Material de uso en clase.
Referencias bibliográficas de AL SITIO LENGUAS.
Proyecto: "Te digo más" - La voix des livres, Action Pédagogique Pilote Monde. AEFE, Agence pour l'Enseignement Français à l'Étranger / Liceo franco-argentino Jean Mermoz, Buenos Aires *Promotion de la langue et la culture du pays d'accueil *Performance sonore/littéraire à partir des textes de l’artiste argentin Roberto Fontanarrosa [Action Pédagogique Pilote]
Enlaces de interés: los Tableros "Te digo más" de la cuenta https://ar.pinterest.com/accueilmermoz/
Blog:
http://alsitiolenguasprofesores.blogspot.com.ar/2017/07/te-digo-mas-el-proyecto.html
Entrada de Blog relacionada:
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uien escribe un prólogo es como un abanderado.
Es quien arremete contra la legión de lectores en
generoso gesto. Es quien se enfrenta en defensa
del texto posterior.
No acostumbro no obstante, lo confieso, a escribir
prólogos. Lo hice, y mucho, sí, en mis primeros tiempos de
literato, cuando el futuro se mostraba prometedor.
Hubo años en que los jóvenes escritores requerían de
mí para que yo guiara a sus lectores. Yo lo hacía de buen
grado, pese al esfuerzo psíquico que me representaba la
responsabilidad de abrir un espectáculo, porque cualquier
libro que se respete es un espectáculo para el espíritu.
Pesaba en mí la negativa recibida cuando, todavía yo
adolescente, solicité a don Ignacio Sobrino y Ávila un párrafo
suyo para encabezar mi primer volumen de poemas.
Ahora, lo comprendo.
Pero su rechazo me lastimó a un punto que yo hoy no
infligiría a ningún escritor joven.
Admito, sí, que en estos días dispongo de más tiempo
libre ya que mi tarea novelística parece ser poco solicitada.
Aparentemente, ya no interesan demasiado las
historias policiales basadas en una trama ingeniosa y
elegante, las novelas de detectives que deslumbran al lector
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con sus juegos de ingenio, sus diálogos agudos e
inteligentes.
Me cuentan que ahora la novela policial se ha volcado
a nuevas tendencias. No se busca en sus páginas la astucia.
El público actual, según me explican, se regodea ante
historias de violencia pura, de sexo, de falta de modales y
diferencia social. Basta ya de aquellos detectives que
fumaban en pipa, que reconocían un buen whisky y poseían
conocimientos acabados de música clásica.
Ahora triunfan rufianes malolientes que beben y se
drogan, que comercian con los propios delincuentes sin
reconocer ninguna ética. Y encima, todo ante la vista de los
niños, de los adolescentes, de los jóvenes que leen esos
libros y a quienes les da lo mismo degustar una confitura
refinada que una hamburguesa grasosa.
No está entre esos escritores, por supuesto, Abel
Rodríguez, autor de las páginas que usted, amigo lector,
encontrará a partir del final de mi corto prólogo. Corto pues
sé ocupar mi lugar. Entiendo cuándo mi función es accesoria
y no central.
Abel Rodríguez, es joven pero criterioso, es primerizo
pero con talento, y me ha concedido el privilegio de escribir
el prólogo a su libro Dos balas calibre 38.
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Soy así apenas un maestro de ceremonias que, tras la
presentación de la estrella principal, deberá hacer silencio y
dejar a los lectores con los personajes.
No me excederé, no me abandonaré a la tentación de
ver editado un texto mío, aun exiguo. Convengamos que han
pasado ya dos décadas de la publicación de mi último
volumen.
Abel Rodríguez, como escritor de las nuevas
generaciones, recrea la intriga. Con su libro, en uno crece la
ansiedad por conocer el final de la novela, la expectativa por
el desenlace.
Desde el comienzo, parece que la historia cuenta con
lo peor del género, cuando su personaje central, el policía
Auchin, afirma no tener dudas sobre la identidad del asesino.
Sólo vale la pena entonces seguir el desarrollo del libro para
conocer cómo hará Auchin para atrapar al criminal. Pero es
allí donde aflora la rebeldía del escritor, de un escritor que
abomina de fórmulas vendedoras: Auchin advierte de pronto
que está siendo víctima de un engaño, que se halla envuelto
en un enrevesado ardid.
De ahí en más, el libro gana en emoción y suspenso,
atrapando al lector en un crescendo formidable.
Abel Rodríguez, como es lo propio en la nueva
generación, plantea conjeturas, deducciones, escenas
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fuertes y situaciones hasta escatológicas. Y lo hace con la
misma naturalidad envidiable y el desparpajo con el que me
solicitó este prólogo al tiempo que me confesaba que no
había leído jamás ninguno de mis libros.
La historia de Abel Rodríguez avanza y el lector se
encontrará cada vez más ávido por descubrir al responsable
del crimen. Su corazón palpitará más fuerte al llegar a las
últimas páginas, a los renglones definitorios, cuando olfatee
que se acerca el verdadero final.
Y cuando el lector llegue hasta el fin de esta
promisoria ópera prima de Abel Rodríguez, cuando se pegue
una palmada en la frente exclamando: “¡Cómo no me di
cuenta antes de que el asesino era Stevenson, el jardinero!”,
comprenderá que no ha perdido su tiempo y que ha leído una
de las más importantes novelas policiales de los últimos
tiempos.
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uien escribe un prólogo es como un abanderado. Es
quien toma el pendón caído, lo enarbola y arremete
contra la legión de lectores, alta la frente, abierto el
pecho, oferente la actitud, generoso el gesto.
Es quien conduce, quien enfrenta, quien quiebra la
primera lanza —quien clava la primera pica, el asta de su
bandera, tal vez— en defensa del texto posterior.
No acostumbro no obstante, lo confieso, a escribir
prólogos. Lo hice, y mucho, sí, en aquellos mis primeros
tiempos de literato, cuando el futuro se mostraba prometedor
y la crítica amable. Crítica de críticos que asumían, con
justicia y conocimiento, su función de observadores
intelectuales al servicio del público, sin soberbia ni
ensañamientos. Actitud tan diferente aquella a la de estos
tiempos crueles que nos toca vivir, en los que el crítico adopta
la forma física, la organización social y el comportamiento de
los chacales y otras alimañas de presa.
Pero por cierto hubo años durante los cuales los
jóvenes escritores, más que nada, requerían de mi pluma
para que yo hiciera las veces de recepcionista ilustrado,
acogiendo al lector en sus primeros pasos, guiándolo hacia
la lectura consiguiente, como un lazarillo voluntario.
Yo lo hacía de buen grado, pese al esfuerzo psíquico
que me representaba asumir la responsabilidad de abrir un
espectáculo, porque no es otra cosa que un espectáculo para
el espíritu cualquier libro que se respete.
Pesaba en mí, sin duda, la negativa que recibiera
cuando, casi adolescente, tuve el atrevimiento de solicitar a
don Ignacio Sobrino y Ávila un párrafo de su insigne pluma
para encabezar mi primer volumen de poemas Improperios
desde una cerbatana.
Ahora, quizás, lo comprendo, con el paso de los años
y los acontecimientos. Pero mi decepción ante su rechazo —
pese a lo cordial de sus argumentos y su argentina risa
desdeñosa— me lastimaron a un punto que no me atrevería
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yo hoy por hoy, a infligir daño parecido a la autoestima de
ningún escritor joven.
Admito por otra parte que, en estos días de fría
globalización y educación ramplona, dispongo de más tiempo
para ocupar en estos menesteres, ya que mi tarea novelística
de escritor de relieve parece ser poco solicitada.
Aparentemente, según lo que dicen algunos editores,
tan eficientes ellos y tan profesionales, ya no interesan
demasiado las historias policiales basadas en una trama
ingeniosa y elegante, las novelas de detectives que
deslumbran al lector con sus juegos de ingenio, sus
deducciones sorprendentes, sus diálogos agudos e
inteligentes.
Me cuentan, esos mismos editores, jóvenes muchos
de ellos, eficientes y muy modernos, que ahora la novela
policial se ha volcado a nuevas tendencias y sensaciones.
No se busca en sus páginas la perspicacia o la
astucia, la información ni la cultura. El público actual, según
me explican desplegando complejos estudios de mercado y
encuestas computarizadas, se regodea ante historias donde
campea la violencia pura y el sexo, la grosería y la sevicia, la
falta de modales y la diferencia social.
Basta ya de aquellos detectives que fumaban en pipa,
que sabían reconocer un buen whisky o que tenían
conocimientos acabados de música clásica. Ahora triunfan
simpáticos desharrapados, rufianes malolientes que beben y
se drogan, que comercian con los propios delincuentes sin
reconocer Dios, ética ni hogar.
Todo ante la vista de los niños, de los adolescentes,
de los voraces jóvenes que leen esos libros y a quienes les
da lo mismo degustar una confitura refinada que una
hamburguesa grasosa. No se alista entre los escritores que
perpetran tales atropellos, por supuesto, Abelardo
Rodríguez, autor de las páginas que usted, amigo lector,
encontrará a partir del final de mi corto prólogo. Pues sé
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ocupar mi lugar por otra parte. Entiendo cuándo mi función
es accesoria y no medular.
Abelardo Rodríguez, joven pero criterioso, primerizo
pero con talento, me ha convocado, me ha concedido el
privilegio de escribir las notas introductorias a su libro Dos
balas calibre 38, pero no por eso he de caer en el error de
tomarme el codo cuando me han ofrecido la mano.
Sé que soy apenas un maestro de ceremonias que,
tras la presentación de rigor de la estrella principal, deberá
hacer mutis por el foro y dejar a los lectores con los
personajes, sin excederme, sin abandonarme al entusiasmo
de recuperar el placer de ver editado un texto mío, aun
exiguo.
Convengamos que han pasado ya dos décadas desde
el último volumen de mi exitoso personaje, El Inspector Finch
y sus apasionantes investigaciones.
Abelardo Rodríguez, con la percepción de las nuevas
generaciones, alcanza la fusión, el crisol, la mezcla, la
amalgama. Y recrea, por fin, la intriga, la vieja y querida
intriga vapuleada, violada y defenestrada por tantos y tantos
escritores americanos que escriben con dedos amarillentos
por la nicotina y aliento que apesta a alcohol. En Dos balas
calibre 38 torna el suspenso, la ansiedad por conocer el final
de la novela, la antigua y sana expectativa por el desenlace
de toda trama.
Arranca Rodríguez, se lanza, se catapulta (lo verá
usted, afortunado lector) desde el comienzo, en un impulso
que parece emparentarlo con lo peor del género, con la
contaminante Serie Negra, cuando su personaje central, el
policía marginal Rod Auchincloss, afirma deducir que, a
juzgar por el cuerpo masacrado de la víctima, no caben
dudas sobre la identidad del asesino. Allí, Dos balas…
amaga con convertirse en otro ejemplo más del
nauseabundo estilo de un Chandler o un McCoy, donde la
intriga está abortada desde el comienzo y sólo vale la pena
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seguir el desarrollo del libro para conocer cómo hará
Auchincloss para atrapar al criminal y con cuántas rameras
de alta sociedad deberá revolcarse en una cama.
Pero es allí donde aflora la rebeldía de Rodríguez, la
casta de un escritor que abomina de fórmulas vendedoras y
se resiste a convertirse sólo en un disparador de los más
repugnantes y bajos instintos.
Rod Auchincloss —encantador, tuerto, con un
fragmento de su cráneo recompuesto a nuevo con una placa
de teflón y fibra de vidrio— advierte de pronto en un ramalazo
de clarividencia que está siendo víctima de un engaño, que
se halla envuelto en un ardid tan enrevesado como el
enrevesado dibujo que trazan los 78 tajos que decoran el
cuerpo de la persona asesinada.
De ahí en más, el libro gana en emoción y suspenso,
atrapando al lector en un crescendo formidable. Abelardo
Rodríguez, militante de una nueva generación, audaz,
agresivo por momentos, irrespetuoso si se quiere, plantea un
entretejido clásico de conjeturas y deducciones sin desdeñar,
como una concesión al mercado, escenas fuertes y
situaciones quizás escatológicas, como la de la doctora
Gerstner y el chancho de lengua curiosa en la granja
educativa de Silverstone.
Y lo hace con la misma naturalidad envidiable y el
desparpajo con el que me solicitó este prólogo al tiempo que
me confesaba, ingenuo y cristalino, que no había leído jamás
ninguno de mis libros pero que se rendía ante mi prestigio.
Prestigio al que calificó como “tal vez, evanescente”.
No menoscaba al maravilloso mecanismo del misterio
un tratamiento algo rústico y bestial del lenguaje. No aminora
en un ápice la avidez del lector por descubrir al responsable
de las atrocidades, una cierta desprolijidad en el uso de los
diptongos. Habrá, sin duda, en el corazón, un palpitar más
fuerte al pasar las últimas páginas. Será más veloz, más
ansioso el discurrir de la vista por los renglones definitorios
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en los suburbios mismos de Dos balas calibre 38, cuando el
lector olfatee que, tras tantas sorpresas y descubrimientos,
se acerca el verdadero desenlace.
Y cuando el lector llegue hasta el fin de esta
promisoria y consagratoria ópera prima de Abelardo
Rodríguez, cuando se haya pegado ya una palmada en la
frente exclamando, abismado, “¡Cómo no me di cuenta antes
de que era Thomas Stevenson, el jardinero!”, comprenderá
que no ha perdido su tiempo y que ha leído uno de los más
importantes aportes de los últimos tiempos a la novela
policial.