....…..……...……..……….…..….….…..……….....155
Prodigioso san Campio………………..….….…..….…..….….….….…………...159
La señorita Loliña y los monaguillos………………...…………………….……..165
¿Fe...?……………..…....….…..….…………………………………….…….…..169
«As caixas»……………..………..…….……………..…….…………….....…….173
Mosaico en la Puebla…………..……..……………..…….…….….……..…...….177
Procesión de las mortajas………………….……………….…………...………...183
4
5
La autora conversando con una vieja de un pueblo español
He ido en busca de los ceremoniales religiosos más antiguos de España, con
el fin de bucear en el alma de nuestro pueblo. No es el primer peregrinaje que
realizo por comarcas desconocidas, pero sí el primero en que me impulsó el
deseo de conocer la raíz de la fe.
Con un respeto profundo, he escuchado la razón de sus creencias y he
presenciado sus manifestaciones; hasta los ritos que, arrancando de la Edad
Media, poseen carácter mágico, como los «ameigados» de la sierra de Outes.
En cada villa, en cada aldea he vivido, y sus gentes me ofrecieron, con
generosidad, hogar y confianza. Cuanto escribo en este libro es puro testimonio;
es la verdad cruda de unas vidas en el contexto historicosocial de hoy,
No trato de analizar, ni de juzgar; simplemente expongo, a través del hombre,
existencias alentadas por una fe que enlaza con reminiscencias de auténtico
paganismo. Las imágenes suplantan a Dios; y las danzas, las procesiones, la
representación de lo que aconteció en un remoto ayer, en un pasado de siglos, se
confunde con la liturgia.
Parte de una España ignorada, con su pobreza, con su hermosura, con su
tradición supersticiosa —llena de piedad, tristeza y gozo— palpita en estas
páginas, que escribí con bastante coraje y amor.
6
7
LA «ENDIABLADA» DE ALMONACID
DEL MAROUESADO
8
9
El pueblo ha sido enjalbegado por las mujeres y se dio una pasada de pintura
verde a las ventanas y puertas. Es un lugar pintoresco donde la arquitectura
autóctona se conserva con pureza. Apenas se atraviesa la entrada nos hallamos
en la pieza principal de la vivienda, presidida por una gran chimenea
semicilíndrica en la que arde mucha más paja que troncos. Es la habitación
cocina-comedor, porque sobre los leños se guisa y en torno a la lumbre se come;
bien en unas mesas pequeñas, de un metro aproximadamente —que se retiran
después—, o en la mesa-camilla, cubierta con un mantel de hule o plástico.
Adosada a la pared, la banca, el mueble imprescindible; e idéntica de forma,
pero muy reducida, otra para dos botijos. Todavía los carpinteros de Almonacid
del Marquesado construyen estos rudimentarios muebles y simples alacenas,
donde se acopla el almez entre ranuras destinadas a las cucharas de madera.
Las vecinas son muy dadas al adorno del hogar; los cromos enmarcados, las
imágenes, las fotografías y los frutos artificiales, que los vendedores ambulantes
ofrecen, cubren los muros de cal. También hay profusión de almohadones
confeccionados con retales, sobre las sillas, muy bajas, de enea y sobre la banca.
10
Lavando la cara de San Blas
Pienso en las interminables jornadas del invierno cuando el frío obliga a una
vida de reclusión y las mujeres zurcen, remiendan y cosen llenando el tiempo
que los hombres consumen en las tabernas: «La Cepa», «Tele-Club San Blas»,
«El Casino» y «Casa Abelardo». Se juega a la brisca, al julepe y al burro; y junto
a la chimenea central se deja preferentemente a los viejos, que se cubren la
cabeza con gorras y fuman cigarrillos, que se apagan en sus labios sin
consumirse.
El cielo plomizo del anochecer fue desdibujando las ondulaciones ocres y
rojizas de la meseta y difuminó los chopos —tan secos— que resulta difícil
imaginarlos con hojas.
Ha llovido y las calles tortuosas de Almonacid del Marquesado son un puro
barrizal. Faltan tan sólo dos horas para que comiencen las fiestas, anunciadas a
las ocho de la noche del 1 de febrero; pero el pueblo, que huele deliciosamente
a leña, parece desierto.
En la plaza Mayor hay tres puestos de feriantes: un tiro al blanco, un bazar de
bagatelas y otro de dulces. No suena ningún altavoz. No hay música. Las
mujeres de los feriantes se han echado sobre los abrigos las batas de nylon
acolchado, y permanecen sentadas junto a fogatas que improvisaron.
11
—¡Pero, pase usté, que se va a helar...! Pase aquí...
La invitación, tan espontánea, tan de agradecer, es de Rosina, que se había
asomado para ver a algún diablo.
—Porque mi padre era, y aunque murió siendo yo chiqueja, les tengo mucha
ley.
Oculta el cabello con un pañuelo morado, lleva un jersey calabaza y unos
calcetines de lana verde hasta las rodillas.
Sus ojos son preciosos, a pesar de los sesenta y siete años y no se anda con
ningún remilgo.
—¿Frío...? ¿Por qué voy sin medias...?
Se levanta las faldas y aparecen sus muslos blancos, flácidos, libres de vello.
—Estoy acostumbrá —y empieza a reír—... Conque ha venido para conocer
«La Endiablá», y seguro que no sabe la historia de san Blas.
Julián, el marido, que está enfermo de los bronquios, y es blanco, pálido, le
anima:
—Cuéntasela, que a ti eso te gusta.
Rosina se anuda con garbo el pañuelo porque se le caía hacia atrás. Rosina se
yergue. Rosina cambia el tono de voz:
—Resulta, que dicen, que si hubo una boda en un lugar que queda entre la
Puebla y Almonacid. Cayó una salamandresa en el agua del convite y se
murieron todos. Las casas se hundieron, y también la ermita donde estaba san
Blas. De esto hará muchos siglos; lo menos nueve. Cuando descubrieron al
santo, los de La Puebla decían que era de ellos; y nosotros, que no, que san Blas
era de Almonacid. Resulta que, verá usté, llevaron una carreta con dos vacos
para cargar a la imagen; y los vacos ni se movían camino de La Puebla.
Entonces llevaron los de Almonacid una carreta con dos burritos; pusieron a san
Blas encima y los burros empezaron a trotar y no pararon hasta llegar a la misma
plaza, Desde entonces... ¡huy...! unos se meten con san Blas y otros con la
Virgen de La Puebla... ¡y dicen cada cosa...!
El marido, inclinado hacia la chimenea, dándole al fuelle, advierte:
—Pero tú, no las repitas...
—¿Yo? —Rosina se cruza las manos sobre el pecho—. ¡Pero si cuando
coronaron a la Virgen de La Puebla, le eché un cantar! Tuvimos que ir nosotros,
los de Almonacid, con san Blas, porque iban el gobernador de Cuenca y el
obispo. Y todos pensamos que habría que ponernos en paz. El cantar se me
ocurrió en la cama, una noche que estaba espabilá. Se lo voy a echar…
Rosina traga saliva y sus gorgoritos evocan las viejas iglesias españolas,
cuando surge del silencio una voz tan frágil, tan aguda, que nadie estornuda, ni
se mueve, por si se rompe.
12
Ya llegó la hora
de tenernos que juntar,
que a la Virgen de La Puebla,
pues, la tan a coronar.
Todos los pueblos la veneramos,
de La Puebla es la patrono;
y don Luis le ha regalado
un gran manto y la corona
Dios se lo pague a este señor
también al señor obispo
y al señor gobernador,
que en compañía de su hija
comenzamos la función.
Con nuestro patrón san Blas
caminamos pa La Puebla,
y con mucha devoción
íbamos para la iglesia
Con nuestro patrón san Blas
le seguimos fervorosos,
que con mucha admiración
íbamos muy animosos.
Me despido de la Virgen,
con los diablos y cencerros;
de toda la autoridad
y de los vecinos del Pueblo.
Rosina ha terminado con la mirada brillante y un profundo suspiro. Luego se
fija en los gatos que, confiados, entre nuestras piernas se han ido enroscando.
Son muy pequeños, atigrados y rojos.
—Tengo seis y la madre. Cuando parió, mi marido me quería matar a las
crías, pero yo dije que no, que dichosa ella que tenía tantas... ¡Y qué gozo verlas
mamar!, se pegan por cogerse a las tetas. Pero no se piense que no cuido a la
gata, que apenas quito la sartén del fuego, le doy a ella lo mismo que comemos
nosotros, pa que tenga leche.
13
Rosina me descubre el ensueño de su maternidad frustrada. Me habla de una
operación de matriz, con la extirpación de un tumor y de los ovarios. Me enseña
las fotografías de novias que recorta de algunas revistas «porque son tan guapas,
tan bonitas, que es preciso que tengan hijos». Fotografías de la sección de
Sociedad tan prodigadas en Hola, y que Rosina pega en cartones forrados con
papel de estaño. Y aún es más, me lleva ante la cuna que improvisó con una
jabonera para un muñequito de celuloide que encontró en el barro un día de
lluvia como hoy. Ella lo cubre con un lienzo y cuando lo lava «porque el humo
lo ensucia», como la cara se hunde, con una lezna que clava cuidadosamente en
la parte posterior de la cabeza va realzando los mofletes, la naricita, la boca.
Supongo que lo habrá besado más de una vez; supongo que le habrá dicho
dulces palabras; las mismas caricias y frases que soñaría decir al hijo.
Rosina es un poco madre de los gatos, del muñeco de celuloide y del marido,
al que mira protectoramente, al que le pasa la mano por la boca después de
almorzar para quitarle una migaja de pan o el brillo del aceite. Julián viste
siempre de negro, trajes de pana limpísimos. Rosina debió de casarse muy
enamorada; tenía 19 años.
—Y aún no nos habíamos tentado las manos…
Ningún contacto epidérmico de cuerpo a cuerpo que les demostrara el
temblor que irradia del centro del ser. Rosina sería una desposada ignorante,
intuitiva y feliz.
Con el muñequito en las manos, confiesa que lo sacó del lodazal recordando
una copla que cantan por Navidad.
El Niño Dios se ha perdido
por la calle anda Pidiendo,
llegó a casa de los ricos
y le «azuciaron» los perros.
Madre, a la puerta hay un Niño
más hermoso que el sol bello,
yo digo que tiene frío
porque sin duda va en cueros.
Corre y dile que entre,
se calentará;
porque en este pueblo
ya no hay caridad,
ni nunca la ha habido,
ni nunca la habrá.
14
Procesión de San Blas
Se ha interrumpido. Vuelve a sujetarse el pañuelo morado.
—Mire usté, que yo cuando empiezo a cantar, como es algo que me sale de
dentro, pues no pararía. ¿Sigo o me callo...?
Le pido que continúe. Ya debo oler a leña, como los gatos que llevan los
bigotes chamuscados, como las amapolas, los racimos de uva, las rosas y los
lirios de plástico que Rosina colocó en todas partes inventando una primavera.
Se afina la garganta:
Pasa el Niño muy cortés
dándole los buenos días,
al ama que está sentada
a la lumbre en la cocina.
Pasó el Niño y se sentó
y ya que se calentaba,
le pregunta la patrona
de qué tierra o de qué Patria.
Mi madre, del cielo.
Dios bajó a la tierra.
Mi padre desciende
de la gente de Eva.
15
Ya se ponen a comer,
las lágrimas se le caen.
Niño hermoso, ¿por qué lloras?
De ver la cena que hay,
Mi madre de pena
no podrá comer;
aunque tenga gana
no tendrá con qué.
Hazle la cama a ese Niño
en la alcoba con primor.
No me la haga mi patrona,
que mi cama es un rincón.
Mi cama es el suelo
desde que nací;
hasta que en cruz muera
ha de ser así.
A la una de la mañana
dice el Niño que se va;
y le dice la patrona
que es larga la madrugá.
Ya me voy Señora
ya me voy andando,
que mi madre amada
me andará buscando.
La Madre buscaba al Hijo
por las calles y las Plazas,
y a todo aquel que veía
por Jesús le preguntaba.
Que si había visto
al sol de los soles,
al que nos alumbra
con sus resplandores.
16
La expresión de la mujer es radiante.
—¿Le ha gustao...?
—Mucho, Rosina...
—Pues también le gustaría la matanza de los cerdos, que lo hacen en la calle.
Sabe usté, los socarran con aliagas, los lavan; los cuelgan del hueso del culo
—así se dice—; y los mondongan. Esta vida es pobre, pero estoy contenta con
ella. Lo único que no me va es la parcelaria...
—El régimen parcelario —corrige Julián.
—No importa... ¿A que usté lo ha entendido? Vinieron los del Gobierno y nos
llamaron al Ayuntamiento. Dicen que como un vecino tiene un fanega aquí; otra,
allá; y un piquejo a saber dónde; pues para que todo el campo se trabaje mejor,
nos juntarían las tierras…
—Según la clase —añade el marido—, que es de primera, de segunda o de
tercera. A lo que se ve, así el tractor resulta más barato y el camino es más
corto...
—¡Pero yo quiero mis almendrucos! —exclama vehemente la mujer—.
Viéndolos desde moza y ahora que se los lleve otro; y a mí, que me den árboles
que no son míos.
Julián justifica que la decisión se adoptó después de que la mayoría votaran
aceptando la nueva distribución.
—Quién más, quién menos, tiene un campito de trigo, unos olivos o
almendros y viñas.
—El vino se lo hace cada uno en su casa —y a Rosina le vuelve el gozo a la
cara—; se pisa la uva sin echarle nada. El vino alegra, ¿verdá usté? Hoy los
diablos lo beben con azúcar… No mire pa la ventana con temor, mujer, que
aunque caigan chuzos, la fiesta se celebrará. Don Francisco, un cura que
tuvimos, no quería que sacaran el anda: «Que la Virgen se mojará...» ¡Bueno!
Los diablos son los que mandan. Ni caso le hicieron al cura. Pasearon la
Candelaria por todo el pueblo.
Se escucha un tañido rítmico, primitivo. Rosina corre a la puerta.
—¡Los diablos...!
Julián y yo la hemos seguido.
Se aproxima el ruido grave de los cencerros.
—¡Por allí...!
A la mujer se le hace un nudo en la voz.
—Ya comienza «La Endiablá».
Doblan la esquina tres hombres vestidos con trajes de colorines: una camisola
y pantalones largos. Atados a la cintura, en la espalda, cuelgan los famosos
cencerros que compran en Mora de Toledo.
Los hombres caminan balanceando el cuerpo de delante hacia atrás. Al
vernos, agitan algo semejante a un bastón, la «porra».
17
—¡Eh, Rosina…!
—¡Eh, Julián...!
Bien quisiera Rosina unirse a la comparsa, pero el frío es intensísimo y su
marido debe permanecer al abrigo.
—Vaya con ellos —me ruega—. Acuden todos a casa del «Diablo Mayor»...
Por todas las callejas surgen las extrañas figuras, que complementan la
indumentaria con el «gorro de la Virgen»; un gorro confeccionado por la madre,
la esposa o la novia, y que consiste en una especie de corona de cartón cubierta
con tela, en la que pegan estampas de la Virgen del Carmen, de la Virgen de
Lourdes, de la del Pilar, de la de los Desamparados... Con varillas de alambre
trazan un alto enrejado que llenan de flores de papel de seda: azules, amarillas,
rojas, verdes...
El «Diablo Mayor», Francisco Sánchez Rodrigo, es bajito, cargado de
espaldas, calvo y de pestañas canosas. El título obedece a que está saliendo de
diablo durante cuarenta y cuatro años consecutivos. Comenzó a los 15 y tiene
59.
—Hay diablos más viejos, hasta de ochenta y tres años, pero fallaron alguna
vez. Para ser diablo, con pagar cinco duros, basta; cinco duros para toda la
vida...
Francisco Sánchez luce un traje rojo con galones dorados.
—Lo más parecido a san Blas, nada de Lucifer, oiga —protesta riendo.
Sofía, la esposa, es alta, con nervio. Sofía le ayuda a colocarse la almohadilla
que esconden debajo de la camisola.
—Esto se lo ponen para que el culo no se les quede baldao para siempre.
La casa se ha llenado de diablos que no cesan de moverse; ni cesarán en su
vaivén durante los días siguientes.
—Prueba la zurra...
Me dan un vaso. Hay un solo vaso para todos. Pasa de boca en boca. El vino
azucarado lo sacan con una jarra y escancian sin cesar.
—¿A que es buena...? ¿A que ya no tiene frío...?
Arde la leña. Hablan muchos a la vez entre el tañido bronco de los cencerros.
—La zurra la hicieron ellos —explica Sofía—; cogieron la lebrilla de barro,
le echaron una arroba de vino, y venga azúcar...
El «Diablo Mayor», a partir de ese momento tendrá más autoridad que la
jerarquía eclesiástica. Un párroco hubo, don Silvino Navalón, que trató de
prohibir la fiesta.
—Nos llamaba paganos... ¿Qué sabrá él de nuestra devoción a san Blas?
18
El «Diablo Mayor»
Hay un diablo, que bebió más de la cuenta, y apostilla que don Silvino
parecía de La Puebla, por aquello de fastidiar. Este diablejo, desdentado y
socarrón, me participa que los de La Puebla dicen que san Blas le quitó el dinero
a la Virgen; y ellos no lo niegan. «Se lo quitó cuando la Virgen se durmió, que
para eso se acostó con Ella.»
Ríen. Aunque mantengan los pies juntos, el movimiento abdominal y de
caderas persiste. El «Diablo Mayor» alza la porra en la mano derecha. Grita. Lo
aclaman en la calle, donde se han concentrado alrededor de setenta diablos.
Cuento unos diez niños, algunos muy pequeños. Van junto a sus padres, con
cencerros de un palmo.
A la luz tenue de las bombillas, sobre las paredes encaladas se recorta la más
insólita comitiva que he presenciado. Ahora van dando saltos, anunciando
estrepitosamente que las fiestas se han iniciado.
Delante de la vivienda del alcalde se detienen. Un acto protocolario, que
concluye cuando se acaban las rosquillas ofrecidas en fuentes de loza por la
autoridad municipal.
El cielo está oscuro y de todas las chimeneas salen grandes nubes, que se
quedan flotando sobre las tejas cubiertas de musgo.
19
Bailan y bailan por y para ellos. Las mujeres, viejas o jóvenes, se quedan en
las puertas o detrás de los cristales de las ventanas. Se adivinan las siluetas en la
penumbra, mientras que las de los diablos se agigantan en las esquinas, donde la
luz proyecta sus sombras absurdas y alucinantes.
A la puerta de la iglesia han rezado un Padrenuestro «por los diablos muertos
en ese año». Pero en seguida emprenden la danza y siguen recorriendo el pueblo
hasta que el «Diablo Mayor», rendido, jadeante, ordena que se retiren.
Los diablos desaparecen y el clamor de los badajos se va amortiguando.
Caen unos diminutos copos de nieve, que se deshacen apenas llegan al barro.
Los tres feriantes echaron toldos de lona apedazados para cerrar su
humildísimo mundo de rifles, de juguetes baratos, de peladillas y turrón.
La nieve se intensifica. Impone un silencio puro; un silencio blanco.
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21
«DICHOS» JUNTO A LA LUMBRE
Inocente Morales
La nieve, que había embellecido los chopos, el campanario y había regalado
una capa inmaculada a la figura de Santiago Apóstol en la fachada parroquial, se
deshizo con la primera lluvia de la mañana.
Sobre la lumbre hervía la leche, que se derramó sobre el cazo de porcelana
hasta caer en el mismo fuego. Salvio, el amigo de Inocente Morales, se la ofreció
en un tazón. Salvio es de cara larga, sonrosada, y ríe constantemente con la boca
muy abierta. Luego llegó Matildo, vestido de diablo. Matildo, delgado, tiene la
tez como picada de viruela; o quizá le haya picado el sol y la intemperie.
Matildo acude expresamente al pueblo para las fiestas. Y apenas dispone de
tiempo se marcha junto a Inocente Morales de la Torre, que está ciego e
inválido; sentado ahora muy cerca de la leña, uniendo sus manos agarrotadas
como dos cepas en el invierno.
Inocente me sorprende con su aspecto de hidalgo arruinado. La frente amplia,
la nariz aguileña y sus ojos ciegos, fijos en los míos cuando hablamos, o en el
fuego que chisporrotea, al quedar pensativo.
Tiene fama en toda la comarca porque, año tras año, inventaba los «dichos»
que recitaban los danzantes a la Candelaria y a san Blas.
—No me extraña que la hayan mandado a mi casa; todos los que quieren
saber algo sobre el pueblo o «La Endiablada» recurren a mí; picotean ideas y
después escriben lo que quieren...
Se expresa con fluidez.
—Salvio, busca el libro donde aparezco...
El amigo se mete al dormitorio y regresa con un volumen forrado de plástico:
Modernización y cambio en la España rural (Cuadernos para el diálogo).
22
—Lo escribió Juan Maestre Alfonso, antropólogo. —El inválido vuelve a mí
sus pupilas grises, melancólicas—. Escribió que soy un juglar de la tierra y que
poseo una inteligencia innata... ¡Vaya por Dios!
—La verdá —corrobora Salvio.
—No quedé contento, porque los «dichos» que publica no son exactos;
quieren mejorarlos, con otra medida, con otra rima...
Matildo lo admira profundamente. Matildo, dándole vueltas al gorro de las
flores, cuando no sabe cómo demostrar su asombro, exclama: «¡Me cagüen en la
ho...!» La frase y la risa fuerte de Salvio son el contrapunto de la poesía que
Inocente me dicta, rogándome que la transcriba con fidelidad.
—No soy nadie; no soy nada; un pobre ser paralítico que hace versos. Soy
como «el maestro Ciruela, que sin saber leer, tiene escuela».
—¡Si tú hubieras estudiao! —profetiza Salvio—. Estarías en Madrid, lo
menos...
—Bien sabes que mi padre era barbero y que por afeitar cobraba al año un
duro a cada vecino. Era un precio como la iguala de los médicos, porque con ese
duro se tenía derecho a que cortase el pelo a los hijos. A los once años, mi padre
me sacó del colegio; y yo preferí el campo a la barbería, porque podía leer y
escribir...
Con las manos, tan dobladas que dan la sensación de muñones, se quita el
cigarro de la boca para echarlo a los troncos. La ceniza ha quedado sobre su
pantalón negro y Salvio la sacude.
—Gracias —murmura.
Parece mirarme.
—Ha de saber que los danzantes estuvieron saliendo hasta hace muy poco, y
que dejaron el baile porque hoy la prisa es el mal de la vida... ¡y como vestirlos
llevaba más de cuatro horas! No eran prendas en realidad, sino que cubrían el
cuerpo con cintas y sedas entrecruzadas; labor que requería dos mujeres y mucha
paciencia; luego, como faldoncillos, empleaban manteletas de seda con flecos,
que traían de África los mozos del pueblo destinados allí por el servicio militar.
Las cintas, las sedas y las manteletas no se cosían; se sujetaban con alfileres e
imperdibles.
—Dile lo de los trajes de los diablos —apunta Salvio.
—Respecto a esta vestimenta, han sufrido una gran transformación. Cuando
yo era chico no iban así, sino de un modo mucho más burdo y popular. La gente,
como era más pobre, recurría a la arpillera o al paño barato; y con pintura verde
hacían culebras, lagartos y sapos en la espalda. Los sombreros eran de tres picos,
y en el de detrás colgaban una pellica de conejo o de cabra. Muchos, para imitar
bien al diablo, pegaban en su frente cuernecicos de cabrito. Desde luego, los
cencerros se llevaban como en la actualidad y la excitación del festejo era la
misma.
23
Matildo y Salvio lo atienden con devoción. Le han ofrecido un nuevo cigarro,
encendido ya.
—¿Van los «dichos», Inocente? —pregunta Salvio.
—Van.
En el rosal de Santa Ana
naciste fragante rosa,
tan brillante y olorosa,
sola, sin tener hermana
Como naciste temprana
rosa de la Primavera,
por eso Dios te escogió
para Madre verdadera,
Hay un revuelo de flores
en tu cara, gran Señora,
y con fragancia esas flores
dan al cielo sus olores,
para perfumar la aurora.
—¡Me cagüen en la ho...! —vitorea Matildo.
24
Cuando el sol de la alborada
nuestro planeta ilumina
desde el valle a la colina,
tiñe con sus pinceladas
y nos viste de gala
desde el lirio hasta la encina
Dice lleno de alegría
con sus grandes resplandores,
que para santos amores
los de la Virgen María.
—¡Me cagüen en la ho...! —aplaude Matildo, mientras Inocente prosigue como
si no le oyera.
Por adorarte a ti sola,
dice la brillante luna
que no deshará ninguna
de las rojas amapolas;
ni se bañará en las olas
movidas una por una.
Quiere venir adorando
tu blancura nacarada,
y darte un beso de santo
en tu frente inmaculada.
—¡Me cagüen en la ho…! —A Matildo se le humedece la mirada.
Hasta el agua que derrama
la más cristalina fuente,
al despeño del torrente
que salpica la cascada.
Te adora y embelesada
dice el murmullo ferviente,
que de todos los presentes
eres nuestra Madre amada.
—¡Me cagüen en la ho…!
En el momento que Inocente terminaba la estrofa y su amigo Matildo repetía
la muletilla, ha entrado Adriana, que es gruesa, espabilada. Se percata de la
situación.
25
—Pero, bueno, Inocente, ¿te están sorbiendo los sesos otra vez...?
Se acerca para abrazarle.
—Supongo que después te lo agradecerán, ¿no...? Cuando no son los de la
«tele», son extranjeros y cuando no, chicos barbudos que estudian no sé qué. Y
tú, Inocente, hijo —que bien te pusieron el nombre—, pasándoles tu saber.
—¡Qué más quisiera yo! —sonríe el ciego con dulzura.
—Pues, oye, estaba en San Torcaz, en ca la Máxima, cuando apareció un
señor con un aparato de esos que encierran la voz y va, lo pone, y salieron tus
«dichos» a san Blas. ¡Ay, Inocente, que me eché a llorar...! ¡Me cagüen la leche!
Después de los de san Blas, los de la Candelaria... ¡tan preciosos!
—Mujer, que no es para tanto.
—Inocente —pregunto—, ¿tiene devoción a la Virgen?
—¡Ay, qué voy a contestarle! —y ríe por primera vez.
Adriana, con los brazos en jarras, lo recrimina.
—Di que sí. Seguro que le rezas por la noche. Ponga usted que sí, que mucha.
Adriana se sienta entre Salvio y Matildo. Tiene el pelo blanco y ondulado; las
manos, amoratadas por el frío, se abren sobre las rodillas y destacan en el traje
negro, nuevo, de fiesta.
—Y sigue, que quiero oírte. Inocente...
—Pues, calla —aconseja Salvio—, que armas más revuelo que una moza.
Adriana, muy pagada, le mira de arriba abajo, como haría en su juventud
cuando la piropeasen y ella aceptara la lisonja con un fingido desdén.
El poeta, cuando quedan en silencio, continúa:
Los cielos embellecidos
te llaman la vicediosa,
el paraíso florido,
los luceros encendidos
y la estrella misteriosa.
Sois el candor de una rosa
y ¡son tus virtudes tantas!
Sois corredentora y santa.
Sois Virgen, Madre y Esposa.
—¡Me cagüen en la ho...! —Matildo aprovecha la pausa:
Si con excusa y pretexto
Luzbel nos declara guerra;
viento, fuego, mar y tierra
serán nuestros elementos
aunque tiemble el firmamento.
26
Deslumbrado está el origen
que ángeles y santos dicen
con cánticos de primor,
que es invencible el candor
de Santa María Virgen.
—¡Me ca...!
Adriana le interrumpe:
—Matildo, ya está bien. Y además, que oigo cencerros, conque márchate a
buscar a tus diablos.
El hombre se coloca el gorro de las flores y se sujeta los correajes.
—Nos vamos a ca la Evelia, que es la Madrina Mayor. Recogeremos la torta
para la Virgen...
—En la procesión nos veremos —comenta Salvio.
Inocente vuelve a suplicarme que respete la integridad de los «dichos».
—Aunque le parezcan extensos ha de comprender que eran ocho los
danzantes quienes, según la memoria, declamaban más o menos.
Adriana, con delicadeza, le da una palmada en el hombro.
—Pero, ¿qué piensas, que te has quedao así, como si te hubieras ido...?
—¿Por qué no me moriría?, es lo que pensaba. Estuve dieciocho meses sin
levantarme, ¿recuerdas...? ¿Y qué? Me levantaron con el cuerpo muerto. Ya
estaba ciego. Me faltaban los brazos y las piernas inútiles. Adriana, Adriana...
La mujer, como Salvio hizo antes, le sacude la ceniza que le cae del cigarro.
—Echa «dichos», hombre, por todos los danzantes que si tuvieran arrestos
saldrían...
Con renovada exaltación, el ciego recita:
¿Qué importa que Barcelona,
esa gran Ciudad Condal,
allí tenga de Patrona
a la Virgen de Montserrat?
Pero tú eres Candelaria
de pureza singular,
¿Qué importa que Madrid tenga
morando en su catedral
la Virgen de la Almudena
en su carroza triunfal?
Pero tú eres Candelaria
que ostenta el manto real.
27
—Se me pone la carne de gallina...
La mujer saca un pañuelito que pasa por los ojos. A Salvio le ocurre otro
tanto, pero disimula aventando con el fuelle y resucitando las brasas.
Si en Francia está la de Lourdes
y Fátima en Portugal,
y la Loreto en Italia
y en Zaragoza el Pilar;
en Almonacid, la Reina
de la Corte Celestial.
Y por eso en este día
cantaremos con victoria;
y en honor a tu memoria,
nos dieras en la otra vida,
gloria, gloria y siempre gloria,
¡a todos Virgen María!
—Inocente, con los versos, ya te has ganado el cielo...
—¿Es que habrá cielo, Adriana?
—No lo dudes. Salvio, ¿qué dices tú?
—Que no lo sé. Yo me confesaré por si acaso...
Inocente, escéptico y humilde, inclina la cabeza.
—Es malo lo que me sucede. Tener tanto tiempo y soledad para pensar...
Se oye la frenética música de los cencerros. El ritmo creciente que se
aproxima. Los diablos llegan hasta la misma puerta del ciego, con su baile
monocorde, con sus convulsiones primitivas. Están cumpliendo el ritual de
mostrar al vecindario la torta que brinda a la Virgen la Madrina Mayor; un
roscón de mazapán que luego dejan a los pies de la Candelaria, en el anda.
—Hoy tienen trabajo los diablos —cuenta Adriana—, que llevan a bautizar a
una niña. Más vale, que lo malo es cuando van de entierro, como con tu madre.
El ciego me cuenta que su madre murió de 89 años. Él cree que se aferraba a
la vida porque se sentía necesaria a su lado. Le daba de comer, lo limpiaba; le
distraía con los pequeños chismes del pueblo.
Benita de la Torre se despidió de todos cuando presintió que el frío se había
metido en sus venas; un frío especial que avanzaba desde la punta de los pies y
que apagaría su corazón como una vela al menor soplo.
28
La torta de la Virgen
—¡Ay, san Blas, tan cerca que estoy y no te veré ya! La frase la repetía mi
madre constantemente: y no se equivocó. Murió la víspera. La caja la llevaron
mis hermanos y todos los diablos formaron el cortejo.
Inocente Morales escuchó el responso, los cencerros. A la madre la dejaron en
el cementerio encalado, que sólo tiene un ciprés. Los diablos regresaron
bailando, con frenesí. El ciego, junto a la lumbre, acompañado por los amigos,
en silencio, fumaba sintiéndose más solo que nunca.
29
VIRGEN DE LA CANDELARIA
El origen de «La Endiablada» es un puro anacronismo. Coinciden todas las
versiones en que María, según la costumbre judaica y la Ley de Moisés, tenía
que someterse a la ceremonia de «la purificación» por haber sido madre. Como
su virginidad seguía intacta, a ella le daba rubor; y los pastores deseando distraer
la atención de los fieles que llenaban el templo, para que la Virgen no fuese
centro de miradas, se vistieron de forma llamativa y con los cencerros
improvisaron un ritmo para bailar.
Los diablos de Almonacid del Marquesado empalman la fiesta de la
Candelaria con la de san Blas, por el que sienten más arraigado cariño.
El día 2 de febrero es la fecha cumbre. Por la mañana, una vez depositada la
torta en el anda, sale la procesión. A la imagen de María le han atado al brazo un
gran cirio rizado y le cuelgan también un escapulario de la Virgen del Carmen
y un rosario.
El palanquín es de madera pintada de marrón. No la engalanan con flores ni
luces; y las mujeres que sostienen en sus hombros las parihuelas, dejan con la
torta los paraguas, porque ha cesado de llover.
El cura, perdido entre la gente que sigue a la Candelaria, se ha arremangado
las perneras y toda su preocupación consiste en alzar la casulla —blanca y oro—
para que no se ensucie de barro. Los diablos, capitaneados por su jefe, se alejan
del cortejo en grupos, unos veinte metros, para volver dando inverosímiles saltos
sin perder el ritmo, sencillo y feroz. No importan los charcos. Resbalan
peligrosamente. Un diablo viejo cae, pero es alzado por los compañeros. Todos
marchan mirando a la imagen, con los brazos en alto, profiriendo vítores.
30
Moviendo los cencerros en honor de San Blas
Al finalizar el recorrido, antes y después de la misa, los diablos ejecutan la
danza dando vueltas en la nave parroquial. La excitación va en aumento. El
ruido de los cencerros resulta ensordecedor. Creo que los hombres han perdido
la noción del tiempo y que sólo sentirán el cansancio cuando el Diablo Mayor,
con la porra en alto, ordene el fin.
Es el mediodía. Los diablos marchan a sus hogares, para comer y cambiar
«el gorro de la Virgen» por la «mitra de san Blas». Ahora son «obispos-diablos»,
con la fe redoblada, ya que veneran de un modo especial al santo que protege las
gargantas.
Aniceto, el dueño de la posada, a la que popularmente conocen por Ca el
Gordo, se ha sentado sudoroso en la banca, mientras Carmen, la esposa, atiende
a los huéspedes: los técnicos del NODO, mi amiga Antonia Mir y yo. Apolonio
Torres y su equipo de televisión optaron por tomar un bocadillo en cualquier bar,
lo mismo que los cuatro estudiantes de Antropología (dos de ellos
norteamericanos). Somos los únicos forasteros.
Aniceto y Carmen bien quisieran que las fiestas fueran reclamo masivo, pero
la suerte no está con ellos.
31
—Ayer, aparecieron dos autocares con turistas extranjeros, ¿ingleses?,
¿alemanes...? ¡Cualquiera sabe!, pero creían que las fiestas comenzaban a las
ocho de la mañana. El guía se equivocó —explica Aniceto—; el guía trató de
que los diablos saliéramos para que quedaran contentos. «Compréndalo —nos
decía—, los pobres han madrugado una barbaridad.» Pero, ¿qué culpa teníamos
nosotros...? ¿Cómo íbamos a romper una tradición, que nuestros abuelos ya
heredaron de los suyos...? Se marcharon sin bajar de los coches. Desde las
ventanillas sacaban fotos a las viejas y en paz.
El dueño de la posada se desabrocha la camisa de flores y hunde un pañuelo
en el pecho, que se empapa de sudor. Su rostro redondo, blando, sanguíneo, va
descongestionándose.
—Claro que —reflexiona—, así, sin turistas, nuestra «Endiablada» se
conserva más natural; no es un espectáculo como han terminado siendo las
fiestas de otros pueblos.
Carmen viste de negro. Tiene cuarenta años. No se tiñe las canas, ni se depila
las cejas, ni se pinta los labios. Carmen, como millares de mujeres españolas de
ambiente rural, ha entrado voluntariamente en la etapa gris de la fémina que ya
cumplió su misión casándose y siendo madre.
Saca el pollo frito apedazado.
—Ave de gallinero y no de granja, que lo van a notar en seguida...
También ha elegido los mejores chorizos reservados en la orza y las aceitunas
de la tinaja, que ella preparó aderezándolas con hierbas, sal y agua.
—Antaño, los cazadores de Valencia, Cuenca y Madrid pasaban la noche del
sábado aquí y al día siguiente les preparaba la comida, pero ahora vienen en sus
coches, casi de madrugada, y se traen en las fiambreras-termo lo que quieren.
Total, que tenemos dos mesas en la fonda, y nos sobran.
Carmen se queda con nosotras. Y silabea mi profesión como palabra recién
aprendida. Sonríe.
—Aquí, lo más que hacemos es ir al campo a sembrar y a la recolección;
sobre todo cuando se cosechan las piñas de los girasoles. Bueno, primero vamos
a clarear, ¿lo entiende?, a quitar tallos para que crezcan con más fuerza, ¿Y sabe
cómo llamamos a las piñas? Pues, tortas; son tortas de pipas que dejamos en las
eras...
Aniceto comió con buen apetito y bebió al unísono. Carmen fue en busca de
la mitra, tan grande que más de obispo parece de Papa.
—Anda... ¡A bailar otra vez...!
La música de los cencerros ha dejado de ser eco lejano. Ya está inundando las
calles y la plaza. Los diablos, enloquecidos, entran a la iglesia.
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El Diablo Mayor, ayudado por varios, sube al anda de san Blas. Le alargan
una toalla y una botella de anís. Simula que lo lava. Con el paño de rizo repasa
la cara inexpresiva del santo: los ojos infantiles, la nariz afilada, la boca de
labios
suaves. Le lava también el cuello, las orejas. Reina un gran silencio mientras el
santo queda preparado, «majo», para recibir el tributo amoroso del pueblo.
El anda de la Virgen de la Candelaria perdió todo interés. Repentinamente,
todas las miradas, todos los vítores van dirigidos al santo, que tiene a sus pies
velones encendidos en vasos de cristal rojo. Mañana tendrá otro roscón de
mazapán, como el de la Virgen, y será sacado procesionalmente, pero ningún
acto resulta tan vibrante, rayando en el paroxismo, como este del lavatorio de
san Blas.
Cuando el Diablo Mayor inicia la danza, por un lado del templo saltan los
hombres elevándose hasta medio metro del piso; luego emprenden los pasos
rituales hasta llegar de nuevo delante de san Blas para repetir la carrera.
Han cerrado las puertas de la iglesia. Los cencerros repican sin piedad sobre
los cuerpos, que ya no sienten ni el sudor, ni los músculos atenazados. Los
diablos, con los brazos exageradamente abiertos, enarbolando las porras
—parecen fetiches porque han sido talladas, casi en su totalidad, con navajas por
los pastores—, se dirigen a san Blas; rezan, gritan, lloran. A la mayoría se les
cayó la mitra, que cuelga en la espalda, sostenida por el barboquejo rodeando el
cuello.
¿Entrarán en éxtasis? Dos de los diablos jóvenes tienen los ojos desorbitados
y ni parpadean. El sudor cae por sus caras, como lluvia incesante.
Me siento sobrecogida, física y espiritualmente, en medio de una exaltación
mística, histérica, colectiva.
Me zumban los oídos; la cabeza también. Percibo cómo huele la mezcla del
sudor de muchos cuerpos. Un olor ácido, pegajoso, que parece impregnarlo todo
al mismo tiempo que los cencerros dan sus rítmicos golpes.
En el último banco se sentó un diablo ciego. Se llama Matildo, como el
amigo de Inocente. Este ciego vende iguales en un mercado madrileño. Le
explotó una granada en la posguerra. Cuidaba el ganado y la encontró en el
campo. Era un artefacto desconocido que quiso manipular. Recuerda la sacudida
brutal que lo derribó en un charco de sangre. «Menos mal que una monjica le
arregló los papeles para tener cupones.» El diablo ciego, con sus lentes de cristal
negro imaginará el baile desenfrenado, escuchará los vivas a san Blas. Es posible
que murmure una plegaria.
El «Diablo Mayor», a quien se le entornan los párpados de pestañas canosas;
que está al borde del desfallecimiento, impone el fin. Hay un simulacro de lucha
entre los que pretenden seguir danzando y aquellos que imponen la ley dictada
por el «Diablo Mayor» y los empujan hacia el atrio.
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La iglesia queda vacía, con san Blas.
A los pocos minutos aparecen dos diablos para depositar unas cintas y unas
velas en el anda.
Son hombres del campo; hombres endurecidos por el frío de la meseta
castellana, por el sol de los veranos sin brisa; hombres, sin embargo, con la fe
limpia, carente de duda.
—A mi niña se le clavó un palillo en la garganta, tal día como hoy, víspera de
san Blas. El médico no podía sacárselo y mi hija se ahogaba. Yo me aclamé al
santo, cogí las pinzas y volví a repetir: «¡San Blas, ayúdame...!» Le atrapé el
palillo, cuando la niña estaba ya amoratadica. Ni el médico lo hubiese creído
jamás, de no verlo...
El compañero confiesa:
—Yo prometí bailar siempre, hasta que las fuerzas me mantengan, si a mi
mujer se le cortaba el derrame, que estuvo en la clínica, días y días sangrando. Y
bailaré como lo hago, con los cencerros más pesaos; sin parar, sin parar...
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POBRE DIABLO
El «diablo mayor» saliendo de casa
En el «Tele-Club san Blas», la biblioteca se reduce a un armario cerrado con
llave.
—¿Leer? Muy pocos...
El encargado del bar añade con buen humor:
—Y cuando se llevan un libro, ya no lo devuelven; eso que me lo apunto en
una libreta y les hago memoria, pero ¡ca...!
Me satisface abriendo de par en par el mueble. Los volúmenes están nuevos,
tristemente intocados. En las estanterías observo la «Enciclopedia Salvat»,la
colección completa de RTV y las obras —encuadernadas en piel— de Federico
García Lorca; algunos cuentos infantiles y revistas.
Arriba de los anaqueles destinados a las botellas de licor hay una gran
estampa de Cristo; y clavados con chinchetas los retratos de Juan Carlos y Sofía,
Reyes de España.
Al Caudillo lo han cambiado de pared. El Caudillo ha quedado cerca del
televisor y de la vitrina con trofeos de alguna competición deportiva.
—¿Conferencias? —y ríe—. Aquí la gente viene cuando echan películas,
cuando televisan corridas de toros y fútbol...
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El local se ha llenado de diablos, que piden café, coñac o anís. Los cristales
de las ventanas están empañados y un niño dibuja con los dedos barquitos de
vela sobre olas rizadas. Le preguntarla si ha visto el mar o lo ha soñado tan sólo
delante de la imagen. Pero el niño se marcha.
La mitra que tengo en mis manos es de cartón, papel, plástico y tela. Algunas
llevan bordados ángeles y las iniciales del diablo; otras, una simple cruz.
—Me la cosió mi madre.
El diablo que me dejó su mitra se llama Andrés Fernández. Está calvo, le
faltan dientes; tiene las uñas negras y el moco le alcanza el labio. Más que
repugnancia, me inspira compasión.
—El traje también me lo cosió mi madre...
Había reparado en él por su estampación: parejas de muñecos propias de un
«comic» y corazones con la declaración: I Love You.
Andrés Fernández durante las fiestas se siente igual a todos; es uno más, con
su vestimenta estrafalaria, con sus cencerros, con su mitra de obispo. Los demás
días, no; es de los pobres; de los que no tienen ni un terruño para sentir el gozo
de ver crecer las espigas; ni un almendro que florezca repentinamente; ni unas
viñas para la cosecha familiar.
—Soy peón...
Su mirada resulta huidiza y al sonreír enseña unas abultadas encías.
—No sé leer...
Quiere justificarse.
—No sabe leer nadie de mi casa; ni sabe mi padre; ni mi madre, que todavía
viven; ni mis hermanos…
¿Justificarse...? Amigo diablo, tendría que pedirte perdón esta sociedad en la
que te ha tocado vegetar.
—¿Ningún maestro le buscó para enseñarle por la noche?
—Ninguno...
—¿Ningún sacerdote, en lugar de hacerle repetir como un papagayo la
doctrina, le dio lecciones...?
—Ninguno.
Me parecía un viejo y tiene sólo cincuenta años.
—¿Y en el servicio militar...?
—Me mandaron a Madrid. No me andaba muy lejos del cuartel para no
perderme.
—¿Y al ver que era analfabeto...?
—Pues, nada; me hacían firmar con el dedo.
Andrés, siendo niño, salía con el ganado. Cuidaba ovejas. Su madre, en el
zurrón, le ponía un pedazo de pan y otro de tocino. Andrés llevaba una navaja y,
según le acuciaba el estómago, partía.
—Siempre he tenido amo…
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La frase tan simple, me rebela; y aún más cuando se acerca a nosotros un
hombre bien trajeado, con pelliza. Un hombre de los que prolongan la juventud
y se mantienen fuertes, con el cabello bien peinado y el aire de seguridad que
confiere el dinero.
—Vaya en cuidado —me advierte bromeando—, que es soltero y le gustan
las rubias...
Vuelve a su mesa y Andrés sonríe:
—A lo mejor, quería hablar con usté...
—¿Quién es...?
—Don Pablo, mi amo.
Este pobre diablo desdentado, de las encías desbordadas, del I Love You, me
responde con su lógica.
—¿Qué ha de hacer...? Nada, que para eso es rico. Saca sus cuentas. A los
peones nos recoge en el coche y nos lleva a la finca. Allí cada uno tiene su tarea,
lo que él manda, que para eso nos paga. Don Pablo, en invierno, se queda junto
al fuego.
Andrés tiene otro hermano, Casimiro, también soltero.
—Tuvo un accidente de trabajo, quedó con la pierna tiesa y cobra un
subsidio, Ya ve, está peor que yo, porque ni de diablo puede salir.
El I Love You me obliga a preguntarle si amó alguna vez.
—¿Amar? —Empieza a reír. Se pone rojo como la mitra.
Quizá tampoco haya conocido la ilusión que cambia el sentido de una vida; ni
su mirada se haya detenido en otra, mientras las manos se buscan y las bocas se
reclaman. No haya conocido la sensación de que el mundo desaparece en torno
de una mujer y él, como si fuese la primera pareja que se descubría a sí misma.
—Me han gustao las mujeres, pero nunca hubo apaño.
Como quedo en silencio, sin preguntarle, sin atreverme a expresar todo lo que
me sugiere, Andrés exclama:
—¡Pero yo pienso una cosa...! Que tengo la tierra que piso. ¡Esta es mía…!
Sus zapatones, cubiertos de barro, rebotan en el suelo.
—Y hay una palabra que sé leer...
Sigo la dirección de su índice rematado por la uña negra; sucia desde su
infancia de pastor, de soldado a quien se marginó; de leñador, de peón...
—Allí pone «Coca-Cola»...
Pobre diablo. Pobres diablos de la tierra con amo.
Nota: Indispensable ver como complemento el episodio de la serie de televisión
española «Raíces» de 1975 dedicado a «La endiablada de Almonacid».
https://www.rtve.es/alacarta/videos/raices/raices-endiablada-almonacid/3636145/
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«LOS PICAOS», DE SAN VICENTE DE LA SONSIERRA
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Sobre la carne estalla el primer latigazo y la espalda se encoge
instintivamente. El segundo latigazo es más vigoroso y el cuerpo del hombre,
dispuesto a soportarlos, se mantiene erguido. Se flagela con un haz de
cuerdecillas de esparto, que dan una y otra vez sobre la piel amoratada que se
desgarra, para encenderse sobre el músculo que ha comenzado a hincharse. El
hombre camina descalzo, pisando piedras, arenilla. El hombre va cubierto con
una capucha y un sayal blanco que deja la espalda al descubierto, para que la
disciplina caiga sin defensa alguna.
Si el compañero cofrade observa que el músculo parece una llaga producida
por el fuego, avisa al que tiene como misión «picar», el que lleva en sus manos
una bola de cera donde han incrustado vidrios. El cortejo procesional —tan
lento, tan angustioso— se detiene unos minutos. El hombre que se flageló se
inclina y su espalda queda como un arco sobre el que aplican la bola de cera y
los vidrios. Brota la sangre. Unas gotas encarnadas, brillantes; unas gotas que
estaban pugnando por salir.
La sangre comienza a resbalar por la espalda del penitente, por esa espalda
que posiblemente conozca la dulce carga del hijo cuando quiere jugar, el
amoroso abrazo de la mujer, el sol que calienta cuando trabaja en las viñas.
La sangre, en regueritos que fluyen hasta la túnica, levanta exclamaciones
entre el público que ha llegado de Logroño y Vitoria, principalmente. Un público
morboso que compara espaldas ensangrentadas y establece mentalmente una
lista valorativa: «Aquél, sobre ser más viejo, se pegó con más saña...» «A ese
muchacho —porque se nota que es un chiquillo— le va a escocer de lo lindo...»
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Siguen otros penitentes con sus disciplinas. Siguen las bolas de cera y vidrio
punzando la carne castigada. Sopla un viento frío en la tarde de Jueves Santo, en
San Vicente de la Sonsierra. En la lejanía destacan los picachos con nieve y las
cepas semejan pequeños arbustos eternamente estériles.
Los espectadores se agrupan, disputan un primer puesto junto a las andas para
contemplar la más impresionante y medieval de las procesiones españolas.
El aire frío quizás alivie esas heridas sangrantes. El aire ciñe suavemente los
hábitos negros, largos, de «las Marías», las mujeres que pregonan penitencia,
con sus pies desnudos; y algunas, con cadenas y grilletes en los tobillos. Siguen
a la imagen de la Dolorosa, que no luce manto bordado en oro, ni alhajas, ni
siquiera flores silvestres. ¿Qué promesas...? ¿Por qué intención...? ¿Por qué
acción de gracias se han vestido como si la muerte pudiera anular la ansiedad de
sus cuerpos y la risa que volverá a los labios...?
Hombres y mujeres de la negra España dando continuidad a una
manifestación religiosa, que muchos creen desaparecida en los siglos.
Sangre que gotea hasta las piedras del camino. Sangre de las espaldas de
hombres que tal vez imploran a un Dios lejano y justiciero, único habitante de
un cielo remoto, sin saber que anida en el propio fondo de su ser, como un
principio de amor.
Latigazos que me hieren como si me devolvieran a un tiempo de
adolescencia, pura e ignorante; a un tiempo de horror ante la eternidad que
amenazaba con fuego cualquier pensamiento propio de la pubertad; a un tiempo
en que mi cintura de niña-mujer quiso llevar debajo del uniforme del colegio
una trenza de esparto, después de los ejercicios espirituales. Y me la quité con
rebeldía, porque también era primavera, el sol traía a mi ciudad largos
atardeceres y por la noche se olía a azahar. Sin embargo, no puedo sustraerme de
la visión que me deprime, que me horroriza.
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Más vidrios punzando la espalda. Más piedras en las plantas de los pies,
ateridos, helados.
Y en el ocaso, las voces de las mujeres, viejas sobre todo, entonando cánticos
de autor anónimo:
Viste el sol bayeta negra
y la luna monjil basto,
capuces la tierra y cielo
que son del muerto criados.
La noche colgó de luto
las paredes del Calvario,
y el templo pesar mostró
sus vestiduras rasgando.
Las hachas son amarillas;
que los celestiales astros,
como vieron su luz muerta,
amarillos se tornaron.
De la caridad vinieron
a enterrarle los hermanos,
y los de la Vera Cruz
con algunos del Traspaso.
Angustias y Soledad
a entierro acompañaron,
que era su madre cofrade
y la primera que ha entrado.
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Antes de que termine la procesión, de los bares se escapa el olor de las
chuletas asadas sobre sarmientos. No hay ganado en San Vicente de la Sonsierra,
pero la especialidad de esta carne a la brasa se ha hecho popular, y en las
carnicerías venden los corderos que compran un mes antes para cebar.
En las bodegas se eligen las mejores marcas de ese caldo áspero, sabroso, que
producen sus viñedos.
Mientras los penitentes se despojan de la túnicas manchadas de sangre y
barro, los turistas, el público que acudió a presenciar cómo se martirizan «los
Picaos», se sienta en torno a mesas de madera o railite para beber, para comer las
chuletas cogiéndolas con los dedos y procurando tirar bien de los dientes, para
arrastrar grasa y carne dejando el hueso limpio.
Los dueños de las tascas han pedido refuerzo a los familiares para que
atiendan a la clientela, que tiene prisa por marcharse pronto. El espectáculo
terminó para ellos. Se han asomado a una visión del medioevo en un rincón
riojano, hermoso, a orillas del Ebro, custodiado por chopos, que apuntan
tímidamente las yemas en sus ramas más altas, las que primero reciben el sol
abrileño.
Parten todos los coches que aparcaron en la Glorieta del Remedio —donde se
restauró la ermita gracias a los diezmos y primicias de los vecinos—, los
turismos que invadieron el jardín sin respetar macizos, ni siquiera los campos
del contorno. San Vicente de la Sonsierra queda en silencio y sus vecinos se dan
cita en la iglesia de Santa María la Mayor. Es la Hora Santa. El Cuerpo de Cristo
quedó encerrado en el arca. Arden los velones. Se canta el Miserere. Separados
de los fieles, nuevos hermanos cofrades se azotan despiadadamente. Están en
una nave que queda en penumbra. Ni un quejido, ni un lamento. El Miserere y
las madejas de esparto convertidas en látigos, empapados de sangre.
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Actualmente, hombres que no pertenecen a la Hermandad de la Santa
Penitencia, pero que han prometido la flagelación, piden permiso al párroco para
participar en el desagravio a la conmemoración de la noche en que Jesús fue
azotado. El párroco accede y el prior de la Hermandad deja los hábitos.
Se consume la cera. Finaliza el escalofriante Miserere. Los cofrades «picaos»
cruzan en la madrugada (¿con luna?, ¿con estrellas?), a la ermita de San Juan de
la Cerca, donde con una infusión de agua, romero y alcohol, les lavan las
heridas.
En el romance anónimo se hace hablar a Cristo:
Yo te perdono mi muerte
como lloras tus pecados,
que estoy para perdonar
aunque muerto, no cansado,
Cesen ya las sinrazones,
alma, basta lo pasado,
que será hacer de tus yerros
otra lanza y otros clavos.
Acábense con mi muerte
tus culpas y mis agravios,
porque es ofender a un muerto
de corazones villanos.
De tus culpas y mis llagas
los dos quedaremos sanos,
si derramares sobre ellas
mirra de dolor amargo.
Alma, mis heridas cura
con este bálsamo santo,
y las tuyas que tú hiciste
las podrás curar llorando…
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LA HISTORIA SE REMONTAAL SIGLO XII
El hombre que se flageló se inclina, y su espalda queda como un arco,
sobre el que aplican la bola de cera con vidrios
Don Tomás Gómez Allende, párroco de Santa María la Mayor desde hace 20
años, ha escrito un opúsculo sobre la Semana Santa y la Vera Cruz.
Hablo con él en su casa, pulcrísima, donde el suelo reluce, y para cada planta
hay un platito y un tapete. El despacho lo preside una gran fotografía de cuando
el sacerdote era joven y posó con arrogancia y una sotana impecable.
Ha buceado en la Historia recopilando datos suficientes para creer que la
Cofradía de la Santa Vera Cruz está relacionada con la construcción de la
basílica de Nuestra Señora de la Piscina, por el Infante de Navarra don Ramiro
Sánchez («aquel que tomó por mugier a la filla del Mío Cid, doña Elvira»).
Don Ramiro participó en las Cruzadas y habiendo atacado —para su
liberación— a la Ciudad Santa el año 1088, por la parte de la Probática Piscina,
a la hora de testamentar: 13 de noviembre de 1110, en el monasterio de Cardeña,
nombró albacea y testamentario al abad, don Pedro Virila, quien para cumplir su
voluntad levantó en términos de la Sonsierra de Navarra, el año 1136, una
pequeña basílica dedicada a la Virgen de la Piscina, colocando una imagen que
algunos creen trajo de Jerusalén. Y, según cuentan, dentro de la cual halló un
trozo sagrado del Lignum Crucis.
48
Los espectadores se agrupan, disputándose un primer puesto,
junto a las andas, para contemplar la más impresionante y medieval
de las procesiones españolas.
La tradición añade que para dar culto a la reliquia se fundó la Cofradía de la
Santa Vera Cruz de los Disciplinantes de esta villa.
En 1500 acordaron los hermanos presentar sus estatutos y ordenanzas al
doctor Andrés Ortiz de Urruñu, Provisor y vicario general en este obispado. Sin
embargo, en el transcurso del tiempo, fueron añadiendo artículos a la primitiva
Regla. En 1596 se intensificaron los actos religiosos, exhortando a los cofrades a
la reunión de todos los viernes del año, para conmemorar las llagas de Nuestro
Señor, y rezar un responso por los hermanos difuntos.
«Que todos los viernes de cuaresma —se especifica textualmente—,
concluido este Santo Exercicio y el Miserere que acostumbra el Cabildo, se
queden solos los hermanos en la iglesia, y apagadas las luces e lámparas que en
ella hay, se tenga un rato de disciplina, por espacio de otro Miserere, con un
exhorto que hará a los hermanos, antes de comenzar, el Señor Abad.
«Que salidos de estos oficios, los Procuradores o limosneros nombrados,
pidan limosna a la puerta de la iglesia para cera y socorro de los hermanos
necesitados en sus dolencias.»
También se determinó que: «Para excitar la devoción de los fieles y demás
hermanos confrades en los días de la Invención y Exaltación de la Santa Cruz,
saliese de la iglesia parroquial procesionalmente la Confradía, acompañada ésta
de los señores abades della, al Calvario, sito extramuros de dicha villa, siempre
que la estación del tiempo lo permitiere...»
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La costumbre perdura y, tanto en mayo como en setiembre, los domingos
siguientes a la festividad de la Cruz, la gente de la villa acude al montículo de las
estaciones del Vía Crucis; una loma que se alza más allá de la basílica de
Nuestra Señora de los Remedios, junto a la carretera que viene de Peñacerrada.
Excepcionalmente dejó de celebrarse según consta en las actas de la cofradía, en
1808, con motivo de la invasión francesa.
Aunque la panorámica que se ofrece desde el castillo y la iglesia de Santa
María la Mayor es hermosísima, las postales que se venden en todas las tiendas
—y llegan a agotarse— son las de Semana Santa.
—Los veraneantes las compran todas. ¿Las primeras que eligen...? Las de los
«picaos»; cuando más zurriagazos se han pegado, cuando más sangre tienen,
mejor que mejor. Luego, gustan las de los civiles y monaguillos al lado de las
andas, separando a la gente que quiere ver a los penitentes.
Me lo contó Ricardo Martínez, el alguacil, un hombre cordial con vocación
de cicerone.
—Pero no se piense que aquí uno puede decir: «Pues, coño, este año me voy
a poner el costillar rojo en la procesión...» No. Has de ir al señor cura, si no eres
cofrade, y contarle: «Padre, salgo por esto o por lo otro...»
A Ricardo Martínez el buen tiempo le alegra el ánimo.
—En agosto el pueblo parece otro. Se llena el parador, el merendero y las dos
fondas. Allí van los matrimonios mayores, que buscan comodidad y buen
servicio... ¡y vaya mozas riojanas las que sirven!, tienen el color de las
manzanas.
Añade que se alquilan muchos pisos y habitaciones.
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—Durante la semana están las mujeres con los niños; y los sábados llegan los
maridos. Un veraneo barato y sano. Tenemos una piscina municipal. Y no me
dirá usted que la plaza no es maja, que cuando las acacias florecen es una gloria
estar aquí y oír la fuente. Y lo más importante, que a los chiquillos se les
despierta el apetito, porque el agua es privilegiada, como que baja de la Sierra de
Toloño. —El alguacil suelta una carcajada—. Pero, mire, yo prefiero el vino...
Responde a todas las preguntas con rapidez.
—¡Coño, si ha bajado esto...! San Vicente tenía dos mil habitantes en 1960; y
ahora estamos en los 1.386. ¿Qué pasa...? Pues, que los muchachos han dicho
«no» a la tierra, y se emplean en las industrias de las Vascongadas... ¡Ah, si yo
fuera muchacho...! ¡Todo lo que haría, que no hice...!
Me despedí del alguacil en la iglesia de san Roque, antigua, recoleta. En el
altar, además del santo a quien ha sido dedicada, están Santiago Apóstol
venciendo a los moros, el Corazón de Jesús y la Virgen.
Todas las tardes se reza allí el rosario. Acuden las viejas del pueblo, como
Dominica Hilera, bajita y rechoncha, que se presta a acompañarme hasta la
parada del coche.
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—Me pilla de camino, que quedé con mi amiga Pilar en la Glorieta.
A Dominica Hilera le asombra mi profesión.
—¡Ave María Purísima...! ¡Periodista...!
Piensa en voz alta.
—Las mujeres ya no sois lo que debierais...
Sonríe.
—Perdona, chica...
Se reconcilia porque nota que me divierte.
—Y menos que algunas, como tú, os da por vestir de hombre, que otras, hija,
van enseñando el culo...
Dominica Hilera suspira por aquel ayer de féminas recatadas que sabían
oraciones:
Los pastores son ángeles del cielo
y en el parto de María,
ellos fueron los primeros.
Por aquel ayer de su juventud, cuando fue casada y feliz —tan remoto—,
porque a los 29 años quedó viuda.
—Un guarda forestal mató a mi marido en el bosque.
Se ha detenido. Cierra los ojos. Adopta un gesto dramático.
—Me llamaron al Ayuntamiento para que perdonara al guardia, porque decía
que era una equivocación, que él no quiso meterle un tiro en el pecho...
—¿Le perdonó?
La vieja niega con terquedad.
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—Nunca, porque no lo creí.
Seguimos andando, despacio. Se ha cogido de mi brazo.
—Me puse este pañuelo negro a la cabeza. Me puse luto para toda la vida.
Y le fui fiel a mi marido hasta hoy, que tengo 82 años.
Sus ojillos escrutan los míos.
—Hoy las mujeres tampoco sois fieles. Ni luto os ponéis.
Su extrañeza aumenta.
—¿Y has venido sólo por la procesión y apuntar cosas...? Pues, habrás de
saber que yo conocí a un señor muy católico y muy rico; tan católico y tan rico
que se disciplinaba en su casa. Pediría permiso al párroco, supongo. Lo cierto es
que pagaba a uno para que le picase con la bola y los vidrios.
La vieja se regodea con el relato.
—Se metían en una habitación donde había un Cristo muy grande; y ¡zas!,
¡zas!, ¡zas!, se pegaba en la espalda. «¿Ya está bien?», preguntaba el señor. «Sí,
en carne viva.» El cofrade iba y le picaba hasta dejarle la espalda como la de un
Nazareno…
Dominica Hilera exhala un profundo «Ay»; para añadir después.
—Esta vida no es nada...
Noto la presión de su mano, arrugada y fuerte.
—¿Qué...? ¿Qué dices tú...?
—Esta vida lo es todo...
—Chica, no me contradigas —protesta.
Para reforzar su aseveración, cuenta:
—Ahí mismo, donde ves ese tractor, crecían unas preciosas viñas, con los
racimos así de grandes; y la dueña del majuelo padecía por si una gallina entraba
a picarles... ¿Y qué? Pues que tan pronto se ha muerto, los sobrinos han quitado
las viñas y han vendido el campo para hacer una finca...
Dominica reflexiona.
—La dueña del majuelo ya no es nada; estará bajo tierra. ¡Si en vez de las
gallinas viera un tractor...!
Espera a que llegue el autobús. Me besa.
—¡Qué mujeres...!
Me asomo a la ventanilla para decirle adiós.
—¡Que no se te olvide lo del señor rico y católico...!
Desde luego que no. Como tampoco borraré la visión de la sangre, ni los pies
descalzos, ni el Miserere cantado en la noche mientras los hombres se
flagelaban. Todo va quedando en mí, como en un pozo de sensaciones
contradictorias.
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ROGATIVAS CASTELLONENSES
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En las tierras del interior de Castellón, donde no florecen los naranjos y
limoneros, donde el hombre tuvo que crear el paisaje escalando abruptas sierras;
y en las rocas extendió un lecho de tierra para sembrar; allí donde la lluvia es
una bendición para que fructifique la espiga, desde hace siglos se mantienen
rogativas y peregrinaciones como continuidad de promesa formulada por
pueblos y aldeas que pedían agua, que pedían lluvias, cuando la aridez se
apoderaba del término y se presentía el hambre ante las míseras cosechas.
Algunas rogativas (romería-peregrinación) desaparecieron, pero las más
importantes como la de Catí a Sant Pere de Castellfort y la de «els Pelegrins de
Useres», perduran.
De las que sólo quedan en la evocación, me habló Pura Peñarroya, una
masovera baja y simpática, la del «Molino Rojo», que tenía a su cuidado la
ermita de santo Tomás.
Pura llevaba medias de algodón, a causa del reuma; y en la cabeza, un
pañuelo desteñido.
—La ermita está abandonadica, ahora mismamente con la entrada llena de
«pesols» para los animales. Vino la escarcha y luego el sol; por eso se nos
quemaron.
La mujer separó los guisantes con los pies y formó una sendita hasta la puerta
de la reducida iglesia, que tenía en el atrio un banco de piedra y un emparrado
como dosel.
En la humilde capilla, la masovera hablaba a la imagen como a un viejo
inválido a quien se prodiga cariño:
—¡Ay, Tomás, que nadie se acuerda de ti...! Tendré que ponerte otro pedazo
de vela.
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Santo Tomás, en el centro del altar, con el rostro inexpresivo de la corte
celestial representada en figuras, nos contemplaba entre búcaros de flores
confeccionadas con conchas y caracolas.
—Eso tiene mucho mérito. Lo limpio poco por si se rompe.
Se santiguó la masovera e hizo una genuflexión.
—¿Y qué me dice de Tomás? Cara de santo tenía, de buena persona, que eso
se nota con sólo verlo.
Le quitó algunas telarañas y fue en busca de flores silvestres que puso junto a
la peana.
—La romería era muy antigua, mucho. Una vez que no llovía y el trigo y el
centeno estaban a punto de aborrajarse, dos hombres vinieron aquí y le dijeron a
Tomás: «Iremos caminando hasta que llueva, y allí donde nos pille levantaremos
una capilla.» Anda que andarás pasaron Forcall y al llegar a Bordón vino una
tormenta y una lluvia grande y buena. Por eso, desde entonces, se reunían los
masoveros de la dena (los más próxirnos a Morella), el primer sábado de mayo.
En tiempo de mi suegro comulgaban aquí y después se iban rezando rosarios
hasta Bordón. El cura les acompañaba; llevaban una cruz, una bandera y cirios
encendidos.
Pura Peñarroya conoció la rogativa a principios de la década del sesenta y se
sentía personaje de aquella singular fiesta, porque fregaba la ermita y la llenaba
de flores; almidonaba los manteles del altar y a Tomás le pedía favores
particulares, que le concedía si eran convenientes para su alma.
—Todo fue bien —se lamentó—, hasta que llegaron los curas jóvenes.
Primero empezó diciendo un cura que en lugar de ir el primer sábado de mayo,
irían el cuarto domingo del mismo mes, porque a santo Tomás le daba
exactamente lo mismo; y ya no se perdía ningún día de trabajo; así, como si
perder el tiempo es rezar y rezar.
La masovera, con la indignación en los ojos, añadió:
—Pero es que, no contento con cambiar la fecha de la rogativa, entonces fue
y dijo que lo mejor sería alquilar un coche: «Se paga, y a tanto por cabeza.» Un
masovero, el más valiente, protestó: «Eso no es penitencia; eso es ir de juerga.
No vamos de esa forma.» Como el cura no cambió de idea, pues ellos tampoco
dieron su brazo a torcer, y Tomás se quedó, el pobrecico, sin fiesta.
Los masoveros, agricultores solitarios del Maestrazgo, mantienen, a pesar de
vivir en hogares-isla, tradiciones religiosas transmitidas como una herencia de
sus mayores; tributo que cumplen por alguna gracia concedida. Los masoveros,
aun en el caso de que arrienden la finca y se instalen en Morella, cumplen las
obligaciones impuestas por los antepasados y aceptadas como un legado que
ennoblece.
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Manuel Ortí, a quien todos conocen por Bartolo, es uno de ellos, y me fue
citando las rogativas: la de san Marcos, el 25 de abril; la de los Apóstoles de la
Llacova, el 1 de mayo; y la de san Cristóbal, el 10 de julio.
Manuel Ortí, Bartolo, hombre que rondará la cuarentena, conserva el don de
la fe y se explayó al referirse a la fiesta de San Antón, cuando se cierran todas
las masías y sus habitantes acuden a Morella. No importa el frío de enero para
que las rondallas salgan a cantar «albaes»; suenan las guitarras, los laúdes y la
letra de las coplas se arremolina con el viento que grita en los soportales.
—El día de San Antón, el mayoral reparte el pan-oli (panecito de harina,
aceite y aguardiente), la coqueta y la casqueta (a base de confitura de calabaza) y
la rolleta.
Se ríe al explicarme que en estos tiempos de prisa, siguiendo la tradición, el
mayoral ha de recorrer las masías dos veces, y en cada uno de los itinerarios
emplea quince días. La primera colecta tiene lugar en junio, cuando esquilan las
ovejas y los masoveros le dan lana; el segundo, a finales de agosto, la época en
que se cosecha el trigo.
—Si el masovero ofrece una barchilla, en la fiesta recibirá las tres piezas de
pan-oli; si entrega dos barchillas, el doble: dos coquetas, dos casquetas y dos
rolletas.
Como existen 365 masías, aunque algunas estén deshabitadas, el peregrinaje
resulta pesado y al mayoral se le da comida y hospitalidad durante las dos
semanas.
—La lana que nos regalan, generalmente la de una oveja —me explicó— se
vende; con el importe se compra aceite, azúcar y aguardiente. La mujer del
mayoral y las vecinas son las encargadas de amasar. Cuando se trata de
rogativas, el pan que se regala se llama «prima»; es fino, muy adornado.
Vi las «primas» conservadas como una reliquia en el arca, en el cajón de un
ropero o en la alacena. En las «primas» las mujeres dejan libre su fantasía y con
los dedos, con una navaja o el más improvisado de los instrumentos: una
cuchara, una caña, un dedal, forman flores, estrellas, pájaros; graban corazones
con iniciales —si son mozas—, y el nombre de los hijos cuando todavía son
pequeños.
Panes con bendición e incienso; un poco sagrados, un tanto misteriosos, a los
que se les atribuye un poder especial que quizá nadie alcanza a descubrir.
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IMPLORANDO LLUVIA
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Para la mies que brota débil, para el río que sólo es sucesión de charcos y
matas de adelfas, para que las fuentes manen, todos los años, el último día de
abril y primero de mayo se celebra la «processó de Catí a Sant Pere de
Castellfort».
Los mayorales —como es habitual en el término de Morella— se encargan de
recoger la ayuda de los vecinos, que aquí consiste en queso tierno y donativos.
De madrugada, a las cuatro, las voces viriles de viejos y jóvenes cantan:
Hoy es el día de la fiesta más grande
de Roma, Cabeza de la Cristiandad,
celebrando san Pedro y son Pablo,
que introdujeron la Fe y la Piedad.
Hermanos, venid; hermanos llegad.
Reuníos a nuestra cabeza,
solemnizaremos la festividad.
Acudid al Rosario con grande anhelo,
pues san Pedro las llaves tiene del cielo.
La bandera, la Cruz Alzada el «capellá» montado a caballo; también,
balanceándose sobre la montura, la imagen de san Pedro. Los penitentes llevan
capote, se cubren con barretina y cantan las letanías de los santos en medio de un
silencio impresionante. Se santiguan las mujeres asomadas a las ventanas o en el
quicio de las puertas. Siempre hay algún niño que llora, como algún anciano
medio impedido que les envidia.
Durante la jornada visitan las ermitas de l'Avellá, Santa Lucía y la iglesia de
la Llacua, de donde se sale cantando un responso. Al anochecer, después de subir
las cuestas de sant Pere, se llega a la ermita y se entona nuevo canto, pero en esta
ocasión es glorioso, el Regina Coeli.
Hay que resaltar que a los penitentes, durante el camino, se les da rapé varias
veces y en el Mas de Pinella beben agua con cazalla, que alegra los ánimos y
despierta la conversación jocosa mientras se cena fesols i arrós, aderezado con
perejil, ajos tiernos, pimiento rojo y canela.
Se duerme en Castellfort y al día siguiente, después de entonarse la despertà
nueva ruta ermitaña: Nuestra Señora de la Font, Coll de Ares del Maestre, Mas
d'Estaca... Y siguen los rosarios, las jaculatorias, el queso tierno, el chocolate y
la cazalla.
Desde 1695 se viene celebrando esta provesó que finaliza con el hermoso
fuego de montones de aliagas, el volteo de las campanas, las barretinas de los
penitentes echadas al aire y sant Pere paseado en andas por los cuatro hombres
más viejos que hayan cumplido la rogativa.
Catí medieval, perdido en el Maestrazgo, tan primitivo como el rapé que
produce estornudos entre Avemaría y Avemaría; tan ingenuo como el cabalgar
por parajes abruptos porque cuatro siglos atrás llovió, cuando las gentes
pensaban que morirían de hambre si la tierra continuaba sedienta.
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EN LES USERES
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La más sobria de cuantas peregrinaciones cruzan sierras y barrancadas de
Castellón tiene lugar el último viernes de abril, en Useras.
El pueblo está rodeado de montes y olivares, con algunos campos de tierra
roja donde las cepas de vid —en primavera— todavía no anuncian la nueva
savia. Useras tiene las calles encaramándose a una colina, las casas muy blancas
y las persianas de cañizos; también tiene los ojos inmensos de las cambras y
tiestos con geranios y plumas de santa Teresa en los balcones.
De igual modo que algunas vecinas —según costumbre muy valenciana—
muestran en una sillita de enea, a la entrada de la casa, las verduras o las frutas
que ponen a la venta, la hija de Sentet el de la Santa exhibe en el ventanal las
fotografías que su marido hace de els Pelegrins, y que cobra a cincuenta y cien
pesetas.
Sentet el de la Santa fue durante treinta años a San Juan de Peñagolosa; unas
veces como peregrino y otras como penitente. Sentet el de la Santa llegó a dejar
a su esposa muy grave, con alta fiebre y el rostro hinchado por un virus. Los
niños lloraban junto a la cama de la madre, pero él se colgó los rosarios al
cuello, descalzó sus pies y marchó a rezar.
—Y milagro o no, según la fe de cada cual, pero mi madre empezó a mejorar,
y cuando padre volvió ya no tenía la cara hinchada. Ahora, bien que le pesa, pero
no puede subir a Sant Joan porque sus bronquios se han deshecho.
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Es una mujer joven, tímida pero risueña, que se ruboriza al exclamar:
—¡Mare de Deu Senyor, eixir en els papers...!
Cuando fue clavariesa, título que corresponde a las mujeres de los clavarios,
cumplió la misión de limpiar y remendar la ropa de los peregrinos; también de
amasar les pastisets i les cocs, para obsequiar a los amigos y familiares, con una
copita de moscatel o de anís.
La fogaseta tiene otro destino; forma parte del ritual que se celebraba el 3 de
mayo, cuando la festa de les dones o procesión al Piló de la Creu.
Las mujeres de Useras iban acompañadas por sus hijos pequeños, y en el
desfile tomaban parte los cantores y el Guía (el peregrino que representa a
Cristo), con una palma bendecida el Domingo de Ramos.
—La fogaseta la donaban a l'eixida de la misa.
Hace muy poco tiempo se suprimió esta procesión que tenía algo de desfile
maternal. Su origen se pierde en los siglos, aunque aparece citada ya en las
alegaciones jurídicas de cierto pleito iniciado en 1636, entre las villas de
Adzaneta y Les Useres; esta última esgrime a su favor que: «se califica más la
prueba de dominio, porque en el sitio llamado del Tosal, en la vertiente del
monte por donde sigue el apeo de las Useras, hay una Cruz de hierro puesta
sobre un árbol, a cuyo sitio concurren los vecinos de dicha villa con su Clero
anualmente el día de la Santa Cruz de Mayo, desde cuyo sitio bendicen los
términos, dan limosnas y ejecutan otros actos: lo que declaran nueve testigos
oculares, Memorial n. 193 fol. 132, lo que no podían ejecutar no siendo aquel
sitio de su territorio».
—Tot s'acaba; tot...
En la calle, la hija de Sentet de la Santa me acompaña hasta el portal de don
Rafael Monfort, el metge vell. Me abre él mismo; posee hidalguía en el porte y
sutil inteligencia en sus ojos azules, transparentes. Lleva gran boina ladeada y
traje negro cruzado, con el brillo del uso y el cepillo. Su nariz aguileña, pómulos
salientes y frente despejada me recuerdan los caballeros del Greco, aunque el
metge vell contagia serena alegría.
Está con su esposa, al cobijo de los faldones que cubren la mesa camilla, en
la que hay esparcidos varios periódicos y semanarios que lee hora tras hora,
mientras la mujer lo contempla ausente la mayoría de las veces; sólo Dios sabe
qué imágenes del pasado la retienen, la emocionan, la entristecen.
Doña Pura Herrero sufrió una embolia hace quince años y desde entonces sus
movimientos son pausados, como sus palabras, porque las ideas, semejantes a un
zigzag, acuden a su mente y desaparecen. Su piel es tersa, sin arruguitas en torno
a los ojos; una piel que parece capa fina de cera con dos rayitas para las pupilas
negras, húmedas.
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Es conmovedor saber que el metge vell la lava, la peina, la viste; hasta le
pinta los labios —de un rojo cereza— para que no se le corten. Qué caudal de
ternura en ese deber que por su condición amorosa se sublimiza hasta cuando él
—estampa de aristócrata borroso—, murmura:
—Tendrá que dispensar, es la hora que llevo a mi esposa al servicio.
La casa, enorme, de altos techos y lámparas de cristal que tintinean; de
muebles de estilo, imágenes en pequeños altares, porcelanas y fotografías. Una
casona con el homenaje a un muchacho que murió de accidente cuando tenía 16
años. Era hermano del médico; el hermano mayor. La madre recogió todos los
retratos de aquel primogénito apuesto que colmaba su orgullo, los pegó en una
gran cartulina: el niño recién nacido, con una pelota, de polichinela, comulgante,
estudiando… Los ciclos de la niñez, adolescencia y juventud en rectángulos que
amarillean. El cuadro se complementa con una guirnalda de florecitas de nácar y
un óleo central del busto del joven.
—¿Se ha fijado en el marco? Es una filigrana de talla. Mi madre lo quería con
locura...
En la casa, por las habitaciones conservadas como antaño, por los cortinajes y
la presencia constante del chico muerto, se tiene la impresión de que vas a
encontrar a «la señora», la madre del médico; o a la ameta, la sirvienta fiel que
acompañó a don Rafael Monfort cuando llegó a Useras.
—Destino que elegí por recomendación clínica. Estaba un poco delicado.
¿De qué? ¿Quizá del pulmón, que era la enfermedad romántica y cruel de la
época...?
—Y se casó conmigo.
La voz entrecortada de la esposa ha sido como un suspiro. Él la mira como a
una niña.
¿Le preguntará qué traje quiere cada mañana?, ¿qué toca?, ¿qué pendientes?
¿Le ofrecerá el espejo para que se convenza de que la línea de sus labios ha
quedado perfilada? ¿Le dirá después: «Pura, estás muy guapa»...I
Cincuenta años de médico en Useras. Echó raíces y se quedó para siempre en
la colina de los peregrinos.
—Alguna vez me acordaba del mar, porque soy de Burriana, pero pronto me
hice a este paraje, a sus gentes... ¡Ah!, es que he sido de los médicos de antes, de
los que se sientan a escuchar al enfermo, de los que tratan de tú a tú y lo mismo
daba una palmada en la espalda: «Aixó no es res de res», como la recibía yo:
«Moltes gracies, ja estic tranquil.» Creo que no hubiera servido para médico de
gran clínica, aunque mi hija Aurora, la única que tenemos, es neuropediatra en
La Fe.
A la esposa se le abrillantan los ojos.
—Este domingo vendrá —dice en un susurro—. No todos, no todos...
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Don Rafael Monfort ha escrito innumerables trabajos sobre els Pelegrins,
aunque él nunca tomó parte.
Nos habla de esa madrugada fría y silenciosa del viernes abrileño, cuando
suenan las cuatro campanadas del reloj y los peregrinos se dirigen a la iglesia
parroquial.
—Allí están los clavarios, que son tres; el depositario, el alcalde, los
cocineros y los muleros. Todos confiesan y comulgan. La misa de los peregrinos
es muy impresionante. Piense usted que se recortan sus cuerpos a contraluz de
las velas. Ellos, el Guía y los tres cantores forman un semicírculo frente al altar
mayor y permanecen arrodillados casi toda la misa.
La esposa, anhelante, porque la descripción del metge vell va devolviéndole
parte de un mundo que se le desdibuja, añade:
—Y besan el suelo...
—En el Sanctus; después quedan con los brazos en cruz hasta que reciben la
Comunión.
Don Rafael Monfort comenta que, a partir de ese instante, ya no dejan de
rezar: la estación al Santísimo Sacramento; y Padrenuestros a san Juan y santa
Bárbara. Después, en la sacristía, los clavarios les darán un pedazo de pan y una
copa de aguardiente.
El silencio se inicia. Un silencio que sólo cortarán los cánticos:
Exurge, Domine,
adjuva nos et libera nos
propter nomen tuum.
Seguirán las letanías, que se interrumpen con la exhortación del «Santa
María»; y aumenta la fuerza y la emoción con O Vere Deus.
—Siempre que lo escucho se me eriza la piel.
El metge vell me facilita la letra, que transcribo:
O Vere Deus, Trinus et Unus,
exaudi preces Populi huius.
Da nobis salutem et pacem
et pluviam de coelis.
Non sumus digni aTe exaudirl,
nostris demeritis meremut punirl
Sancte Iohanne Baptista,
ora pro nobis.
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Los faroles, los cirios, las viejas que se arrodillan; algún enfermo que ruega al
amigo peregrino que pida especialmente por él; las mujeres que entregan
rosarios, medallas y cruces:
—Paseulo per els peus del sant...
Los peregrinos acceden. No sonríen jamás. Llevan barba de un mes, por lo
menos; sobre sus hombros las capas que el aire levanta, o, si sopla en dirección
contraria al camino, envuelve a los hombres en el paño como hieráticas figuras.
Sayal y esclavinas morados, sombrero de fieltro negro, el cayado. Y esos
rosarios de grandes cuentas de madera, de semillas, de frutos de ciprés; esos
rosarios que conservan en todas las casas, colgando de la cabecera de la cama,
en la cómoda, en el costurero.
Los pies de els pelegrins, desnudos un largo trecho, pisan la alfombra de
hiedra y retama que han preparado las mujeres. Se huele a monte, canta algún
gallo.
La despedida de la Virgen del Loreto, en su ermita. Nuevos besos en la
piedra. Nuevos cánticos.
—Salen del pueblo —explica don Rafael Monfort—, y una vez cruzada la
carretera que conduce a Alcora, en el Corral Roig, repiten advocaciones a todos
los santos y en la villa vella, solar del primitivo Mas de Urrea rezan un responso.
¿Leyenda...? ¿Tradición? Según los más ancianos allí murió de cansancio un
peregrino al regreso de Sant Joan.
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Va rememorando las estaciones del Vía-Crucis. Almuerzan dos huevos
hervidos, un pan y un poco de vino. En la Font de la Vall tomarán, más tarde, un
pedazo de bacalao. En San Miquel de les Torrecells, otra misa, el O Vere Deu, la
sobria comida de los silenciosos peregrinos que huyen de las familias bulliciosas
de los masoveros que han acudido a San Miquel, como a una cita festiva, porque
tampoco faltan los vendedores de porrat, mazapán, peladillas.
El metge vell, sin consultar sus escritos, prosigue:
—Lo más pesado es la loma de Bernat y el Tosal de Marinet, de doce y ocho
kilómetros, a media tarde, cuando el sol más calienta y no hay sombra de
árboles; sólo piedras, matojos de espinos, alguna flor silvestre que uno no se
explica cómo ha brotado en aquella sequedad. Lo curioso es que estos hombres
que cantan lo hacen con coraje, como gritos a la Divinidad, como si Dios no les
oyera.
Copio la súplica:
Jesus Christi, audí nos;
audiens, exaudi nos.
Nos pecatores,
te rogamus: audi nos.
Pienso en las montañas con eco de oraciones; en los peregrinos y su
abstinencia (para merendar, tortilla de bacalao); pienso en esas penitencias que
no critico, pero que no comprendo; en esas mujeres que acuden a San Juan de
Peñagolosa para recibir a els pelegrins como si fueran santos: Imagino el
ermitorio dominando el pico más alto del País Valenciano (1.814 metros), lleno
de exvotos: cera, lazos de seda, estampas, versos, prendas personales,
fotografías.
—Desde Sant Joan la panorámica es bellísima: cordilleras grises y pardas con
las manchas de pinares: Xodos, Vistabella...
La esposa del metge vell, que afirma constantemente con su cabeza pulcra,
con su cabeza intemporal, con cabeza poética y extraña de vieja-niña, recuerda:
—Les càrregues...
—Sí, sí; ahora lo cuento.
Don Rafael acaricia la mano que suavemente se alzó para quedar en la
posición primitiva, sobre el tapete de la mesa.
Se llaman càrregues a los hombres que transportan en caballerías la comida,
el agua, el vino y los utensilios propios para cocinar. Marchan delante de la
peregrinación y hacen sus rezos independientemente de la comitiva.
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A los clavarios les compete el eixir a replegar como en otras rogativas y
peregrinaciones castellonenses, han de recorrer el pueblo y las masías en busca
de limosna. Alrededor de veinte días llamando a las puertas.
Además, se efectúan tres replegues: durante la trilla —para recibir trigo—; en
la época de la vendimia, y una semana antes de la salida de els pelegrins. El
donativo característico en esta ocasión son huevos y dinero.
Según datos recogidos en el libro de Ferrán Badal, Los peregrinos de Useras,
durante los dos días de la peregrinación se consumen: 15 kilos de arroz; 15 kilos
de bacalao; 10 kilos de alubias; 10 kilos de aceitunas; 2 kilos de tomates; 2 kilos
de pimientos; 1 kilo de sal; 1 kilo de almendras; 2litros de vinagre; 10 litros de
aceite; 9 Dl de vino; 6 docenas de lechugas; 60 docenas de huevos; 700 panes de
10 onzas. Comida, naturalmente, que la víspera de la peregrinación es bendecida
por el sacerdote.
En algunas caballerías se cargan los cestos con los alimentos reseñados, pero
además hay otras destinadas al «Dipositari», al señor cura, al ayudante de los
cantores, a los clavarios y a los cocineros.
—Pero llegará día —asegura el metge vell— que faltarán mulos. El pueblo se
va quedando desierto y únicamente los viejos permanecen fieles a su tierra.
Cuando llegué, Useras tenía 3.450 habitantes; hoy solamente somos 1.200.
La señora dulce, impasible, misteriosa, tiembla al preguntar:
—Pero nosotros nunca nos iremos, ¿verdad?
—Claro, mujer; claro que no.
Don Rafael Monfort se dirige nuevamente a mí:
—El ir como peregrino es un honor y en Useras se guarda un turno rotativo:
casa por casa; ahora bien, se les exigían dos condiciones: ser vecinos y cabeza de
familia. Por la emigración todo ha cambiado; si uno tardaba 20 años en volver a
ser peregrino, hoy únicamente espera seis años; y basta con haber nacido en
Useras —aunque no se resida—, y ser mayor de 21 años.
Entorna los ojos.
—Ya le dije que nunca he ido, pero me impresionan los que acuden y algunas
penitencias son sobrecogedoras; he visto a un hombre cargado con pesadas
cadenas rodeando su hábito, y algunos aseguran que también las llevaba sobre la
carne, enrolladas a la cintura.
Las manos delgadas del metge vell buscan un artículo que publicó en Las
Provincias relativo a Useras.
—Al Eco Filatélico también envío colaboraciones. La filatelia me interesa.
Su mirada reluce.
—Todo me interesa; nunca olvido aquella frase: «el médico que sólo sabe
medicina, no sabe medicina...».
72
Peregrino de Usera
La esposa, con su hilo de voz, asegura:
—Él sabe y lo quieren mucho.
Don Rafael Monfort, el metge vell bromea.
—Bueno, bueno; eso lo dices tú, Pura...
Al salir, delante de la vitrina del consultorio, que ya no existe; una vitrina, sin
embargo, que preside la sala-estar, con fotografías del hermano muerto, con
plantas, con una mesa camilla de largos faldones, el metge vell suspira.
—¡Eso es lo que queda...! —y señala el instrumental niquelado sobre estantes
de cristal.
No. Queda toda una historia de medio siglo con nombres de enfermos que
curó; con nombres de niños que recibieron el primer contacto humano en sus
dedos. «Un chico muy hermoso», diría don Rafael a la madre, con el cordón
umbilical todavía uniendo los cuerpos. O «¡Lo que esperabas, una hija! ¿A
que ya no sientes dolor? ¿A que te puede la alegría?»
Queda una ignorada y fecundísima historia de un gran hombre, el metge vell.
73
FRANCISQUET «EL PANADERO»
El beso del peregrino de Useras
Que se recuerde, es el único peregrino que ha hecho el recorrido completo:
subir a San Juan de Peñagolosa y descender a Useras, sin ponerse las alpargatas
o sandalias ni en el terreno más escabroso.
El horno huele a pan recién cocido; es un pan grande de corteza crujiente,
cocido con fuego de leña.
Ana María del Mistero, la esposa de Francisquet, atiende a una chica; entrega
las vienas, las envuelve con un pedazo de papel, las cobra.
Ana María del Mistero es la mujer más frágil que he conocido. Pequeña de
estatura, delgadísima. Viste de negro: blusa, jersey, falda, medias, zapatillas; y
por si fuera poco, un pañuelo de crespón negro enmarca su rostro triangular,
pálido.
Tiene algo monjil en los ademanes. La imagino en una iglesia, o en el coro de
carmelitas detrás de la celosía. La impresión que me inspira se acentúa cuando
me invita a pasar a la salita:
—El meu marit no tardara en vindre.
Al lado de la labor veo un misal, un rosario y otros libros piadosos. Las
paredes están materialmente cubiertas con estampas enmarcadas y un Avemaría
de tamaño natural ocupa buena parte de la reducida estancia.
La mujer de negro —que no enlutada— ha llenado botes, frascos de cristal y
búcaros con flores y enredadera.
Entre los santos distingo también a Juan XXIII y a Pablo VI.
La gran imagen de piedra artificial procede de una fuente que se construyó
cuando su marido, Francisquet el Panadero, fue alcalde; después, con el cambio
de edil, se suprimió la fuente por parecer conventual y Francisquet el Panadero
se la llevó a su casa, dándole una de las alegrías mayores a su mujer, que la
entronizó.
74
Ana María del Mistero nos anticipa que san Juan obró un milagro con su
marido, ya que cuando entró en la ermita de Peñagolosa tenía los pies hinchados,
como si fueran a reventar, como dos bolas de carne llenas de heridas. Y al día
siguiente, después de toda una noche de oración, los pies recobraron su
normalidad.
A los pocos minutos entra Francisquet el Panadero, puro anverso de su
compañera: fuerte de cuerpo, macizo y ágil para sus 73 años. El cabello lo lleva
cortado y sus ojos son ascuas.
Se sienta junto a la imagen de la fuente y apoya las manos, tan anchas, de
labrador sano, sobre las rodillas. Mantiene las piernas abiertas y la espalda
erguida, en una posición muy viril.
—Useras es católico; a mí me educaron así y así continuaré...
Empieza a reír ante mi pregunta.
—¿Es que no sabe que las promesas se mantienen en secreto? Pero, vaya, a
mí no me importa decirle la mía. Además, que yo cuando subí descalzo no fue
para dar gracias por esto o por aquello, sino para pedir una gracia.
—¿Se la concedió san Juan de Peñagolosa...?
La mujer se anticipa:
—Sí, sí...
—Ya lo ha oído. Verá, yo tenía un sobrino que dudaba entre meterse a cura o
no meterse; y lo mismo me pasaba con una hija, que no se decidía a ser monja,
aunque le tiraba. Yo pedí a san Juan que mi sobrino fuese cura; y mi hija fuese
monja. Lo son.
—Ellos piden por nosotros —comenta la esposa—. ¡Una hija desposada con
Dios...! ¿No es una bendición?
Francisquet el Panadero me enseña una fotografía de la muchacha durante el
noviciado, una muchacha bonita y triste.
Mis palabras le extrañan.
—¿Pena...? ¿Y por qué...? Los hijos se marchan. Tengo seis en Alcora; tener
una en un convento, no me importa. Conmigo se quedó un varón que le gusta el
oficio de panadero.
La mujer arregla las cintas del misal. Seguramente, cuando me vaya
comenzará algún triduo, alguna novena, o los misterios del rosario.
Me distraigo. ¿Cuáles tocan hoy? ¿Los gozosos? ¿Los dolorosos? ¿Los
gloriosos...? Su rosario es negro, como el que tenía mi abuela, que guardaba en
una carterita de piel, menos por la noche que se dormía rezándolo.
75
Cuando la enterraron alguien le puso el rosario entre las manos y la carterita
en una esquina del ataúd, cerca de los pies. El detalle me impresionó muchísimo.
Era como si mi abuela, al terminar el quinto misterio, el padrenuestro por las
ánimas del purgatorio y la salve final a la virgen pudiese alargar sus brazos;
alargarlos extraordinariamente hasta alcanzar la carterita, y en el espacio
reducidísimo de la caja, guardarlo trabajosamente después de besar la cruz. La
idea, tan pueril, me obsesionó; y siempre recuerdo a mi abuela en aquel instante
en que la cubrió la tapa de caoba y yo, idiotamente, en medio de mis lágrimas
pensaba: «qué lejos han puesto la carterita».
Francisquet el Panadero, rebosante de vitalidad explica que su mujer ha
padecido una gripe y no se ha repuesto aún.
Francisquet el Panadero, como si adivinara las divagaciones de mi mente,
añade:
—Pues, ahí donde la ve, ha tenido trece hijos… ¡trece!
Su vientre plano; sus muslos flácidos; sus pechos escurridos. ¿Dónde huyó la
carne prieta y sonrosada que le enloquecería?
—Hijos; todos los que Dios quiso —murmura la mujer, que sigue pareciendo
una monjita.
La réplica ha sido como una justificación.
Intento comprender el sexo en su exclusiva misión de reproducir, de dar al
hombre hijos y no placer. Hijos engendrados en la oscuridad, cumpliendo un
deber. Meses y meses con el vientre fecundo.
«¿Esperando otra vez?», preguntarían las vecinas con picardía o con envidia.
«Sí, otro hijo que me manda Dios.» Y las vecinas reirían. «Anda, anda, buenos
sois tu marido y tú.» A la mujer de Francisquet se le arrebolaría la cara,
agacharía los párpados.
—Cuando salen los peregrinos —cuenta Francisquet el Panadero— hay más
devoción que al regreso, porque ahora esto lo toman como un folklore; vienen
autocares de Castellón, muchos fotógrafos y los de la «tele». Se creen que la
peregrinación es un espectáculo. No piensan que los peregrinos han dormido
esa noche pasada sólo dos horas, acostados en el suelo...
—Haciendo penitencia —recalca la mujer—, penitencia...
Francisquet el Panadero cuenta que el «Dipositari» es Ramón el Perifollo. El
es quien conserva hábitos, sombreros, capas y utensilios; todo lo que se requiere
para el montaje de la peregrinación.
El «Dipositari» es cargo tradicional en una familia. No está sometido a la
rueda de los turnos, ni de los honores; como, por ejemplo, el Guía, que es el
peregrino elegido entre los trece para que represente a Jesucristo.
El Guía, en la ermita de San Juan de Peñagolosa, protagoniza uno de los
actos más significativos y emocionantes. Se queda con sus compañeros en la
sacristía; la de los exvotos, la de los candelabros viejos, la que huele a incienso,
a humedad, a cera. Y allí les hace una plática sobre la vida, Dios, la religión, la
muerte y el más allá. Muchos irán con frases aprendidas; otros dejarán que su
corazón se desborde y, muy lejos de cualquier principio eticofilosófico,
recurrirán al ejemplo, a la anécdota de cómo hay que comportarse para merecer
esa gloria, que en el eterno juego de las adivinanzas se aquilata infinita.
76
Por último, el Gula besa los pies a los peregrinos, como Jesús en la noche de
la Santa Cena, y pide perdón públicamente por si no se ha comportado bien. Los
peregrinos le abrazan y todos sienten que sus conciencias se aligeran.
—Lo que les dice el Guía es secreto, porque es como una inspiración.
El sábado es fiesta grande en Useras. Vuelven los peregrinos. Vuelven
—como está ordenado— con la noche. Apenas aparece la primera estrella, voltea
la campanita en la espadaña y empiezan a escucharse cánticos y rezos.
Nueva enramada de hiedra marca el camino a la ermita de Nuestra Señora de
Loreto, a la del Cristo y a la parroquia de la Transfiguración. Sobre esas hojas
tiernas se arrastran los pies lacerados de los peregrinos.
Son hombres agotados, con profundas ojeras. Marchan en silencio, ignoran a
los familiares, al público que se apretuja para contemplarlos.
Apoyados en el bastón se arrodillan y besan el suelo de las dos ermitas y de la
parroquia. Delante de la Virgen de Loreto las viejas formaron una cruz con
pétalos de rosa.
Tal vez sea la peregrinación más auténtica de la España que aún respira clima
medieval, en la que no cesan las aclamaciones a Dios; hasta va un cantor
montado en caballería para suplir a los otros, en las cuestas, cuando jadean y
respiran con dificultad.
En la parroquia, donde los pomos de geranios cubren el mantel, donde el
gentío apenas deja espacio para que entren los peregrinos, se escuchan las voces
roncas:
Rey, Señor, Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, óyenos.
San Juan Bautista, ruega por nosotros.
Oh, verdadero Dios, Trino y Uno,
escucha las preces de este pueblo.
Danos salud, paz y lluvia del cielo.
No somos dignos de ser oídos por Ti.
Por nuestros pecados merecemos ser castigados.
San Juan Bautista, intercede por nosotros.
Cumplieron. Atrás quedan 16 horas de camino, la noche de vigilia, el
aislamiento que supone dejar de hablar.
Al ceremonial de la iglesia sigue el reparto de panes y huevos duros, que
entregará el clavario mayor a los peregrinos. Continúa la abstinencia esa noche,
aunque en todos los hogares o en su mayoría se guise el tombet de carn, estofado
de cordero o cabrito acompañado de pataques (patatas).
77
Peregrino de Usera
El pueblo rebosa alegría. Se llenan los bares de Concha, el «Trinquet», el de
Meregildo y el «Mari Carmen». Es posible que en la plaza se organice un baile
amenizado por los «Kiwis», que se anuncian en un cartel donde se explica,
además, que su actuación es patrocinada por: «Bernat, Pepeyel, Meregildo y
el señor Batet.»
—¿Por qué al último, únicamente, se le antepone el«señor»?
—Coño. ¿Por qué va a ser, mujer? Porque de los cuatro es el que más dinero
tiene.
España.
Mientras las parejas se abrazan aprovechando las canciones lentas, los
peregrinos, después de darse un baño de pies (agua caliente con un puñado de sal
y bicarbonato) descansan.
Dichosos ellos si sienten así la conciencia limpia como la de un niño.
Dichosos si sienten, muy dentro, a Dios.
78
79
LA MAGDALENA DE ANGUIANO
El pueblo acompaña a la Magdalena de Anguiano en alegre romería,
con sus gaiteros, su tamborilero y los danzadores
80
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La Endiablada de Almonacid

  • 1. SUPERSTICIÓN Y FE EN ESPAÑA (1978) María Ángeles Arazo Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE PRÓLOGO………………………….…………….....………………………..………...5 «LA ENDIABLADA», DE ALMONACID DEL MARQUESADO……………….…..7 «Dichos» junto a la lumbre………….………..……….….…………..…………….21 Virgen de la Candelaria…………………..…………………………….…………..29 Pobre diablo……….…………….……………..………………………………..….35 «LOS PICAOS», DE SAN VICENTE DE LA SONSIERRA….………………….….39 La Historia se remonta al siglo XII…………………..……………..……………...47 ROGATIVAS CASTELLONENSES……………………………..……………..…….53 IMPLORANDO LLUVIA………………….…………….……………………….…...59 EN LES USERES……..……..….………..………….…………….…………….…….63 Francisquet el Panadero………..………………..…………………………....……73 LA MAGDALENA DE ANGUIANO…………………..……………………………..79 Páginas de la Historia…………………....……..……….………………………….85 Con los danzadores……………….…….……..…..……..………..………….…….89 Pantaleón, pastor de la Villa………….………………………….….……...………93 EN LA SIERRA MARIOLA…………...………………………….…………………..99 Pinceladas históricas………………..…….………….…..…………….………….105 El romance de la ciega Tona………………….…………..…….…………..……..109 La Embajada…………………………..……………………………..…………....115 «A VIRGEN DE GUADALUPE CANDO VEN PARA RIANXO...»…………….....119 La historia de la imagen…..…….………………………..……………....………..125 Pescadores….………………….……………………..………………..………….129 Cuatro niños de luto………………..………………………………………....…...131 Alma ingenua de Cantiga…………..………………………………..………...…..135 «Paxaro»………..….….…..…….……...….……….…..…..….……..….….…….139 Procesión en la ría…………...……...………..……….…………….….…...……..143 EXORCISMOS………………..…..…………………….…………………….……..147 «Les malignes»………....…..…….…..……….………….…….………..….…….149 «Ameigados»…………....…....…..……...……..……….…..….….…..……….....155 Prodigioso san Campio………………..….….…..….…..….….….….…………...159 La señorita Loliña y los monaguillos………………...…………………….……..165 ¿Fe...?……………..…....….…..….…………………………………….…….…..169 «As caixas»……………..………..…….……………..…….…………….....…….173 Mosaico en la Puebla…………..……..……………..…….…….….……..…...….177 Procesión de las mortajas………………….……………….…………...………...183
  • 4. 4
  • 5. 5 La autora conversando con una vieja de un pueblo español He ido en busca de los ceremoniales religiosos más antiguos de España, con el fin de bucear en el alma de nuestro pueblo. No es el primer peregrinaje que realizo por comarcas desconocidas, pero sí el primero en que me impulsó el deseo de conocer la raíz de la fe. Con un respeto profundo, he escuchado la razón de sus creencias y he presenciado sus manifestaciones; hasta los ritos que, arrancando de la Edad Media, poseen carácter mágico, como los «ameigados» de la sierra de Outes. En cada villa, en cada aldea he vivido, y sus gentes me ofrecieron, con generosidad, hogar y confianza. Cuanto escribo en este libro es puro testimonio; es la verdad cruda de unas vidas en el contexto historicosocial de hoy, No trato de analizar, ni de juzgar; simplemente expongo, a través del hombre, existencias alentadas por una fe que enlaza con reminiscencias de auténtico paganismo. Las imágenes suplantan a Dios; y las danzas, las procesiones, la representación de lo que aconteció en un remoto ayer, en un pasado de siglos, se confunde con la liturgia. Parte de una España ignorada, con su pobreza, con su hermosura, con su tradición supersticiosa —llena de piedad, tristeza y gozo— palpita en estas páginas, que escribí con bastante coraje y amor.
  • 6. 6
  • 7. 7 LA «ENDIABLADA» DE ALMONACID DEL MAROUESADO
  • 8. 8
  • 9. 9 El pueblo ha sido enjalbegado por las mujeres y se dio una pasada de pintura verde a las ventanas y puertas. Es un lugar pintoresco donde la arquitectura autóctona se conserva con pureza. Apenas se atraviesa la entrada nos hallamos en la pieza principal de la vivienda, presidida por una gran chimenea semicilíndrica en la que arde mucha más paja que troncos. Es la habitación cocina-comedor, porque sobre los leños se guisa y en torno a la lumbre se come; bien en unas mesas pequeñas, de un metro aproximadamente —que se retiran después—, o en la mesa-camilla, cubierta con un mantel de hule o plástico. Adosada a la pared, la banca, el mueble imprescindible; e idéntica de forma, pero muy reducida, otra para dos botijos. Todavía los carpinteros de Almonacid del Marquesado construyen estos rudimentarios muebles y simples alacenas, donde se acopla el almez entre ranuras destinadas a las cucharas de madera. Las vecinas son muy dadas al adorno del hogar; los cromos enmarcados, las imágenes, las fotografías y los frutos artificiales, que los vendedores ambulantes ofrecen, cubren los muros de cal. También hay profusión de almohadones confeccionados con retales, sobre las sillas, muy bajas, de enea y sobre la banca.
  • 10. 10 Lavando la cara de San Blas Pienso en las interminables jornadas del invierno cuando el frío obliga a una vida de reclusión y las mujeres zurcen, remiendan y cosen llenando el tiempo que los hombres consumen en las tabernas: «La Cepa», «Tele-Club San Blas», «El Casino» y «Casa Abelardo». Se juega a la brisca, al julepe y al burro; y junto a la chimenea central se deja preferentemente a los viejos, que se cubren la cabeza con gorras y fuman cigarrillos, que se apagan en sus labios sin consumirse. El cielo plomizo del anochecer fue desdibujando las ondulaciones ocres y rojizas de la meseta y difuminó los chopos —tan secos— que resulta difícil imaginarlos con hojas. Ha llovido y las calles tortuosas de Almonacid del Marquesado son un puro barrizal. Faltan tan sólo dos horas para que comiencen las fiestas, anunciadas a las ocho de la noche del 1 de febrero; pero el pueblo, que huele deliciosamente a leña, parece desierto. En la plaza Mayor hay tres puestos de feriantes: un tiro al blanco, un bazar de bagatelas y otro de dulces. No suena ningún altavoz. No hay música. Las mujeres de los feriantes se han echado sobre los abrigos las batas de nylon acolchado, y permanecen sentadas junto a fogatas que improvisaron.
  • 11. 11 —¡Pero, pase usté, que se va a helar...! Pase aquí... La invitación, tan espontánea, tan de agradecer, es de Rosina, que se había asomado para ver a algún diablo. —Porque mi padre era, y aunque murió siendo yo chiqueja, les tengo mucha ley. Oculta el cabello con un pañuelo morado, lleva un jersey calabaza y unos calcetines de lana verde hasta las rodillas. Sus ojos son preciosos, a pesar de los sesenta y siete años y no se anda con ningún remilgo. —¿Frío...? ¿Por qué voy sin medias...? Se levanta las faldas y aparecen sus muslos blancos, flácidos, libres de vello. —Estoy acostumbrá —y empieza a reír—... Conque ha venido para conocer «La Endiablá», y seguro que no sabe la historia de san Blas. Julián, el marido, que está enfermo de los bronquios, y es blanco, pálido, le anima: —Cuéntasela, que a ti eso te gusta. Rosina se anuda con garbo el pañuelo porque se le caía hacia atrás. Rosina se yergue. Rosina cambia el tono de voz: —Resulta, que dicen, que si hubo una boda en un lugar que queda entre la Puebla y Almonacid. Cayó una salamandresa en el agua del convite y se murieron todos. Las casas se hundieron, y también la ermita donde estaba san Blas. De esto hará muchos siglos; lo menos nueve. Cuando descubrieron al santo, los de La Puebla decían que era de ellos; y nosotros, que no, que san Blas era de Almonacid. Resulta que, verá usté, llevaron una carreta con dos vacos para cargar a la imagen; y los vacos ni se movían camino de La Puebla. Entonces llevaron los de Almonacid una carreta con dos burritos; pusieron a san Blas encima y los burros empezaron a trotar y no pararon hasta llegar a la misma plaza, Desde entonces... ¡huy...! unos se meten con san Blas y otros con la Virgen de La Puebla... ¡y dicen cada cosa...! El marido, inclinado hacia la chimenea, dándole al fuelle, advierte: —Pero tú, no las repitas... —¿Yo? —Rosina se cruza las manos sobre el pecho—. ¡Pero si cuando coronaron a la Virgen de La Puebla, le eché un cantar! Tuvimos que ir nosotros, los de Almonacid, con san Blas, porque iban el gobernador de Cuenca y el obispo. Y todos pensamos que habría que ponernos en paz. El cantar se me ocurrió en la cama, una noche que estaba espabilá. Se lo voy a echar… Rosina traga saliva y sus gorgoritos evocan las viejas iglesias españolas, cuando surge del silencio una voz tan frágil, tan aguda, que nadie estornuda, ni se mueve, por si se rompe.
  • 12. 12 Ya llegó la hora de tenernos que juntar, que a la Virgen de La Puebla, pues, la tan a coronar. Todos los pueblos la veneramos, de La Puebla es la patrono; y don Luis le ha regalado un gran manto y la corona Dios se lo pague a este señor también al señor obispo y al señor gobernador, que en compañía de su hija comenzamos la función. Con nuestro patrón san Blas caminamos pa La Puebla, y con mucha devoción íbamos para la iglesia Con nuestro patrón san Blas le seguimos fervorosos, que con mucha admiración íbamos muy animosos. Me despido de la Virgen, con los diablos y cencerros; de toda la autoridad y de los vecinos del Pueblo. Rosina ha terminado con la mirada brillante y un profundo suspiro. Luego se fija en los gatos que, confiados, entre nuestras piernas se han ido enroscando. Son muy pequeños, atigrados y rojos. —Tengo seis y la madre. Cuando parió, mi marido me quería matar a las crías, pero yo dije que no, que dichosa ella que tenía tantas... ¡Y qué gozo verlas mamar!, se pegan por cogerse a las tetas. Pero no se piense que no cuido a la gata, que apenas quito la sartén del fuego, le doy a ella lo mismo que comemos nosotros, pa que tenga leche.
  • 13. 13 Rosina me descubre el ensueño de su maternidad frustrada. Me habla de una operación de matriz, con la extirpación de un tumor y de los ovarios. Me enseña las fotografías de novias que recorta de algunas revistas «porque son tan guapas, tan bonitas, que es preciso que tengan hijos». Fotografías de la sección de Sociedad tan prodigadas en Hola, y que Rosina pega en cartones forrados con papel de estaño. Y aún es más, me lleva ante la cuna que improvisó con una jabonera para un muñequito de celuloide que encontró en el barro un día de lluvia como hoy. Ella lo cubre con un lienzo y cuando lo lava «porque el humo lo ensucia», como la cara se hunde, con una lezna que clava cuidadosamente en la parte posterior de la cabeza va realzando los mofletes, la naricita, la boca. Supongo que lo habrá besado más de una vez; supongo que le habrá dicho dulces palabras; las mismas caricias y frases que soñaría decir al hijo. Rosina es un poco madre de los gatos, del muñeco de celuloide y del marido, al que mira protectoramente, al que le pasa la mano por la boca después de almorzar para quitarle una migaja de pan o el brillo del aceite. Julián viste siempre de negro, trajes de pana limpísimos. Rosina debió de casarse muy enamorada; tenía 19 años. —Y aún no nos habíamos tentado las manos… Ningún contacto epidérmico de cuerpo a cuerpo que les demostrara el temblor que irradia del centro del ser. Rosina sería una desposada ignorante, intuitiva y feliz. Con el muñequito en las manos, confiesa que lo sacó del lodazal recordando una copla que cantan por Navidad. El Niño Dios se ha perdido por la calle anda Pidiendo, llegó a casa de los ricos y le «azuciaron» los perros. Madre, a la puerta hay un Niño más hermoso que el sol bello, yo digo que tiene frío porque sin duda va en cueros. Corre y dile que entre, se calentará; porque en este pueblo ya no hay caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá.
  • 14. 14 Procesión de San Blas Se ha interrumpido. Vuelve a sujetarse el pañuelo morado. —Mire usté, que yo cuando empiezo a cantar, como es algo que me sale de dentro, pues no pararía. ¿Sigo o me callo...? Le pido que continúe. Ya debo oler a leña, como los gatos que llevan los bigotes chamuscados, como las amapolas, los racimos de uva, las rosas y los lirios de plástico que Rosina colocó en todas partes inventando una primavera. Se afina la garganta: Pasa el Niño muy cortés dándole los buenos días, al ama que está sentada a la lumbre en la cocina. Pasó el Niño y se sentó y ya que se calentaba, le pregunta la patrona de qué tierra o de qué Patria. Mi madre, del cielo. Dios bajó a la tierra. Mi padre desciende de la gente de Eva.
  • 15. 15 Ya se ponen a comer, las lágrimas se le caen. Niño hermoso, ¿por qué lloras? De ver la cena que hay, Mi madre de pena no podrá comer; aunque tenga gana no tendrá con qué. Hazle la cama a ese Niño en la alcoba con primor. No me la haga mi patrona, que mi cama es un rincón. Mi cama es el suelo desde que nací; hasta que en cruz muera ha de ser así. A la una de la mañana dice el Niño que se va; y le dice la patrona que es larga la madrugá. Ya me voy Señora ya me voy andando, que mi madre amada me andará buscando. La Madre buscaba al Hijo por las calles y las Plazas, y a todo aquel que veía por Jesús le preguntaba. Que si había visto al sol de los soles, al que nos alumbra con sus resplandores.
  • 16. 16 La expresión de la mujer es radiante. —¿Le ha gustao...? —Mucho, Rosina... —Pues también le gustaría la matanza de los cerdos, que lo hacen en la calle. Sabe usté, los socarran con aliagas, los lavan; los cuelgan del hueso del culo —así se dice—; y los mondongan. Esta vida es pobre, pero estoy contenta con ella. Lo único que no me va es la parcelaria... —El régimen parcelario —corrige Julián. —No importa... ¿A que usté lo ha entendido? Vinieron los del Gobierno y nos llamaron al Ayuntamiento. Dicen que como un vecino tiene un fanega aquí; otra, allá; y un piquejo a saber dónde; pues para que todo el campo se trabaje mejor, nos juntarían las tierras… —Según la clase —añade el marido—, que es de primera, de segunda o de tercera. A lo que se ve, así el tractor resulta más barato y el camino es más corto... —¡Pero yo quiero mis almendrucos! —exclama vehemente la mujer—. Viéndolos desde moza y ahora que se los lleve otro; y a mí, que me den árboles que no son míos. Julián justifica que la decisión se adoptó después de que la mayoría votaran aceptando la nueva distribución. —Quién más, quién menos, tiene un campito de trigo, unos olivos o almendros y viñas. —El vino se lo hace cada uno en su casa —y a Rosina le vuelve el gozo a la cara—; se pisa la uva sin echarle nada. El vino alegra, ¿verdá usté? Hoy los diablos lo beben con azúcar… No mire pa la ventana con temor, mujer, que aunque caigan chuzos, la fiesta se celebrará. Don Francisco, un cura que tuvimos, no quería que sacaran el anda: «Que la Virgen se mojará...» ¡Bueno! Los diablos son los que mandan. Ni caso le hicieron al cura. Pasearon la Candelaria por todo el pueblo. Se escucha un tañido rítmico, primitivo. Rosina corre a la puerta. —¡Los diablos...! Julián y yo la hemos seguido. Se aproxima el ruido grave de los cencerros. —¡Por allí...! A la mujer se le hace un nudo en la voz. —Ya comienza «La Endiablá». Doblan la esquina tres hombres vestidos con trajes de colorines: una camisola y pantalones largos. Atados a la cintura, en la espalda, cuelgan los famosos cencerros que compran en Mora de Toledo. Los hombres caminan balanceando el cuerpo de delante hacia atrás. Al vernos, agitan algo semejante a un bastón, la «porra».
  • 17. 17 —¡Eh, Rosina…! —¡Eh, Julián...! Bien quisiera Rosina unirse a la comparsa, pero el frío es intensísimo y su marido debe permanecer al abrigo. —Vaya con ellos —me ruega—. Acuden todos a casa del «Diablo Mayor»... Por todas las callejas surgen las extrañas figuras, que complementan la indumentaria con el «gorro de la Virgen»; un gorro confeccionado por la madre, la esposa o la novia, y que consiste en una especie de corona de cartón cubierta con tela, en la que pegan estampas de la Virgen del Carmen, de la Virgen de Lourdes, de la del Pilar, de la de los Desamparados... Con varillas de alambre trazan un alto enrejado que llenan de flores de papel de seda: azules, amarillas, rojas, verdes... El «Diablo Mayor», Francisco Sánchez Rodrigo, es bajito, cargado de espaldas, calvo y de pestañas canosas. El título obedece a que está saliendo de diablo durante cuarenta y cuatro años consecutivos. Comenzó a los 15 y tiene 59. —Hay diablos más viejos, hasta de ochenta y tres años, pero fallaron alguna vez. Para ser diablo, con pagar cinco duros, basta; cinco duros para toda la vida... Francisco Sánchez luce un traje rojo con galones dorados. —Lo más parecido a san Blas, nada de Lucifer, oiga —protesta riendo. Sofía, la esposa, es alta, con nervio. Sofía le ayuda a colocarse la almohadilla que esconden debajo de la camisola. —Esto se lo ponen para que el culo no se les quede baldao para siempre. La casa se ha llenado de diablos que no cesan de moverse; ni cesarán en su vaivén durante los días siguientes. —Prueba la zurra... Me dan un vaso. Hay un solo vaso para todos. Pasa de boca en boca. El vino azucarado lo sacan con una jarra y escancian sin cesar. —¿A que es buena...? ¿A que ya no tiene frío...? Arde la leña. Hablan muchos a la vez entre el tañido bronco de los cencerros. —La zurra la hicieron ellos —explica Sofía—; cogieron la lebrilla de barro, le echaron una arroba de vino, y venga azúcar... El «Diablo Mayor», a partir de ese momento tendrá más autoridad que la jerarquía eclesiástica. Un párroco hubo, don Silvino Navalón, que trató de prohibir la fiesta. —Nos llamaba paganos... ¿Qué sabrá él de nuestra devoción a san Blas?
  • 18. 18 El «Diablo Mayor» Hay un diablo, que bebió más de la cuenta, y apostilla que don Silvino parecía de La Puebla, por aquello de fastidiar. Este diablejo, desdentado y socarrón, me participa que los de La Puebla dicen que san Blas le quitó el dinero a la Virgen; y ellos no lo niegan. «Se lo quitó cuando la Virgen se durmió, que para eso se acostó con Ella.» Ríen. Aunque mantengan los pies juntos, el movimiento abdominal y de caderas persiste. El «Diablo Mayor» alza la porra en la mano derecha. Grita. Lo aclaman en la calle, donde se han concentrado alrededor de setenta diablos. Cuento unos diez niños, algunos muy pequeños. Van junto a sus padres, con cencerros de un palmo. A la luz tenue de las bombillas, sobre las paredes encaladas se recorta la más insólita comitiva que he presenciado. Ahora van dando saltos, anunciando estrepitosamente que las fiestas se han iniciado. Delante de la vivienda del alcalde se detienen. Un acto protocolario, que concluye cuando se acaban las rosquillas ofrecidas en fuentes de loza por la autoridad municipal. El cielo está oscuro y de todas las chimeneas salen grandes nubes, que se quedan flotando sobre las tejas cubiertas de musgo.
  • 19. 19 Bailan y bailan por y para ellos. Las mujeres, viejas o jóvenes, se quedan en las puertas o detrás de los cristales de las ventanas. Se adivinan las siluetas en la penumbra, mientras que las de los diablos se agigantan en las esquinas, donde la luz proyecta sus sombras absurdas y alucinantes. A la puerta de la iglesia han rezado un Padrenuestro «por los diablos muertos en ese año». Pero en seguida emprenden la danza y siguen recorriendo el pueblo hasta que el «Diablo Mayor», rendido, jadeante, ordena que se retiren. Los diablos desaparecen y el clamor de los badajos se va amortiguando. Caen unos diminutos copos de nieve, que se deshacen apenas llegan al barro. Los tres feriantes echaron toldos de lona apedazados para cerrar su humildísimo mundo de rifles, de juguetes baratos, de peladillas y turrón. La nieve se intensifica. Impone un silencio puro; un silencio blanco.
  • 20. 20
  • 21. 21 «DICHOS» JUNTO A LA LUMBRE Inocente Morales La nieve, que había embellecido los chopos, el campanario y había regalado una capa inmaculada a la figura de Santiago Apóstol en la fachada parroquial, se deshizo con la primera lluvia de la mañana. Sobre la lumbre hervía la leche, que se derramó sobre el cazo de porcelana hasta caer en el mismo fuego. Salvio, el amigo de Inocente Morales, se la ofreció en un tazón. Salvio es de cara larga, sonrosada, y ríe constantemente con la boca muy abierta. Luego llegó Matildo, vestido de diablo. Matildo, delgado, tiene la tez como picada de viruela; o quizá le haya picado el sol y la intemperie. Matildo acude expresamente al pueblo para las fiestas. Y apenas dispone de tiempo se marcha junto a Inocente Morales de la Torre, que está ciego e inválido; sentado ahora muy cerca de la leña, uniendo sus manos agarrotadas como dos cepas en el invierno. Inocente me sorprende con su aspecto de hidalgo arruinado. La frente amplia, la nariz aguileña y sus ojos ciegos, fijos en los míos cuando hablamos, o en el fuego que chisporrotea, al quedar pensativo. Tiene fama en toda la comarca porque, año tras año, inventaba los «dichos» que recitaban los danzantes a la Candelaria y a san Blas. —No me extraña que la hayan mandado a mi casa; todos los que quieren saber algo sobre el pueblo o «La Endiablada» recurren a mí; picotean ideas y después escriben lo que quieren... Se expresa con fluidez. —Salvio, busca el libro donde aparezco... El amigo se mete al dormitorio y regresa con un volumen forrado de plástico: Modernización y cambio en la España rural (Cuadernos para el diálogo).
  • 22. 22 —Lo escribió Juan Maestre Alfonso, antropólogo. —El inválido vuelve a mí sus pupilas grises, melancólicas—. Escribió que soy un juglar de la tierra y que poseo una inteligencia innata... ¡Vaya por Dios! —La verdá —corrobora Salvio. —No quedé contento, porque los «dichos» que publica no son exactos; quieren mejorarlos, con otra medida, con otra rima... Matildo lo admira profundamente. Matildo, dándole vueltas al gorro de las flores, cuando no sabe cómo demostrar su asombro, exclama: «¡Me cagüen en la ho...!» La frase y la risa fuerte de Salvio son el contrapunto de la poesía que Inocente me dicta, rogándome que la transcriba con fidelidad. —No soy nadie; no soy nada; un pobre ser paralítico que hace versos. Soy como «el maestro Ciruela, que sin saber leer, tiene escuela». —¡Si tú hubieras estudiao! —profetiza Salvio—. Estarías en Madrid, lo menos... —Bien sabes que mi padre era barbero y que por afeitar cobraba al año un duro a cada vecino. Era un precio como la iguala de los médicos, porque con ese duro se tenía derecho a que cortase el pelo a los hijos. A los once años, mi padre me sacó del colegio; y yo preferí el campo a la barbería, porque podía leer y escribir... Con las manos, tan dobladas que dan la sensación de muñones, se quita el cigarro de la boca para echarlo a los troncos. La ceniza ha quedado sobre su pantalón negro y Salvio la sacude. —Gracias —murmura. Parece mirarme. —Ha de saber que los danzantes estuvieron saliendo hasta hace muy poco, y que dejaron el baile porque hoy la prisa es el mal de la vida... ¡y como vestirlos llevaba más de cuatro horas! No eran prendas en realidad, sino que cubrían el cuerpo con cintas y sedas entrecruzadas; labor que requería dos mujeres y mucha paciencia; luego, como faldoncillos, empleaban manteletas de seda con flecos, que traían de África los mozos del pueblo destinados allí por el servicio militar. Las cintas, las sedas y las manteletas no se cosían; se sujetaban con alfileres e imperdibles. —Dile lo de los trajes de los diablos —apunta Salvio. —Respecto a esta vestimenta, han sufrido una gran transformación. Cuando yo era chico no iban así, sino de un modo mucho más burdo y popular. La gente, como era más pobre, recurría a la arpillera o al paño barato; y con pintura verde hacían culebras, lagartos y sapos en la espalda. Los sombreros eran de tres picos, y en el de detrás colgaban una pellica de conejo o de cabra. Muchos, para imitar bien al diablo, pegaban en su frente cuernecicos de cabrito. Desde luego, los cencerros se llevaban como en la actualidad y la excitación del festejo era la misma.
  • 23. 23 Matildo y Salvio lo atienden con devoción. Le han ofrecido un nuevo cigarro, encendido ya. —¿Van los «dichos», Inocente? —pregunta Salvio. —Van. En el rosal de Santa Ana naciste fragante rosa, tan brillante y olorosa, sola, sin tener hermana Como naciste temprana rosa de la Primavera, por eso Dios te escogió para Madre verdadera, Hay un revuelo de flores en tu cara, gran Señora, y con fragancia esas flores dan al cielo sus olores, para perfumar la aurora. —¡Me cagüen en la ho...! —vitorea Matildo.
  • 24. 24 Cuando el sol de la alborada nuestro planeta ilumina desde el valle a la colina, tiñe con sus pinceladas y nos viste de gala desde el lirio hasta la encina Dice lleno de alegría con sus grandes resplandores, que para santos amores los de la Virgen María. —¡Me cagüen en la ho...! —aplaude Matildo, mientras Inocente prosigue como si no le oyera. Por adorarte a ti sola, dice la brillante luna que no deshará ninguna de las rojas amapolas; ni se bañará en las olas movidas una por una. Quiere venir adorando tu blancura nacarada, y darte un beso de santo en tu frente inmaculada. —¡Me cagüen en la ho…! —A Matildo se le humedece la mirada. Hasta el agua que derrama la más cristalina fuente, al despeño del torrente que salpica la cascada. Te adora y embelesada dice el murmullo ferviente, que de todos los presentes eres nuestra Madre amada. —¡Me cagüen en la ho…! En el momento que Inocente terminaba la estrofa y su amigo Matildo repetía la muletilla, ha entrado Adriana, que es gruesa, espabilada. Se percata de la situación.
  • 25. 25 —Pero, bueno, Inocente, ¿te están sorbiendo los sesos otra vez...? Se acerca para abrazarle. —Supongo que después te lo agradecerán, ¿no...? Cuando no son los de la «tele», son extranjeros y cuando no, chicos barbudos que estudian no sé qué. Y tú, Inocente, hijo —que bien te pusieron el nombre—, pasándoles tu saber. —¡Qué más quisiera yo! —sonríe el ciego con dulzura. —Pues, oye, estaba en San Torcaz, en ca la Máxima, cuando apareció un señor con un aparato de esos que encierran la voz y va, lo pone, y salieron tus «dichos» a san Blas. ¡Ay, Inocente, que me eché a llorar...! ¡Me cagüen la leche! Después de los de san Blas, los de la Candelaria... ¡tan preciosos! —Mujer, que no es para tanto. —Inocente —pregunto—, ¿tiene devoción a la Virgen? —¡Ay, qué voy a contestarle! —y ríe por primera vez. Adriana, con los brazos en jarras, lo recrimina. —Di que sí. Seguro que le rezas por la noche. Ponga usted que sí, que mucha. Adriana se sienta entre Salvio y Matildo. Tiene el pelo blanco y ondulado; las manos, amoratadas por el frío, se abren sobre las rodillas y destacan en el traje negro, nuevo, de fiesta. —Y sigue, que quiero oírte. Inocente... —Pues, calla —aconseja Salvio—, que armas más revuelo que una moza. Adriana, muy pagada, le mira de arriba abajo, como haría en su juventud cuando la piropeasen y ella aceptara la lisonja con un fingido desdén. El poeta, cuando quedan en silencio, continúa: Los cielos embellecidos te llaman la vicediosa, el paraíso florido, los luceros encendidos y la estrella misteriosa. Sois el candor de una rosa y ¡son tus virtudes tantas! Sois corredentora y santa. Sois Virgen, Madre y Esposa. —¡Me cagüen en la ho...! —Matildo aprovecha la pausa: Si con excusa y pretexto Luzbel nos declara guerra; viento, fuego, mar y tierra serán nuestros elementos aunque tiemble el firmamento.
  • 26. 26 Deslumbrado está el origen que ángeles y santos dicen con cánticos de primor, que es invencible el candor de Santa María Virgen. —¡Me ca...! Adriana le interrumpe: —Matildo, ya está bien. Y además, que oigo cencerros, conque márchate a buscar a tus diablos. El hombre se coloca el gorro de las flores y se sujeta los correajes. —Nos vamos a ca la Evelia, que es la Madrina Mayor. Recogeremos la torta para la Virgen... —En la procesión nos veremos —comenta Salvio. Inocente vuelve a suplicarme que respete la integridad de los «dichos». —Aunque le parezcan extensos ha de comprender que eran ocho los danzantes quienes, según la memoria, declamaban más o menos. Adriana, con delicadeza, le da una palmada en el hombro. —Pero, ¿qué piensas, que te has quedao así, como si te hubieras ido...? —¿Por qué no me moriría?, es lo que pensaba. Estuve dieciocho meses sin levantarme, ¿recuerdas...? ¿Y qué? Me levantaron con el cuerpo muerto. Ya estaba ciego. Me faltaban los brazos y las piernas inútiles. Adriana, Adriana... La mujer, como Salvio hizo antes, le sacude la ceniza que le cae del cigarro. —Echa «dichos», hombre, por todos los danzantes que si tuvieran arrestos saldrían... Con renovada exaltación, el ciego recita: ¿Qué importa que Barcelona, esa gran Ciudad Condal, allí tenga de Patrona a la Virgen de Montserrat? Pero tú eres Candelaria de pureza singular, ¿Qué importa que Madrid tenga morando en su catedral la Virgen de la Almudena en su carroza triunfal? Pero tú eres Candelaria que ostenta el manto real.
  • 27. 27 —Se me pone la carne de gallina... La mujer saca un pañuelito que pasa por los ojos. A Salvio le ocurre otro tanto, pero disimula aventando con el fuelle y resucitando las brasas. Si en Francia está la de Lourdes y Fátima en Portugal, y la Loreto en Italia y en Zaragoza el Pilar; en Almonacid, la Reina de la Corte Celestial. Y por eso en este día cantaremos con victoria; y en honor a tu memoria, nos dieras en la otra vida, gloria, gloria y siempre gloria, ¡a todos Virgen María! —Inocente, con los versos, ya te has ganado el cielo... —¿Es que habrá cielo, Adriana? —No lo dudes. Salvio, ¿qué dices tú? —Que no lo sé. Yo me confesaré por si acaso... Inocente, escéptico y humilde, inclina la cabeza. —Es malo lo que me sucede. Tener tanto tiempo y soledad para pensar... Se oye la frenética música de los cencerros. El ritmo creciente que se aproxima. Los diablos llegan hasta la misma puerta del ciego, con su baile monocorde, con sus convulsiones primitivas. Están cumpliendo el ritual de mostrar al vecindario la torta que brinda a la Virgen la Madrina Mayor; un roscón de mazapán que luego dejan a los pies de la Candelaria, en el anda. —Hoy tienen trabajo los diablos —cuenta Adriana—, que llevan a bautizar a una niña. Más vale, que lo malo es cuando van de entierro, como con tu madre. El ciego me cuenta que su madre murió de 89 años. Él cree que se aferraba a la vida porque se sentía necesaria a su lado. Le daba de comer, lo limpiaba; le distraía con los pequeños chismes del pueblo. Benita de la Torre se despidió de todos cuando presintió que el frío se había metido en sus venas; un frío especial que avanzaba desde la punta de los pies y que apagaría su corazón como una vela al menor soplo.
  • 28. 28 La torta de la Virgen —¡Ay, san Blas, tan cerca que estoy y no te veré ya! La frase la repetía mi madre constantemente: y no se equivocó. Murió la víspera. La caja la llevaron mis hermanos y todos los diablos formaron el cortejo. Inocente Morales escuchó el responso, los cencerros. A la madre la dejaron en el cementerio encalado, que sólo tiene un ciprés. Los diablos regresaron bailando, con frenesí. El ciego, junto a la lumbre, acompañado por los amigos, en silencio, fumaba sintiéndose más solo que nunca.
  • 29. 29 VIRGEN DE LA CANDELARIA El origen de «La Endiablada» es un puro anacronismo. Coinciden todas las versiones en que María, según la costumbre judaica y la Ley de Moisés, tenía que someterse a la ceremonia de «la purificación» por haber sido madre. Como su virginidad seguía intacta, a ella le daba rubor; y los pastores deseando distraer la atención de los fieles que llenaban el templo, para que la Virgen no fuese centro de miradas, se vistieron de forma llamativa y con los cencerros improvisaron un ritmo para bailar. Los diablos de Almonacid del Marquesado empalman la fiesta de la Candelaria con la de san Blas, por el que sienten más arraigado cariño. El día 2 de febrero es la fecha cumbre. Por la mañana, una vez depositada la torta en el anda, sale la procesión. A la imagen de María le han atado al brazo un gran cirio rizado y le cuelgan también un escapulario de la Virgen del Carmen y un rosario. El palanquín es de madera pintada de marrón. No la engalanan con flores ni luces; y las mujeres que sostienen en sus hombros las parihuelas, dejan con la torta los paraguas, porque ha cesado de llover. El cura, perdido entre la gente que sigue a la Candelaria, se ha arremangado las perneras y toda su preocupación consiste en alzar la casulla —blanca y oro— para que no se ensucie de barro. Los diablos, capitaneados por su jefe, se alejan del cortejo en grupos, unos veinte metros, para volver dando inverosímiles saltos sin perder el ritmo, sencillo y feroz. No importan los charcos. Resbalan peligrosamente. Un diablo viejo cae, pero es alzado por los compañeros. Todos marchan mirando a la imagen, con los brazos en alto, profiriendo vítores.
  • 30. 30 Moviendo los cencerros en honor de San Blas Al finalizar el recorrido, antes y después de la misa, los diablos ejecutan la danza dando vueltas en la nave parroquial. La excitación va en aumento. El ruido de los cencerros resulta ensordecedor. Creo que los hombres han perdido la noción del tiempo y que sólo sentirán el cansancio cuando el Diablo Mayor, con la porra en alto, ordene el fin. Es el mediodía. Los diablos marchan a sus hogares, para comer y cambiar «el gorro de la Virgen» por la «mitra de san Blas». Ahora son «obispos-diablos», con la fe redoblada, ya que veneran de un modo especial al santo que protege las gargantas. Aniceto, el dueño de la posada, a la que popularmente conocen por Ca el Gordo, se ha sentado sudoroso en la banca, mientras Carmen, la esposa, atiende a los huéspedes: los técnicos del NODO, mi amiga Antonia Mir y yo. Apolonio Torres y su equipo de televisión optaron por tomar un bocadillo en cualquier bar, lo mismo que los cuatro estudiantes de Antropología (dos de ellos norteamericanos). Somos los únicos forasteros. Aniceto y Carmen bien quisieran que las fiestas fueran reclamo masivo, pero la suerte no está con ellos.
  • 31. 31 —Ayer, aparecieron dos autocares con turistas extranjeros, ¿ingleses?, ¿alemanes...? ¡Cualquiera sabe!, pero creían que las fiestas comenzaban a las ocho de la mañana. El guía se equivocó —explica Aniceto—; el guía trató de que los diablos saliéramos para que quedaran contentos. «Compréndalo —nos decía—, los pobres han madrugado una barbaridad.» Pero, ¿qué culpa teníamos nosotros...? ¿Cómo íbamos a romper una tradición, que nuestros abuelos ya heredaron de los suyos...? Se marcharon sin bajar de los coches. Desde las ventanillas sacaban fotos a las viejas y en paz. El dueño de la posada se desabrocha la camisa de flores y hunde un pañuelo en el pecho, que se empapa de sudor. Su rostro redondo, blando, sanguíneo, va descongestionándose. —Claro que —reflexiona—, así, sin turistas, nuestra «Endiablada» se conserva más natural; no es un espectáculo como han terminado siendo las fiestas de otros pueblos. Carmen viste de negro. Tiene cuarenta años. No se tiñe las canas, ni se depila las cejas, ni se pinta los labios. Carmen, como millares de mujeres españolas de ambiente rural, ha entrado voluntariamente en la etapa gris de la fémina que ya cumplió su misión casándose y siendo madre. Saca el pollo frito apedazado. —Ave de gallinero y no de granja, que lo van a notar en seguida... También ha elegido los mejores chorizos reservados en la orza y las aceitunas de la tinaja, que ella preparó aderezándolas con hierbas, sal y agua. —Antaño, los cazadores de Valencia, Cuenca y Madrid pasaban la noche del sábado aquí y al día siguiente les preparaba la comida, pero ahora vienen en sus coches, casi de madrugada, y se traen en las fiambreras-termo lo que quieren. Total, que tenemos dos mesas en la fonda, y nos sobran. Carmen se queda con nosotras. Y silabea mi profesión como palabra recién aprendida. Sonríe. —Aquí, lo más que hacemos es ir al campo a sembrar y a la recolección; sobre todo cuando se cosechan las piñas de los girasoles. Bueno, primero vamos a clarear, ¿lo entiende?, a quitar tallos para que crezcan con más fuerza, ¿Y sabe cómo llamamos a las piñas? Pues, tortas; son tortas de pipas que dejamos en las eras... Aniceto comió con buen apetito y bebió al unísono. Carmen fue en busca de la mitra, tan grande que más de obispo parece de Papa. —Anda... ¡A bailar otra vez...! La música de los cencerros ha dejado de ser eco lejano. Ya está inundando las calles y la plaza. Los diablos, enloquecidos, entran a la iglesia.
  • 32. 32 El Diablo Mayor, ayudado por varios, sube al anda de san Blas. Le alargan una toalla y una botella de anís. Simula que lo lava. Con el paño de rizo repasa la cara inexpresiva del santo: los ojos infantiles, la nariz afilada, la boca de labios suaves. Le lava también el cuello, las orejas. Reina un gran silencio mientras el santo queda preparado, «majo», para recibir el tributo amoroso del pueblo. El anda de la Virgen de la Candelaria perdió todo interés. Repentinamente, todas las miradas, todos los vítores van dirigidos al santo, que tiene a sus pies velones encendidos en vasos de cristal rojo. Mañana tendrá otro roscón de mazapán, como el de la Virgen, y será sacado procesionalmente, pero ningún acto resulta tan vibrante, rayando en el paroxismo, como este del lavatorio de san Blas. Cuando el Diablo Mayor inicia la danza, por un lado del templo saltan los hombres elevándose hasta medio metro del piso; luego emprenden los pasos rituales hasta llegar de nuevo delante de san Blas para repetir la carrera. Han cerrado las puertas de la iglesia. Los cencerros repican sin piedad sobre los cuerpos, que ya no sienten ni el sudor, ni los músculos atenazados. Los diablos, con los brazos exageradamente abiertos, enarbolando las porras —parecen fetiches porque han sido talladas, casi en su totalidad, con navajas por los pastores—, se dirigen a san Blas; rezan, gritan, lloran. A la mayoría se les cayó la mitra, que cuelga en la espalda, sostenida por el barboquejo rodeando el cuello. ¿Entrarán en éxtasis? Dos de los diablos jóvenes tienen los ojos desorbitados y ni parpadean. El sudor cae por sus caras, como lluvia incesante. Me siento sobrecogida, física y espiritualmente, en medio de una exaltación mística, histérica, colectiva. Me zumban los oídos; la cabeza también. Percibo cómo huele la mezcla del sudor de muchos cuerpos. Un olor ácido, pegajoso, que parece impregnarlo todo al mismo tiempo que los cencerros dan sus rítmicos golpes. En el último banco se sentó un diablo ciego. Se llama Matildo, como el amigo de Inocente. Este ciego vende iguales en un mercado madrileño. Le explotó una granada en la posguerra. Cuidaba el ganado y la encontró en el campo. Era un artefacto desconocido que quiso manipular. Recuerda la sacudida brutal que lo derribó en un charco de sangre. «Menos mal que una monjica le arregló los papeles para tener cupones.» El diablo ciego, con sus lentes de cristal negro imaginará el baile desenfrenado, escuchará los vivas a san Blas. Es posible que murmure una plegaria. El «Diablo Mayor», a quien se le entornan los párpados de pestañas canosas; que está al borde del desfallecimiento, impone el fin. Hay un simulacro de lucha entre los que pretenden seguir danzando y aquellos que imponen la ley dictada por el «Diablo Mayor» y los empujan hacia el atrio.
  • 33. 33 La iglesia queda vacía, con san Blas. A los pocos minutos aparecen dos diablos para depositar unas cintas y unas velas en el anda. Son hombres del campo; hombres endurecidos por el frío de la meseta castellana, por el sol de los veranos sin brisa; hombres, sin embargo, con la fe limpia, carente de duda. —A mi niña se le clavó un palillo en la garganta, tal día como hoy, víspera de san Blas. El médico no podía sacárselo y mi hija se ahogaba. Yo me aclamé al santo, cogí las pinzas y volví a repetir: «¡San Blas, ayúdame...!» Le atrapé el palillo, cuando la niña estaba ya amoratadica. Ni el médico lo hubiese creído jamás, de no verlo... El compañero confiesa: —Yo prometí bailar siempre, hasta que las fuerzas me mantengan, si a mi mujer se le cortaba el derrame, que estuvo en la clínica, días y días sangrando. Y bailaré como lo hago, con los cencerros más pesaos; sin parar, sin parar...
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  • 35. 35 POBRE DIABLO El «diablo mayor» saliendo de casa En el «Tele-Club san Blas», la biblioteca se reduce a un armario cerrado con llave. —¿Leer? Muy pocos... El encargado del bar añade con buen humor: —Y cuando se llevan un libro, ya no lo devuelven; eso que me lo apunto en una libreta y les hago memoria, pero ¡ca...! Me satisface abriendo de par en par el mueble. Los volúmenes están nuevos, tristemente intocados. En las estanterías observo la «Enciclopedia Salvat»,la colección completa de RTV y las obras —encuadernadas en piel— de Federico García Lorca; algunos cuentos infantiles y revistas. Arriba de los anaqueles destinados a las botellas de licor hay una gran estampa de Cristo; y clavados con chinchetas los retratos de Juan Carlos y Sofía, Reyes de España. Al Caudillo lo han cambiado de pared. El Caudillo ha quedado cerca del televisor y de la vitrina con trofeos de alguna competición deportiva. —¿Conferencias? —y ríe—. Aquí la gente viene cuando echan películas, cuando televisan corridas de toros y fútbol...
  • 36. 36 El local se ha llenado de diablos, que piden café, coñac o anís. Los cristales de las ventanas están empañados y un niño dibuja con los dedos barquitos de vela sobre olas rizadas. Le preguntarla si ha visto el mar o lo ha soñado tan sólo delante de la imagen. Pero el niño se marcha. La mitra que tengo en mis manos es de cartón, papel, plástico y tela. Algunas llevan bordados ángeles y las iniciales del diablo; otras, una simple cruz. —Me la cosió mi madre. El diablo que me dejó su mitra se llama Andrés Fernández. Está calvo, le faltan dientes; tiene las uñas negras y el moco le alcanza el labio. Más que repugnancia, me inspira compasión. —El traje también me lo cosió mi madre... Había reparado en él por su estampación: parejas de muñecos propias de un «comic» y corazones con la declaración: I Love You. Andrés Fernández durante las fiestas se siente igual a todos; es uno más, con su vestimenta estrafalaria, con sus cencerros, con su mitra de obispo. Los demás días, no; es de los pobres; de los que no tienen ni un terruño para sentir el gozo de ver crecer las espigas; ni un almendro que florezca repentinamente; ni unas viñas para la cosecha familiar. —Soy peón... Su mirada resulta huidiza y al sonreír enseña unas abultadas encías. —No sé leer... Quiere justificarse. —No sabe leer nadie de mi casa; ni sabe mi padre; ni mi madre, que todavía viven; ni mis hermanos… ¿Justificarse...? Amigo diablo, tendría que pedirte perdón esta sociedad en la que te ha tocado vegetar. —¿Ningún maestro le buscó para enseñarle por la noche? —Ninguno... —¿Ningún sacerdote, en lugar de hacerle repetir como un papagayo la doctrina, le dio lecciones...? —Ninguno. Me parecía un viejo y tiene sólo cincuenta años. —¿Y en el servicio militar...? —Me mandaron a Madrid. No me andaba muy lejos del cuartel para no perderme. —¿Y al ver que era analfabeto...? —Pues, nada; me hacían firmar con el dedo. Andrés, siendo niño, salía con el ganado. Cuidaba ovejas. Su madre, en el zurrón, le ponía un pedazo de pan y otro de tocino. Andrés llevaba una navaja y, según le acuciaba el estómago, partía. —Siempre he tenido amo…
  • 37. 37 La frase tan simple, me rebela; y aún más cuando se acerca a nosotros un hombre bien trajeado, con pelliza. Un hombre de los que prolongan la juventud y se mantienen fuertes, con el cabello bien peinado y el aire de seguridad que confiere el dinero. —Vaya en cuidado —me advierte bromeando—, que es soltero y le gustan las rubias... Vuelve a su mesa y Andrés sonríe: —A lo mejor, quería hablar con usté... —¿Quién es...? —Don Pablo, mi amo. Este pobre diablo desdentado, de las encías desbordadas, del I Love You, me responde con su lógica. —¿Qué ha de hacer...? Nada, que para eso es rico. Saca sus cuentas. A los peones nos recoge en el coche y nos lleva a la finca. Allí cada uno tiene su tarea, lo que él manda, que para eso nos paga. Don Pablo, en invierno, se queda junto al fuego. Andrés tiene otro hermano, Casimiro, también soltero. —Tuvo un accidente de trabajo, quedó con la pierna tiesa y cobra un subsidio, Ya ve, está peor que yo, porque ni de diablo puede salir. El I Love You me obliga a preguntarle si amó alguna vez. —¿Amar? —Empieza a reír. Se pone rojo como la mitra. Quizá tampoco haya conocido la ilusión que cambia el sentido de una vida; ni su mirada se haya detenido en otra, mientras las manos se buscan y las bocas se reclaman. No haya conocido la sensación de que el mundo desaparece en torno de una mujer y él, como si fuese la primera pareja que se descubría a sí misma. —Me han gustao las mujeres, pero nunca hubo apaño. Como quedo en silencio, sin preguntarle, sin atreverme a expresar todo lo que me sugiere, Andrés exclama: —¡Pero yo pienso una cosa...! Que tengo la tierra que piso. ¡Esta es mía…! Sus zapatones, cubiertos de barro, rebotan en el suelo. —Y hay una palabra que sé leer... Sigo la dirección de su índice rematado por la uña negra; sucia desde su infancia de pastor, de soldado a quien se marginó; de leñador, de peón... —Allí pone «Coca-Cola»... Pobre diablo. Pobres diablos de la tierra con amo. Nota: Indispensable ver como complemento el episodio de la serie de televisión española «Raíces» de 1975 dedicado a «La endiablada de Almonacid». https://www.rtve.es/alacarta/videos/raices/raices-endiablada-almonacid/3636145/
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  • 39. 39 «LOS PICAOS», DE SAN VICENTE DE LA SONSIERRA
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  • 41. 41 Sobre la carne estalla el primer latigazo y la espalda se encoge instintivamente. El segundo latigazo es más vigoroso y el cuerpo del hombre, dispuesto a soportarlos, se mantiene erguido. Se flagela con un haz de cuerdecillas de esparto, que dan una y otra vez sobre la piel amoratada que se desgarra, para encenderse sobre el músculo que ha comenzado a hincharse. El hombre camina descalzo, pisando piedras, arenilla. El hombre va cubierto con una capucha y un sayal blanco que deja la espalda al descubierto, para que la disciplina caiga sin defensa alguna. Si el compañero cofrade observa que el músculo parece una llaga producida por el fuego, avisa al que tiene como misión «picar», el que lleva en sus manos una bola de cera donde han incrustado vidrios. El cortejo procesional —tan lento, tan angustioso— se detiene unos minutos. El hombre que se flageló se inclina y su espalda queda como un arco sobre el que aplican la bola de cera y los vidrios. Brota la sangre. Unas gotas encarnadas, brillantes; unas gotas que estaban pugnando por salir. La sangre comienza a resbalar por la espalda del penitente, por esa espalda que posiblemente conozca la dulce carga del hijo cuando quiere jugar, el amoroso abrazo de la mujer, el sol que calienta cuando trabaja en las viñas. La sangre, en regueritos que fluyen hasta la túnica, levanta exclamaciones entre el público que ha llegado de Logroño y Vitoria, principalmente. Un público morboso que compara espaldas ensangrentadas y establece mentalmente una lista valorativa: «Aquél, sobre ser más viejo, se pegó con más saña...» «A ese muchacho —porque se nota que es un chiquillo— le va a escocer de lo lindo...»
  • 42. 42 Siguen otros penitentes con sus disciplinas. Siguen las bolas de cera y vidrio punzando la carne castigada. Sopla un viento frío en la tarde de Jueves Santo, en San Vicente de la Sonsierra. En la lejanía destacan los picachos con nieve y las cepas semejan pequeños arbustos eternamente estériles. Los espectadores se agrupan, disputan un primer puesto junto a las andas para contemplar la más impresionante y medieval de las procesiones españolas. El aire frío quizás alivie esas heridas sangrantes. El aire ciñe suavemente los hábitos negros, largos, de «las Marías», las mujeres que pregonan penitencia, con sus pies desnudos; y algunas, con cadenas y grilletes en los tobillos. Siguen a la imagen de la Dolorosa, que no luce manto bordado en oro, ni alhajas, ni siquiera flores silvestres. ¿Qué promesas...? ¿Por qué intención...? ¿Por qué acción de gracias se han vestido como si la muerte pudiera anular la ansiedad de sus cuerpos y la risa que volverá a los labios...? Hombres y mujeres de la negra España dando continuidad a una manifestación religiosa, que muchos creen desaparecida en los siglos. Sangre que gotea hasta las piedras del camino. Sangre de las espaldas de hombres que tal vez imploran a un Dios lejano y justiciero, único habitante de un cielo remoto, sin saber que anida en el propio fondo de su ser, como un principio de amor. Latigazos que me hieren como si me devolvieran a un tiempo de adolescencia, pura e ignorante; a un tiempo de horror ante la eternidad que amenazaba con fuego cualquier pensamiento propio de la pubertad; a un tiempo en que mi cintura de niña-mujer quiso llevar debajo del uniforme del colegio una trenza de esparto, después de los ejercicios espirituales. Y me la quité con rebeldía, porque también era primavera, el sol traía a mi ciudad largos atardeceres y por la noche se olía a azahar. Sin embargo, no puedo sustraerme de la visión que me deprime, que me horroriza.
  • 43. 43 Más vidrios punzando la espalda. Más piedras en las plantas de los pies, ateridos, helados. Y en el ocaso, las voces de las mujeres, viejas sobre todo, entonando cánticos de autor anónimo: Viste el sol bayeta negra y la luna monjil basto, capuces la tierra y cielo que son del muerto criados. La noche colgó de luto las paredes del Calvario, y el templo pesar mostró sus vestiduras rasgando. Las hachas son amarillas; que los celestiales astros, como vieron su luz muerta, amarillos se tornaron. De la caridad vinieron a enterrarle los hermanos, y los de la Vera Cruz con algunos del Traspaso. Angustias y Soledad a entierro acompañaron, que era su madre cofrade y la primera que ha entrado.
  • 44. 44 Antes de que termine la procesión, de los bares se escapa el olor de las chuletas asadas sobre sarmientos. No hay ganado en San Vicente de la Sonsierra, pero la especialidad de esta carne a la brasa se ha hecho popular, y en las carnicerías venden los corderos que compran un mes antes para cebar. En las bodegas se eligen las mejores marcas de ese caldo áspero, sabroso, que producen sus viñedos. Mientras los penitentes se despojan de la túnicas manchadas de sangre y barro, los turistas, el público que acudió a presenciar cómo se martirizan «los Picaos», se sienta en torno a mesas de madera o railite para beber, para comer las chuletas cogiéndolas con los dedos y procurando tirar bien de los dientes, para arrastrar grasa y carne dejando el hueso limpio. Los dueños de las tascas han pedido refuerzo a los familiares para que atiendan a la clientela, que tiene prisa por marcharse pronto. El espectáculo terminó para ellos. Se han asomado a una visión del medioevo en un rincón riojano, hermoso, a orillas del Ebro, custodiado por chopos, que apuntan tímidamente las yemas en sus ramas más altas, las que primero reciben el sol abrileño. Parten todos los coches que aparcaron en la Glorieta del Remedio —donde se restauró la ermita gracias a los diezmos y primicias de los vecinos—, los turismos que invadieron el jardín sin respetar macizos, ni siquiera los campos del contorno. San Vicente de la Sonsierra queda en silencio y sus vecinos se dan cita en la iglesia de Santa María la Mayor. Es la Hora Santa. El Cuerpo de Cristo quedó encerrado en el arca. Arden los velones. Se canta el Miserere. Separados de los fieles, nuevos hermanos cofrades se azotan despiadadamente. Están en una nave que queda en penumbra. Ni un quejido, ni un lamento. El Miserere y las madejas de esparto convertidas en látigos, empapados de sangre.
  • 45. 45 Actualmente, hombres que no pertenecen a la Hermandad de la Santa Penitencia, pero que han prometido la flagelación, piden permiso al párroco para participar en el desagravio a la conmemoración de la noche en que Jesús fue azotado. El párroco accede y el prior de la Hermandad deja los hábitos. Se consume la cera. Finaliza el escalofriante Miserere. Los cofrades «picaos» cruzan en la madrugada (¿con luna?, ¿con estrellas?), a la ermita de San Juan de la Cerca, donde con una infusión de agua, romero y alcohol, les lavan las heridas. En el romance anónimo se hace hablar a Cristo: Yo te perdono mi muerte como lloras tus pecados, que estoy para perdonar aunque muerto, no cansado, Cesen ya las sinrazones, alma, basta lo pasado, que será hacer de tus yerros otra lanza y otros clavos. Acábense con mi muerte tus culpas y mis agravios, porque es ofender a un muerto de corazones villanos. De tus culpas y mis llagas los dos quedaremos sanos, si derramares sobre ellas mirra de dolor amargo. Alma, mis heridas cura con este bálsamo santo, y las tuyas que tú hiciste las podrás curar llorando…
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  • 47. 47 LA HISTORIA SE REMONTAAL SIGLO XII El hombre que se flageló se inclina, y su espalda queda como un arco, sobre el que aplican la bola de cera con vidrios Don Tomás Gómez Allende, párroco de Santa María la Mayor desde hace 20 años, ha escrito un opúsculo sobre la Semana Santa y la Vera Cruz. Hablo con él en su casa, pulcrísima, donde el suelo reluce, y para cada planta hay un platito y un tapete. El despacho lo preside una gran fotografía de cuando el sacerdote era joven y posó con arrogancia y una sotana impecable. Ha buceado en la Historia recopilando datos suficientes para creer que la Cofradía de la Santa Vera Cruz está relacionada con la construcción de la basílica de Nuestra Señora de la Piscina, por el Infante de Navarra don Ramiro Sánchez («aquel que tomó por mugier a la filla del Mío Cid, doña Elvira»). Don Ramiro participó en las Cruzadas y habiendo atacado —para su liberación— a la Ciudad Santa el año 1088, por la parte de la Probática Piscina, a la hora de testamentar: 13 de noviembre de 1110, en el monasterio de Cardeña, nombró albacea y testamentario al abad, don Pedro Virila, quien para cumplir su voluntad levantó en términos de la Sonsierra de Navarra, el año 1136, una pequeña basílica dedicada a la Virgen de la Piscina, colocando una imagen que algunos creen trajo de Jerusalén. Y, según cuentan, dentro de la cual halló un trozo sagrado del Lignum Crucis.
  • 48. 48 Los espectadores se agrupan, disputándose un primer puesto, junto a las andas, para contemplar la más impresionante y medieval de las procesiones españolas. La tradición añade que para dar culto a la reliquia se fundó la Cofradía de la Santa Vera Cruz de los Disciplinantes de esta villa. En 1500 acordaron los hermanos presentar sus estatutos y ordenanzas al doctor Andrés Ortiz de Urruñu, Provisor y vicario general en este obispado. Sin embargo, en el transcurso del tiempo, fueron añadiendo artículos a la primitiva Regla. En 1596 se intensificaron los actos religiosos, exhortando a los cofrades a la reunión de todos los viernes del año, para conmemorar las llagas de Nuestro Señor, y rezar un responso por los hermanos difuntos. «Que todos los viernes de cuaresma —se especifica textualmente—, concluido este Santo Exercicio y el Miserere que acostumbra el Cabildo, se queden solos los hermanos en la iglesia, y apagadas las luces e lámparas que en ella hay, se tenga un rato de disciplina, por espacio de otro Miserere, con un exhorto que hará a los hermanos, antes de comenzar, el Señor Abad. «Que salidos de estos oficios, los Procuradores o limosneros nombrados, pidan limosna a la puerta de la iglesia para cera y socorro de los hermanos necesitados en sus dolencias.» También se determinó que: «Para excitar la devoción de los fieles y demás hermanos confrades en los días de la Invención y Exaltación de la Santa Cruz, saliese de la iglesia parroquial procesionalmente la Confradía, acompañada ésta de los señores abades della, al Calvario, sito extramuros de dicha villa, siempre que la estación del tiempo lo permitiere...»
  • 49. 49 La costumbre perdura y, tanto en mayo como en setiembre, los domingos siguientes a la festividad de la Cruz, la gente de la villa acude al montículo de las estaciones del Vía Crucis; una loma que se alza más allá de la basílica de Nuestra Señora de los Remedios, junto a la carretera que viene de Peñacerrada. Excepcionalmente dejó de celebrarse según consta en las actas de la cofradía, en 1808, con motivo de la invasión francesa. Aunque la panorámica que se ofrece desde el castillo y la iglesia de Santa María la Mayor es hermosísima, las postales que se venden en todas las tiendas —y llegan a agotarse— son las de Semana Santa. —Los veraneantes las compran todas. ¿Las primeras que eligen...? Las de los «picaos»; cuando más zurriagazos se han pegado, cuando más sangre tienen, mejor que mejor. Luego, gustan las de los civiles y monaguillos al lado de las andas, separando a la gente que quiere ver a los penitentes. Me lo contó Ricardo Martínez, el alguacil, un hombre cordial con vocación de cicerone. —Pero no se piense que aquí uno puede decir: «Pues, coño, este año me voy a poner el costillar rojo en la procesión...» No. Has de ir al señor cura, si no eres cofrade, y contarle: «Padre, salgo por esto o por lo otro...» A Ricardo Martínez el buen tiempo le alegra el ánimo. —En agosto el pueblo parece otro. Se llena el parador, el merendero y las dos fondas. Allí van los matrimonios mayores, que buscan comodidad y buen servicio... ¡y vaya mozas riojanas las que sirven!, tienen el color de las manzanas. Añade que se alquilan muchos pisos y habitaciones.
  • 50. 50 —Durante la semana están las mujeres con los niños; y los sábados llegan los maridos. Un veraneo barato y sano. Tenemos una piscina municipal. Y no me dirá usted que la plaza no es maja, que cuando las acacias florecen es una gloria estar aquí y oír la fuente. Y lo más importante, que a los chiquillos se les despierta el apetito, porque el agua es privilegiada, como que baja de la Sierra de Toloño. —El alguacil suelta una carcajada—. Pero, mire, yo prefiero el vino... Responde a todas las preguntas con rapidez. —¡Coño, si ha bajado esto...! San Vicente tenía dos mil habitantes en 1960; y ahora estamos en los 1.386. ¿Qué pasa...? Pues, que los muchachos han dicho «no» a la tierra, y se emplean en las industrias de las Vascongadas... ¡Ah, si yo fuera muchacho...! ¡Todo lo que haría, que no hice...! Me despedí del alguacil en la iglesia de san Roque, antigua, recoleta. En el altar, además del santo a quien ha sido dedicada, están Santiago Apóstol venciendo a los moros, el Corazón de Jesús y la Virgen. Todas las tardes se reza allí el rosario. Acuden las viejas del pueblo, como Dominica Hilera, bajita y rechoncha, que se presta a acompañarme hasta la parada del coche.
  • 51. 51 —Me pilla de camino, que quedé con mi amiga Pilar en la Glorieta. A Dominica Hilera le asombra mi profesión. —¡Ave María Purísima...! ¡Periodista...! Piensa en voz alta. —Las mujeres ya no sois lo que debierais... Sonríe. —Perdona, chica... Se reconcilia porque nota que me divierte. —Y menos que algunas, como tú, os da por vestir de hombre, que otras, hija, van enseñando el culo... Dominica Hilera suspira por aquel ayer de féminas recatadas que sabían oraciones: Los pastores son ángeles del cielo y en el parto de María, ellos fueron los primeros. Por aquel ayer de su juventud, cuando fue casada y feliz —tan remoto—, porque a los 29 años quedó viuda. —Un guarda forestal mató a mi marido en el bosque. Se ha detenido. Cierra los ojos. Adopta un gesto dramático. —Me llamaron al Ayuntamiento para que perdonara al guardia, porque decía que era una equivocación, que él no quiso meterle un tiro en el pecho... —¿Le perdonó? La vieja niega con terquedad.
  • 52. 52 —Nunca, porque no lo creí. Seguimos andando, despacio. Se ha cogido de mi brazo. —Me puse este pañuelo negro a la cabeza. Me puse luto para toda la vida. Y le fui fiel a mi marido hasta hoy, que tengo 82 años. Sus ojillos escrutan los míos. —Hoy las mujeres tampoco sois fieles. Ni luto os ponéis. Su extrañeza aumenta. —¿Y has venido sólo por la procesión y apuntar cosas...? Pues, habrás de saber que yo conocí a un señor muy católico y muy rico; tan católico y tan rico que se disciplinaba en su casa. Pediría permiso al párroco, supongo. Lo cierto es que pagaba a uno para que le picase con la bola y los vidrios. La vieja se regodea con el relato. —Se metían en una habitación donde había un Cristo muy grande; y ¡zas!, ¡zas!, ¡zas!, se pegaba en la espalda. «¿Ya está bien?», preguntaba el señor. «Sí, en carne viva.» El cofrade iba y le picaba hasta dejarle la espalda como la de un Nazareno… Dominica Hilera exhala un profundo «Ay»; para añadir después. —Esta vida no es nada... Noto la presión de su mano, arrugada y fuerte. —¿Qué...? ¿Qué dices tú...? —Esta vida lo es todo... —Chica, no me contradigas —protesta. Para reforzar su aseveración, cuenta: —Ahí mismo, donde ves ese tractor, crecían unas preciosas viñas, con los racimos así de grandes; y la dueña del majuelo padecía por si una gallina entraba a picarles... ¿Y qué? Pues que tan pronto se ha muerto, los sobrinos han quitado las viñas y han vendido el campo para hacer una finca... Dominica reflexiona. —La dueña del majuelo ya no es nada; estará bajo tierra. ¡Si en vez de las gallinas viera un tractor...! Espera a que llegue el autobús. Me besa. —¡Qué mujeres...! Me asomo a la ventanilla para decirle adiós. —¡Que no se te olvide lo del señor rico y católico...! Desde luego que no. Como tampoco borraré la visión de la sangre, ni los pies descalzos, ni el Miserere cantado en la noche mientras los hombres se flagelaban. Todo va quedando en mí, como en un pozo de sensaciones contradictorias.
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  • 55. 55 En las tierras del interior de Castellón, donde no florecen los naranjos y limoneros, donde el hombre tuvo que crear el paisaje escalando abruptas sierras; y en las rocas extendió un lecho de tierra para sembrar; allí donde la lluvia es una bendición para que fructifique la espiga, desde hace siglos se mantienen rogativas y peregrinaciones como continuidad de promesa formulada por pueblos y aldeas que pedían agua, que pedían lluvias, cuando la aridez se apoderaba del término y se presentía el hambre ante las míseras cosechas. Algunas rogativas (romería-peregrinación) desaparecieron, pero las más importantes como la de Catí a Sant Pere de Castellfort y la de «els Pelegrins de Useres», perduran. De las que sólo quedan en la evocación, me habló Pura Peñarroya, una masovera baja y simpática, la del «Molino Rojo», que tenía a su cuidado la ermita de santo Tomás. Pura llevaba medias de algodón, a causa del reuma; y en la cabeza, un pañuelo desteñido. —La ermita está abandonadica, ahora mismamente con la entrada llena de «pesols» para los animales. Vino la escarcha y luego el sol; por eso se nos quemaron. La mujer separó los guisantes con los pies y formó una sendita hasta la puerta de la reducida iglesia, que tenía en el atrio un banco de piedra y un emparrado como dosel. En la humilde capilla, la masovera hablaba a la imagen como a un viejo inválido a quien se prodiga cariño: —¡Ay, Tomás, que nadie se acuerda de ti...! Tendré que ponerte otro pedazo de vela.
  • 56. 56 Santo Tomás, en el centro del altar, con el rostro inexpresivo de la corte celestial representada en figuras, nos contemplaba entre búcaros de flores confeccionadas con conchas y caracolas. —Eso tiene mucho mérito. Lo limpio poco por si se rompe. Se santiguó la masovera e hizo una genuflexión. —¿Y qué me dice de Tomás? Cara de santo tenía, de buena persona, que eso se nota con sólo verlo. Le quitó algunas telarañas y fue en busca de flores silvestres que puso junto a la peana. —La romería era muy antigua, mucho. Una vez que no llovía y el trigo y el centeno estaban a punto de aborrajarse, dos hombres vinieron aquí y le dijeron a Tomás: «Iremos caminando hasta que llueva, y allí donde nos pille levantaremos una capilla.» Anda que andarás pasaron Forcall y al llegar a Bordón vino una tormenta y una lluvia grande y buena. Por eso, desde entonces, se reunían los masoveros de la dena (los más próxirnos a Morella), el primer sábado de mayo. En tiempo de mi suegro comulgaban aquí y después se iban rezando rosarios hasta Bordón. El cura les acompañaba; llevaban una cruz, una bandera y cirios encendidos. Pura Peñarroya conoció la rogativa a principios de la década del sesenta y se sentía personaje de aquella singular fiesta, porque fregaba la ermita y la llenaba de flores; almidonaba los manteles del altar y a Tomás le pedía favores particulares, que le concedía si eran convenientes para su alma. —Todo fue bien —se lamentó—, hasta que llegaron los curas jóvenes. Primero empezó diciendo un cura que en lugar de ir el primer sábado de mayo, irían el cuarto domingo del mismo mes, porque a santo Tomás le daba exactamente lo mismo; y ya no se perdía ningún día de trabajo; así, como si perder el tiempo es rezar y rezar. La masovera, con la indignación en los ojos, añadió: —Pero es que, no contento con cambiar la fecha de la rogativa, entonces fue y dijo que lo mejor sería alquilar un coche: «Se paga, y a tanto por cabeza.» Un masovero, el más valiente, protestó: «Eso no es penitencia; eso es ir de juerga. No vamos de esa forma.» Como el cura no cambió de idea, pues ellos tampoco dieron su brazo a torcer, y Tomás se quedó, el pobrecico, sin fiesta. Los masoveros, agricultores solitarios del Maestrazgo, mantienen, a pesar de vivir en hogares-isla, tradiciones religiosas transmitidas como una herencia de sus mayores; tributo que cumplen por alguna gracia concedida. Los masoveros, aun en el caso de que arrienden la finca y se instalen en Morella, cumplen las obligaciones impuestas por los antepasados y aceptadas como un legado que ennoblece.
  • 57. 57 Manuel Ortí, a quien todos conocen por Bartolo, es uno de ellos, y me fue citando las rogativas: la de san Marcos, el 25 de abril; la de los Apóstoles de la Llacova, el 1 de mayo; y la de san Cristóbal, el 10 de julio. Manuel Ortí, Bartolo, hombre que rondará la cuarentena, conserva el don de la fe y se explayó al referirse a la fiesta de San Antón, cuando se cierran todas las masías y sus habitantes acuden a Morella. No importa el frío de enero para que las rondallas salgan a cantar «albaes»; suenan las guitarras, los laúdes y la letra de las coplas se arremolina con el viento que grita en los soportales. —El día de San Antón, el mayoral reparte el pan-oli (panecito de harina, aceite y aguardiente), la coqueta y la casqueta (a base de confitura de calabaza) y la rolleta. Se ríe al explicarme que en estos tiempos de prisa, siguiendo la tradición, el mayoral ha de recorrer las masías dos veces, y en cada uno de los itinerarios emplea quince días. La primera colecta tiene lugar en junio, cuando esquilan las ovejas y los masoveros le dan lana; el segundo, a finales de agosto, la época en que se cosecha el trigo. —Si el masovero ofrece una barchilla, en la fiesta recibirá las tres piezas de pan-oli; si entrega dos barchillas, el doble: dos coquetas, dos casquetas y dos rolletas. Como existen 365 masías, aunque algunas estén deshabitadas, el peregrinaje resulta pesado y al mayoral se le da comida y hospitalidad durante las dos semanas. —La lana que nos regalan, generalmente la de una oveja —me explicó— se vende; con el importe se compra aceite, azúcar y aguardiente. La mujer del mayoral y las vecinas son las encargadas de amasar. Cuando se trata de rogativas, el pan que se regala se llama «prima»; es fino, muy adornado. Vi las «primas» conservadas como una reliquia en el arca, en el cajón de un ropero o en la alacena. En las «primas» las mujeres dejan libre su fantasía y con los dedos, con una navaja o el más improvisado de los instrumentos: una cuchara, una caña, un dedal, forman flores, estrellas, pájaros; graban corazones con iniciales —si son mozas—, y el nombre de los hijos cuando todavía son pequeños. Panes con bendición e incienso; un poco sagrados, un tanto misteriosos, a los que se les atribuye un poder especial que quizá nadie alcanza a descubrir.
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  • 61. 61 Para la mies que brota débil, para el río que sólo es sucesión de charcos y matas de adelfas, para que las fuentes manen, todos los años, el último día de abril y primero de mayo se celebra la «processó de Catí a Sant Pere de Castellfort». Los mayorales —como es habitual en el término de Morella— se encargan de recoger la ayuda de los vecinos, que aquí consiste en queso tierno y donativos. De madrugada, a las cuatro, las voces viriles de viejos y jóvenes cantan: Hoy es el día de la fiesta más grande de Roma, Cabeza de la Cristiandad, celebrando san Pedro y son Pablo, que introdujeron la Fe y la Piedad. Hermanos, venid; hermanos llegad. Reuníos a nuestra cabeza, solemnizaremos la festividad. Acudid al Rosario con grande anhelo, pues san Pedro las llaves tiene del cielo. La bandera, la Cruz Alzada el «capellá» montado a caballo; también, balanceándose sobre la montura, la imagen de san Pedro. Los penitentes llevan capote, se cubren con barretina y cantan las letanías de los santos en medio de un silencio impresionante. Se santiguan las mujeres asomadas a las ventanas o en el quicio de las puertas. Siempre hay algún niño que llora, como algún anciano medio impedido que les envidia. Durante la jornada visitan las ermitas de l'Avellá, Santa Lucía y la iglesia de la Llacua, de donde se sale cantando un responso. Al anochecer, después de subir las cuestas de sant Pere, se llega a la ermita y se entona nuevo canto, pero en esta ocasión es glorioso, el Regina Coeli. Hay que resaltar que a los penitentes, durante el camino, se les da rapé varias veces y en el Mas de Pinella beben agua con cazalla, que alegra los ánimos y despierta la conversación jocosa mientras se cena fesols i arrós, aderezado con perejil, ajos tiernos, pimiento rojo y canela. Se duerme en Castellfort y al día siguiente, después de entonarse la despertà nueva ruta ermitaña: Nuestra Señora de la Font, Coll de Ares del Maestre, Mas d'Estaca... Y siguen los rosarios, las jaculatorias, el queso tierno, el chocolate y la cazalla. Desde 1695 se viene celebrando esta provesó que finaliza con el hermoso fuego de montones de aliagas, el volteo de las campanas, las barretinas de los penitentes echadas al aire y sant Pere paseado en andas por los cuatro hombres más viejos que hayan cumplido la rogativa. Catí medieval, perdido en el Maestrazgo, tan primitivo como el rapé que produce estornudos entre Avemaría y Avemaría; tan ingenuo como el cabalgar por parajes abruptos porque cuatro siglos atrás llovió, cuando las gentes pensaban que morirían de hambre si la tierra continuaba sedienta.
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  • 65. 65 La más sobria de cuantas peregrinaciones cruzan sierras y barrancadas de Castellón tiene lugar el último viernes de abril, en Useras. El pueblo está rodeado de montes y olivares, con algunos campos de tierra roja donde las cepas de vid —en primavera— todavía no anuncian la nueva savia. Useras tiene las calles encaramándose a una colina, las casas muy blancas y las persianas de cañizos; también tiene los ojos inmensos de las cambras y tiestos con geranios y plumas de santa Teresa en los balcones. De igual modo que algunas vecinas —según costumbre muy valenciana— muestran en una sillita de enea, a la entrada de la casa, las verduras o las frutas que ponen a la venta, la hija de Sentet el de la Santa exhibe en el ventanal las fotografías que su marido hace de els Pelegrins, y que cobra a cincuenta y cien pesetas. Sentet el de la Santa fue durante treinta años a San Juan de Peñagolosa; unas veces como peregrino y otras como penitente. Sentet el de la Santa llegó a dejar a su esposa muy grave, con alta fiebre y el rostro hinchado por un virus. Los niños lloraban junto a la cama de la madre, pero él se colgó los rosarios al cuello, descalzó sus pies y marchó a rezar. —Y milagro o no, según la fe de cada cual, pero mi madre empezó a mejorar, y cuando padre volvió ya no tenía la cara hinchada. Ahora, bien que le pesa, pero no puede subir a Sant Joan porque sus bronquios se han deshecho.
  • 66. 66 Es una mujer joven, tímida pero risueña, que se ruboriza al exclamar: —¡Mare de Deu Senyor, eixir en els papers...! Cuando fue clavariesa, título que corresponde a las mujeres de los clavarios, cumplió la misión de limpiar y remendar la ropa de los peregrinos; también de amasar les pastisets i les cocs, para obsequiar a los amigos y familiares, con una copita de moscatel o de anís. La fogaseta tiene otro destino; forma parte del ritual que se celebraba el 3 de mayo, cuando la festa de les dones o procesión al Piló de la Creu. Las mujeres de Useras iban acompañadas por sus hijos pequeños, y en el desfile tomaban parte los cantores y el Guía (el peregrino que representa a Cristo), con una palma bendecida el Domingo de Ramos. —La fogaseta la donaban a l'eixida de la misa. Hace muy poco tiempo se suprimió esta procesión que tenía algo de desfile maternal. Su origen se pierde en los siglos, aunque aparece citada ya en las alegaciones jurídicas de cierto pleito iniciado en 1636, entre las villas de Adzaneta y Les Useres; esta última esgrime a su favor que: «se califica más la prueba de dominio, porque en el sitio llamado del Tosal, en la vertiente del monte por donde sigue el apeo de las Useras, hay una Cruz de hierro puesta sobre un árbol, a cuyo sitio concurren los vecinos de dicha villa con su Clero anualmente el día de la Santa Cruz de Mayo, desde cuyo sitio bendicen los términos, dan limosnas y ejecutan otros actos: lo que declaran nueve testigos oculares, Memorial n. 193 fol. 132, lo que no podían ejecutar no siendo aquel sitio de su territorio». —Tot s'acaba; tot... En la calle, la hija de Sentet de la Santa me acompaña hasta el portal de don Rafael Monfort, el metge vell. Me abre él mismo; posee hidalguía en el porte y sutil inteligencia en sus ojos azules, transparentes. Lleva gran boina ladeada y traje negro cruzado, con el brillo del uso y el cepillo. Su nariz aguileña, pómulos salientes y frente despejada me recuerdan los caballeros del Greco, aunque el metge vell contagia serena alegría. Está con su esposa, al cobijo de los faldones que cubren la mesa camilla, en la que hay esparcidos varios periódicos y semanarios que lee hora tras hora, mientras la mujer lo contempla ausente la mayoría de las veces; sólo Dios sabe qué imágenes del pasado la retienen, la emocionan, la entristecen. Doña Pura Herrero sufrió una embolia hace quince años y desde entonces sus movimientos son pausados, como sus palabras, porque las ideas, semejantes a un zigzag, acuden a su mente y desaparecen. Su piel es tersa, sin arruguitas en torno a los ojos; una piel que parece capa fina de cera con dos rayitas para las pupilas negras, húmedas.
  • 67. 67 Es conmovedor saber que el metge vell la lava, la peina, la viste; hasta le pinta los labios —de un rojo cereza— para que no se le corten. Qué caudal de ternura en ese deber que por su condición amorosa se sublimiza hasta cuando él —estampa de aristócrata borroso—, murmura: —Tendrá que dispensar, es la hora que llevo a mi esposa al servicio. La casa, enorme, de altos techos y lámparas de cristal que tintinean; de muebles de estilo, imágenes en pequeños altares, porcelanas y fotografías. Una casona con el homenaje a un muchacho que murió de accidente cuando tenía 16 años. Era hermano del médico; el hermano mayor. La madre recogió todos los retratos de aquel primogénito apuesto que colmaba su orgullo, los pegó en una gran cartulina: el niño recién nacido, con una pelota, de polichinela, comulgante, estudiando… Los ciclos de la niñez, adolescencia y juventud en rectángulos que amarillean. El cuadro se complementa con una guirnalda de florecitas de nácar y un óleo central del busto del joven. —¿Se ha fijado en el marco? Es una filigrana de talla. Mi madre lo quería con locura... En la casa, por las habitaciones conservadas como antaño, por los cortinajes y la presencia constante del chico muerto, se tiene la impresión de que vas a encontrar a «la señora», la madre del médico; o a la ameta, la sirvienta fiel que acompañó a don Rafael Monfort cuando llegó a Useras. —Destino que elegí por recomendación clínica. Estaba un poco delicado. ¿De qué? ¿Quizá del pulmón, que era la enfermedad romántica y cruel de la época...? —Y se casó conmigo. La voz entrecortada de la esposa ha sido como un suspiro. Él la mira como a una niña. ¿Le preguntará qué traje quiere cada mañana?, ¿qué toca?, ¿qué pendientes? ¿Le ofrecerá el espejo para que se convenza de que la línea de sus labios ha quedado perfilada? ¿Le dirá después: «Pura, estás muy guapa»...I Cincuenta años de médico en Useras. Echó raíces y se quedó para siempre en la colina de los peregrinos. —Alguna vez me acordaba del mar, porque soy de Burriana, pero pronto me hice a este paraje, a sus gentes... ¡Ah!, es que he sido de los médicos de antes, de los que se sientan a escuchar al enfermo, de los que tratan de tú a tú y lo mismo daba una palmada en la espalda: «Aixó no es res de res», como la recibía yo: «Moltes gracies, ja estic tranquil.» Creo que no hubiera servido para médico de gran clínica, aunque mi hija Aurora, la única que tenemos, es neuropediatra en La Fe. A la esposa se le abrillantan los ojos. —Este domingo vendrá —dice en un susurro—. No todos, no todos...
  • 68. 68 Don Rafael Monfort ha escrito innumerables trabajos sobre els Pelegrins, aunque él nunca tomó parte. Nos habla de esa madrugada fría y silenciosa del viernes abrileño, cuando suenan las cuatro campanadas del reloj y los peregrinos se dirigen a la iglesia parroquial. —Allí están los clavarios, que son tres; el depositario, el alcalde, los cocineros y los muleros. Todos confiesan y comulgan. La misa de los peregrinos es muy impresionante. Piense usted que se recortan sus cuerpos a contraluz de las velas. Ellos, el Guía y los tres cantores forman un semicírculo frente al altar mayor y permanecen arrodillados casi toda la misa. La esposa, anhelante, porque la descripción del metge vell va devolviéndole parte de un mundo que se le desdibuja, añade: —Y besan el suelo... —En el Sanctus; después quedan con los brazos en cruz hasta que reciben la Comunión. Don Rafael Monfort comenta que, a partir de ese instante, ya no dejan de rezar: la estación al Santísimo Sacramento; y Padrenuestros a san Juan y santa Bárbara. Después, en la sacristía, los clavarios les darán un pedazo de pan y una copa de aguardiente. El silencio se inicia. Un silencio que sólo cortarán los cánticos: Exurge, Domine, adjuva nos et libera nos propter nomen tuum. Seguirán las letanías, que se interrumpen con la exhortación del «Santa María»; y aumenta la fuerza y la emoción con O Vere Deus. —Siempre que lo escucho se me eriza la piel. El metge vell me facilita la letra, que transcribo: O Vere Deus, Trinus et Unus, exaudi preces Populi huius. Da nobis salutem et pacem et pluviam de coelis. Non sumus digni aTe exaudirl, nostris demeritis meremut punirl Sancte Iohanne Baptista, ora pro nobis.
  • 69. 69 Los faroles, los cirios, las viejas que se arrodillan; algún enfermo que ruega al amigo peregrino que pida especialmente por él; las mujeres que entregan rosarios, medallas y cruces: —Paseulo per els peus del sant... Los peregrinos acceden. No sonríen jamás. Llevan barba de un mes, por lo menos; sobre sus hombros las capas que el aire levanta, o, si sopla en dirección contraria al camino, envuelve a los hombres en el paño como hieráticas figuras. Sayal y esclavinas morados, sombrero de fieltro negro, el cayado. Y esos rosarios de grandes cuentas de madera, de semillas, de frutos de ciprés; esos rosarios que conservan en todas las casas, colgando de la cabecera de la cama, en la cómoda, en el costurero. Los pies de els pelegrins, desnudos un largo trecho, pisan la alfombra de hiedra y retama que han preparado las mujeres. Se huele a monte, canta algún gallo. La despedida de la Virgen del Loreto, en su ermita. Nuevos besos en la piedra. Nuevos cánticos. —Salen del pueblo —explica don Rafael Monfort—, y una vez cruzada la carretera que conduce a Alcora, en el Corral Roig, repiten advocaciones a todos los santos y en la villa vella, solar del primitivo Mas de Urrea rezan un responso. ¿Leyenda...? ¿Tradición? Según los más ancianos allí murió de cansancio un peregrino al regreso de Sant Joan.
  • 70. 70 Va rememorando las estaciones del Vía-Crucis. Almuerzan dos huevos hervidos, un pan y un poco de vino. En la Font de la Vall tomarán, más tarde, un pedazo de bacalao. En San Miquel de les Torrecells, otra misa, el O Vere Deu, la sobria comida de los silenciosos peregrinos que huyen de las familias bulliciosas de los masoveros que han acudido a San Miquel, como a una cita festiva, porque tampoco faltan los vendedores de porrat, mazapán, peladillas. El metge vell, sin consultar sus escritos, prosigue: —Lo más pesado es la loma de Bernat y el Tosal de Marinet, de doce y ocho kilómetros, a media tarde, cuando el sol más calienta y no hay sombra de árboles; sólo piedras, matojos de espinos, alguna flor silvestre que uno no se explica cómo ha brotado en aquella sequedad. Lo curioso es que estos hombres que cantan lo hacen con coraje, como gritos a la Divinidad, como si Dios no les oyera. Copio la súplica: Jesus Christi, audí nos; audiens, exaudi nos. Nos pecatores, te rogamus: audi nos. Pienso en las montañas con eco de oraciones; en los peregrinos y su abstinencia (para merendar, tortilla de bacalao); pienso en esas penitencias que no critico, pero que no comprendo; en esas mujeres que acuden a San Juan de Peñagolosa para recibir a els pelegrins como si fueran santos: Imagino el ermitorio dominando el pico más alto del País Valenciano (1.814 metros), lleno de exvotos: cera, lazos de seda, estampas, versos, prendas personales, fotografías. —Desde Sant Joan la panorámica es bellísima: cordilleras grises y pardas con las manchas de pinares: Xodos, Vistabella... La esposa del metge vell, que afirma constantemente con su cabeza pulcra, con su cabeza intemporal, con cabeza poética y extraña de vieja-niña, recuerda: —Les càrregues... —Sí, sí; ahora lo cuento. Don Rafael acaricia la mano que suavemente se alzó para quedar en la posición primitiva, sobre el tapete de la mesa. Se llaman càrregues a los hombres que transportan en caballerías la comida, el agua, el vino y los utensilios propios para cocinar. Marchan delante de la peregrinación y hacen sus rezos independientemente de la comitiva.
  • 71. 71 A los clavarios les compete el eixir a replegar como en otras rogativas y peregrinaciones castellonenses, han de recorrer el pueblo y las masías en busca de limosna. Alrededor de veinte días llamando a las puertas. Además, se efectúan tres replegues: durante la trilla —para recibir trigo—; en la época de la vendimia, y una semana antes de la salida de els pelegrins. El donativo característico en esta ocasión son huevos y dinero. Según datos recogidos en el libro de Ferrán Badal, Los peregrinos de Useras, durante los dos días de la peregrinación se consumen: 15 kilos de arroz; 15 kilos de bacalao; 10 kilos de alubias; 10 kilos de aceitunas; 2 kilos de tomates; 2 kilos de pimientos; 1 kilo de sal; 1 kilo de almendras; 2litros de vinagre; 10 litros de aceite; 9 Dl de vino; 6 docenas de lechugas; 60 docenas de huevos; 700 panes de 10 onzas. Comida, naturalmente, que la víspera de la peregrinación es bendecida por el sacerdote. En algunas caballerías se cargan los cestos con los alimentos reseñados, pero además hay otras destinadas al «Dipositari», al señor cura, al ayudante de los cantores, a los clavarios y a los cocineros. —Pero llegará día —asegura el metge vell— que faltarán mulos. El pueblo se va quedando desierto y únicamente los viejos permanecen fieles a su tierra. Cuando llegué, Useras tenía 3.450 habitantes; hoy solamente somos 1.200. La señora dulce, impasible, misteriosa, tiembla al preguntar: —Pero nosotros nunca nos iremos, ¿verdad? —Claro, mujer; claro que no. Don Rafael Monfort se dirige nuevamente a mí: —El ir como peregrino es un honor y en Useras se guarda un turno rotativo: casa por casa; ahora bien, se les exigían dos condiciones: ser vecinos y cabeza de familia. Por la emigración todo ha cambiado; si uno tardaba 20 años en volver a ser peregrino, hoy únicamente espera seis años; y basta con haber nacido en Useras —aunque no se resida—, y ser mayor de 21 años. Entorna los ojos. —Ya le dije que nunca he ido, pero me impresionan los que acuden y algunas penitencias son sobrecogedoras; he visto a un hombre cargado con pesadas cadenas rodeando su hábito, y algunos aseguran que también las llevaba sobre la carne, enrolladas a la cintura. Las manos delgadas del metge vell buscan un artículo que publicó en Las Provincias relativo a Useras. —Al Eco Filatélico también envío colaboraciones. La filatelia me interesa. Su mirada reluce. —Todo me interesa; nunca olvido aquella frase: «el médico que sólo sabe medicina, no sabe medicina...».
  • 72. 72 Peregrino de Usera La esposa, con su hilo de voz, asegura: —Él sabe y lo quieren mucho. Don Rafael Monfort, el metge vell bromea. —Bueno, bueno; eso lo dices tú, Pura... Al salir, delante de la vitrina del consultorio, que ya no existe; una vitrina, sin embargo, que preside la sala-estar, con fotografías del hermano muerto, con plantas, con una mesa camilla de largos faldones, el metge vell suspira. —¡Eso es lo que queda...! —y señala el instrumental niquelado sobre estantes de cristal. No. Queda toda una historia de medio siglo con nombres de enfermos que curó; con nombres de niños que recibieron el primer contacto humano en sus dedos. «Un chico muy hermoso», diría don Rafael a la madre, con el cordón umbilical todavía uniendo los cuerpos. O «¡Lo que esperabas, una hija! ¿A que ya no sientes dolor? ¿A que te puede la alegría?» Queda una ignorada y fecundísima historia de un gran hombre, el metge vell.
  • 73. 73 FRANCISQUET «EL PANADERO» El beso del peregrino de Useras Que se recuerde, es el único peregrino que ha hecho el recorrido completo: subir a San Juan de Peñagolosa y descender a Useras, sin ponerse las alpargatas o sandalias ni en el terreno más escabroso. El horno huele a pan recién cocido; es un pan grande de corteza crujiente, cocido con fuego de leña. Ana María del Mistero, la esposa de Francisquet, atiende a una chica; entrega las vienas, las envuelve con un pedazo de papel, las cobra. Ana María del Mistero es la mujer más frágil que he conocido. Pequeña de estatura, delgadísima. Viste de negro: blusa, jersey, falda, medias, zapatillas; y por si fuera poco, un pañuelo de crespón negro enmarca su rostro triangular, pálido. Tiene algo monjil en los ademanes. La imagino en una iglesia, o en el coro de carmelitas detrás de la celosía. La impresión que me inspira se acentúa cuando me invita a pasar a la salita: —El meu marit no tardara en vindre. Al lado de la labor veo un misal, un rosario y otros libros piadosos. Las paredes están materialmente cubiertas con estampas enmarcadas y un Avemaría de tamaño natural ocupa buena parte de la reducida estancia. La mujer de negro —que no enlutada— ha llenado botes, frascos de cristal y búcaros con flores y enredadera. Entre los santos distingo también a Juan XXIII y a Pablo VI. La gran imagen de piedra artificial procede de una fuente que se construyó cuando su marido, Francisquet el Panadero, fue alcalde; después, con el cambio de edil, se suprimió la fuente por parecer conventual y Francisquet el Panadero se la llevó a su casa, dándole una de las alegrías mayores a su mujer, que la entronizó.
  • 74. 74 Ana María del Mistero nos anticipa que san Juan obró un milagro con su marido, ya que cuando entró en la ermita de Peñagolosa tenía los pies hinchados, como si fueran a reventar, como dos bolas de carne llenas de heridas. Y al día siguiente, después de toda una noche de oración, los pies recobraron su normalidad. A los pocos minutos entra Francisquet el Panadero, puro anverso de su compañera: fuerte de cuerpo, macizo y ágil para sus 73 años. El cabello lo lleva cortado y sus ojos son ascuas. Se sienta junto a la imagen de la fuente y apoya las manos, tan anchas, de labrador sano, sobre las rodillas. Mantiene las piernas abiertas y la espalda erguida, en una posición muy viril. —Useras es católico; a mí me educaron así y así continuaré... Empieza a reír ante mi pregunta. —¿Es que no sabe que las promesas se mantienen en secreto? Pero, vaya, a mí no me importa decirle la mía. Además, que yo cuando subí descalzo no fue para dar gracias por esto o por aquello, sino para pedir una gracia. —¿Se la concedió san Juan de Peñagolosa...? La mujer se anticipa: —Sí, sí... —Ya lo ha oído. Verá, yo tenía un sobrino que dudaba entre meterse a cura o no meterse; y lo mismo me pasaba con una hija, que no se decidía a ser monja, aunque le tiraba. Yo pedí a san Juan que mi sobrino fuese cura; y mi hija fuese monja. Lo son. —Ellos piden por nosotros —comenta la esposa—. ¡Una hija desposada con Dios...! ¿No es una bendición? Francisquet el Panadero me enseña una fotografía de la muchacha durante el noviciado, una muchacha bonita y triste. Mis palabras le extrañan. —¿Pena...? ¿Y por qué...? Los hijos se marchan. Tengo seis en Alcora; tener una en un convento, no me importa. Conmigo se quedó un varón que le gusta el oficio de panadero. La mujer arregla las cintas del misal. Seguramente, cuando me vaya comenzará algún triduo, alguna novena, o los misterios del rosario. Me distraigo. ¿Cuáles tocan hoy? ¿Los gozosos? ¿Los dolorosos? ¿Los gloriosos...? Su rosario es negro, como el que tenía mi abuela, que guardaba en una carterita de piel, menos por la noche que se dormía rezándolo.
  • 75. 75 Cuando la enterraron alguien le puso el rosario entre las manos y la carterita en una esquina del ataúd, cerca de los pies. El detalle me impresionó muchísimo. Era como si mi abuela, al terminar el quinto misterio, el padrenuestro por las ánimas del purgatorio y la salve final a la virgen pudiese alargar sus brazos; alargarlos extraordinariamente hasta alcanzar la carterita, y en el espacio reducidísimo de la caja, guardarlo trabajosamente después de besar la cruz. La idea, tan pueril, me obsesionó; y siempre recuerdo a mi abuela en aquel instante en que la cubrió la tapa de caoba y yo, idiotamente, en medio de mis lágrimas pensaba: «qué lejos han puesto la carterita». Francisquet el Panadero, rebosante de vitalidad explica que su mujer ha padecido una gripe y no se ha repuesto aún. Francisquet el Panadero, como si adivinara las divagaciones de mi mente, añade: —Pues, ahí donde la ve, ha tenido trece hijos… ¡trece! Su vientre plano; sus muslos flácidos; sus pechos escurridos. ¿Dónde huyó la carne prieta y sonrosada que le enloquecería? —Hijos; todos los que Dios quiso —murmura la mujer, que sigue pareciendo una monjita. La réplica ha sido como una justificación. Intento comprender el sexo en su exclusiva misión de reproducir, de dar al hombre hijos y no placer. Hijos engendrados en la oscuridad, cumpliendo un deber. Meses y meses con el vientre fecundo. «¿Esperando otra vez?», preguntarían las vecinas con picardía o con envidia. «Sí, otro hijo que me manda Dios.» Y las vecinas reirían. «Anda, anda, buenos sois tu marido y tú.» A la mujer de Francisquet se le arrebolaría la cara, agacharía los párpados. —Cuando salen los peregrinos —cuenta Francisquet el Panadero— hay más devoción que al regreso, porque ahora esto lo toman como un folklore; vienen autocares de Castellón, muchos fotógrafos y los de la «tele». Se creen que la peregrinación es un espectáculo. No piensan que los peregrinos han dormido esa noche pasada sólo dos horas, acostados en el suelo... —Haciendo penitencia —recalca la mujer—, penitencia... Francisquet el Panadero cuenta que el «Dipositari» es Ramón el Perifollo. El es quien conserva hábitos, sombreros, capas y utensilios; todo lo que se requiere para el montaje de la peregrinación. El «Dipositari» es cargo tradicional en una familia. No está sometido a la rueda de los turnos, ni de los honores; como, por ejemplo, el Guía, que es el peregrino elegido entre los trece para que represente a Jesucristo. El Guía, en la ermita de San Juan de Peñagolosa, protagoniza uno de los actos más significativos y emocionantes. Se queda con sus compañeros en la sacristía; la de los exvotos, la de los candelabros viejos, la que huele a incienso, a humedad, a cera. Y allí les hace una plática sobre la vida, Dios, la religión, la muerte y el más allá. Muchos irán con frases aprendidas; otros dejarán que su corazón se desborde y, muy lejos de cualquier principio eticofilosófico, recurrirán al ejemplo, a la anécdota de cómo hay que comportarse para merecer esa gloria, que en el eterno juego de las adivinanzas se aquilata infinita.
  • 76. 76 Por último, el Gula besa los pies a los peregrinos, como Jesús en la noche de la Santa Cena, y pide perdón públicamente por si no se ha comportado bien. Los peregrinos le abrazan y todos sienten que sus conciencias se aligeran. —Lo que les dice el Guía es secreto, porque es como una inspiración. El sábado es fiesta grande en Useras. Vuelven los peregrinos. Vuelven —como está ordenado— con la noche. Apenas aparece la primera estrella, voltea la campanita en la espadaña y empiezan a escucharse cánticos y rezos. Nueva enramada de hiedra marca el camino a la ermita de Nuestra Señora de Loreto, a la del Cristo y a la parroquia de la Transfiguración. Sobre esas hojas tiernas se arrastran los pies lacerados de los peregrinos. Son hombres agotados, con profundas ojeras. Marchan en silencio, ignoran a los familiares, al público que se apretuja para contemplarlos. Apoyados en el bastón se arrodillan y besan el suelo de las dos ermitas y de la parroquia. Delante de la Virgen de Loreto las viejas formaron una cruz con pétalos de rosa. Tal vez sea la peregrinación más auténtica de la España que aún respira clima medieval, en la que no cesan las aclamaciones a Dios; hasta va un cantor montado en caballería para suplir a los otros, en las cuestas, cuando jadean y respiran con dificultad. En la parroquia, donde los pomos de geranios cubren el mantel, donde el gentío apenas deja espacio para que entren los peregrinos, se escuchan las voces roncas: Rey, Señor, Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, óyenos. San Juan Bautista, ruega por nosotros. Oh, verdadero Dios, Trino y Uno, escucha las preces de este pueblo. Danos salud, paz y lluvia del cielo. No somos dignos de ser oídos por Ti. Por nuestros pecados merecemos ser castigados. San Juan Bautista, intercede por nosotros. Cumplieron. Atrás quedan 16 horas de camino, la noche de vigilia, el aislamiento que supone dejar de hablar. Al ceremonial de la iglesia sigue el reparto de panes y huevos duros, que entregará el clavario mayor a los peregrinos. Continúa la abstinencia esa noche, aunque en todos los hogares o en su mayoría se guise el tombet de carn, estofado de cordero o cabrito acompañado de pataques (patatas).
  • 77. 77 Peregrino de Usera El pueblo rebosa alegría. Se llenan los bares de Concha, el «Trinquet», el de Meregildo y el «Mari Carmen». Es posible que en la plaza se organice un baile amenizado por los «Kiwis», que se anuncian en un cartel donde se explica, además, que su actuación es patrocinada por: «Bernat, Pepeyel, Meregildo y el señor Batet.» —¿Por qué al último, únicamente, se le antepone el«señor»? —Coño. ¿Por qué va a ser, mujer? Porque de los cuatro es el que más dinero tiene. España. Mientras las parejas se abrazan aprovechando las canciones lentas, los peregrinos, después de darse un baño de pies (agua caliente con un puñado de sal y bicarbonato) descansan. Dichosos ellos si sienten así la conciencia limpia como la de un niño. Dichosos si sienten, muy dentro, a Dios.
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  • 79. 79 LA MAGDALENA DE ANGUIANO El pueblo acompaña a la Magdalena de Anguiano en alegre romería, con sus gaiteros, su tamborilero y los danzadores
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