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La edad definitiva
NO FUI consciente de haberme hecho mayor hasta que me sorprendí hablando
de los rigores del tiempo. Todavía no me explico cómo he podido llegar hasta aquí,
sorteando los caminos de la infancia y sus descarríos posteriores, sin sucumbir a la
sabiduría mimética de los mayores.
Ellos nos cortaban la libertad y los antojos, imponían sus dogmas y hablaban del
tiempo sin conceder tregua. Cuando era pequeña (o por lo menos bajita) me preguntaba
qué habría de pasar para que de un día para otro me convirtiera en uno de ellos. Me
costaba imaginar que también mis mayores habían sido pequeños. No todas las
infancias se parecen. La nuestra era desbocada, la de ellos, regular y previsible. Eso sí:
todos crecimos al compás de un ritmo lineal porque los genes así lo habían dispuesto. Una
parte del milagro lo hizo la naturaleza. El resto, el Cola Cao.
A ellos y a nosotros nos enseñaron la misma álgebra y los mismos pecados capitales.
También nos desenseñaron otras cosas, pues antes de saber que los niños no venían de
París, ya recitábamos la fotosíntesis. Sin más sabiduría que un puñado de verbos
irregulares escribí yo mis primeras cartas de amor, y todo porque el cura que decía
misa me producía taquicardias cuando pasaba cerca. El asunto no tenía explicaciones
freudianas, pero era el único hombre de mi vida (o sea: de la vida que transcurría en dos
kilómetros a la redonda), y en él depositaba mis desvelos.
Todos los años en junio se rompía ese mundo circular y las puertas del cole se abrían con
estrépito de hierros oxidados para que los padres vinieran a buscarnos. Había estallado
el verano y con él la dictadura de los mayores, esos seres que se oponían a todo. Lo que
más les caracterizaba, aquello que les hacía más raros, era su afición a hablar del tiempo.
Nunca he sido mayor, y ahora que por edad ya me toca, veo en mis sueños a la niña que
creció con las sucesivas mentiras de los mayores; una niña que andando el tiempo
sería una magdalena de Proust naufragando en el tazón de leche de la merienda.
El instante que más recuerdo es justo antes de la merienda, en plena hora de la siesta,
ese tiempo espeso en el que estaba prohibido levantar la voz para no despertar al
vecindario. En torno a las cuatro, cuando el silencio bajaba las calles a lo ancho, se oían
unos pasos rápidos y una respiración entrecortada. Era la tía Pepita, que llegaba
resoplando y pasaba a hacernos la visita. Empujaba el portón y entraba en la sala donde
mi madre y la abuela dormitaban en penumbra. Antes de decir nada, la tía se dejaba caer
como un fardo en un sillón de mimbre que crepitaba bajo el peso de su cuerpo y luego
exclamaba «¡¡¡Qué calor!!!». Todo lo que decía mientras duraba su visita giraba en torno
a lo mismo: el calor, los inconvenientes del calor, la imposibilidad de dormir, etc. De pronto
la tía Pepita se levantaba como si hubiera sido alertada por un súbito olvido y se dirigía de
nuevo al portón, lo abría y sus pasos se perdían en la calle, donde continuaba el via crucis
por las casas.
Yo también he llegado a ese punto en el que los mayores reconocen su edad tardía. Por
fin hablo del tiempo. Sobre todo del calor. Pero a mí me gusta el calor, lo que me permite
ser eternamente pequeña.

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  • 1. La edad definitiva NO FUI consciente de haberme hecho mayor hasta que me sorprendí hablando de los rigores del tiempo. Todavía no me explico cómo he podido llegar hasta aquí, sorteando los caminos de la infancia y sus descarríos posteriores, sin sucumbir a la sabiduría mimética de los mayores. Ellos nos cortaban la libertad y los antojos, imponían sus dogmas y hablaban del tiempo sin conceder tregua. Cuando era pequeña (o por lo menos bajita) me preguntaba qué habría de pasar para que de un día para otro me convirtiera en uno de ellos. Me costaba imaginar que también mis mayores habían sido pequeños. No todas las infancias se parecen. La nuestra era desbocada, la de ellos, regular y previsible. Eso sí: todos crecimos al compás de un ritmo lineal porque los genes así lo habían dispuesto. Una parte del milagro lo hizo la naturaleza. El resto, el Cola Cao. A ellos y a nosotros nos enseñaron la misma álgebra y los mismos pecados capitales. También nos desenseñaron otras cosas, pues antes de saber que los niños no venían de París, ya recitábamos la fotosíntesis. Sin más sabiduría que un puñado de verbos irregulares escribí yo mis primeras cartas de amor, y todo porque el cura que decía misa me producía taquicardias cuando pasaba cerca. El asunto no tenía explicaciones freudianas, pero era el único hombre de mi vida (o sea: de la vida que transcurría en dos kilómetros a la redonda), y en él depositaba mis desvelos. Todos los años en junio se rompía ese mundo circular y las puertas del cole se abrían con estrépito de hierros oxidados para que los padres vinieran a buscarnos. Había estallado el verano y con él la dictadura de los mayores, esos seres que se oponían a todo. Lo que más les caracterizaba, aquello que les hacía más raros, era su afición a hablar del tiempo. Nunca he sido mayor, y ahora que por edad ya me toca, veo en mis sueños a la niña que creció con las sucesivas mentiras de los mayores; una niña que andando el tiempo sería una magdalena de Proust naufragando en el tazón de leche de la merienda. El instante que más recuerdo es justo antes de la merienda, en plena hora de la siesta, ese tiempo espeso en el que estaba prohibido levantar la voz para no despertar al vecindario. En torno a las cuatro, cuando el silencio bajaba las calles a lo ancho, se oían unos pasos rápidos y una respiración entrecortada. Era la tía Pepita, que llegaba resoplando y pasaba a hacernos la visita. Empujaba el portón y entraba en la sala donde mi madre y la abuela dormitaban en penumbra. Antes de decir nada, la tía se dejaba caer como un fardo en un sillón de mimbre que crepitaba bajo el peso de su cuerpo y luego exclamaba «¡¡¡Qué calor!!!». Todo lo que decía mientras duraba su visita giraba en torno a lo mismo: el calor, los inconvenientes del calor, la imposibilidad de dormir, etc. De pronto
  • 2. la tía Pepita se levantaba como si hubiera sido alertada por un súbito olvido y se dirigía de nuevo al portón, lo abría y sus pasos se perdían en la calle, donde continuaba el via crucis por las casas. Yo también he llegado a ese punto en el que los mayores reconocen su edad tardía. Por fin hablo del tiempo. Sobre todo del calor. Pero a mí me gusta el calor, lo que me permite ser eternamente pequeña.