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SUSANA TODAS LAS TARDES
Luis Alberto Marín*
1. Susana todas las tardes
Susana llegaba todas las tardes a casa de Manolito con
su vestido floreado de color rojo, de vuelos pequeños y
ruedo amplio. Llegaba siempre a la misma hora, radian-
te, recién bañada, con los cabellos aún mojados y su
muñeca de trapo en la mano. Tocaba y entraba.
Y ahí, en la sala de la casa, Susana y Manolito juga-
ban mientras el padre de éste leía algún periódico o ha-
cía la siesta en su perezosa. Casi toda la tarde jugaban:
sobre el pequeño sillón de estar, deslavado y algo raído,
y como si ya supiera lo que tenía que hacer, Susana se
recostaba inerme y abría las piernas mirando siempre
hacia las bastas vigas del techo, y, Manolito, con un pa-
lillo de mesa, hurgaba y curaba algo como un dolor en
su sexo, que aún olía a aceite perfumado y jabón. Luego
ella le pagaba con un puñado de corcholatas, daba las
gracias y se iba a dar una vuelta al interior de la casa y a
recorrer el patio trasero con su muñeca. Poco después
volvía diciendo que padecía una enfermedad distinta y
así de nuevo se recostaba otra vez, abría las piernas y
Manolito empezaba a hurgar y a curar de nuevo, hasta
que después de muchas vueltas y exploraciones, Mano-
lito se fastidiaba y se ponía a jugar a otra cosa bajo la
mirada impávida de Susana quien observaba, casi total-
mente inmóvil, los indiferentes desplazamientos de
aquél.
Empezaba a caer la noche y entonces Susana, siem-
pre con su muñeca de trapo, se devolvía a su casa cuan-
do escuchaba el grito de la madre llamándola desde la
acera de enfrente. Apenas la niña salía, Manolito dejaba
todo y se subía al descanso de la ventana, y desde ahí
miraba a Susana entrar a su casa azuzada por la mamá.
Susana vivía a escasos metros, en una pequeña casa
blanca de una ventana y de una sola puerta. El papá re-
paraba radios todo el tiempo. Y a Manolito le gustaba
ver, cuando estaba en esa casa oscura y llena de estan-
tes, cómo se encendían y apagaban los bulbos dentro de
aquellas cajas llenas de cables y con olor a polilla; y de
cómo el papá de Susana, que andaba siempre vestido
con la misma ropa sucia, los iba quitando uno por uno,
y los que estaban ya negros los dejaba tirados en cual-
quier parte o los echaba al bote de la basura. Y entonces
Manolito, sin preguntar siquiera, los agarraba para po-
nerse a jugar con ellos en un rincón, con Susana; luego
se los metía en los bolsillos y se los llevaba a su casa, y
después de tenerlos guardados por varios días en una
caja bajo la cama, los amontonaba en el patio y los iba
rompiendo uno por uno con una piedra para saber de
dónde salían aquellas luces que echaban cuando el papá
de Susana los tocaba.
Luego, sin más, como si alguien los estuviera obli-
gando sin darles tregua, Susana y su familia desapare-
cieron: un día, sus padres juntaron todas sus cosas co-
mo pudieron, las subieron a un camión de redilas im-
provisado como mudanza, y sin decir nada a nadie se
fueron una madrugada a quién sabe dónde. Manolito
jamás llegó a saber después qué fue de Susana. Pues así
como llegaron se fueron, andando de aquí para allá co-
mo si fueran sombras errantes. Y en el recuerdo sólo
atisbaba, de vez en cuando, el color de sus ojos claros,
su cabello castaño, su muñeca de trapo y su vestido rojo
lleno de flores: Mamá, mamá ¿por qué no viene Susa-
na con su vestido floreado? Se la llevaron mil brazos
recién una madrugada. El viento llora en el árbol y el
pájaro en la ventana. Manolito todas las tardes sin el
calor de Susana, sin la presencia ya de Susana, sin el
olor a perfume y jabón de Susana: sin sospecharlo si-
quiera, Manolito se quedó atrapado para siempre entre
las piernas de la niña Susana, y se pasó la vida buscán-
dola en cada mujer que encontraba.
2. Una experiencia amarga
Una de esas largas tardes de marzo en que no pasa nada
Manolito vio, ensimismado, desde el amplio corredor
de su casa, cómo la casa de al lado, antes vacía y oscura,
se iba llenando de ruidos, de ropa sucia y muebles gas-
tados, de trastos viejos y cosas sin sorpresa. Sólo una
enorme caja de cartón llena de juguetes despertó su cu-
riosidad. Mientras los hombres gruesos y adustos de la
mudanza seguían bajando su carga entre las indicacio-
nes a voces de una pequeña mujer que entraba y salía
todo el tiempo con un bastón en la mano, Manolito se
acercó al celoso dueño del anhelado paquete: se llama-
ba Jorge no sabía qué y tenía el aspecto huraño de un
mono araña. Encogido sobre sí mismo, éste miraba a
Manolito sin pestañear: quería jugar pero no se atrevía
a soltar la caja. Finalmente, después de tanto esperar,
Jorge no quiso ceder y aquella tarde Manolito se tuvo
que quedar con las ganas de tocar los juguetes. La frus-
tración le duró casi toda la noche igual que si fuera un
fuerte dolor de estómago: quería que aquel niño nuevo
con cara de niña y pelo erizado y venido de quién sabe
dónde, se muriera y dejara olvidada su caja en mitad
del patio común que separaba a ambas casas. Aquel mal
deseo cesó a la mañana siguiente cuando Jorge se apa-
reció distinto, buscándolo sin recelo y queriendo jugar
con él. Traía el pelo recién peinado con limón y los ojos
abrillantados por los reflejos del sol. Incansables, juga-
ron el día entero, y, durante algún tiempo, todos los
días fue lo mismo. Luego, Manolito empezó a aburrirse
de Jorge y un día le dio por llevarse algunos juguetes a
su casa. Se los quitaba casi a la fuerza, o cuando se des-
cuidaba o notaba que no había nadie al otro lado del pa-
tio. Jorge lloraba cuando no podía retenerlos o cuando
por fin echaba algo de menos. Y siempre llegaba lloran-
do cuando iba con su mamá a pedirle a su pequeño ve-
cino que le devolviera los juguetes robados. Ante tal evi-
dencia, la madre del ladronzuelo se purgaba de enojo, y
luego de regañar y zarandear al niño lo llenaba de pe-
llizcos en las manos y brazos. Manolito se sentía desgra-
ciado y empezaba también a llorar. Sin embargo, aun-
que la mamá le había prohibido terminantemente po-
ner un pie en la otra casa, el niño no desistió. Un día vio
a Jorge contento y brincando en el patio con su caballo
de palo. Llevaba un par de pistolas nuevas, de esas de
metal con cinturón y carcaj de gamuza. Jorge miraba a
Manolito con la indiferencia de un pájaro. A propósito
pasaba cerca de él, despacio. Daba vueltas y vueltas y
vueltas. El patio le quedaba chico: disparaba, coceaba,
relinchaba, trotaba, frenaba, se escondía de tiros imagi-
narios. Presumía: se acomodaba el sombrero; un som-
brero negro tejano de orillas claras, con barbiquejo y
tres estrellitas de carey en el centro, como esos que se
usan para las fotografías de niños vestidos de vaqueros.
A veces, Jorge tenía que soltar el caballo de palo para
poder sacarse las pistolas. Las sacaba y metía una por
una con relativa torpeza. Manolito se acercaba y se las
quedaba viendo de una pieza. Pero cuando intentaba
tocarlas Jorge le rehuía. Se hacía el desentendido. Lo ig-
noraba a propósito. De hecho, lo ignoró todo lo que qui-
so durante días y Manolito volvió a desear que amane-
ciera muerto en el patio con las pistolas puestas para
quitárselas. Cuando por fin Jorge se aburrió de ellas de-
jó que Manolito las tocara: eran blancas, pesadas, con
las cachas labradas en hueso. Con el sol se ponían dora-
das: eran lo más bonito que Manolito había visto hasta
entonces. Era la primera vez que tenía en sus manos
unas pistolas así, de fulminante. Cada carcaj tenía una
cabeza de toro de aluminio en el centro y estoperoles
cromados en las orillas. Jorge, sin perderlo de vista,
permitió que el otro por fin se las pusiera, y hasta dejó
que todo el resto de la mañana anduviera con ellas y su
caballo de palo. Fue una cabalgata incansable: durante
horas Manolito rodó cuesta abajo, disparó a quemarro-
pa, persiguió a multitud de bandidos, derribó indios
apaches. Era invencible con aquellas pistolas doradas.
Inevitablemente infalible. La mañana se le hizo corta. Y
le pareció aún más breve cuando Marta, la muchacha
que hacía las labores domésticas de la casa, lo llamó pa-
ra que se sentara a comer. Muy a su pesar –lo que tanto
temía-, tuvo que devolver las pistolas. Así que, de cual-
quier forma, regresó totalmente desarmado a su casa
todavía con el “paíum-paíum” de las balas en los oídos,
con el olor de la pólvora en las narices y con el polvo en
el cuerpo de quién sabe qué llanos y parajes desconoci-
dos. Regresó sucio y raspado de todas partes. Regresó
odiando regresar. Odiando a Jorge, a Marta, al mundo
entero. Odió el baño y la comida, la hora de la merienda
y todo lo que restaba del día antes de irse a dormir.
Los días siguientes, por las mañanas y por las tar-
des, Manolito empezó a rondar a Jorge para sacarle
vuelta con las pistolas. Casi lo cortejaba. Lo seguía a to-
das partes. Jugaba a lo que él quería. Lo rondó varios
días hasta el cansancio. Simulaba. Padecía. Fingía no
acordarse ya más de las pistolas. A veces le parecía que
Jorge por fin ya las había olvidado porque no mostraba
por ellas el mismo interés que antes. Manolito lo odia-
ba. Le fastidiaba seguir haciendo lo que él decía. Quería
pegarle, coger las pistolas y salir corriendo con ellas.
Una tarde nublada vio el momento esperado: doña Lu-
cha, la mamá de Jorge, estaba durmiendo la siesta; la
puerta del corredor de la casa vecina estaba cerrada y el
patio completamente solo. Manolito hizo lo suyo: tomó
las pistolas de donde estaban, que casi siempre era la
percha vieja del corredor, y agradeció que en esos ins-
tantes Jorge no estuviera por ningún lado. Manolito
cruzó el patio como una exhalación. Con el botín en las
manos, sólo deseaba intensamente que nada lo detuvie-
ra. Cuando estuvo de vuelta, tuvo la seguridad de que
algún ser invisible lo protegía, a pesar de que sabía que
estaba mal lo que hacía. Escondido, miraba después
desde la ventana de la cocina cómo llevaban a Jorge al
baño, caminando medio dormido. No pasó mucho tiem-
po antes de que llegaran a reclamar las pistolas y que
Manolito, sin poderlo evitar y sin que nadie lo protegie-
ra, recibiera un castigo en la misma cocina: su madre,
iracunda ante la necia conducta del niño, por poco le
quema las manos cuando se las puso por unos segundos
sobre un comal calentado a medias. Desde entonces,
Manolito desistió de las pistolas y de la amistad de Jor-
ge, y habría de recordar para siempre ese lancinante
castigo como su primera experiencia amarga.
----------------
*Lumagui

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SUSANA TODAS LAS TARDES

  • 1. SUSANA TODAS LAS TARDES Luis Alberto Marín* 1. Susana todas las tardes Susana llegaba todas las tardes a casa de Manolito con su vestido floreado de color rojo, de vuelos pequeños y ruedo amplio. Llegaba siempre a la misma hora, radian- te, recién bañada, con los cabellos aún mojados y su muñeca de trapo en la mano. Tocaba y entraba. Y ahí, en la sala de la casa, Susana y Manolito juga- ban mientras el padre de éste leía algún periódico o ha- cía la siesta en su perezosa. Casi toda la tarde jugaban: sobre el pequeño sillón de estar, deslavado y algo raído, y como si ya supiera lo que tenía que hacer, Susana se recostaba inerme y abría las piernas mirando siempre hacia las bastas vigas del techo, y, Manolito, con un pa- lillo de mesa, hurgaba y curaba algo como un dolor en su sexo, que aún olía a aceite perfumado y jabón. Luego ella le pagaba con un puñado de corcholatas, daba las gracias y se iba a dar una vuelta al interior de la casa y a recorrer el patio trasero con su muñeca. Poco después volvía diciendo que padecía una enfermedad distinta y así de nuevo se recostaba otra vez, abría las piernas y Manolito empezaba a hurgar y a curar de nuevo, hasta que después de muchas vueltas y exploraciones, Mano- lito se fastidiaba y se ponía a jugar a otra cosa bajo la mirada impávida de Susana quien observaba, casi total- mente inmóvil, los indiferentes desplazamientos de aquél. Empezaba a caer la noche y entonces Susana, siem- pre con su muñeca de trapo, se devolvía a su casa cuan- do escuchaba el grito de la madre llamándola desde la acera de enfrente. Apenas la niña salía, Manolito dejaba todo y se subía al descanso de la ventana, y desde ahí miraba a Susana entrar a su casa azuzada por la mamá. Susana vivía a escasos metros, en una pequeña casa blanca de una ventana y de una sola puerta. El papá re-
  • 2. paraba radios todo el tiempo. Y a Manolito le gustaba ver, cuando estaba en esa casa oscura y llena de estan- tes, cómo se encendían y apagaban los bulbos dentro de aquellas cajas llenas de cables y con olor a polilla; y de cómo el papá de Susana, que andaba siempre vestido con la misma ropa sucia, los iba quitando uno por uno, y los que estaban ya negros los dejaba tirados en cual- quier parte o los echaba al bote de la basura. Y entonces Manolito, sin preguntar siquiera, los agarraba para po- nerse a jugar con ellos en un rincón, con Susana; luego se los metía en los bolsillos y se los llevaba a su casa, y después de tenerlos guardados por varios días en una caja bajo la cama, los amontonaba en el patio y los iba rompiendo uno por uno con una piedra para saber de dónde salían aquellas luces que echaban cuando el papá de Susana los tocaba. Luego, sin más, como si alguien los estuviera obli- gando sin darles tregua, Susana y su familia desapare- cieron: un día, sus padres juntaron todas sus cosas co- mo pudieron, las subieron a un camión de redilas im- provisado como mudanza, y sin decir nada a nadie se fueron una madrugada a quién sabe dónde. Manolito jamás llegó a saber después qué fue de Susana. Pues así como llegaron se fueron, andando de aquí para allá co- mo si fueran sombras errantes. Y en el recuerdo sólo atisbaba, de vez en cuando, el color de sus ojos claros, su cabello castaño, su muñeca de trapo y su vestido rojo lleno de flores: Mamá, mamá ¿por qué no viene Susa- na con su vestido floreado? Se la llevaron mil brazos recién una madrugada. El viento llora en el árbol y el pájaro en la ventana. Manolito todas las tardes sin el calor de Susana, sin la presencia ya de Susana, sin el olor a perfume y jabón de Susana: sin sospecharlo si- quiera, Manolito se quedó atrapado para siempre entre las piernas de la niña Susana, y se pasó la vida buscán- dola en cada mujer que encontraba.
  • 3. 2. Una experiencia amarga Una de esas largas tardes de marzo en que no pasa nada Manolito vio, ensimismado, desde el amplio corredor de su casa, cómo la casa de al lado, antes vacía y oscura, se iba llenando de ruidos, de ropa sucia y muebles gas- tados, de trastos viejos y cosas sin sorpresa. Sólo una enorme caja de cartón llena de juguetes despertó su cu- riosidad. Mientras los hombres gruesos y adustos de la mudanza seguían bajando su carga entre las indicacio- nes a voces de una pequeña mujer que entraba y salía todo el tiempo con un bastón en la mano, Manolito se acercó al celoso dueño del anhelado paquete: se llama- ba Jorge no sabía qué y tenía el aspecto huraño de un mono araña. Encogido sobre sí mismo, éste miraba a Manolito sin pestañear: quería jugar pero no se atrevía a soltar la caja. Finalmente, después de tanto esperar, Jorge no quiso ceder y aquella tarde Manolito se tuvo que quedar con las ganas de tocar los juguetes. La frus- tración le duró casi toda la noche igual que si fuera un fuerte dolor de estómago: quería que aquel niño nuevo con cara de niña y pelo erizado y venido de quién sabe dónde, se muriera y dejara olvidada su caja en mitad del patio común que separaba a ambas casas. Aquel mal deseo cesó a la mañana siguiente cuando Jorge se apa- reció distinto, buscándolo sin recelo y queriendo jugar con él. Traía el pelo recién peinado con limón y los ojos abrillantados por los reflejos del sol. Incansables, juga- ron el día entero, y, durante algún tiempo, todos los días fue lo mismo. Luego, Manolito empezó a aburrirse de Jorge y un día le dio por llevarse algunos juguetes a su casa. Se los quitaba casi a la fuerza, o cuando se des- cuidaba o notaba que no había nadie al otro lado del pa- tio. Jorge lloraba cuando no podía retenerlos o cuando por fin echaba algo de menos. Y siempre llegaba lloran- do cuando iba con su mamá a pedirle a su pequeño ve- cino que le devolviera los juguetes robados. Ante tal evi- dencia, la madre del ladronzuelo se purgaba de enojo, y luego de regañar y zarandear al niño lo llenaba de pe- llizcos en las manos y brazos. Manolito se sentía desgra- ciado y empezaba también a llorar. Sin embargo, aun-
  • 4. que la mamá le había prohibido terminantemente po- ner un pie en la otra casa, el niño no desistió. Un día vio a Jorge contento y brincando en el patio con su caballo de palo. Llevaba un par de pistolas nuevas, de esas de metal con cinturón y carcaj de gamuza. Jorge miraba a Manolito con la indiferencia de un pájaro. A propósito pasaba cerca de él, despacio. Daba vueltas y vueltas y vueltas. El patio le quedaba chico: disparaba, coceaba, relinchaba, trotaba, frenaba, se escondía de tiros imagi- narios. Presumía: se acomodaba el sombrero; un som- brero negro tejano de orillas claras, con barbiquejo y tres estrellitas de carey en el centro, como esos que se usan para las fotografías de niños vestidos de vaqueros. A veces, Jorge tenía que soltar el caballo de palo para poder sacarse las pistolas. Las sacaba y metía una por una con relativa torpeza. Manolito se acercaba y se las quedaba viendo de una pieza. Pero cuando intentaba tocarlas Jorge le rehuía. Se hacía el desentendido. Lo ig- noraba a propósito. De hecho, lo ignoró todo lo que qui- so durante días y Manolito volvió a desear que amane- ciera muerto en el patio con las pistolas puestas para quitárselas. Cuando por fin Jorge se aburrió de ellas de- jó que Manolito las tocara: eran blancas, pesadas, con las cachas labradas en hueso. Con el sol se ponían dora- das: eran lo más bonito que Manolito había visto hasta entonces. Era la primera vez que tenía en sus manos unas pistolas así, de fulminante. Cada carcaj tenía una cabeza de toro de aluminio en el centro y estoperoles cromados en las orillas. Jorge, sin perderlo de vista, permitió que el otro por fin se las pusiera, y hasta dejó que todo el resto de la mañana anduviera con ellas y su caballo de palo. Fue una cabalgata incansable: durante horas Manolito rodó cuesta abajo, disparó a quemarro- pa, persiguió a multitud de bandidos, derribó indios apaches. Era invencible con aquellas pistolas doradas. Inevitablemente infalible. La mañana se le hizo corta. Y le pareció aún más breve cuando Marta, la muchacha que hacía las labores domésticas de la casa, lo llamó pa- ra que se sentara a comer. Muy a su pesar –lo que tanto temía-, tuvo que devolver las pistolas. Así que, de cual- quier forma, regresó totalmente desarmado a su casa todavía con el “paíum-paíum” de las balas en los oídos,
  • 5. con el olor de la pólvora en las narices y con el polvo en el cuerpo de quién sabe qué llanos y parajes desconoci- dos. Regresó sucio y raspado de todas partes. Regresó odiando regresar. Odiando a Jorge, a Marta, al mundo entero. Odió el baño y la comida, la hora de la merienda y todo lo que restaba del día antes de irse a dormir. Los días siguientes, por las mañanas y por las tar- des, Manolito empezó a rondar a Jorge para sacarle vuelta con las pistolas. Casi lo cortejaba. Lo seguía a to- das partes. Jugaba a lo que él quería. Lo rondó varios días hasta el cansancio. Simulaba. Padecía. Fingía no acordarse ya más de las pistolas. A veces le parecía que Jorge por fin ya las había olvidado porque no mostraba por ellas el mismo interés que antes. Manolito lo odia- ba. Le fastidiaba seguir haciendo lo que él decía. Quería pegarle, coger las pistolas y salir corriendo con ellas. Una tarde nublada vio el momento esperado: doña Lu- cha, la mamá de Jorge, estaba durmiendo la siesta; la puerta del corredor de la casa vecina estaba cerrada y el patio completamente solo. Manolito hizo lo suyo: tomó las pistolas de donde estaban, que casi siempre era la percha vieja del corredor, y agradeció que en esos ins- tantes Jorge no estuviera por ningún lado. Manolito cruzó el patio como una exhalación. Con el botín en las manos, sólo deseaba intensamente que nada lo detuvie- ra. Cuando estuvo de vuelta, tuvo la seguridad de que algún ser invisible lo protegía, a pesar de que sabía que estaba mal lo que hacía. Escondido, miraba después desde la ventana de la cocina cómo llevaban a Jorge al baño, caminando medio dormido. No pasó mucho tiem- po antes de que llegaran a reclamar las pistolas y que Manolito, sin poderlo evitar y sin que nadie lo protegie- ra, recibiera un castigo en la misma cocina: su madre, iracunda ante la necia conducta del niño, por poco le quema las manos cuando se las puso por unos segundos sobre un comal calentado a medias. Desde entonces, Manolito desistió de las pistolas y de la amistad de Jor- ge, y habría de recordar para siempre ese lancinante castigo como su primera experiencia amarga. ---------------- *Lumagui