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EL DIFICIL AJUSTE DEL DEFICIT FISCAL.
Manfred Nolte
España es -y confiemos que siga siéndolo a pesar de los crecientes interrogantes
que plantean, entre otros muchos, la cuestión catalana y el programa de la
formación política de moda ‘Podemos’- un socio cualificado de la Unión
europea. Es miembro de un Club que incluye a 28 países de estructuras
productivas heterogéneas, de eficiencia desigual, riqueza distinta, niveles
distributivos diferentes, y perspectivas inmediatas muy diversas. Pero por
muchos que sean los matices que acompañan a los partícipes del Club, todos
ellos son sujetos de unos derechos y de unas obligaciones comunes que vienen
fijados por las normas que les atañen y por las decisiones que en cada momento
adopten sus órganos de decisión, las Instituciones comunitarias.
Una de las piezas angulares de la construcción europea la constituye el ‘Pacto de
Estabilidad y Crecimiento’ modificado por el posterior ‘Pacto Fiscal Eur opeo’
que obliga a los países firmantes a observar una convenida disciplina fiscal. Esta
disciplina requiere de los Estados miembros que implementen una política
fiscal congruente con el mantenimiento del país dentro del doble límite del
déficit presupuestario (3% del PIB) y de la deuda soberana emitida(60% del
PIB). Sin entrar en el debate de fondo acerca de si estos límites están o no
suficientemente justificados, la razón básica de la disciplina pactada reside en el
alto potencial de contagio y de efectos secundarios de las políticas fiscales en un
área monetaria común. Por otra parte solo aquellos países que hayan traspuesto
a sus legislaciones nacionales estas normas antes del 1 de marzo de 2013 son
elegibles para ayudas del Fondo de Rescate Europeo. El Congreso de los
Diputados ratificó en España estas normas el 21 de Junio de 2012.
2. Como consecuencia de la crisis, España registró en 2009 un déficit fiscal del
11,12% del PIB, dramáticamente excepcional por las circunstancias que lo
originaron y que en mayor o menor medida han afectado en sus propias carnes
a todos los integrantes de la sociedad española. Las razones básicas de este
tsunami financiero hay que buscarlas en las dos columnas que constituyen los
presupuestos generales del Estado: los ingresos y los gastos.
Con la crisis y el incremento espectacular del paro y de la actividad económica,
los ingresos fiscales se colapsaron cayendo del 42% del PIB a poco más del 35%
entre 2008 y 2009. No vale en consecuencia censurar, sin más matices, la
menor presión fiscal que acompaña hoy a la coyuntura española. Por el
contrario, la necesaria act ivación de los esquema de protección social
dispararon el gasto publico mas allá de los niveles registrados en tiempos de
normalidad.
Como es lógico los parámetros de Pacto europeo de estabilidad, reducidos a
añicos por la crisis, debían act ivar un componente de flexibilidad y considerar
la amplitud del ciclo autorizando situaciones transitorias. España ha obtenido al
menos en dos ocasiones rebajas sobre los calendarios de acercamiento al
equilibrio pactados con Bruselas. En esas estamos, pero el fin del camino no se
acierta a entrever ni resulta gratificante.
Inmersos en una dinámica de paro y desolación, los gastos totales se dispararon
hasta el 48% del PIB en 2011 para situarse a finales de 2013 en el 45,3% del PIB
que contrastan con las cifras de 2008 cercanas al 38%. Los ingresos se sitúan a
niveles del año 1996 (38,6% del PIB), que se comparan pésimamente con la
recaudación alcanzada en 2007 (41,5% del PIB).
La nueva senda de consolidación fiscal pactada con Bruselas deberá reducir el
déficit público del 6,6% del PIB registrado en 2013 al 5,5% en 2014. El esfuerzo
debe seguir en los próximos años alcanzando el 4,2% en 2015, el 2,8% en 2016 y
del 1,1% del PIB en 2017. Ya se puede avanzar que esta optimista cadencia
suscita las dudas de la Comisión Europea acerca de su cumplimiento.
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El marco descrito sienta las bases para, al menos, dos comentarios inmediatos.
En primer lugar, las cifras presentadas no permiten atribuir con claridad el
esfuerzo del ajuste a un recorte del gasto, a un incremento de los ingresos, o a la
combinación de ambos factores. De forma superficial, entre 2009 y la fecha
actual cabe vaticinar que los casi cuatro puntos de crecimiento de los ingresos
fiscales se han complementado con otros dos de disminución del gasto, hasta
totalizar los seis puntos de reducción del déficit. El Gobierno prevé que en 2017
los ingresos se sitúen en el 39% del PIB y el gasto público descienda al 40,1%.
Ello nos lleva a la segunda consideración y es que según las previsiones de la
Comisión Europea, la evolución de la deuda pública española reviste tintes
claramente pesimistas. Los técnicos del Organismo estiman que el monto de
deuda soberana rebasará el 103% del PIB a finales de 2015. Salvo un impensable
tirón de la demanda que propulse la producción española a tasas del 3 o el 4%,
el déficit en curso, el crecimiento de la deuda y la negat iva percepción de los
mercados podrían conducir a episodios parecidos a los de junio de 2012. Y dicho
3. sea de paso, la lista de impagos exteriores (‘default’) de España no es pequeña:
hasta 14 veces desde 1557. Nos queda el consuelo de algunos visionarios
recientemente catapultados al estrellato político, que contraponen a este peligro
latente el repudio de la deuda soberana, sin más. Plumazo y tente tieso. No hay
peligro. El edificio derruido se reconstruye solo.
La última reflexión posible surge del hecho de que Europa –y de momento
España se incluye en ella- cuenta con el 7% de la población mundial pero
sufraga el 50% del gasto social planetario. Y la raíz de la actual parálisis
europea, incluida la de España, reside en el hecho de que los modernos estados
del bienestar están construidos sobre el supuesto de que los gobiernos disponen
de una capacidad ilimitada de endeudamiento para financiarlo. En algunos
casos esta magnífica falacia puede sostenerse algún t iempo a través de las
devaluaciones monetarias. Pero en la eurozona esto no es posible. Se sustituyen
por las devaluaciones internas, heroicas, cruentas y a largo plazo inviables.
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