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Howard Phillips Lovecraf
Charles Dexter Ward
El Caso de
El caso de Charles Dexter Ward
Howard Phillips Lovecraf
Lovecraft, Howard Phillips
El caso de Charles Dexter Ward
Esta edición es idéntica a alguna que puede conseguirse en
internet. La reedición se debe exclusivamente a motivos
personales en cuanto a la facilidad de lectura en hojas A4t,
que en mi opinión es pésima (si bien agradezco y felicito a
los que se han tomado el trabajo de hacer la versión
electrónica en la que he basado esta edición).
Esta ediciónt, en A5t, es fácilmente imprimible a dos páginas
en hojas A4t, o directamente en A5 para encuadernado.
De requerir ser citadot, el mayor problema es no disponer del
nombre del traductort, para acudir a un ISBN. Por lo tantot, si
le gusta este librot, señor lectort, y requiere citarset, tómese el
trabajo de ir a su librería amiga y comprarse al menos una
linda versión usadat, que podrá conseguir por algunas chapas.
2013
(En Argentinat, las leyes de propiedad intelectual protegen una
obra hasta treinta años luego de la muerte del autort, quién ha
fallecido en 1937)
Un resultado y un prólogo
1
De una clínica particular para enfermos mentales situada
cerca de Providencet, Rhode Islandt, desapareció recientemente
una persona de caracerísicas muy notables. Respondía al
nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a re-
gañadientes por su apenado padret, tesigo del desarrollo de
una aberración quet, si en un principio no pasó de simple ex-
centricidadt, con el tiempo se había trasformado en manía peli-
grosa que implicaba la posible exisencia de tendencias homi-
cidas y un cambio peculiar en los contenidos manifesos de la
mente. Los médicos confesan el desconcierto que les produjo
aquel casot, dado que presentaba al mismo tiempo anomalías
de carácer fsiológico y sicológico.
En primer lugart, el pacientet, que contaba veintiséis añost,
aparentaba mucha más edad de la que tenía. Es cierto que los
trasornos mentales provocan un envejecimiento prematurot,
pero el rosro de aquel joven había adquirido la expresión que
en circunsancias normales sólo poseen las personas de edad
muy avanzada. En segundo lugart, sus procesos orgánicos mos-
traban un extraño desequilibriot, sin paralelo en la hisoria de
la medicina. El sisema respiratorio y el corazón acuaban con
desconcertante falta de simetríat, la voz era un susurro apenas
audiblet, la digesión era increíblemente prolongadat, y las reac-
ciones nerviosas a los esímulos normales no guardaban la me-
1
Un resultado y un prólogo
nor relación con nada de lo regisrado hasa entoncest, ni nor-
mal ni patológico. La piel tenía una frialdad morbosa y la es-
trucura celular de los tejidos era exageradamente tosca y
poco coherente. Incluso un gran lunar de color oliváceo que
tenía desde su nacimiento en la cadera había desaparecido
mientras se formaba en su pecho una extraña verruga o man-
cha negruzca. En generalt, todos los médicos coinciden en afr-
mar que los procesos del metabolismo habían sufrido en Ward
un receso sin precedentes.
También psicológicamente era Charles Ward un caso úni-
co. Su locura no guardaba la menor semejanza con ninguna de
las manifesaciones de la alienación regisradas en los tratados
más recientes y exhausivos sobre el temat, y acabó creando en
él una energía mental que le habría convertido en un genio o
un caudillo de no haber asumido aquella forma extraña y gro-
tesca. El docor Willett, médico de la familiat, afrma que la ca-
pacidad mental del pacientet, a juzgar por sus respuesas a te-
mas ajenos a la esfera de su demenciat, había aumentado desde
su reclusión. Wardt, es ciertot, fue siempre un erudito entrega-
do al esudio de tiempos pasadost, pero ni el más brillante de
los trabajos que había llevado a cabo hasa entonces revelaba
la prodigiosa inteligencia que desplegó durante el curso de los
interrogatorios a que le sometieron los alienisas. De hechot, la
mente del joven parecía tan lúcida que fue en extremo difícil
conseguir un mandamiento legal para su reclusiónt, y única-
mente el tesimonio de varias personas relacionadas con el
caso y la exisencia de lagunas anormales en el acervo de sus
conocimientost, permitieron su internamiento. Hasa el mo-
mento de su desaparición fue un voraz lecor y un gran con-
versador en la medida en que se lo permitía la debilidad de su
2
El caso de Charles Dexter Ward
vozt, y perspicaces observadorest, sin prever la posibilidad de
su fugat, predecían que no tardaría en salir de la clínicat, cura-
do.
2
Unicamente el docor Willett, que había asisido a la madre
de Ward cuando ése vino al mundo y le había viso crecer físi-
ca y espiritualmente desde entoncest, parecía asusado ante la
idea de su futura libertad. Había pasado por una terrible expe-
riencia y había hecho un terrible descubrimiento que no se
atrevía a revelar a sus escépticos colegas. En realidadt, Willet
representa por sí solo un miserio de menor entidad en lo que
concierne a su relación con el caso. Fue el último en ver al pa-
ciente antes de su huida y salió de aquella conversación fnal
con una expresiónt, mezcla de horror y de aliviot, que más de
uno recordó tres horas despuést, cuando se conoció la noticia
de la fuga.
Es ese uno de los enigmas sin resolver de la clínica del
docor Waite. Una ventana abierta a una altura de sesenta pies
del suelo no parece obsáculo fácil de salvart, pero lo cierto es
que después de aquella conversación con Willet el joven ha-
bía desaparecido. El propio médico no sabe que explicación
ofrecert, aunquet, por raro que parezcat, esá ahora mucho más
tranquilo que antes de la huida. Algunost, bien es ciertot, tienen
la impresión de que a Willet le gusaría hablart, pero que no lo
hace por temor a no ser creído. El vio a Ward en su habita-
ciónt, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron
a la puerta en vano. Cuando la abrieront, el paciente había des-
aparecido y lo único que encontraron fue la ventana abierta y
3
Un resultado y un prólogo
una fría brisa abrileña que arrasraba una nube de polvo
gris―azulado que casi les asfxió. Sít, los perros habían aullado
poco antest, pero eso ocurrió mientras Willet se hallaba toda-
vía presente. Más tarde no habían mosrado la menor inquie-
tud. El padre de Ward fue informado inmediatamente por telé-
fono de lo sucedidot, pero demosró más triseza que asombro.
Cuando el docor Waite le llamó personalmentet, Willet había
hablado ya con él y ambos negaron ser cómplices de la fuga o
tener incluso conocimiento de ella. Los únicos datos que se
han podido recoger sobre lo ocurridot, proceden de amigos
muy íntimos de Willet y del padre de Wardt, pero son dema-
siado descabellados y fantásicos para que nadie pueda darles
crédito. El único dato positivot, es que hasa el momento pre-
sente no se ha encontrado rasro del loco desaparecido.
Charles Ward se afcionó al pasado ya en su infancia. Sin
duda el guso le venía de la venerable ciudad que le rodeaba y
de las reliquias de tiempos pretéritos que llenaban todos los
rincones de la mansión de sus padres situada en Prospec
Streett, en la cresa de la colina. Con los añost, aumentó su de-
voción a las cosas antiguas hasa el punto de que la hisoriat, la
genealogía y el esudio de la arquitecura colonial acabaron ex-
cluyendo todo lo demás de la esfera de sus intereses. Conviene
tener en cuenta esas afciones al considerar su locura ya quet,
si bien no forman el núcleo absoluto de ésat, representan un
importante papel en su forma superfcial. Las lagunas menta-
les que los alienisas observaron en Ward esaban relaciona-
das todas con materias modernas y quedaban contrapesadas
por un conocimiento del pasado que parecía excesivot, pueso
que en algunos momentos se hubiera dicho que el paciente se
trasladaba literalmente a una época anterior a través de una
4
El caso de Charles Dexter Ward
especie de autohipnosis. Lo más raro era que Ward última-
mente no parecía interesado en las antigüedades que tan bien
conocíat, como si su prolongada familiaridad con ellas las hu-
biera despojado de todo su atracivot, y que sus esfuerzos fna-
les tendieron indudablemente a trabar conocimiento con aque-
llos hechos del mundo moderno que de un modo tan absoluto
e indiscutible había deserrado de su cerebro. Procuraba ocul-
tarlot, pero todos los que le observaron pudieron darse cuenta
de que su programa de lecuras y conversaciones esaba presi-
dido por el frenético deseo de empaparse del conocimiento de
su propio tiempo y de las perspecivas culturales del siglo
veintet, perspecivas que debían haber sido las suyas pueso
que había nacido en 1902 y se había educado en escuelas de
nuesra época. Los alienisas se preguntan ahora cómo se las
arreglará el paciente para moverse en el complicado mundo
acual teniendo en cuenta su desfase de información. La opi-
nión que prevalece es que permanecerá en una situación hu-
milde y oscura hasa que haya conseguido poner al día su re-
serva de conocimientos.
Los comienzos de la locura de Ward son objeto de discu-
sión entre los alienisas. El docor Lymant, eminente autoridad
de Bosont, los sitúa entre 1919 y 1920t, años que corresponden
al último curso que siguió el joven Ward en la Moses Brown
School. Fue entonces cuando abandonó repentinamente el es-
tudio del pasado para dedicarse a las ciencias ocultas y cuando
se negó a prepararse para el ingreso en la universidad pretex-
tando que tenía que llevar a cabo invesigaciones privadas mu-
cho más importantes. Sus cosumbres sufrieron por entonces
un cambio radicalt, pues pasó a dedicar todo su tiempo a revi-
sar los archivos de la ciudad y a visitar antiguos cementerios
5
Un resultado y un prólogo
en busca de una tumba abierta en 1771t, la de su antepasado Jo-
seph Curwent, algunos de cuyos documentos decía haber en-
contrado tras el revesimiento de madera de las paredes de
una casa muy antigua situada en Olney Courtt, casa que Cu-
rwen había habitado en vida.
Es innegable que durante el invierno de 1919―20 se operó
una gran transformación en él. A partir de entonces interrum-
pió bruscamente sus esudios y se lanzó de lleno a un desespe-
rado bucear en temas de ocultismot, locales y generalest, sin re-
nunciar a la persisente búsqueda de la tumba de su antepasa-
do.
Sin embargot, el docor Willet disiente subsancialmente de
esa opinión basando su veredico en el íntimo y continuo con-
taco que mantuvo con el paciente y en ciertas invesigaciones
y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su
relación con él. Aquellas invesigaciones y aquellos descubri-
mientos han dejado en el médico una huella tan profunda que
su voz tiembla cuando habla de ellos y su mano vacila cuando
trata de describirlos por escrito. Willet admite quet, en cir-
cunsancias normalest, el cambio de 1919―1920 habría señala-
do el principio de la decadencia progresiva que había de culmi-
nar en la trise locura de 1928t, perot, basándose en observacio-
nes personalest, cree que en ese caso debe hacerse una disin-
ción más sutil. Reconoce que el muchacho era por tempera-
mento desequilibradot, en extremo susceptible y anormalmen-
te entusiasa en sus respuesas a los fenómenos que le rodea-
bant, pero se niega a admitir que aquella primera alteración se-
ñalara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por el
contrariot, da crédito a la afrmación del propio Ward de que
había descubierto o redescubierto algo cuyo efeco sobre el
6
El caso de Charles Dexter Ward
pensamiento humano habría de sert, probablementet, maravillo-
so y profundo.
Willet esaba convencido de que la verdadera locura llegó
con un cambio poseriort, después de que descubriera el retrato
de Curwen y los documentos antiguost, después de que hiciese
aquel largo viaje a extraños lugares del extranjero y de que re-
citara unas terribles invocaciones en circunsancias inusitadas
y secretast, después de que recibiera ciertas respuesas a aque-
llas invocaciones y de que escribiera una carta desesperada en
circunsancias angusiosas e inexplicablest, después de la olea-
da de varnpirismo y de las ominosas habladurías de Pawtuxett,
y después de que el paciente comenzara a deserrar de su me-
moria las imágenes contemporáneas al tiempo que su voz de-
caía y su aspeco físico experimentaba las sutiles modifcacio-
nes que tantos observaron poseriormente.
Sólo en aquella última épocat, afrma Willet con gran agu-
dezat, el esado mental de Ward adquirió caraceres de pesadi-
lla. Dice también el docor esar totalmente seguro de que
exisen pruebas sufcientes que validan la pretensión del joven
en lo que concierne a su crucial descubrimiento. En primer lu-
gart, dos obreros de notable inteligencia fueron tesigos del ha-
llazgo de los antiguos documentos de Curwen. En segundo lu-
gart, el joven le había enseñado en una ocasión aquellos docu-
mentost, además de una página del diario de su antepasadot, y
todo ello parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haber-
los encontrado es una realidad visible y Willet había tenido
ocasión de echarles una rápida ojeada fnal en parajes cuya
exisencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda demos-
trarse. Luego esaban los miserios y coincidencias de las car-
tas de Orne y Hutchisont, el problema de la caligrafía de Cu-
7
Un resultado y un prólogo
rwent, y lo que los detecives descubrieron acerca del docor
Allent, todo eso más el terrible mensaje en caraceres medieva-
les que Willet se encontró en el bolsillo cuando recobró el co-
nocimiento después de su asombrosa experiencia.
Y aún había algo mást, la prueba más concluyente de todas.
Exisían dos espantosos resultados que el. Docor había obteni-
do de cierto par de fórmulas durante sus invesigaciones fna-
lest, resultados que probaban virtualmente la autenticidad de
los documentos y sus monsruosas implicacionest, al mismo
tiempo que los negaba para siempre al conocimiento humano.
3
La infancia y juventud de Charles Ward pertenecen al pasa-
do tanto como las antigüedades que tan profundamente ama-
ra. En el otoño de 1918 y demosrando un considerable guso
por el adiesramiento militar de ese períodot, Ward se matricu-
ló en la Moses Brown Schoolt, que esaba muy cerca de su
casa. El antiguo edifcio central de la academiat, erigido en
1819t, le había atraído siempret, y el espacioso parque en el cual
se asentaba satisfacía por completo su afción a los paisajes.
Sus acividades sociales eran escasas. Pasaba la mayor parte de
las horas en casat, paseandot, asisiendo a clases y ejercicios de
entrenamientot, y buscando datos arqueológicos y genealógi-
cos en el Ayuntamientot, la Biblioteca públicat, el Ateneot, los
locales de la Sociedad Hisóricat, las bibliotecas John Carter
Brown y John Hay de la Universidad de Brownt, y en la Biblio-
teca Shepleyt, recientemente inaugurada en Beneft Street. Po-
demos imaginárnoslo tal como era en esa época: altot, delgado
y rubiot, ligeramente encorvadot, y de mirada pensativa. Vesía
8
El caso de Charles Dexter Ward
con cierto desaliño y producía una impresión más de inofensi-
va torpeza que de falta de atracivo.
Sus paseos eran siempre aventuras en el campo de la anti-
güedad y en el curso de ellas conseguía extraer de las miríadas
de reliquias de la espléndida ciudad antigua un cuadro vívido
y coherente de los siglos precedentes. Su hogar era una gran
mansión de esilo georgiano edifcada en la cumbre de la coli-
na que se alza al ese del río y desde cuyas ventanas traseras
se divisan los chapitelest, las cúpulast, los tejados y los rascacie-
los de la parte baja de la ciudadt, al igual que las colinas purpú-
reas que se yerguen a lo lejost, en la campiña. En esa casa na-
ció y a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo
rojot, le sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban
junto a la pequeña alquería blanca consruida doscientos años
antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasabant, siempre
a lo largo de aquella calle suntuosat, junto a mansiones de la-
drillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas co-
lumnas dóricas que dormíant, seguras y lujosast, entre genero-
sos patios y jardinest, y continuaban en dirección a los impo-
nentes edifcios de la universidad.
Le habían paseado también a lo largo de la soñolienta Con-
gdon Streett, situada algo más abajo en la falda de la colina y
fanqueada de edifcios orientados a levante y asentados sobre
altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguast, ya
que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la
llanura hasa las alturast, y en aquellos paseos Ward se había
ido empapando del colorido de una fantásica ciudad colonial.
La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospec
Terrace a charlar con los guardiast, y uno de los primeros re-
cuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía
9
Un resultado y un prólogo
hacia occidentet, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas
que una tarde de invierno contemplara desde aquella terraza y
que se desacabat, violento y mísicot, contra una puesa de sol
febril y apocalíptica llena de rojost, de doradost, de púrpuras y
de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba
entre aquel océanot, la vasa cúpula marmórea del edifcio de la
Cámara Legislativa con la esatua que la coronaba rodeada de
un halo fantásico formado por un pequeño claro abierto entre
las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del cre-
púsculo.
Cuando creció empezaron sus famosos paseost, primero con
su niñerat, impacientemente arrasradat, y luego solot, hundido
en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más
allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba
niveles más antiguos y fantásicos de la vieja ciudad. Bajaba
por Jenckes Streett, bordeada de paredes negras y frontispicios
colonialest, hasa el rincón de la umbría Beneft Street donde se
detenía frente a un edifcio de madera centenariot, con sus dos
puertas fanqueadas por pilasras jónicas. A un lado se alzaba
una casita campesre de enorme antigüedadt, tejadillo esilo ho-
landés y jardín que no era sino los resos de un primitivo huer-
tot, y al otro la mansión del juez Durfeet, con sus derruidos
vesigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios iban convir-
tiéndose lentamente en suburbiost, pero los olmos gigantescos
proyecaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el
muchacho gusaba de callejeart, en dirección al surt, entre las
largas hileras de mansiones anteriores a la Independenciat, con
sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Char-
les podía imaginar aquellos edifcios tales como cuando la ca-
10
El caso de Charles Dexter Ward
lle fue nuevat, coloreados los frontones cuya ruina era ahora
evidente.
Hacia el oese el descenso era tan abrupto como hacia el
sur. Por allí bajaba Ward hacia la antigua Town Street que los
fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la orilla del río
en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas don-
de se apiñaban las casas de inmensa antigüedadt, perot, a pesar
de la fascinación que sobre él ejercíant, hubo de pasar mucho
tiempo antes de que se atreviera a recorrer su arcaica verticali-
dad por miedo a que resultaran ser un sueño o la puerta de en-
trada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arries-
gado continuar a lo largo de Beneft Street y pasar junto a la
verja de hierro de la oculta iglesia de San Juant, la parte trasera
del Ayuntamiento edifcado en 1761t, y la ruinosa posada de la
Bola de Orot, donde un día se alojara Washington. En Meeting
Street ―la famosa Gaol Lane y King Street de épocas poserio-
res―t, se detenía y volvía la mirada al ese para ver el arquea-
do vuelo de escalones de piedra a que había tenido que recu-
rrir el camino para trepar por la laderat, y luego hacia el oeset,
para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que
sonríe a través de la calzada al buso de Shakespeare que ador-
na la fachada del edifcio donde se imprimiót, en días anterio-
res a la Independenciat, la Providence Gazete and Country Jour-
nal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptisat,
consruida en 1775t, con su inigualable chapitelt, obra de Gibbst,
rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían fotar
en el aire. Desde aquel lugart, en dirección al surt, las calles iban
mejorando de aspeco hasa forecert, al fnt, en un maravilloso
grupo de mansiones antiguast, pero hacia el oeset, las viejas ca-
llejuelas seguían despeñándose ladera abajot, especrales en su
11
Un resultado y un prólogo
arcaísmot, hasa hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí
donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pa-
sado de intermediario con las Indias Orientalest, entre miseria
y vicios políglotast, entre barracones decrépitos y almacenes
mugrientost, entre innumerables callejones que han sobrevivi-
do a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de
Correot, Lingotet, Orot, Platat, Monedat, Doblónt, Soberanot, Librat,
Dólar y Centavo.
Mas tardet, una vez que creció y se hizo más aventurerot, el
joven Ward comenzó a adentrarse en aquel laberinto de casas
semiderruidast, dinteles rotost, peldaños carcomidost, balausra-
das retorcidast, rosros aceitunados y olores sin nombre. Reco-
rría las callejuelas serpenteantes que conducían de South
Main a South Watert, escudriñando los muelles donde aún to-
caban los vapores que cruzaban la bahíat, y volvía hacia el nor-
te dejando atrás los almacenes consruidos en 1816 con sus te-
jados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente
Grande donde continúa frme sobre sus viejos arcos el merca-
do edifcado en 1773. En aquella plaza se detenía extasiado
ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad anti-
gua que corona la vasa cúpula de la nueva iglesia de la Chris-
tian Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo.
Le gusaba llegar allí al atardecer cuando los rayos del sol po-
niente tocan los muros del mercado y los tejados centenariost,
envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde anta-
ño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una
prolongada contemplación se embriagaba con amor de poeta
ante el especáculot, y en aquel esado emprendía el camino de
regreso a la luz incierta del atardecer subiendo lentamente la
colinat, pasando junto a la vieja iglesia blanca y recorriendo ca-
12
El caso de Charles Dexter Ward
llejas empinadas donde los últimos refejos del sol atisbaban
desde los crisales de las ventanas y las primeras luces de los
faroles arrojaban su resplandor sobre dobles tramos de pelda-
ños y extrañas balausradas de hierro forjado.
Otras vecest, sobre todo en años poseriorest, prefería buscar
contrases más vivos. Dedicaba la mitad de su paseo a los ba-
rrios coloniales semiderruidos situados al noroese de su casat,
allí donde la colina desciende hasa la pequeña meseta de
Stampers Hillt, con su gheto y su barrio negro arracimados en
torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boson antes
de la Independenciat, y la otra mitad al bello reino meridional
de las calles Georget, Benevolentt, Power y Williamst, donde
permanecen incólumes las antiguas propiedades rodeadas de
jardincillos cercados y praderas empinadas en que reposan
tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseost, y los dili-
gentes esudios que los acompañabant, contribuyeron a fomen-
tar una pasión por lo antiguo que terminó expulsando al mun-
do moderno de la mente de Ward. Sólo ellos nos proporcionan
una idea de las caracerísicas del terreno mental en el que fue
a caert, aquel fatídico invierno de 1919―1920t, la semilla que
produjo tantos y tan extraños frutos.
El docor Willet esá convencido de quet, hasa el primer
cambio que se produjo en su mente aquel inviernot, la afción
de Charles Ward por las cosas antiguas esuvo desprovisa de
toda inclinación morbosa. Los cementerios sólo le atraían por
su posible interés hisóricot, y su temperamento era pacífco y
tranquilo. Luegot, paulatinamentet, pareció desarrollarse en él
la extraña secuela de uno de sus triunfos genealógicos del año
anterior: el descubrimientot, entre sus antepasados por línea
maternat, de un hombre llamado Joseph Curwen que había lle-
13
Un resultado y un prólogo
gado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban inquie-
tantes hisorias.
El tatarabuelo de Wardt, Welcome Potert, se había casado
en 1785 con una tal «Ann Tillinghast, hija de Mrs. Elizat, hija a
su vez del capitán James Tillinghast». De quién fuera el padre
de aquella jovent, la familia no tenía la menor idea. En 1918t,
mientras examinaba un volumen manuscrito de los archivos
de la ciudadt, nuesro genealogisa encontró un asiento según
el cualt, en 1772t, una tal Eliza Curwent, viuda de Joseph Cu-
rwent, volvía a adoptart, juntamente con su hija Annt, de siete
años de edadt, su apellido de solterat, Tillinghast, alegando que
«el nombre de su marido había quedado despresigiado públi-
camente en virtud de lo que se había sabido después de su fa-
llecimientot, lo cual venía a confrmar un antiguo rumor al que
una esposa fel no podía dar crédito hasa que se comprobara
por encima de toda dudat». Aquel asiento se descubrió gracias
a la separación accidental de dos páginas que habían sido cui-
dadosamente pegadas y que se habían tenido por una sola des-
de el momento en que se llevara a cabo una lenta revisión de
la paginación del libro.
Charles Ward comprendió inmediatamente que acababa de
descubrir un retatarabuelo suyo desconocido hasa entonces.
El hecho le excitó tanto más porque había oído ya vagas alu-
siones a aquella persona de la cual no exisían apenas datos
concretost, como si alguien hubiese tenido interés especial en
borrar su recuerdo. Lo poco que de él se sabía era de una natu-
raleza tan singular que no se podía por menos de sentir curio-
sidad por averiguar lo que los archiveros de la época colonial
se mosraron tan ansiosos de ocultar y de olvidar y por descu-
14
El caso de Charles Dexter Ward
brir cuáles fueron los motivos que habían despertado en ellos
tan extraño deseo.
Hasa aquel momentot, Ward se había limitado a dejar que
su imaginación divagara acerca del viejo Curwent, pero habien-
do descubierto el parentesco que le unía a aquel personaje
aparentemente «silenciadot»t, se dedicó a la búsqueda sisemá-
tica de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus
pesquisas resultaron más frucíferas de lo que esperabat, pues
en cartas antiguast, diarios y memorias sin publicar hallados
en buhardillas de Providencet, entre polvo y telarañast, en-
contró párrafos reveladores que sus autores no se habían to-
mado la molesia de borrar. Un documento muy importante a
ese respeco apareció en un lugar tan lejano como Nueva
Yorkt, donde se conservabant, concretamente en el museo de la
Taberna de Frauncest, cartas de la época colonial procedentes
de Rhode Island. Sin embargot, el hecho realmente crucial y
que a juicio del docor Willet consituyó el origen del desequi-
librio mental del jovent, fue el hallazgo efecuado en agoso de
1919 en la vetusa casa de Olney Court. Aquello fuet, induda-
blementet, lo que abrió una sima insondable en la mente de
Charles Ward.
15
Un antecedente y un horror
1
Joseph Curwent, tal como le retrataban las leyendas que
Ward había oído y los documentos que había desenterradot,
era un individuo sorprendentet, enigmáticot, oscuramente ho-
rrible. Había huido de Salemt, trasladándose a Providence
―aquel paraíso universal para personas rarast, librepensadoras
o disidentes―t, al comienzo del gran pánico provocado por la
caza de brujast, temiendo verse acusado a causa de la vida soli-
taria que llevaba y de sus raros experimentos químicos o alqui-
misas. Era un hombre incoloro de unos treinta años de edad.
Su primer aco en cuanto ciudadano libre de Providence con-
sisió en adquirir unos terrenos al pie de Olney Street. En ese
lugart, que más tarde se llamaría Olney Courtt, edifcó una casa
que susituyó después por otra mayor que se alzó en el mismo
emplazamiento y que aún hoy día continúa en pie.
El primer detalle curioso acerca de Joseph Curwen es que
no parecía envejecer con el paso del tiempo. Montó un nego-
cio de transportes marítimos y fuvialest, consruyó un embar-
cadero cerca de Mile―End Covet, ayudó a reconsruir el Puen-
te Grande en 1713 y la iglesia Congregacionisa en 1723t, y
siempre conservó el aspeco de un hombre de treinta o treinta
y cinco años. A medida que transcurría el tiempot, aquel hecho
empezó a llamar la atención de la gentet, pero Curwen lo expli-
caba diciendo que el mantenerse joven era una caracerísica
17
Un antecedente y un horror
de su familia y que él contribuía a conservarla llevando una
vida sumamente sencilla. Desde luegot, nadie sabía cómo conci-
liar aquella pretendida sencillez con las inexplicables idas y ve-
nidas del reservado comerciante ni con el hecho de que las
ventanas de su casa esuvieran iluminadas a todas las horas de
la nochet, y se empezó a atribuir a otros motivos su prolongada
juventud y su longevidad. La mayoría opinaba que los incesan-
tes cocimientos y mezclas de producos químicos que efecua-
ba Curwen tenían mucho que ver con su conservación. Se ha-
blaba de extrañas susancias que sus barcos traían de Londres
o la Indiat, o que él mismo compraba en Newportt, Boson y
Nueva Yorkt, y cuando el anciano docor Jabez Bowen llegó de
Rehoboth y abrió su farmacia en la plaza del Puente Grandet,
se habló de las drogast, ácidos y metales que el taciturno solita-
rio adquiría incesantemente en aquella botica. Dando por sen-
tado que Curwen poseía una maravillosa y secreta habilidad
médicat, muchos enfermos acudieron a él en busca de ayudat,
perot, a pesar de que procuró alentar sin comprometerse aque-
lla creenciat, y siempre dio alguna pócima de extraño colorido
en respuesa a las peticionest, se observó que lo que recetaba a
los demás rara vez producía efecos benefciosos. Cuando ha-
bían transcurrido más de cincuenta años desde su llegada a
Providence sin que en su rosro ni en su porte se hubiera pro-
ducido cambio apreciablet, las habladurías se hicieron más sus-
picaces y la gente comenzó a compartir con respeco a su per-
sona ese deseo de aislamiento que él había demosrado siem-
pre.
Cartas particulares y diarios íntimos de aquella época reve-
lan también que exisían muchos otros motivos por los cuales
Joseph Curwen fue objeto primero de admiraciónt, luego de te-
18
El caso de Charles Dexter Ward
mort, yt, fnalmente de repulsión por parte de sus conciudada-
nos. Su pasión por los cementeriost, en los cuales podía vérsele
a todas horas y bajo todas circunsanciast, era notoriat, aunque
nadie había presenciado ningún hecho que pudiera relacionar-
le con vampiros. En Pawtuxet Road tenía una granjat, en la
cual solía pasar el veranot, y con frecuencia se le veía cabalgan-
do hacia ella a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos
criados eran allí una adusa pareja de indios Narragansett, el
marido mudo y con el rosro lleno de extrañas cicatricest, y la
esposa con un semblante achatado y repulsivot, probablemente
debido a un mezcla de sangre negra. En la parte trasera de
aquella casa se encontraba el laboratorio donde se llevaban a
cabo la mayoría de los experimentos químicos. Los que habían
tenido acceso a él para entregar botellast, sacos o cajast, se ha-
cían lenguas de los fantásicos alambiquest, crisoles y hornos
que habían entreviso en la esancia y profetizaban en voz baja
que el misántropo «químicot» ―vocablo que en boca de ellos
signifcaba alquimisa― no tardaría en descubrir la Piedra Fi-
losofal. Los vecinos más próximos de aquella granja ―los Fen-
nert, que vivían a un cuarto de milla de disancia― tenían co-
sas más raras que contar acerca de ciertos ruidos quet, según
ellost, surgían de la casa de Curwen durante la noche. Se oían
gritost, decíant, y aullidos prolongadost, y no les gusaba el gran
número de reses que pacían alrededor de la granjat, excesivas
para proveer de carnet, leche y lana a un hombre solitario y a
un par de sirvientes. Cada semanat, Curwen compraba nuevas
reses a los granjeros de Kingsown para susituir a las que des-
aparecían. Les preocupaba también un edifcio de piedra que
había junto a la casa y que tenía una especie de angosas tro-
neras en vez de ventanas.
19
Un antecedente y un horror
Los ociosos del Puente Grande tenían mucho que decirt, por
su partet, de la casa de Curwen en Olney Courtt, no tanto de la
que levantó en 1761t, cuando debía contar ya más de un siglo
de exisenciat, como de la primerat, una consrucción con una
buhardilla sin ventanas y paredes de madera que tuvo buen
cuidado de quemar después de su demolición. Había en aque-
lla casa ciudadana menos miserios que en la del campot, es
ciertot, pero las horas a que se veían iluminadas las ventanast,
el sigilo de los dos criados extranjerost, el horrible y confuso
farfullar de un ama de llaves francesa increíblemente viejat, la
enorme cantidad de provisiones que se veían entrar por aque-
lla puerta desinadas a alimentar solamente a cuatro personast,
y las caracerísicas de ciertas voces que se oían conversar aho-
gadamente a las horas más intempesivast, todo ello unido a lo
que se sabía de la granjat, contribuyó a dar mala fama a la mo-
rada.
En círculos mas escogidos se hablaba igualmente del hogar
de Joseph Curwent, ya que a medida que el recién llegado se
había ido introduciendo en la vida religiosa y comercial de la
ciudadt, había ido entablando relación con sus vecinost, de cuya
compañía y conversación podíat, con todo derechot, disfrutar.
Se sabía que era de buena cunat, ya que los Curwen o Carwen
de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva In-
glaterra. Se sabia también que había viajado mucho desde jo-
vent, que había vivido una temporada en Inglaterra y efecua-
do dos viajes a Orientet, y su léxicot, en las raras ocasiones en
que se decidía a hablart, era el de un inglés insruido y culto.
Perot, por algún motivo ignoradot, le tenía sin cuidado la socie-
dad. Aunque nunca rechazaba de plano a un visitantet, siempre
se parapetaba tras el muro de reserva que a pocos se les ocu-
20
El caso de Charles Dexter Ward
rría nada en esos casos que al decirlo no sonara totalmente va-
cuo.
En su comportamiento había una especie de arrogancia sar-
dónica y crípticat, como si después de haber alternado con se-
res extraños y más poderosost, juzgara esúpidos a todos los se-
res humanos. Cuando el docor Checkleyt, famoso por su talen-
tot, llegó de Boson en 1783 para hacerse cargo del recorado
de King’s Churcht, no olvidó visitar a un hombre del que tanto
había oído hablart, pero su visita fue muy breve debido a una
siniesra corriente oculta que creyó adivinar bajo las palabras
de su anftrión. Charles Ward le dijo a su padre una noche de
invierno en que hablaban de Curwen t, que daría cualquier
cosa por enterarse de lo que el miserioso anciano había dicho
al clérigot, pero que todos los diarios íntimos que había podido
consultar coincidían en señalar la aversión del docor Check-
ley a repetir lo que había oído. El buen hombre había quedado
muy impresionado y nunca volvió a mencionar el nombre de
Joseph Curwen sin perder visiblemente la calma alegre y culti-
vada que le caracerizaba.
Más concreto era el motivo que indujo a otro hombre de
buena cuna y gran inteligencia a evitar el trato del miserioso
ermitaño. En 1746t, John Merritt, caballero inglés muy versado
en literatura y cienciast, llegó a Providence procedente de New-
port y consruyó una hermosa casa en el ismot, en lo que es
hoy el centro del mejor barrio residencial. Fue el primer ciuda-
dano de Providence que visió a sus criados de libreat, y se
mosraba muy orgulloso de su telescopiot, su microscopio y su
escogida biblioteca de obras inglesas y latinas. Al enterarse de
que Curwen era el mayor biblióflo de Providencet, Merrit no
tardó en ir a visitarlet, siendo acogido con una cordialidad ma-
21
Un antecedente y un horror
yor de la habitual en aquella casa. La admiración que demos-
tró por las repletas esanterías de su anftriónt, en las cuales se
alineabant, además de los clásicos griegost, latinos e inglesest,
una serie de obras flosófcast, matemáticas y científcast, entre
ellas las de autores tales como Paracelsot, Agrícolat, Van Hel-
montt, Silvyust, Glaubert, Boylet, Boerhaavet, Becher y Stahlt, im-
pulsaron a Curwen a invitarle a inspeccionar el laboratorio
que hasa entonces no había abierto para nadiet, y los dos par-
tieron inmediatamente hacia la granja en la calesa del visitan-
te.
El señor Merrit dijo siempre que no había viso nada real-
mente horrible en la granjat, pero que los títulos de los libros
relativos a temas taumatúrgicost, alquimisas y teológicos que
Curwen guardaba en la esantería de una de las salas habían
basado para inspirarle un temor imperecedero. Tal vez la ex-
presión de su propietario mientras se los enseñaba había con-
tribuido a despertar en Merrit aquella sensación. En la extra-
ña colecciónt, además de un puñado de obras conocidast, fgura-
ban casi todos los cabalisast, demonólogos y magos del mundo
entero. Era un verdadero tesoro en el dudoso campo de la al-
quimia y la asrología. La Turba Philosopharumt, de Hermes
Trismegisus en la edición de Mesnardt, el Liber Invesigationist,
de Gebert, La Clave de la sabiduríat, de Artephoust, el cabalísico
Zohart, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edi-
ción de Zetsnert, el Tesaurus Chemicus de Roger Bacont, la Cla-
vis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophicot, de Trithe-
miust, se hallaban allí alineadost, uno junto a otro. Judíos y ára-
bes de la Edad Media esaban representados con profusiónt, y
el señor Merrit palideció cuando al coger un volumen en
cuya portada se leía el título de Qanoon-é-Islamt, descubrió que
22
El caso de Charles Dexter Ward
se trataba en realidad de un libro prohibidot, el Necronomicón
del árabe loco Abdul Al-hazredt, del cual había oído decir cosas
monsruosas a raíz del descubrimiento de ciertos ritos indes-
criptibles en la extraña aldea de pescadores de Kingsportt, en
la provincia de la Bahía de Massachusets.
Perot, por extraño que parezcat, lo que más inquietó al caba-
llero fue un detalle sin importancia aparente. Sobre la enorme
mesa de caoba había un volumen muy esropeado de Borellust,
con numerosas anotaciones marginales escritas por Curwen.
El libro esaba abierto por la mitad aproximadamente y un pá-
rrafo aparecía subrayado con unos trazos tan gruesos y tem-
blorosos que el visitante no pudo resisir la tentación de echar-
le una ojeada. Aquellas líneas le afecaron profundamente y
quedaron grabadas en su memoria hasa el fn de sus días. Las
reprodujo en su diario y trató en cierta ocasión de recitarlas a
su íntimo amigot, el docor Checkleyt, hasa que notó lo mucho
que aquellas palabras trasornaban al recor. Decían:
«Las Sales de los Animales pueden ser preparadas y
conservadas de modo que un hombre hábil puede tener
toda el Arca de Noé en su propio esudio y reproducir la
forma de un animal a voluntad partiendo de sus ceni-
zas, y por el mismo método, partiendo de las Sales esen-
ciales del Polvo humano, un flósofo puede, sin que sea
nigromancia deliciva, evocar la forma de cualquier
Antepasado muerto cuyo cuerpo haya sido incinerado.»
Sin embargot, las peores cosas acerca de Joseph Curwen se
murmuraban en torno a los muelles de la parte sur de Town
Street. Los marineros son gente supersiciosa y aquellos curti-
dos lobos de mar que transportaban ront, esclavos y especiast,
23
Un antecedente y un horror
se santiguaban furtivamente cuando veían la fgura esbelta y
engañosamente juvenil de su patrónt, con su pelo amarillento
y sus hombros ligeramente encorvadost, entrando en el alma-
cén de Doublon Streett, o hablando con capitanes y contrama-
esres en el muelle donde atracaban sus barcos. Sus empleados
le odiaban y temíant, y sus marineros eran la escoria de la Mar-
tinicat, la Habana o Port Royal. Hasa cierto puntot, la parte
más intensa y tangible del temor que inspiraba el anciano se
debía a la frecuencia con que había de reemplazar a sus mari-
neros. Una tripulación cualquiera bajaba a tierra con permisot,
varios de sus miembros recibían la orden de hacer algún que
otro encargot, y cuando se reunían para volver a bordot, casi in-
defeciblemente faltaban uno o más hombres. Como la mayo-
ría de los encargos esaban relacionados con la granja de Paw-
tuxet Road y muy pocos eran los que habían regresado de
aquel lugart, con el tiempo Curwen se encontró con muchas di-
fcultades para reclutar sus tripulaciones. Muchos de los mari-
neros desertaban después de oír las habladurías de los muelles
de Providencet, y susituirles en las Indias Occidentales llegó a
convertirse en un serio problema para el comerciante. En
1760t, Joseph Curwen era virtualmente un proscrito sospecho-
so de vagos horrores y demoníacas alianzast, mucho más ame-
nazadoras por el hecho de que nadie podía precisarlast, ni en-
tenderlast, ni mucho menos demosrar su exisencia. La gota
que vino a desbordar el vaso pudo ser muy bien el caso de los
soldados desaparecidos en 1758. En marzo y abril de aquel
añot, dos regimientos reales de paso para Nueva Francia fue-
ron acuartelados en Providence produciéndose en su seno una
serie de inexplicables desapariciones que superaban con mu-
cho el número habitual de deserciones. Se comentaba en voz
24
El caso de Charles Dexter Ward
baja la frecuencia con que se veía a Curwen hablando con los
foraseros de guerrera rojat, y cuando varios de ellos desapare-
cieront, la gente recordó lo que sucedía habitualmente con los
marineros de sus tripulaciones. Nadie puede decir qué habría
sucedido si los regimientos no hubieran recibido al poco tiem-
po la orden de marcha.
Entretanto los negocios del comerciante prosperaban. Tenía
un virtual monopolio del comercio de la ciudad respeco al
salitret, la pimienta negra y la canelat, y superaba a todos los
demás trafcantest, excepto a los Brownt, en la importación de
añilt, algodónt, lanat, salt, hierrot, papelt, objetos de latón y pro-
ducos manufacurados ingleses de todas clases. Almacenisas
tales como James Greent, dueño del esablecimiento El Elefante
de Cheapsidet, los Russell de El Aguila Doradat, comercio situa-
do al otro lado del puentet, o Clark y Nightingalet, propietarios
de El Pescado y la Sartént, dependían casi enteramente de él
para aprovisionarset, mientras que sus acuerdos con las desile-
rías localest, queseros y criadores de caballos Narraganset y fa-
bricantes de velas de Newportt, le convertían en uno de los pri-
meros exportadores de la Colonia.
Decidido a luchar contra el osracismo a que le habían con-
denadot, comenzó a demosrart, al menos en aparienciat, un
gran espíritu cívico. Cuando el Ayuntamiento se incendiót,
contribuyó generosamente a las rifas que se organizaron con
el fn de recaudar fondos para la consrucción del nuevo edif-
cio que aún hoy se alza en la antigua calle mayor. Aquel mis-
mo ano 1761 ayudó a reconsruir el Puente Grande después de
la riada de ocubre. Repuso muchos de los libros devorados
por las llamas en el incendio del Ayuntamiento y participó ge-
nerosamente en las loterías gracias a las cuales pudo dotarse a
25
Un antecedente y un horror
los alrededores del mercado y a Town Street de una calzada
empedrada con su andén para peatones en el centro. Por aque-
llas fechas edifcó la casa nuevat, sencilla pero de excelente
consrucciónt, cuya portada consituye un triunfo de los cince-
les. Al separarse en 1743 los seguidores de Whitefeld de la
congregación del Dr. Coton y fundar la iglesia del Diácono
Snow al otro lado del puentet, Curwen les había seguidot, pero
su celo se había ido apagando al mismo tiempo que iba men-
guando su asisencia a las ceremonias. Ahorat, sin embargot,
volvía a dar muesras de piedad como si con ello quisiera disi-
par la sombra que le había arrojado al osracismo y quet, si no
se andaba con sumo cuidadot, acabaría también con la buena
esrella que hasa entonces había presidido su vida de comer-
ciante.
El especáculo que ofrecía aquel hombre extraño y pálidot,
aparentemente de mediana edad pero en realidad con más de
un siglo de vidat, tratando de emerger al fn de una nube de
miedo y aversión demasiado vaga para ser analizadat, era a la
vez patéticot, dramático y ridículo. Sin embargot, tal es el poder
de la riqueza y de los gesos superfcialest, que se produjo cier-
ta remisión en la visible antipatía que sus vecinos le prodiga-
bant, especialmente una vez que cesaron bruscamente las des-
apariciones de los marineros. Posiblemente rodeó también de
mayor cuidado y sigilo sus expediciones a los cementeriost, ya
que no volvió a ser sorprendido nunca en tales andanzast, y lo
cierto es que los rumores acerca de sonidos y movimientos
miseriosos en relación con la granja de Pawtuxet disminuye-
ron también notablemente. Su nivel de consumo de alimentos
y de susitución de reses siguió siendo anormalmente elevadot,
pero hasa fecha más modernat, cuando Charles Ward examinó
26
El caso de Charles Dexter Ward
sus libros de cuentas en la Biblioteca Shepleyt, no se le ocurrió
a nadie comparar el gran número de negros que Curwen im-
portó de Guinea hasa 1766 con la cifra asombrosamente redu-
cida de los que pasaron de sus manos a las de los tratantes de
esclavos del Puente Grande o de los plantadores del condado
de Narraganset. Ciertamente aquel aborrecido personaje ha-
bía demosrado una asucia y un ingenio inconcebibles en
cuanto se había dado cuenta de que le era necesario ejercitar
tanto la una como el otro.
Perot, como es naturalt, el efeco de aquel cambio de acitud
fue necesariamente reducido. Curwen siguió siendo detesado
y evitadot, probablemente a causa de la juventud que aparenta-
ba a pesar de sus muchos añost, y al fnal se dio cuenta de que
su fortuna llegaría a resentirse de la generosidad con que tra-
taba de granjearse el afeco de sus conciudadanos. Sin embar-
got, sus complicados esudios y experimentost, cualesquiera que
fuesent, exigían al parecer grandes sumas de dinerot, yt, dado
que un cambio de ambiente le habría privado de las ventajas
comerciales que había alcanzado en aquella ciudad no podía
trasladarse a otra para empezar de nuevo. El buen juicio seña-
laba la conveniencia de mejorar sus relaciones con los habitan-
tes de Providencet, de modo que su presencia no diera lugar a
que se interrumpieran las conversaciones y se creara una at-
mósfera de tensión e intranquilidad. Sus empleadost, recluta-
dos ahora entre los parados e indigentes a quienes nadie que-
ría dar empleot, le causaban muchas preocupacionest, y si logra-
ba mantener a su servicio a capitanes y marineros era sólo
porque había tenido la asucia de adquirir ascendiente sobre
ellos por medio de una hipotecat, una nota comprometedora o
alguna información de tipo muy íntimo. En muchas ocasionest,
27
Un antecedente y un horror
y como observaban espantados los autores de algunos diarios
privadost, Curwen demosró poseer facultades de brujo al des-
cubrir secretos familiares para utilizarlos en benefcio suyo.
Durante los últimos cinco años de su vidat, se llegó a pensar
que esos datos que manejaba de un modo tan cruel sólo podía
haberlos reunido gracias a conversaciones direcas con los
muertos.
Así fue como por aquella época llevó a cabo un último y
desesperado esfuerzo por ganarse las simpatías de la comuni-
dad. Misógino hasa entoncest, decidió contraer un ventajoso
matrimonio tomando por esposa a alguna dama cuya posición
hiciera imposible la continuación de su osracismot, aunque es
probable que tuviera motivos más profundos para desear di-
cha alianzat, motivos tan ajenos a la esfera cósmica conocida
que sólo los documentos hallados ciento cincuenta años des-
pués de su muerte hicieron sospechar de su exisencia.
Naturalmente Curwen se daba cuenta de que cualquier cor-
tejo por su parte sería recibido con horror e indignaciónt, yt, en
consecuenciat, buscó una candidata sobre cuyos padres pudie-
ra él ejercer la necesaria presión. Mujeres adecuadas no eran
fáciles de encontrar pueso que Curwen exigía para la que ha-
bría de ser su esposa unas condiciones especiales de bellezat,
prendas personales y posición social. Al fnal sus miradas se
posaron en el hogar de uno de sus mejores y más antiguos ca-
pitanest, un viudo de muy buena familia llamado Dutie Tillin-
ghast, cuya única hijat, Elizat, parecía reunir todas las cualida-
des deseadas. El capitán Tillinghas esaba completamente do-
minado por Curwen yt, después de una terrible entrevisa en
su casa de la colina de Power Lanet, consintió en aprobar la
monsruosa alianza.
28
El caso de Charles Dexter Ward
Eliza Tillinghas tenía en aquellos días dieciocho anos y ha-
bía sido educada todo lo bien que la reducida fortuna de su pa-
dre permitiera. Había asisido a la escuela de Stephen Jackson
y había sido también diligentemente insruida por su madre
en las artes y refnamientos de la vida domésica. Un ejemplo
de su habilidad para las labores puede admirarse todavía en
una de las salas de la Sociedad Hisórica de Rhode Island. Des-
de el fallecimiento de la señora Tillinghast, ocurrido en 1757 a
causa de la viruelat, Eliza se había hecho cargo del gobierno de
la casa ayudada únicamente por una anciana negra. Sus discu-
siones con su padre a propósito de la petición de Curwen de-
bieron ser muy penosast, aunque no queda consancia de ellas
en los documentos de la época. Lo cierto es que rompió su
compromiso con el joven Ezra Weedent, segundo ofcial del
carguero Enterprise de Crawfordt, y que su unión con Joseph
Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia Baptisa
y en presencia de la mejor sociedad de la ciudad. La ceremonia
fue ofciada por el vicario Samuel Winson y la Gazete se hizo
eco del acontecimiento con una breve reseña quet, en la mayo-
ría de los ejemplares del periódico correspondientes a aquella
fechat, y archivados en disintos lugarest, parecía haber sido
cortada o arrancada. Ward encontró un ejemplar intaco des-
pués de mucho rebuscar en los archivos de un coleccionisa
particular y observó entonces con regocijo la vaguedad de los
términos con que esaba redacada la nota.
«El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Cu-
rwen, vecino de esa villa, comerciante, contrajo matri-
monio con la señorita Eliza Tillinghas, hija del capitán
Dutie Tillinghas, joven de muchas virtudes dotada ade-
29
Un antecedente y un horror
más de gran belleza. Hacemos votos por su perpetua fe-
licidad.»
La correspondencia Durfee―Arnoldt, descubierta por Char-
les Ward poco antes de que presentara los primeros síntomas
de locurat, en el museo particular de Melville L. Peters en Geor-
gia Streett, y que cubre aquel período y otro ligeramente ante-
riort, arroja vívida luz sobre la ofensa al sentimiento público
que causó aquella disparatada unión. Sin embargot, la infuen-
cia social de los Tillinghas era innegablet, y así una vez más
Joseph Curwen vio frecuentado su hogar por personas a las
cuales nunca hubiera podido inducirt, de otro modot, a que cru-
zasen el umbral de la casa. No se le aceptó totalmentet, ni mu-
cho menost, pero sí se levantó la condena al osracismo a que
se le había sometido. En el trato de que hizo objeto a su espo-
sat, el extraño novio asombró a la comunidad y a ella misma
portándose con el mayor miramiento y obsequiándola con
toda clase de consideraciones. La nueva mansión de Olney
Court esaba ahora completamente libre de manifesaciones
inquietantes y aunque Curwen acudía con mucha frecuencia a
la granja de Pawtuxett, que dicho sea de paso su esposa no visi-
tó jamást, parecía un ciudadano mucho más normal que en
cualquier otra época de su residencia en Providence. Sólo una
persona seguía abrigando hacia él abierta hosilidad: el joven
que había viso roto tan bruscamente su compromiso con Eli-
za Tillinghas. Ezra Weeden había jurado vengarse yt, a pesar
de su temperamento normalmente apaciblet, alimentaba un
odio en su corazón que no presagiaba nada bueno para el
hombre que le había robado la novia.
30
El caso de Charles Dexter Ward
El siete de mayo de 1765 nació la que había de ser única
hija de Curwent, Annt, que fue bautizada por el Reverendo John
Graves de King’s Churcht, iglesia que frecuentaban los dos es-
posos desde su matrimonio como fórmula de compromiso en-
tre sus respecivas afliaciones Congregacionisa y Baptisa. El
certifcado de aquel nacimientot, así como el de la boda celebra-
da dos años antest, había desaparecido de los archivos eclesiás-
ticos y municipales. Ward consiguió localizarlost, tras grandes
difcultadest, una vez que hubo descubierto el cambio de apelli-
do de la viuda y una vez que se despertó en él aquel febril inte-
rés que culminó en su locura. El de nacimiento apareció por
una feliz coincidencia como resultado de la correspondencia
que mantuvo con los herederos del Dr. Gravest, quien se había
llevado un duplicado de los archivos de su iglesia al abando-
nar la ciudad a comienzos de la guerra de la Independenciat,
Ward había recurrido a ellos porque sabía que su tatarabuelat,
Ann Tillinghast, había sido episcopalisa.
Poco después del nacimiento de su hijat, acontecimiento
que pareció recibir con un entusiasmo que contrasaba con su
habitual frialdadt, Curwen decidió posar para un retrato. Lo
pintó un escocés de gran talento llamado Cosmo Alexandret,
residente en Newport en aquella época y que adquirió fama
después por haber sido el primer maesro de Gilbert Stuart.
Decíase que el retrato había sido pintado sobre uno de los pa-
neles de la biblioteca de la casa de Olney Courtt, pero ninguno
de los dos diarios en que se mencionaba proporcionaba ningu-
na pisa acerca de su poserior desino. En aquel períodot, Cu-
rwen dio muesras de una desacosumbrada absracción y pa-
saba todo el tiempo que podía en su granja de Pawtuxet Road.
Se hallaba continuamentet, al parecert, en un esado de excita-
31
Un antecedente y un horror
ción o ansiedad reprimidast, como si esperase que fuera a ocu-
rrir en cualquier momento algún acontecimiento de fenome-
nal importancia o como si esuviese a punto de hacer algún ex-
traño descubrimiento. La química o la alquimia debían tener
que ver mucho con ellot, ya que se llevó a la granja numerosos
volúmenes de la biblioteca de su casa que versaban sobre esos
temas.
No disminuyó su pretendido interés por el bien de la ciu-
dad y en consecuencia no desperdició la oportunidad de ayu-
dar a hombres como Stephen Hopkinst, Joseph Brown y Benja-
min Wes en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de Pro-
vidence que en aquel entonces se hallaba muy por debajo de
Newport en lo referente al patronazgo de las artes liberales.
Había ayudado a Daniel Jenkins en 1763 a abrir una librería de
la cual fue desde entonces el mejor clientet, y proporcionó tam-
bién ayuda a la combativa Gazete que se imprimía cada
miércoles en el edifcio decorado con el buso de Shakespeare.
En política apoyó ardientemente al gobernador Hopkins con-
tra el partido de Wardt, cuyo núcleo más fuerte se encontraba
en Newportt, y el elocuente discurso que pronunció en 1765 en
el Hacher’s Hall en contra de la proclamación de North Provi-
dence como ciudad independientet, contribuyó más que ningu-
na otra cosa a disipar los prejuicios exisentes contra él. Pero
Ezra Weedent, que le vigilaba muy de cercat, sonreía cínicamen-
te ante aquella acitudt, que él juzgaba insincerat, y no se recata-
ba en afrmar que no era más que una máscara desinada a en-
cubrir un horrendo comercio con las más negras fuerzas del
Averno. El vengativo joven inició un esudio sisemático del
extraño personaje y de sus andanzast, pasando noches enteras
en los muelles cuando veía luz en sus almacenes y siguiendo a
32
El caso de Charles Dexter Ward
sus barcost, que a veces zarpaban silenciosamente en dirección
a la bahía. Sometió también a esrecha vigilancia la granja de
Pawtuxet y en cierta ocasión fue mordido salvajemente por
los perros que en su persecución soltaron los criados indios.
2
En 1766 se produjo el cambio fnal en Joseph Curwen. Fue
muy repentino y pudo ser observado por toda la población
porque el aire de ansiedad y expecación que le envolvía cayó
como una capa vieja para dar paso inmediato a una mal disi-
mulada expresión de completo triunfo. Daba la impresión de
que a Curwen le resultaba difícil contener el deseo de procla-
mar públicamente lo que había hecho o averiguadot, perot, al
parecert, la necesidad de guardar el secreto era mayor que el
afán de compartir su regocijot, ya que no dio a nadie ninguna
explicación. Después de aquella transformación que tuvo lu-
gar a primeros de juliot, el siniesro erudito empezó a asombrar
a todos demosrando poseer cierto tipo de información que
solo podían haberle facilitado antepasados suyos fallecidos
muchos años antes.
Pero las acividades secretas de Curwen no cesaront, ni mu-
cho menost, con aquel cambio. Por el contrariot, tendieron a au-
mentart, con lo cual fue dejando más y más sus negocios en
manos de capitanes unidos a él por lazos de temor tan podero-
sos como habían sido anteriormente los de la miseria. Abando-
nó el comercio de esclavos alegando que los benefcios que le
reportaba eran cada vez menores. Pasaba casi todo el tiempo
en su granja de Pawtuxett, aunque de vez en cuando alguien
decía haberle viso en lugares muy cercanos a cementeriost,
33
Un antecedente y un horror
con lo que las gentes se preguntaron hasa qué punto habrían
cambiado realmente las antiguas cosumbres del comerciante.
Ezra Weedent, a pesar de que sus períodos de espionaje eran
necesariamente breves e intermitentes debido a los viajes que
le imponía su profesiónt, poseía una vengativa persisencia de
que carecían ciudadanos y campesinost, y sometía las idas y ve-
nidas de Curwen a una vigilancia mayor de la que nunca co-
nocieran.
Muchas de las extrañas maniobras de los barcos del comer-
ciante habían sido atribuidas a lo inesable de aquella época en
que los colonos parecían decididos a eludir como fuera las esi-
pulaciones del Aca del Azúcar. El contrabando era cosa habi-
tual en la Bahía de Narraganset y los desembarcos nocurnos
de importaciones ilícitas esaban a la orden del día. Pero Wee-
dent, que seguía noche tras noche a las embarcaciones que zar-
paban de los muelles de Curwent, no tardó en convencerse de
que no eran únicamente los barcos de la armada de Su Majes-
tad lo que el siniesro trafcante deseaba evitar. Con anteriori-
dad al cambio de 1766t, aquellas embarcaciones habían trans-
portado principalmente negros encadenadost, que eran desem-
barcados en un punto de la cosa situado al norte de Pawtuxett,
y conducidos poseriormente campo a traviesa hasa la granja
de Curwent, donde se les encerraba en aquel enorme edifcio
de piedra que tenía esrechas troneras en vez de ventanas.
Pero a partir de 1766 todo cambió. La importación de esclavos
cesó repentinamente y durante una temporada Curwen inte-
rrumpió las navegaciones nocurnas. Luegot, en la primavera
de 1767t, las embarcaciones volvieron a zarpar de los muelles
oscuros y silenciosos para cruzar la bahía y llegar a Nanquit
Pointt, donde se encontraban con barcos de tamaño considera-
34
El caso de Charles Dexter Ward
ble y aspeco muy diverso de los que recibían cargamento. Los
marineros de Curwen desembarcaban luego la mercancía en
un punto determinado de la cosa y desde allí la transportaban
a la granjat, dejándola en el mismo edifcio de piedra que había
dado alojamiento a los negros. El cargamento consisía casi en-
teramente en cajonest, de los cuales gran número tenía una for-
ma oblongat, forma que recordaba ominosamente la de los
ataúdes.
Weeden vigilaba la granja con incansable asiduidadt, visi-
tándola noche tras noche durante largas temporadas. Rara-
mente dejaba pasar una semana sin acercarse a ella excepto
cuando el terreno esaba cubierto de nievet, en la que habría
dejado impresas sus huellast, y aun en esos días se aproximaba
lo más posible cuidando de no salirse de la vereda o de cami-
nar sobre el hielo del río vecino a la granjat, con el fn de poder
ver si había rasros de pisadas en torno a la casa. Para no inte-
rrumpir la vigilancia durante las ausencias que le imponía su
trabajot, se puso de acuerdo con un amigo que solía beber con
él en la tabernat, un tal Eleazar Smitht, que desde entonces le
susituyó en su tarea. Entre los dos pudieron haber hecho cir-
cular rumores extraordinariost, y si no lo hicieront, fue sola-
mente porque sabían que publicar ciertas cosas habría tenido
el efeco de alertar a Curwen haciéndoles imposible toda in-
vesigación poseriort, cuando lo que ellos querían era enterar-
se de algo concreto antes de pasar a la acción. De todos modos
lo que averiguaron debió ser realmente sorprendente. En más
de una ocasión dijo Charles Ward a sus padres cuánto lamen-
taba que Weeden hubiese quemado su cuaderno de notas. Lo
único que se sabe de sus descubrimientos es lo que Eleazar
Smith anotó en un diariot, no muy coherente por ciertot, y lo
35
Un antecedente y un horror
que otros autores de diarios íntimos y cartas repitieron des-
pués tímidamentet, es decirt, que la propiedad campesre era so-
lamente tapadera de una peligrosa amenaza cuya profundidad
escapaba a toda comprensión.
Se cree que Weeden y Smith quedaron convencidos al poco
tiempo de comenzar sus invesigaciones de que por debajo de
la granja se extendía una red de catacumbas y túneles habita-
dos por numerosas personas además del viejo indio y su espo-
sa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVIIt, con una
enorme chimenea central y ventanas romboides y enrejadast, y
el laboratorio se hallaba en la parte nortet, donde el tejado lle-
gaba casi hasa el suelo. El edifcio esaba completamente aisla-
dot, perot, a juzgar por las disintas voces que se oían en su inte-
rior a las horas más inusitadast, debía llegarse a él a través de
secretos pasadizos subterráneos. Aquellas vocest, hasa 1766t,
consisían en murmullos y susurros de negros mezclados con
gritos espantosos y extraños cánticos o invocaciones. A partir
de aquella fechat, se convirtieron en explosiones de furor frené-
ticot, ávidos jadeos y gritos de protesa proferidos en diversos
idiomast, todos ellos conocidos por Curwent, que provocaban
réplicas teñidas en muchos casos de un acento de reproche o
de amenaza.
A veces parecía que había varias personas en la casa: Cu-
rwent, varios prisioneros y los guardianes de esos. Había acen-
tos que ni Weeden ni Smith habían oído jamást, a pesar de su
extenso conocimiento de puertos extranjerost, y otros que
identifcaban como pertenecientes a una u otra nacionalidad.
Sonaba aquello como una especie de catequesis o como si Cu-
rwen esuviera arrancando cierta información a unos prisione-
ros aterrorizados o rebeldes.
36
El caso de Charles Dexter Ward
Había recogido Weeden en su cuaderno al pie de la letra
fragmentos de conversaciones en inglést, francés y españolt, las
lenguas que él conocía y que con más frecuencia utilizaba Cu-
rwent, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado.
Afrmaba el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos re-
lativos al pasado de varias familias de Providencet, la mayoría
de las preguntas y respuesas que pudo entender se referían a
cuesiones hisóricas o científcas a veces pertenecientes a épo-
cas y lugares muy remotos. En cierta ocasiónt, por ejemplot, un
personaje que se mosraba a ratos enfurecido y a ratos adusot,
fue interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Prín-
cipe Negro en Limoges en 1370 como si la masacre hubiera
obedecido a un motivo secreto que él debiera conocer. Cu-
rwen le preguntó al prisionero ―si es que era prisionero si el
motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar
de la vieja Cripta romana sita bajo la catedralt, o el hecho de
que el Hombre Oscuro del Alto Aquelarre de Viena hubiera
pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesa a sus
preguntast, el inquisidor recurriót, al parecert, a medidas extre-
mast, ya que se oyó un terrible alarido seguido de un extraño
silencio y el ruido de un cuerpo que caía.
Ninguno de aquellos coloquios tuvo tesigos ocularest, ya
que las ventanas esaban siempre cerradas y veladas por corti-
nas. Sin embargot, en cierta ocasiónt, durante un diálogo mante-
nido en un idioma desconocidot, Weeden vio una sombra a tra-
vés de una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a
uno de los muñecos de un especáculo que había presenciado
en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764t, cuando un hombre
de Germantownt, Pensilvaniat, había dado una representación
anunciada como «Visa de la Famosa Ciudad de Jerusalént, en
37
Un antecedente y un horror
la cual esán representadas Jerusalént, el Templo de Salomónt,
su Trono Realt, las Famosas Torres y Colinast, así como los su-
frimientos de Nuesro Salvador desde el Huerto de Getsemaní
hasa la Cruz del Gólgotat, una valiosa obra de imaginería dig-
na de verset». Fue en aquella ocasión cuando el oyentet, que se
había acercado más de la cuenta a la ventana de la sala donde
tenía lugar la conversaciónt, dio un respingo que alertó a la pa-
reja de indiost, los cuales le soltaron los perros. Desde aquella
noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casat, y
Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen ha-
bía trasladado su campo de acción a las regiones inferiores.
Qe tales regiones exisíant, parecía un hecho cierto. Débi-
les gritos y gemidos surgían de la tierra de vez en cuando en
lugares muy apartados de la viviendat, y cerca de la orilla del
ríot, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía
suavemente hasa el valle del Pawtuxett, se encontrót, oculta en-
tre arbusost, una puerta de roble en forma de arco y encajada
en un marco de pesada mamposería que consituía evidente-
mente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la colina. Wee-
den no podía decir cuándo ni cómo habían sido consruidas
aquellas catacumbast, pero sí se refería con frecuencia a la faci-
lidad con que por el río podían haber llegado hasa aquel lugar
grupos de trabajadores. Era evidente que Joseph Curwen enco-
mendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las
intensas lluvias de la primavera de 1769t, los dos jóvenes vigila-
ron atentamente las empinadas márgenes del río para compro-
bar si las aguas ponían al descubierto algún secreto soterradot,
y su paciencia se vio recompensada con el especáculo de una
profusión de huesos humanos y de animales en aquellos luga-
res donde el agua había excavado unas profundas depresiones.
38
El caso de Charles Dexter Ward
Naturalmentet, el hallazgo podía tener diversas explicaciones
dado que en la granja cercana se criaba ganado y que por
aquellos parajes abundaban los cementerios indiost, pero Wee-
den y Smith prefrieron sacar del descubrimiento sus propias
conclusiones.
En enero de 1770t, mientras Weeden y Smith se devanaban
inútilmente los sesos tratando de encontrar una explicación a
aquellos desconcertantes sucesost, ocurrió el incidente del For-
taleza. Exasperado por la quema del buque aduanero Liberty
ocurrida en Newport el verano anteriort, el almirante Wallacet,
que mandaba la fota encargada de la vigilancia de aquellas
cosast, ordenó que se extremara el control de los barcos ex-
tranjerost, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majesad Cygnet
capturó tras corta persecución a la chalana Fortalezat, de Barce-
lonat, Españat, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana
había zarpadot, según el diario de navegaciónt, de El Cairot,
Egiptot, con desino a Providence. Cuidadosamente regisrada
en busca de material de contrabandot, la chalana reveló el he-
cho asombroso de que su cargamento consisía exclusivamen-
te en momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A.
B. C.t»t, quien debía acudir a recoger la mercancía a la altura de
Nanquit Point y cuya identidad el capitán Arruda se negó a re-
velar. El vicealmirante Courtt, de Newportt, no sabiendo qué ha-
cer ante la naturaleza de aquel cargamentot, quet, si bien no po-
día ser califcado de contrabandot, tampoco se ateníat, por el se-
creto con que era transportadot, a las normas legalest, dejó a la
chalana en libertad prohibiéndola atracar en las aguas de Rho-
de Island. Más tarde circuló el rumor de que había sido visa a
la altura de Bosont, aunque nunca llegó a entrar en aquel puer-
to.
39
Un antecedente y un horror
El extraño incidente fue muy comentado en Providence y
pocos fueron los que dudaron que exisiera alguna relación en-
tre el extraño cargamento de momias y el siniesro Joseph Cu-
rwen. Nadie que supiera de sus exóticos esudios y extrañas
importaciones de producos químicost, a más de la afción que
sentía por los cementeriost, necesitó mucha imaginación para
conecar su nombre con un cargamento que no podía ir desi-
nado a ningún otro habitante de Providence.
Probablemente apercibido de aquella lógica sospechat, Cu-
rwen procuró dejar caer en varias ocasiones ciertas observa-
ciones acerca del valor químico de los bálsamos contenidos en
las momias pensandot, quizát, revesir así al asunto de cierta
normalidadt, pero sin admitir jamás que tuviera participación
alguna en él. Weeden y Smith no tuvieron por su parte ningu-
na duda acerca del signifcado del incidente y continuaron ela-
borando las más descabelladas teorías respeco a Curwen y
sus monsruosos trabajos.
Durante la primavera siguientet, al igual que había sucedido
el año anteriort, llovió muchot, y con tal motivo los dos jóvenes
sometieron a esrecha vigilancia la orilla del río situada a es-
paldas de la granja de Curwen. Las aguas arrasraron gran
cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de
huesost, pero no quedó a la visa ningún camino subterráneo.
Sin embargot, algo se rumoreó por aquel entonces en la aldea
de Pawtuxett, situada a una milla de disancia y junto a la cual
el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos for-
mando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones an-
tiguos trepan por la colina desde el rúsico puente y las lan-
chas pesqueras se mecen ancladas a los soñolientos muellest,
se habló de cosas miseriosas que arrasraban las aguas y que
40
El caso de Charles Dexter Ward
permanecían fotando unos segundos antes de precipitarset, co-
rriente abajot, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el
Pawtuxet es un río muy largo que pasa a través de regiones
habitadas en las que abundan los cementeriost, y cierto que las
lluvias primaverales habían sido muy intensast, pero a los pes-
cadores de los alrededores del puente no les gusó la horrible
mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en
que gritaron otros que habían perdido toda semejanza con las
cosas que habitualmente gritan. Weeden esaba ausente por
entoncest, pero los rumores llegaron a oídos de Smitht, que se
apresuró a dirigirse a la orilla del ríot, donde halló evidentes
vesigios de amplias excavaciones. No había quedado al descu-
biertot, sin embargot, la entrada a ningún túnelt, sino muy al
contrariot, una pared sólida mezcla de tierra y ramas recogidas
más arriba. Smith empezó a cavar en algunos lugarest, pero se
dio por vencido al ver que sus intentos eran vanost, ot, quizát, al
temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver
lo que habría hecho el obsinado y vengativo Weeden de ha-
berse encontrado allí en esos momentos.
3
En el otoño de 1770t, Weeden decidió que había llegado el
momento de hablar a otros de sus descubrimientost, ya que po-
seía un gran número de datost, y disponía de un tesigo ocular
para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán
de venganza le habían hecho imaginar cosas que no exisían.
Como primer confdente escogió al capitán James Mathewsont,
del Enterpriset, que por una parte le conocía lo sufciente para
no dudar de su veracidadt, yt, por otrat, tenía la sufciente in-
41
Un antecedente y un horror
fuencia en la ciudad para hacerse escuchar a su vez con respe-
to. La conversación tuvo lugar cerca del puertot, en una habita-
ción de la parte alta de la Taberna de Sabint, y en presencia de
Smitht, que podía corroborar cada una de las afrmaciones de
Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresio-
nado. Como casi todo el mundo en la ciudadt, albergaba sus
sospechas acerca del siniesro Joseph Curwent, de modo que
aquella confrmación y ampliación de datos le basó para con-
vencerse totalmente.
Al fnal de la conferencia esaba muy serio y requirió a los
dos jóvenes para que guardaran absoluto silencio. Dijo que él
se encargaría de transmitir separadamente la información a
los ciudadanos más cultos e infuyentes de Providencet, de re-
cabar su opiniónt, y de seguir el consejo que pudieran ofrecer-
le. En cualquier casot, era esencial la mayor discreciónt, ya que
el asunto no podía ser confado a las autoridades de la ciudad
y convenía que no llegara a oídos de la excitable multitud para
evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salemt, ocu-
rrido hacía menos de un siglo y que había provocado la huida
de Curwen de aquella ciudad.
Las personas más indicadas para conocer el caso erant, en
su opiniónt, el docor Benjamin West, cuyo esudio sobre el úl-
timo tránsito de Venus demosraba que era un auténtico erudi-
to así como un agudo pensador; el reverendo James Manningt,
recor de la universidadt, que había llegado hacía poco de Wa-
rren y se hospedaba provisionalmente en la nueva escuela de
King Street en espera de que terminaran su propia vivienda en
la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el exgober-
nador Stephen Hopkinst, que había sido miembro de la Socie-
dad Filosófca de Newport y era hombre de amplias miras;
42
El caso de Charles Dexter Ward
John Cartert, editor de la Gazete; los cuatro hermanos Brownt,
Johnt, Josepht, Nicholas y Mosest, magnates de la localidad; el
anciano docor Jabez Bowent, cuya erudición era considerable
y tenía información de primera mano acerca de las extrañas
adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham Whipplet, un
hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si ha-
bía que tomar alguna medida «acivat». Aquellos hombrest, si
todo iba bient, podían reunirse fnalmente para llevar a cabo
una deliberación coleciva y en ellos recaería la responsabili-
dad de decidir si había que informar o no al gobernador de la
Coloniat, Joseph Wantont, residente en Newportt, antes de adop-
tar ninguna medida.
La misión del capitán Mathewson tuvo más éxito del que
esperabant, ya quet, si bien un par de aquellos confdentes se
mosró algo escéptico en lo concerniente al posible aspeco
fantásico del relato de Weedent, todos coincidieron en la nece-
sidad de adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente
que Curwen consituía una amenaza en potencia para el bien-
esar de la ciudad y de la Coloniat, amenaza que había que eli-
minar a cualquier precio. A fnales de diciembre de 1770t, un
grupo de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Ste-
phen Hopkins y discutieron las medidas que podían adoptar-
se. Se leyeron con todo cuidado las notas que Weeden había
entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith
fueron llamados a presencia de la asamblea para que las con-
frmaran y añadieran algunos detalles. Algo parecido al miedo
se apoderó de todos los allí presentes antes de que terminara
la conferenciat, pero a él se sobrepuso una implacable decisión
que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente
con su pintoresco léxico. No informarían al gobernadort, por-
43
Un antecedente y un horror
que era evidente la necesidad de una acción extraofcial. Si Cu-
rwen poseía efecivamente poderes ocultost, no podía invitárs-
ele por las buenas a que abandonara la ciudadt, pues tal invita-
ción podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el
mejor de los casost, la expulsión del siniesro individuo solo
signifcaría el traslado a otro lugar de la amenaza que repre-
sentaba. La ley era por entonces letra muertat, y aquellos hom-
bres que durante tantos años habían burlado a las fuerzas rea-
les no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el de-
ber requería su intervención en cuesiones más difíciles y deli-
cadas. Decidieron que lo mejor sería que una cuadrilla de sol-
dados avezados sorprendiera a Curwen en su granja de Pawtu-
xet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba de-
mosrado que era un loco que se divertía imitando voces dis-
tintast, le encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo
más grave y los secretos soterrados resultaban ser realidadt, le
matarían a él y a todos los que le rodeaban. El asunto debía lle-
varse con la mayor discreción y en caso de que Curwen murie-
ra no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de
ésa.
Mientras se discutían aquellas graves medidast, ocurrió en
la ciudad un incidente tan terrible e inexplicable que durante
algún tiempo no se habló de otra cosa en varias millas a la re-
donda. Una noche del mes de enero resonaron por los alrede-
dores nevados del ríot, colina arribat, una serie de gritos que
atrajeron multitud de cabezas somnolientas a todas las venta-
nas. Los que vivían en las inmediaciones de Weybosset Point
vieron entonces una forma blanca que se lanzaba frenética-
mente al agua en el claro que se abre delante de la Cabeza del
Turco. Unos perros aullaron a lo lejost, pero sus aullidos se apa-
44
El caso de Charles Dexter Ward
garon en cuanto se hizo audible el clamor de la ciudad despier-
ta. Grupos de hombres con linternas y mosquetones salieron
para ver que había ocurridot, pero su búsqueda resultó infruc-
tuosa. Sin embargot, a la mañana siguientet, un cuerpo gigan-
tesco y musculoso fue halladot, completamente desnudot, en las
inmediaciones de los muelles meridionales del Puente Grandet,
entre los hielos acumulados junto a la desilería de Abbot. La
identidad del cadáver se convirtió en tema de interminables
especulaciones y habladurías. Los más viejos intercambiaban
furtivos murmullos de asombro y de temort, ya que aquel ros-
tro rígidot, con los ojos desorbitados por el terrort, despertaba
en ellos un recuerdo: el de un hombre muerto hacía ya más de
cincuenta años.
Ezra Weeden presenció el hallazgo yt, recordando los ladri-
dos de la noche anteriort, se adentró por Weybosset Street y
por el puente de Muddy Dockt, en dirección al lugar de donde
procedía el sonido. Cuando llegó al límite del barrio habitadot,
al lugar donde se iniciaba la carretera de Pawtuxett, no le sor-
prendió hallar huellas muy extrañas en la nieve. El gigante
desnudo había sido perseguido por perros y por muchos hom-
bres que calzaban pesadas botast, y el rasro de los canes y sus
dueños podía seguirse fácilmente. Habían interrumpido la per-
secución temiendo acercarse demasiado a la ciudad. Weeden
sonrió torvamente y decidió seguir las huellas hasa sus orí-
genes. Partíant, como había supuesot, de la granja de Joseph
Curwent, y habría seguido su invesigación de no haber viso
tantos rasros de pisadas en la nieve. Dadas las circunsanciast,
no se atrevió a mosrarse demasiado interesado a plena luz del
día. El docor Bowent, a quien Weeden informó inmediatamen-
te de su descubrimientot, llevó a cabo la autopsia del extraño
45
Un antecedente y un horror
cadáver y descubrió unas peculiaridades que le desconcerta-
ron profundamente. El tubo digesivo no parecía haber sido
utilizado nuncat, en tanto que la piel mosraba una tosquedad
y una falta de trabazón que el galeno no supo a qué atribuir.
Impresionado por lo que los ancianos susurraban acerca del
parecido de aquel cadáver con el herrero Daniel Greent, falleci-
do hacía ya diez lusrost, y cuyo nietot, Aaron Moppint, era so-
brecargo al servicio de Curwent, Weeden procuró averiguar
dónde habían enterrado a Green. Aquella nochet, un grupo de
diez hombres visitó el antiguo Cementerio del Norte y excavó
la fosa. Tal como Weeden había supuesot, la encontraron va-
cía.
Mientras tantot, se había dado aviso a los portadores del co-
rreo para que interceptaran la correspondencia del miserioso
personajet, y poco después del hallazgo de aquel cuerpo desnu-
dot, fue a parar a manos de la junta de ciudadanos interesados
en el caso una carta escrita por un tal Jedediah Ornet, vecino
de Salemt, que les dio mucho que pensar. Charles Ward en-
contró un fragmento de dicha misiva reproducida en el archi-
vo privado de cierta familia. Decía lo siguiente:
«Satisfáceme en extremo que continúe su merced el
esudio de las Viejas Materias a su modo y manera, y
mucho dudo que el señor Hutchinson de Salem obtuvie-
ra mejores resultados. Ciertamente fue muy grande el
espanto que provocó en él la Forma que evocara, a par-
tir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte.
No tuvo los efecos deseados lo que su merced nos envió,
ya fuera porque faltaba algo, o porque las palabras no
eran las jusas y adecuadas, bien porque me equivocara
yo al decirlas, bien porque se confundiera su merced al
46
El caso de Charles Dexter Ward
copiarlas. Tal cual esoy, solo, no hallo qué hacer. Ca-
rezco de los conocimientos de química necesarios para
seguir a Borellus y no acierto a descifrar el Libro Ⅶ del
Necronomicón que me recomendó. Qiero encomendar-
le que observe en todo momento lo que su merced nos
encareció, a saber, que ejercite gran cautela respeco a
quién evoca y tenga siempre presente lo que el señor
Mather escribió en sus acotaciones al... en que represen-
ta verazmente tan terrible cosa. Encarézcole no llame a
su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a
nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra
el cual resulten inefcaces sus más poderosos recursos.
Es meneser que llame a las Potencias Menores no sea
que las Mayores no quieran responderle o le excedan en
poder. Me espanta saber que conoce su merced cuál es
el contenido de la Caja de Ebano de Ben Zarisnatnik,
porque de la noticia deduzco quién le reveló el secreto.
Ruégole otra vez que se dirija a mí utilizando el nom-
bre de Jedediah y no el de Simon. Peligrosa es esa ciu-
dad para el hombre que quiere sobrevivir y ya tiene co-
nocimiento su merced de mi plan por medio del cual
volví al mundo bajo la forma de mi hijo. Ardo en de-
seos de que me comunique lo que Sylvanus Codicus re-
veló al Hombre Negro en su cripta, bajo el muro roma-
no, y le agradeceré me envíe el manuscrito de que me
habla.»
Otra misivat, ésa procedente de Filadelfa y carente de fr-
mat, provocó igual preocupaciónt, especialmente el siguiente
pasaje:
47
Un antecedente y un horror
«Tal como me encarece su merced, le enviaré las
cuentas sólo por medio de sus naves, aunque nunca sé
con certeza cuándo esperar su llegada. Del asunto de
que hablamos necesito únicamente una cosa más, pero
quiero esar seguro de haber entendido exacamente to-
das sus recomendaciones. Díceme que para conseguir el
efeco deseado no debe faltar parte alguna, pero bien
sabe su merced cuán difícil es proveerse de todo lo nece-
sario. Juzgo tan trabajoso como peligroso susraer la
Caja entera, y en las iglesias de la villa (ya sea la de
San Pedro, la de San Pablo, la de Santa María o la del
Santo Criso), es de todo punto imposible llevarlo a
cabo, pero sé bien que lo que lograra evocar el ocubre
pasado tenía muchas imperfecciones y que hubo de uti-
lizar innumerables especímenes hasa dar en 1766 con
la Forma adecuada. Por todo ello reitero que me dejaré
guiar en todo momento por las insrucciones que tenga
a bien darme su merced. Espero impaciente la llegada
de su bergantín y pregunto todos los días en el muelle
del señor Biddle.»
Una tercera cartat, igualmente sospechosat, esaba escrita en
idioma extranjero y con alfabeto desconocido. En el diario que
luego hallara Charles Wardt, Smith había reproducido torpe-
mente una determinada combinación de caraceres que vio re-
petida en ella varias veces. Los especialisas de la Universidad
de Brown determinaron que tales caraceres correspondían al
alfabeto amhárico o abisiniot, pero no lograron identifcar la
palabra en cuesión. Ninguna de las tres cartas llegó jamás a
manos de Curwent, aunque el hecho de que Jedediah Orne des-
apareciera al poco tiempo de Salemt, demuesra que los conju-
48
El caso de Charles Dexter Ward
rados de Providence habían tomado ciertas medidas con toda
discreción. La Sociedad Hisórica de Pensilvania posee tam-
bién una curiosa carta escrita por un tal docor Shippen en
que se menciona la llegada a Filadelfa por aquel entonces de
un extraño personaje. Perot, mientrast, algo más importante se
tramaba. Los principales frutos de los descubrimientos de
Weeden resultaron de las reuniones secretas de marineros y
mercenarios juramentados que tenían lugar durante la noche
en los almacenes de Brown. Lentat, pero seguramentet, se iba
elaborando un plan de campaña desinado a eliminart, sin dejar
rasrot, los siniesros miserios de Joseph Curwen.
A pesar de todas las precauciones adoptadas para que no
reparara en la vigilancia de que era objetot, el siniesro perso-
naje debió observar que algo anormal ocurríat, ya que a partir
de entonces pareció siempre muy preocupado. Su calesa era
visa a todas horas en la ciudad y en la carretera de Pawtuxett,
y poco a poco fue abandonando el aire de forzada amabilidad
con que últimamente había tratado de combatir los prejuicios
de la ciudad.
Los vecinos más próximos a su granjat, los Fennert, vieron
una noche un gran chorro de luz que brotaba de alguna aber-
tura del techo de aquel edifcio de piedra que tenía troneras en
vez de ventanast, acontecimiento que comunicaron rápidamen-
te a John Brown. Se había convertido ése en jefe del grupo de-
cidido a terminar con Curwent, y con tal fn había informado a
los Fenner de sus propósitost, lo cual consideró necesario debi-
do a que los granjeros habían de ser tesigos forzosamente del
ataque fnal. Jusifcó el asalto diciendo que Curwen era un es-
pía de los ofciales de aduanas de Newportt, en contra de los
cuales se alzaba en aquellos días todo fetadort, comerciante o
49
Un antecedente y un horror
granjero de Providencet, abierta o clandesinamente. Si los ve-
cinos de Curwen creyeron o no el embuset, es cosa que no se
sabe con certezat, pero lo cierto es que se mosraron más que
dispuesos a relacionar cualquier manifesación del mal con
un hombre que tan extrañas cosumbres demosraba. El señor
Brown les había encargado que vigilaran la granja de Curwen
yt, en consecuenciat, le informaban puntualmente de todo inci-
dente que tuviera lugar en la propiedad en cuesión.
4
La probabilidad de que Curwen esuviera en guardia y pro-
yecara algo anormalt, como sugería aquel chorro de luzt, preci-
pitó fnalmente la acción tan cuidadosamente planeada por el
grupo de ciudadanos. Según el diario de Smitht, casi un cente-
nar de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de
abril de 1771 en la gran sala de la Taberna Tursont, al otro
lado del puente de Weybosset Point. Entre los cabecillast, ade-
más de John Brownt, fguraban el docor Bowent, con su male-
tín de insrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su
peluca (que se tenía por la mayor en las Colonias); el goberna-
dor Hopkinst, envuelto en su capa negra y acompañado de su
hermano Eseht, al cual había iniciado en el último momento
con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capi-
tán Mathewson y el capitán Whipplet, encargado de dirigir la
expedición. Los jefes conferenciaron aparte en una habitación
traserat, después de lo cual el capitán Whipple se presentó en
la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas insruccio-
nes. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición
esperando la llegada de Ezra Weedent, que había sido encarga-
50
El caso de Charles Dexter Ward
do de no perder de visa a Curwen y de informar de la marcha
de su calesa hacia la granja.
Alrededor de las diez y media se oyó el ruido de unas rue-
das que pasaban sobre el Puente Grande y no hubo necesidad
de esperar a Weeden para saber que Curwen había salido en
dirección a la siniesra granja. Poco despuést, mientras la cale-
sa se alejaba en dirección al puente de Muddy Dockt, apareció
Weeden. Los hombres se alinearon silenciosamente en la calle
empuñando los fusiles de chispat, las escopetas y los arpones
balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith formaban
parte del grupot, yt, de los ciudadanos deliberantest, se encontra-
ban allí dispuesos al servicio acivo el capitán Whipplet, en ca-
lidad de jefe de la expediciónt, el capitán Eseh Hopkinst, John
Cartert, el presidente Manningt, el capitán Mathewson y el doc-
tor Bowent, junto con Moses Brownt, que había llegado a las
once y esuvo ausentet, por lo tantot, de la sesión preliminar en
la taberna. El grupo emprendió la marcha sin dilaciónt, encami-
nándose hacia la carretera de Pawtuxet. Poco más allá de la
iglesia de Elder Snowt, algunos de los hombres se volvieron a
mirar la ciudad dormida bajo las esrellas primaverales. Torres
y chapiteles elevaban sus formas oscuras mientras que del nor-
te llegaba una suave brisa con reguso a sal. La esrella Vega se
elevaba al otro lado del aguat, sobre la alta colina coronada de
una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edifcio de
la universidadt, aún en consrucción. Al pie de la colina y en
torno a las callejuelas que descendían ladera abajot, dormía la
ciudadt, la vieja Providencet, por cuyo bien y seguridad esaban
a punto de aplasar blasfemia tan colosal.
Una hora y cuarto después los expedicionarios llegabant, tal
como esaba previsot, a la granja de los Fennert, donde oyeron
51
Un antecedente y un horror
el informe fnal acerca de las acividades de Curwen. Había lle-
gado a la granja media hora antes e inmediatamente después
había surgido una extraña luz a través del techo del edifcio de
piedrat, aunque las troneras que hacían las veces de ventanas
seguían tan oscuras como solían esarlo últimamente. Mien-
tras los recién llegados escuchaban esa noticia se vio otro res-
plandor elevarse en dirección al surt, con lo cual los expedicio-
narios supieron sin la menor duda que habían llegado a un es-
cenario donde iban a presenciar maravillas asombrosas y so-
brenaturales. El capitán Whipple ordenó que sus fuerzas se di-
vidieran en tres grupos: uno de veinte hombres al mando de
Eleazar Smitht, que hasa que su presencia fuera necesaria en
la granja habría de aposarse en el embarcadero e impedir la
intervención de posibles refuerzos enviados por Curwen; un
segundo grupo de otros tantos hombres dirigidos por el capi-
tán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por el valle
del río situado a espaldas de la granja y de derribar con ha-
chast, o pólvora en caso necesariot, la puerta de roble descubier-
ta por Weeden; y un tercer grupo que atacaría de frente la
granja y el edifcio contiguo. De ese último grupot, una terce-
ra partet, al mando del capitán Mathewsont, iría direcamente al
edifcio de piedrat, otra tercera parte seguiría al capitán Whi-
pple hasa el edifcio principal de la granjat, y el reso formaría
un círculo alrededor de los dos edifcios para acudir al oír una
señal de emergencia adonde su presencia se hiciera más neces-
aria.
El grupo que había de penetrar por el valle derribaría la
puerta al oír una única señal de silbato y capturaría todo aque-
llo que surgiera de las regiones inferiores. Al oír dos veces se-
guidas el sonido del silbatot, avanzaría por el pasadizo para en-
52
El caso de Charles Dexter Ward
frentarse al enemigo o unirse al reso del contingente. El gru-
po encargado de atacar el edifcio de piedra interpretaría los
sonidos del silbato de manera análoga; al oír el primero derri-
barían la puertat, y al oír los segundos examinarían cualquier
pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían a
sus compañeros en el combate que suponían habría de tener
lugar en esas cavernas. Una tercera señal consituiría la llama-
da de emergencia al grupo de reserva; sus veinte hombres se
dividirían en dos equipos que se internarían respecivamente
por la puerta de roble y en el edifcio de piedra. La certeza del
capitán Whipple acerca de exisencia de catacumbas en la pro-
piedad era tan absolutat, que no dudó ni por un momento en
tenerla en cuenta al elaborar sus planes. Llevaba con él un sil-
bato de sonido muy agudo para que nadie confundiera las se-
ñales. El grupo aposado junto al embarcadero naturalmente
no podría oírlo. De requerirse su ayudat, se haría necesario el
envío de un mensajero. Moses Brown y John Carter fueron
con el capitán Hopkins a la orilla del río mientras que el presi-
dente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al grupo
desinado a asaltar el edifcio de piedra. El docor Bowen y
Ezra Weeden se unieron al desacamento de Whipple que te-
nía a su cargo el ataque al edifcio central de la granja. La ope-
ración comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán
Hopkins hubiera notifcado al capitán Whipple que el grupo
del río esaba en su pueso. Whipple haría sonar entonces el
silbato y los grupos atacarían simultáneamente los tres puntos
convenidos. Poco antes de la una de la madrugadat, los tres
desacamentos salieron de la granja de Fennert, uno en direc-
ción al embarcaderot, otro en dirección a la puerta de la colinat,
53
Un antecedente y un horror
y el tercerot, tras subdividirset, en dirección a los edifcios de la
granja de Curwen.
Eleazar Smitht, que acompañaba al grupo que se dirigía al
embarcaderot, regisra en su diario una marcha silenciosa y
una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la bahía.
Luego se oyó la señal de ataquet, seguida de una explosión de
aullidos y de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparost, y
el propio Smith captó acentos de una voz atronadora que reso-
naba en el aire. Poco antes del amanecert, un aterrorizado men-
sajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de un
hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y
dijo a los hombres que regresaran silenciosamente a sus hoga-
res y no volvieran a pensar jamás en lo que había sucedido
aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El aspeco
del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que
sus palabras no habrían podido causar por sí solas; a pesar de
ser un marinero conocido por la mayoría de ellost, algo oscuro
había perdido o ganado su almat, algo que le situaba en un
mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontra-
ron a otros antiguos compañeros que se habían adentrado en
las regiones del horror. La mayoría de ellos habían adquirido o
perdido algo miserioso o indescriptible. Habían visot, oído o
captado algo que no esaba desinado al entendimiento huma-
no y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo su-
cedidot, porque hasa para el más común de los insintos mor-
tales exisen fronteras insalvables. En cuanto al grupo del em-
barcaderot, el espanto indecible que les transmitió aquel único
mensajero selló también sus labios. Pocos son los rumores que
de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único tesi-
monio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios.
54
El caso de Charles Dexter Ward
Charles Wardt, sin embargot, descubrió otra vaga fuente de
información en algunas cartas de los Fenner que encontró en
New Londont, donde sabía que había vivido otra rama de la fa-
milia. Parece ser que los vecinos de Curwent, desde cuya casa
era visible la granja condenadat, habían presenciado la partida
de las columnas expedicionarias y habían oído claramente los
furiosos ladridos de los perros sucedidos por la explosión que
precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían segui-
do la elevación de un gran chorro de luz procedente del edif-
cio de piedrat, yt, poco despuést, el resonar de disparos de mos-
quetón y de escopeta acompañados de unos horribles gritos
que el autor de la cartat, Luke
Fennert, había reproducido por escrito del siguiente modo:
«Whaaaaarrr... Rwhaaarrrt». Eran aquellos gritost, sin embargot,
de una calidad que la simple escritura no podía reproducirt, y
el corresponsal mencionaba el hecho de que su madre se había
desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuer-
zat, mezclados esa vez con otros disparos y una sorda explo-
sión que tuvo lugar al otro lado del ríot, Alrededor de una hora
después todos los perros empezaron a ladrar espantosamente
y la tierra pareció esremecerse hasa el punto de que los can-
delabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió
un intenso olor a azufre yt, según el padre de Luke Fennert, fue
entonces cuando se oyó la tercera señalt, es decirt, la de emer-
genciat, aunque el reso de la familia no llegó a percibirla. Vol-
vieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito menos
agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedi-
dot, una especie de tos guturalt, de gorgoteo indescriptible que
si se juzgó gritot, fue más por su continuidad y por el impaco
sicológico que causarat, que por su valor acúsico real.
55
Un antecedente y un horror
Luego se vio una forma envuelta en llamas en los alrededo-
res de la granja de Curwen y se oyeron gritos de hombres ate-
rrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y la forma
famígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma
envuelta en fuegot, y se oyó claramente un débil grito humano.
Fennert, según dice en su cartat, pudo murmurart, entre el ho-
rror que sentíat, unas cuantas palabras: «Señor Todopoderosot,
protege a tu corderot». Siguieron más disparos y la segunda
forma se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi
tres cuartos de hora. Al cabo de ese tiempo el pequeño Ar-
thur Fennert, hermano de Luket, dijo ver «una niebla rojat» que
ascendía hacia las esrellas desde la granja maldita. Nadie más
que el chiquillo fue tesigo del hechot, pero Luke admitía que
en aquel mismo insante se arquearon los lomos y se erizaron
los cabellos de los tres gatos que se encontraban en la habita-
ción.
Cinco minutos después sopló un viento helado y el aire se
llenó de un hedor tan insoportable que sólo la fuerte brisa del
mar pudo impedir que fuera captado por el grupo aposado
junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en
la aldea de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los
que Fenner hubiera conocido basa entonces y producía una
especie de miedo amorfot, penetrantet, mucho más intenso que
el que puede causar una tumba o un osario. Casi inmediata-
mente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la
oyeron pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar
los crisales de las ventanas mientras sus ecos se apagaban.
Era profunda y musicalt, poderosa como un órganot, pero mal-
dita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre
pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desco-
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  • 1. Howard Phillips Lovecraf Charles Dexter Ward El Caso de
  • 2.
  • 3. El caso de Charles Dexter Ward Howard Phillips Lovecraf
  • 4. Lovecraft, Howard Phillips El caso de Charles Dexter Ward Esta edición es idéntica a alguna que puede conseguirse en internet. La reedición se debe exclusivamente a motivos personales en cuanto a la facilidad de lectura en hojas A4t, que en mi opinión es pésima (si bien agradezco y felicito a los que se han tomado el trabajo de hacer la versión electrónica en la que he basado esta edición). Esta ediciónt, en A5t, es fácilmente imprimible a dos páginas en hojas A4t, o directamente en A5 para encuadernado. De requerir ser citadot, el mayor problema es no disponer del nombre del traductort, para acudir a un ISBN. Por lo tantot, si le gusta este librot, señor lectort, y requiere citarset, tómese el trabajo de ir a su librería amiga y comprarse al menos una linda versión usadat, que podrá conseguir por algunas chapas. 2013 (En Argentinat, las leyes de propiedad intelectual protegen una obra hasta treinta años luego de la muerte del autort, quién ha fallecido en 1937)
  • 5. Un resultado y un prólogo 1 De una clínica particular para enfermos mentales situada cerca de Providencet, Rhode Islandt, desapareció recientemente una persona de caracerísicas muy notables. Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a re- gañadientes por su apenado padret, tesigo del desarrollo de una aberración quet, si en un principio no pasó de simple ex- centricidadt, con el tiempo se había trasformado en manía peli- grosa que implicaba la posible exisencia de tendencias homi- cidas y un cambio peculiar en los contenidos manifesos de la mente. Los médicos confesan el desconcierto que les produjo aquel casot, dado que presentaba al mismo tiempo anomalías de carácer fsiológico y sicológico. En primer lugart, el pacientet, que contaba veintiséis añost, aparentaba mucha más edad de la que tenía. Es cierto que los trasornos mentales provocan un envejecimiento prematurot, pero el rosro de aquel joven había adquirido la expresión que en circunsancias normales sólo poseen las personas de edad muy avanzada. En segundo lugart, sus procesos orgánicos mos- traban un extraño desequilibriot, sin paralelo en la hisoria de la medicina. El sisema respiratorio y el corazón acuaban con desconcertante falta de simetríat, la voz era un susurro apenas audiblet, la digesión era increíblemente prolongadat, y las reac- ciones nerviosas a los esímulos normales no guardaban la me- 1
  • 6. Un resultado y un prólogo nor relación con nada de lo regisrado hasa entoncest, ni nor- mal ni patológico. La piel tenía una frialdad morbosa y la es- trucura celular de los tejidos era exageradamente tosca y poco coherente. Incluso un gran lunar de color oliváceo que tenía desde su nacimiento en la cadera había desaparecido mientras se formaba en su pecho una extraña verruga o man- cha negruzca. En generalt, todos los médicos coinciden en afr- mar que los procesos del metabolismo habían sufrido en Ward un receso sin precedentes. También psicológicamente era Charles Ward un caso úni- co. Su locura no guardaba la menor semejanza con ninguna de las manifesaciones de la alienación regisradas en los tratados más recientes y exhausivos sobre el temat, y acabó creando en él una energía mental que le habría convertido en un genio o un caudillo de no haber asumido aquella forma extraña y gro- tesca. El docor Willett, médico de la familiat, afrma que la ca- pacidad mental del pacientet, a juzgar por sus respuesas a te- mas ajenos a la esfera de su demenciat, había aumentado desde su reclusión. Wardt, es ciertot, fue siempre un erudito entrega- do al esudio de tiempos pasadost, pero ni el más brillante de los trabajos que había llevado a cabo hasa entonces revelaba la prodigiosa inteligencia que desplegó durante el curso de los interrogatorios a que le sometieron los alienisas. De hechot, la mente del joven parecía tan lúcida que fue en extremo difícil conseguir un mandamiento legal para su reclusiónt, y única- mente el tesimonio de varias personas relacionadas con el caso y la exisencia de lagunas anormales en el acervo de sus conocimientost, permitieron su internamiento. Hasa el mo- mento de su desaparición fue un voraz lecor y un gran con- versador en la medida en que se lo permitía la debilidad de su 2
  • 7. El caso de Charles Dexter Ward vozt, y perspicaces observadorest, sin prever la posibilidad de su fugat, predecían que no tardaría en salir de la clínicat, cura- do. 2 Unicamente el docor Willett, que había asisido a la madre de Ward cuando ése vino al mundo y le había viso crecer físi- ca y espiritualmente desde entoncest, parecía asusado ante la idea de su futura libertad. Había pasado por una terrible expe- riencia y había hecho un terrible descubrimiento que no se atrevía a revelar a sus escépticos colegas. En realidadt, Willet representa por sí solo un miserio de menor entidad en lo que concierne a su relación con el caso. Fue el último en ver al pa- ciente antes de su huida y salió de aquella conversación fnal con una expresiónt, mezcla de horror y de aliviot, que más de uno recordó tres horas despuést, cuando se conoció la noticia de la fuga. Es ese uno de los enigmas sin resolver de la clínica del docor Waite. Una ventana abierta a una altura de sesenta pies del suelo no parece obsáculo fácil de salvart, pero lo cierto es que después de aquella conversación con Willet el joven ha- bía desaparecido. El propio médico no sabe que explicación ofrecert, aunquet, por raro que parezcat, esá ahora mucho más tranquilo que antes de la huida. Algunost, bien es ciertot, tienen la impresión de que a Willet le gusaría hablart, pero que no lo hace por temor a no ser creído. El vio a Ward en su habita- ciónt, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron a la puerta en vano. Cuando la abrieront, el paciente había des- aparecido y lo único que encontraron fue la ventana abierta y 3
  • 8. Un resultado y un prólogo una fría brisa abrileña que arrasraba una nube de polvo gris―azulado que casi les asfxió. Sít, los perros habían aullado poco antest, pero eso ocurrió mientras Willet se hallaba toda- vía presente. Más tarde no habían mosrado la menor inquie- tud. El padre de Ward fue informado inmediatamente por telé- fono de lo sucedidot, pero demosró más triseza que asombro. Cuando el docor Waite le llamó personalmentet, Willet había hablado ya con él y ambos negaron ser cómplices de la fuga o tener incluso conocimiento de ella. Los únicos datos que se han podido recoger sobre lo ocurridot, proceden de amigos muy íntimos de Willet y del padre de Wardt, pero son dema- siado descabellados y fantásicos para que nadie pueda darles crédito. El único dato positivot, es que hasa el momento pre- sente no se ha encontrado rasro del loco desaparecido. Charles Ward se afcionó al pasado ya en su infancia. Sin duda el guso le venía de la venerable ciudad que le rodeaba y de las reliquias de tiempos pretéritos que llenaban todos los rincones de la mansión de sus padres situada en Prospec Streett, en la cresa de la colina. Con los añost, aumentó su de- voción a las cosas antiguas hasa el punto de que la hisoriat, la genealogía y el esudio de la arquitecura colonial acabaron ex- cluyendo todo lo demás de la esfera de sus intereses. Conviene tener en cuenta esas afciones al considerar su locura ya quet, si bien no forman el núcleo absoluto de ésat, representan un importante papel en su forma superfcial. Las lagunas menta- les que los alienisas observaron en Ward esaban relaciona- das todas con materias modernas y quedaban contrapesadas por un conocimiento del pasado que parecía excesivot, pueso que en algunos momentos se hubiera dicho que el paciente se trasladaba literalmente a una época anterior a través de una 4
  • 9. El caso de Charles Dexter Ward especie de autohipnosis. Lo más raro era que Ward última- mente no parecía interesado en las antigüedades que tan bien conocíat, como si su prolongada familiaridad con ellas las hu- biera despojado de todo su atracivot, y que sus esfuerzos fna- les tendieron indudablemente a trabar conocimiento con aque- llos hechos del mundo moderno que de un modo tan absoluto e indiscutible había deserrado de su cerebro. Procuraba ocul- tarlot, pero todos los que le observaron pudieron darse cuenta de que su programa de lecuras y conversaciones esaba presi- dido por el frenético deseo de empaparse del conocimiento de su propio tiempo y de las perspecivas culturales del siglo veintet, perspecivas que debían haber sido las suyas pueso que había nacido en 1902 y se había educado en escuelas de nuesra época. Los alienisas se preguntan ahora cómo se las arreglará el paciente para moverse en el complicado mundo acual teniendo en cuenta su desfase de información. La opi- nión que prevalece es que permanecerá en una situación hu- milde y oscura hasa que haya conseguido poner al día su re- serva de conocimientos. Los comienzos de la locura de Ward son objeto de discu- sión entre los alienisas. El docor Lymant, eminente autoridad de Bosont, los sitúa entre 1919 y 1920t, años que corresponden al último curso que siguió el joven Ward en la Moses Brown School. Fue entonces cuando abandonó repentinamente el es- tudio del pasado para dedicarse a las ciencias ocultas y cuando se negó a prepararse para el ingreso en la universidad pretex- tando que tenía que llevar a cabo invesigaciones privadas mu- cho más importantes. Sus cosumbres sufrieron por entonces un cambio radicalt, pues pasó a dedicar todo su tiempo a revi- sar los archivos de la ciudad y a visitar antiguos cementerios 5
  • 10. Un resultado y un prólogo en busca de una tumba abierta en 1771t, la de su antepasado Jo- seph Curwent, algunos de cuyos documentos decía haber en- contrado tras el revesimiento de madera de las paredes de una casa muy antigua situada en Olney Courtt, casa que Cu- rwen había habitado en vida. Es innegable que durante el invierno de 1919―20 se operó una gran transformación en él. A partir de entonces interrum- pió bruscamente sus esudios y se lanzó de lleno a un desespe- rado bucear en temas de ocultismot, locales y generalest, sin re- nunciar a la persisente búsqueda de la tumba de su antepasa- do. Sin embargot, el docor Willet disiente subsancialmente de esa opinión basando su veredico en el íntimo y continuo con- taco que mantuvo con el paciente y en ciertas invesigaciones y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su relación con él. Aquellas invesigaciones y aquellos descubri- mientos han dejado en el médico una huella tan profunda que su voz tiembla cuando habla de ellos y su mano vacila cuando trata de describirlos por escrito. Willet admite quet, en cir- cunsancias normalest, el cambio de 1919―1920 habría señala- do el principio de la decadencia progresiva que había de culmi- nar en la trise locura de 1928t, perot, basándose en observacio- nes personalest, cree que en ese caso debe hacerse una disin- ción más sutil. Reconoce que el muchacho era por tempera- mento desequilibradot, en extremo susceptible y anormalmen- te entusiasa en sus respuesas a los fenómenos que le rodea- bant, pero se niega a admitir que aquella primera alteración se- ñalara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por el contrariot, da crédito a la afrmación del propio Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efeco sobre el 6
  • 11. El caso de Charles Dexter Ward pensamiento humano habría de sert, probablementet, maravillo- so y profundo. Willet esaba convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio poseriort, después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguost, después de que hiciese aquel largo viaje a extraños lugares del extranjero y de que re- citara unas terribles invocaciones en circunsancias inusitadas y secretast, después de que recibiera ciertas respuesas a aque- llas invocaciones y de que escribiera una carta desesperada en circunsancias angusiosas e inexplicablest, después de la olea- da de varnpirismo y de las ominosas habladurías de Pawtuxett, y después de que el paciente comenzara a deserrar de su me- moria las imágenes contemporáneas al tiempo que su voz de- caía y su aspeco físico experimentaba las sutiles modifcacio- nes que tantos observaron poseriormente. Sólo en aquella última épocat, afrma Willet con gran agu- dezat, el esado mental de Ward adquirió caraceres de pesadi- lla. Dice también el docor esar totalmente seguro de que exisen pruebas sufcientes que validan la pretensión del joven en lo que concierne a su crucial descubrimiento. En primer lu- gart, dos obreros de notable inteligencia fueron tesigos del ha- llazgo de los antiguos documentos de Curwen. En segundo lu- gart, el joven le había enseñado en una ocasión aquellos docu- mentost, además de una página del diario de su antepasadot, y todo ello parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haber- los encontrado es una realidad visible y Willet había tenido ocasión de echarles una rápida ojeada fnal en parajes cuya exisencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda demos- trarse. Luego esaban los miserios y coincidencias de las car- tas de Orne y Hutchisont, el problema de la caligrafía de Cu- 7
  • 12. Un resultado y un prólogo rwent, y lo que los detecives descubrieron acerca del docor Allent, todo eso más el terrible mensaje en caraceres medieva- les que Willet se encontró en el bolsillo cuando recobró el co- nocimiento después de su asombrosa experiencia. Y aún había algo mást, la prueba más concluyente de todas. Exisían dos espantosos resultados que el. Docor había obteni- do de cierto par de fórmulas durante sus invesigaciones fna- lest, resultados que probaban virtualmente la autenticidad de los documentos y sus monsruosas implicacionest, al mismo tiempo que los negaba para siempre al conocimiento humano. 3 La infancia y juventud de Charles Ward pertenecen al pasa- do tanto como las antigüedades que tan profundamente ama- ra. En el otoño de 1918 y demosrando un considerable guso por el adiesramiento militar de ese períodot, Ward se matricu- ló en la Moses Brown Schoolt, que esaba muy cerca de su casa. El antiguo edifcio central de la academiat, erigido en 1819t, le había atraído siempret, y el espacioso parque en el cual se asentaba satisfacía por completo su afción a los paisajes. Sus acividades sociales eran escasas. Pasaba la mayor parte de las horas en casat, paseandot, asisiendo a clases y ejercicios de entrenamientot, y buscando datos arqueológicos y genealógi- cos en el Ayuntamientot, la Biblioteca públicat, el Ateneot, los locales de la Sociedad Hisóricat, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brownt, y en la Biblio- teca Shepleyt, recientemente inaugurada en Beneft Street. Po- demos imaginárnoslo tal como era en esa época: altot, delgado y rubiot, ligeramente encorvadot, y de mirada pensativa. Vesía 8
  • 13. El caso de Charles Dexter Ward con cierto desaliño y producía una impresión más de inofensi- va torpeza que de falta de atracivo. Sus paseos eran siempre aventuras en el campo de la anti- güedad y en el curso de ellas conseguía extraer de las miríadas de reliquias de la espléndida ciudad antigua un cuadro vívido y coherente de los siglos precedentes. Su hogar era una gran mansión de esilo georgiano edifcada en la cumbre de la coli- na que se alza al ese del río y desde cuyas ventanas traseras se divisan los chapitelest, las cúpulast, los tejados y los rascacie- los de la parte baja de la ciudadt, al igual que las colinas purpú- reas que se yerguen a lo lejost, en la campiña. En esa casa na- ció y a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo rojot, le sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca consruida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasabant, siempre a lo largo de aquella calle suntuosat, junto a mansiones de la- drillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas co- lumnas dóricas que dormíant, seguras y lujosast, entre genero- sos patios y jardinest, y continuaban en dirección a los impo- nentes edifcios de la universidad. Le habían paseado también a lo largo de la soñolienta Con- gdon Streett, situada algo más abajo en la falda de la colina y fanqueada de edifcios orientados a levante y asentados sobre altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguast, ya que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la llanura hasa las alturast, y en aquellos paseos Ward se había ido empapando del colorido de una fantásica ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospec Terrace a charlar con los guardiast, y uno de los primeros re- cuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía 9
  • 14. Un resultado y un prólogo hacia occidentet, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas que una tarde de invierno contemplara desde aquella terraza y que se desacabat, violento y mísicot, contra una puesa de sol febril y apocalíptica llena de rojost, de doradost, de púrpuras y de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océanot, la vasa cúpula marmórea del edifcio de la Cámara Legislativa con la esatua que la coronaba rodeada de un halo fantásico formado por un pequeño claro abierto entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del cre- púsculo. Cuando creció empezaron sus famosos paseost, primero con su niñerat, impacientemente arrasradat, y luego solot, hundido en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba niveles más antiguos y fantásicos de la vieja ciudad. Bajaba por Jenckes Streett, bordeada de paredes negras y frontispicios colonialest, hasa el rincón de la umbría Beneft Street donde se detenía frente a un edifcio de madera centenariot, con sus dos puertas fanqueadas por pilasras jónicas. A un lado se alzaba una casita campesre de enorme antigüedadt, tejadillo esilo ho- landés y jardín que no era sino los resos de un primitivo huer- tot, y al otro la mansión del juez Durfeet, con sus derruidos vesigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios iban convir- tiéndose lentamente en suburbiost, pero los olmos gigantescos proyecaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el muchacho gusaba de callejeart, en dirección al surt, entre las largas hileras de mansiones anteriores a la Independenciat, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Char- les podía imaginar aquellos edifcios tales como cuando la ca- 10
  • 15. El caso de Charles Dexter Ward lle fue nuevat, coloreados los frontones cuya ruina era ahora evidente. Hacia el oese el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí bajaba Ward hacia la antigua Town Street que los fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la orilla del río en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas don- de se apiñaban las casas de inmensa antigüedadt, perot, a pesar de la fascinación que sobre él ejercíant, hubo de pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a recorrer su arcaica verticali- dad por miedo a que resultaran ser un sueño o la puerta de en- trada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arries- gado continuar a lo largo de Beneft Street y pasar junto a la verja de hierro de la oculta iglesia de San Juant, la parte trasera del Ayuntamiento edifcado en 1761t, y la ruinosa posada de la Bola de Orot, donde un día se alojara Washington. En Meeting Street ―la famosa Gaol Lane y King Street de épocas poserio- res―t, se detenía y volvía la mirada al ese para ver el arquea- do vuelo de escalones de piedra a que había tenido que recu- rrir el camino para trepar por la laderat, y luego hacia el oeset, para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al buso de Shakespeare que ador- na la fachada del edifcio donde se imprimiót, en días anterio- res a la Independenciat, la Providence Gazete and Country Jour- nal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptisat, consruida en 1775t, con su inigualable chapitelt, obra de Gibbst, rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían fotar en el aire. Desde aquel lugart, en dirección al surt, las calles iban mejorando de aspeco hasa forecert, al fnt, en un maravilloso grupo de mansiones antiguast, pero hacia el oeset, las viejas ca- llejuelas seguían despeñándose ladera abajot, especrales en su 11
  • 16. Un resultado y un prólogo arcaísmot, hasa hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pa- sado de intermediario con las Indias Orientalest, entre miseria y vicios políglotast, entre barracones decrépitos y almacenes mugrientost, entre innumerables callejones que han sobrevivi- do a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correot, Lingotet, Orot, Platat, Monedat, Doblónt, Soberanot, Librat, Dólar y Centavo. Mas tardet, una vez que creció y se hizo más aventurerot, el joven Ward comenzó a adentrarse en aquel laberinto de casas semiderruidast, dinteles rotost, peldaños carcomidost, balausra- das retorcidast, rosros aceitunados y olores sin nombre. Reco- rría las callejuelas serpenteantes que conducían de South Main a South Watert, escudriñando los muelles donde aún to- caban los vapores que cruzaban la bahíat, y volvía hacia el nor- te dejando atrás los almacenes consruidos en 1816 con sus te- jados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente Grande donde continúa frme sobre sus viejos arcos el merca- do edifcado en 1773. En aquella plaza se detenía extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad anti- gua que corona la vasa cúpula de la nueva iglesia de la Chris- tian Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo. Le gusaba llegar allí al atardecer cuando los rayos del sol po- niente tocan los muros del mercado y los tejados centenariost, envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde anta- ño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una prolongada contemplación se embriagaba con amor de poeta ante el especáculot, y en aquel esado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer subiendo lentamente la colinat, pasando junto a la vieja iglesia blanca y recorriendo ca- 12
  • 17. El caso de Charles Dexter Ward llejas empinadas donde los últimos refejos del sol atisbaban desde los crisales de las ventanas y las primeras luces de los faroles arrojaban su resplandor sobre dobles tramos de pelda- ños y extrañas balausradas de hierro forjado. Otras vecest, sobre todo en años poseriorest, prefería buscar contrases más vivos. Dedicaba la mitad de su paseo a los ba- rrios coloniales semiderruidos situados al noroese de su casat, allí donde la colina desciende hasa la pequeña meseta de Stampers Hillt, con su gheto y su barrio negro arracimados en torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boson antes de la Independenciat, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles Georget, Benevolentt, Power y Williamst, donde permanecen incólumes las antiguas propiedades rodeadas de jardincillos cercados y praderas empinadas en que reposan tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseost, y los dili- gentes esudios que los acompañabant, contribuyeron a fomen- tar una pasión por lo antiguo que terminó expulsando al mun- do moderno de la mente de Ward. Sólo ellos nos proporcionan una idea de las caracerísicas del terreno mental en el que fue a caert, aquel fatídico invierno de 1919―1920t, la semilla que produjo tantos y tan extraños frutos. El docor Willet esá convencido de quet, hasa el primer cambio que se produjo en su mente aquel inviernot, la afción de Charles Ward por las cosas antiguas esuvo desprovisa de toda inclinación morbosa. Los cementerios sólo le atraían por su posible interés hisóricot, y su temperamento era pacífco y tranquilo. Luegot, paulatinamentet, pareció desarrollarse en él la extraña secuela de uno de sus triunfos genealógicos del año anterior: el descubrimientot, entre sus antepasados por línea maternat, de un hombre llamado Joseph Curwen que había lle- 13
  • 18. Un resultado y un prólogo gado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban inquie- tantes hisorias. El tatarabuelo de Wardt, Welcome Potert, se había casado en 1785 con una tal «Ann Tillinghast, hija de Mrs. Elizat, hija a su vez del capitán James Tillinghast». De quién fuera el padre de aquella jovent, la familia no tenía la menor idea. En 1918t, mientras examinaba un volumen manuscrito de los archivos de la ciudadt, nuesro genealogisa encontró un asiento según el cualt, en 1772t, una tal Eliza Curwent, viuda de Joseph Cu- rwent, volvía a adoptart, juntamente con su hija Annt, de siete años de edadt, su apellido de solterat, Tillinghast, alegando que «el nombre de su marido había quedado despresigiado públi- camente en virtud de lo que se había sabido después de su fa- llecimientot, lo cual venía a confrmar un antiguo rumor al que una esposa fel no podía dar crédito hasa que se comprobara por encima de toda dudat». Aquel asiento se descubrió gracias a la separación accidental de dos páginas que habían sido cui- dadosamente pegadas y que se habían tenido por una sola des- de el momento en que se llevara a cabo una lenta revisión de la paginación del libro. Charles Ward comprendió inmediatamente que acababa de descubrir un retatarabuelo suyo desconocido hasa entonces. El hecho le excitó tanto más porque había oído ya vagas alu- siones a aquella persona de la cual no exisían apenas datos concretost, como si alguien hubiese tenido interés especial en borrar su recuerdo. Lo poco que de él se sabía era de una natu- raleza tan singular que no se podía por menos de sentir curio- sidad por averiguar lo que los archiveros de la época colonial se mosraron tan ansiosos de ocultar y de olvidar y por descu- 14
  • 19. El caso de Charles Dexter Ward brir cuáles fueron los motivos que habían despertado en ellos tan extraño deseo. Hasa aquel momentot, Ward se había limitado a dejar que su imaginación divagara acerca del viejo Curwent, pero habien- do descubierto el parentesco que le unía a aquel personaje aparentemente «silenciadot»t, se dedicó a la búsqueda sisemá- tica de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus pesquisas resultaron más frucíferas de lo que esperabat, pues en cartas antiguast, diarios y memorias sin publicar hallados en buhardillas de Providencet, entre polvo y telarañast, en- contró párrafos reveladores que sus autores no se habían to- mado la molesia de borrar. Un documento muy importante a ese respeco apareció en un lugar tan lejano como Nueva Yorkt, donde se conservabant, concretamente en el museo de la Taberna de Frauncest, cartas de la época colonial procedentes de Rhode Island. Sin embargot, el hecho realmente crucial y que a juicio del docor Willet consituyó el origen del desequi- librio mental del jovent, fue el hallazgo efecuado en agoso de 1919 en la vetusa casa de Olney Court. Aquello fuet, induda- blementet, lo que abrió una sima insondable en la mente de Charles Ward. 15
  • 20.
  • 21. Un antecedente y un horror 1 Joseph Curwent, tal como le retrataban las leyendas que Ward había oído y los documentos que había desenterradot, era un individuo sorprendentet, enigmáticot, oscuramente ho- rrible. Había huido de Salemt, trasladándose a Providence ―aquel paraíso universal para personas rarast, librepensadoras o disidentes―t, al comienzo del gran pánico provocado por la caza de brujast, temiendo verse acusado a causa de la vida soli- taria que llevaba y de sus raros experimentos químicos o alqui- misas. Era un hombre incoloro de unos treinta años de edad. Su primer aco en cuanto ciudadano libre de Providence con- sisió en adquirir unos terrenos al pie de Olney Street. En ese lugart, que más tarde se llamaría Olney Courtt, edifcó una casa que susituyó después por otra mayor que se alzó en el mismo emplazamiento y que aún hoy día continúa en pie. El primer detalle curioso acerca de Joseph Curwen es que no parecía envejecer con el paso del tiempo. Montó un nego- cio de transportes marítimos y fuvialest, consruyó un embar- cadero cerca de Mile―End Covet, ayudó a reconsruir el Puen- te Grande en 1713 y la iglesia Congregacionisa en 1723t, y siempre conservó el aspeco de un hombre de treinta o treinta y cinco años. A medida que transcurría el tiempot, aquel hecho empezó a llamar la atención de la gentet, pero Curwen lo expli- caba diciendo que el mantenerse joven era una caracerísica 17
  • 22. Un antecedente y un horror de su familia y que él contribuía a conservarla llevando una vida sumamente sencilla. Desde luegot, nadie sabía cómo conci- liar aquella pretendida sencillez con las inexplicables idas y ve- nidas del reservado comerciante ni con el hecho de que las ventanas de su casa esuvieran iluminadas a todas las horas de la nochet, y se empezó a atribuir a otros motivos su prolongada juventud y su longevidad. La mayoría opinaba que los incesan- tes cocimientos y mezclas de producos químicos que efecua- ba Curwen tenían mucho que ver con su conservación. Se ha- blaba de extrañas susancias que sus barcos traían de Londres o la Indiat, o que él mismo compraba en Newportt, Boson y Nueva Yorkt, y cuando el anciano docor Jabez Bowen llegó de Rehoboth y abrió su farmacia en la plaza del Puente Grandet, se habló de las drogast, ácidos y metales que el taciturno solita- rio adquiría incesantemente en aquella botica. Dando por sen- tado que Curwen poseía una maravillosa y secreta habilidad médicat, muchos enfermos acudieron a él en busca de ayudat, perot, a pesar de que procuró alentar sin comprometerse aque- lla creenciat, y siempre dio alguna pócima de extraño colorido en respuesa a las peticionest, se observó que lo que recetaba a los demás rara vez producía efecos benefciosos. Cuando ha- bían transcurrido más de cincuenta años desde su llegada a Providence sin que en su rosro ni en su porte se hubiera pro- ducido cambio apreciablet, las habladurías se hicieron más sus- picaces y la gente comenzó a compartir con respeco a su per- sona ese deseo de aislamiento que él había demosrado siem- pre. Cartas particulares y diarios íntimos de aquella época reve- lan también que exisían muchos otros motivos por los cuales Joseph Curwen fue objeto primero de admiraciónt, luego de te- 18
  • 23. El caso de Charles Dexter Ward mort, yt, fnalmente de repulsión por parte de sus conciudada- nos. Su pasión por los cementeriost, en los cuales podía vérsele a todas horas y bajo todas circunsanciast, era notoriat, aunque nadie había presenciado ningún hecho que pudiera relacionar- le con vampiros. En Pawtuxet Road tenía una granjat, en la cual solía pasar el veranot, y con frecuencia se le veía cabalgan- do hacia ella a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos criados eran allí una adusa pareja de indios Narragansett, el marido mudo y con el rosro lleno de extrañas cicatricest, y la esposa con un semblante achatado y repulsivot, probablemente debido a un mezcla de sangre negra. En la parte trasera de aquella casa se encontraba el laboratorio donde se llevaban a cabo la mayoría de los experimentos químicos. Los que habían tenido acceso a él para entregar botellast, sacos o cajast, se ha- cían lenguas de los fantásicos alambiquest, crisoles y hornos que habían entreviso en la esancia y profetizaban en voz baja que el misántropo «químicot» ―vocablo que en boca de ellos signifcaba alquimisa― no tardaría en descubrir la Piedra Fi- losofal. Los vecinos más próximos de aquella granja ―los Fen- nert, que vivían a un cuarto de milla de disancia― tenían co- sas más raras que contar acerca de ciertos ruidos quet, según ellost, surgían de la casa de Curwen durante la noche. Se oían gritost, decíant, y aullidos prolongadost, y no les gusaba el gran número de reses que pacían alrededor de la granjat, excesivas para proveer de carnet, leche y lana a un hombre solitario y a un par de sirvientes. Cada semanat, Curwen compraba nuevas reses a los granjeros de Kingsown para susituir a las que des- aparecían. Les preocupaba también un edifcio de piedra que había junto a la casa y que tenía una especie de angosas tro- neras en vez de ventanas. 19
  • 24. Un antecedente y un horror Los ociosos del Puente Grande tenían mucho que decirt, por su partet, de la casa de Curwen en Olney Courtt, no tanto de la que levantó en 1761t, cuando debía contar ya más de un siglo de exisenciat, como de la primerat, una consrucción con una buhardilla sin ventanas y paredes de madera que tuvo buen cuidado de quemar después de su demolición. Había en aque- lla casa ciudadana menos miserios que en la del campot, es ciertot, pero las horas a que se veían iluminadas las ventanast, el sigilo de los dos criados extranjerost, el horrible y confuso farfullar de un ama de llaves francesa increíblemente viejat, la enorme cantidad de provisiones que se veían entrar por aque- lla puerta desinadas a alimentar solamente a cuatro personast, y las caracerísicas de ciertas voces que se oían conversar aho- gadamente a las horas más intempesivast, todo ello unido a lo que se sabía de la granjat, contribuyó a dar mala fama a la mo- rada. En círculos mas escogidos se hablaba igualmente del hogar de Joseph Curwent, ya que a medida que el recién llegado se había ido introduciendo en la vida religiosa y comercial de la ciudadt, había ido entablando relación con sus vecinost, de cuya compañía y conversación podíat, con todo derechot, disfrutar. Se sabía que era de buena cunat, ya que los Curwen o Carwen de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva In- glaterra. Se sabia también que había viajado mucho desde jo- vent, que había vivido una temporada en Inglaterra y efecua- do dos viajes a Orientet, y su léxicot, en las raras ocasiones en que se decidía a hablart, era el de un inglés insruido y culto. Perot, por algún motivo ignoradot, le tenía sin cuidado la socie- dad. Aunque nunca rechazaba de plano a un visitantet, siempre se parapetaba tras el muro de reserva que a pocos se les ocu- 20
  • 25. El caso de Charles Dexter Ward rría nada en esos casos que al decirlo no sonara totalmente va- cuo. En su comportamiento había una especie de arrogancia sar- dónica y crípticat, como si después de haber alternado con se- res extraños y más poderosost, juzgara esúpidos a todos los se- res humanos. Cuando el docor Checkleyt, famoso por su talen- tot, llegó de Boson en 1783 para hacerse cargo del recorado de King’s Churcht, no olvidó visitar a un hombre del que tanto había oído hablart, pero su visita fue muy breve debido a una siniesra corriente oculta que creyó adivinar bajo las palabras de su anftrión. Charles Ward le dijo a su padre una noche de invierno en que hablaban de Curwen t, que daría cualquier cosa por enterarse de lo que el miserioso anciano había dicho al clérigot, pero que todos los diarios íntimos que había podido consultar coincidían en señalar la aversión del docor Check- ley a repetir lo que había oído. El buen hombre había quedado muy impresionado y nunca volvió a mencionar el nombre de Joseph Curwen sin perder visiblemente la calma alegre y culti- vada que le caracerizaba. Más concreto era el motivo que indujo a otro hombre de buena cuna y gran inteligencia a evitar el trato del miserioso ermitaño. En 1746t, John Merritt, caballero inglés muy versado en literatura y cienciast, llegó a Providence procedente de New- port y consruyó una hermosa casa en el ismot, en lo que es hoy el centro del mejor barrio residencial. Fue el primer ciuda- dano de Providence que visió a sus criados de libreat, y se mosraba muy orgulloso de su telescopiot, su microscopio y su escogida biblioteca de obras inglesas y latinas. Al enterarse de que Curwen era el mayor biblióflo de Providencet, Merrit no tardó en ir a visitarlet, siendo acogido con una cordialidad ma- 21
  • 26. Un antecedente y un horror yor de la habitual en aquella casa. La admiración que demos- tró por las repletas esanterías de su anftriónt, en las cuales se alineabant, además de los clásicos griegost, latinos e inglesest, una serie de obras flosófcast, matemáticas y científcast, entre ellas las de autores tales como Paracelsot, Agrícolat, Van Hel- montt, Silvyust, Glaubert, Boylet, Boerhaavet, Becher y Stahlt, im- pulsaron a Curwen a invitarle a inspeccionar el laboratorio que hasa entonces no había abierto para nadiet, y los dos par- tieron inmediatamente hacia la granja en la calesa del visitan- te. El señor Merrit dijo siempre que no había viso nada real- mente horrible en la granjat, pero que los títulos de los libros relativos a temas taumatúrgicost, alquimisas y teológicos que Curwen guardaba en la esantería de una de las salas habían basado para inspirarle un temor imperecedero. Tal vez la ex- presión de su propietario mientras se los enseñaba había con- tribuido a despertar en Merrit aquella sensación. En la extra- ña colecciónt, además de un puñado de obras conocidast, fgura- ban casi todos los cabalisast, demonólogos y magos del mundo entero. Era un verdadero tesoro en el dudoso campo de la al- quimia y la asrología. La Turba Philosopharumt, de Hermes Trismegisus en la edición de Mesnardt, el Liber Invesigationist, de Gebert, La Clave de la sabiduríat, de Artephoust, el cabalísico Zohart, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edi- ción de Zetsnert, el Tesaurus Chemicus de Roger Bacont, la Cla- vis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophicot, de Trithe- miust, se hallaban allí alineadost, uno junto a otro. Judíos y ára- bes de la Edad Media esaban representados con profusiónt, y el señor Merrit palideció cuando al coger un volumen en cuya portada se leía el título de Qanoon-é-Islamt, descubrió que 22
  • 27. El caso de Charles Dexter Ward se trataba en realidad de un libro prohibidot, el Necronomicón del árabe loco Abdul Al-hazredt, del cual había oído decir cosas monsruosas a raíz del descubrimiento de ciertos ritos indes- criptibles en la extraña aldea de pescadores de Kingsportt, en la provincia de la Bahía de Massachusets. Perot, por extraño que parezcat, lo que más inquietó al caba- llero fue un detalle sin importancia aparente. Sobre la enorme mesa de caoba había un volumen muy esropeado de Borellust, con numerosas anotaciones marginales escritas por Curwen. El libro esaba abierto por la mitad aproximadamente y un pá- rrafo aparecía subrayado con unos trazos tan gruesos y tem- blorosos que el visitante no pudo resisir la tentación de echar- le una ojeada. Aquellas líneas le afecaron profundamente y quedaron grabadas en su memoria hasa el fn de sus días. Las reprodujo en su diario y trató en cierta ocasión de recitarlas a su íntimo amigot, el docor Checkleyt, hasa que notó lo mucho que aquellas palabras trasornaban al recor. Decían: «Las Sales de los Animales pueden ser preparadas y conservadas de modo que un hombre hábil puede tener toda el Arca de Noé en su propio esudio y reproducir la forma de un animal a voluntad partiendo de sus ceni- zas, y por el mismo método, partiendo de las Sales esen- ciales del Polvo humano, un flósofo puede, sin que sea nigromancia deliciva, evocar la forma de cualquier Antepasado muerto cuyo cuerpo haya sido incinerado.» Sin embargot, las peores cosas acerca de Joseph Curwen se murmuraban en torno a los muelles de la parte sur de Town Street. Los marineros son gente supersiciosa y aquellos curti- dos lobos de mar que transportaban ront, esclavos y especiast, 23
  • 28. Un antecedente y un horror se santiguaban furtivamente cuando veían la fgura esbelta y engañosamente juvenil de su patrónt, con su pelo amarillento y sus hombros ligeramente encorvadost, entrando en el alma- cén de Doublon Streett, o hablando con capitanes y contrama- esres en el muelle donde atracaban sus barcos. Sus empleados le odiaban y temíant, y sus marineros eran la escoria de la Mar- tinicat, la Habana o Port Royal. Hasa cierto puntot, la parte más intensa y tangible del temor que inspiraba el anciano se debía a la frecuencia con que había de reemplazar a sus mari- neros. Una tripulación cualquiera bajaba a tierra con permisot, varios de sus miembros recibían la orden de hacer algún que otro encargot, y cuando se reunían para volver a bordot, casi in- defeciblemente faltaban uno o más hombres. Como la mayo- ría de los encargos esaban relacionados con la granja de Paw- tuxet Road y muy pocos eran los que habían regresado de aquel lugart, con el tiempo Curwen se encontró con muchas di- fcultades para reclutar sus tripulaciones. Muchos de los mari- neros desertaban después de oír las habladurías de los muelles de Providencet, y susituirles en las Indias Occidentales llegó a convertirse en un serio problema para el comerciante. En 1760t, Joseph Curwen era virtualmente un proscrito sospecho- so de vagos horrores y demoníacas alianzast, mucho más ame- nazadoras por el hecho de que nadie podía precisarlast, ni en- tenderlast, ni mucho menos demosrar su exisencia. La gota que vino a desbordar el vaso pudo ser muy bien el caso de los soldados desaparecidos en 1758. En marzo y abril de aquel añot, dos regimientos reales de paso para Nueva Francia fue- ron acuartelados en Providence produciéndose en su seno una serie de inexplicables desapariciones que superaban con mu- cho el número habitual de deserciones. Se comentaba en voz 24
  • 29. El caso de Charles Dexter Ward baja la frecuencia con que se veía a Curwen hablando con los foraseros de guerrera rojat, y cuando varios de ellos desapare- cieront, la gente recordó lo que sucedía habitualmente con los marineros de sus tripulaciones. Nadie puede decir qué habría sucedido si los regimientos no hubieran recibido al poco tiem- po la orden de marcha. Entretanto los negocios del comerciante prosperaban. Tenía un virtual monopolio del comercio de la ciudad respeco al salitret, la pimienta negra y la canelat, y superaba a todos los demás trafcantest, excepto a los Brownt, en la importación de añilt, algodónt, lanat, salt, hierrot, papelt, objetos de latón y pro- ducos manufacurados ingleses de todas clases. Almacenisas tales como James Greent, dueño del esablecimiento El Elefante de Cheapsidet, los Russell de El Aguila Doradat, comercio situa- do al otro lado del puentet, o Clark y Nightingalet, propietarios de El Pescado y la Sartént, dependían casi enteramente de él para aprovisionarset, mientras que sus acuerdos con las desile- rías localest, queseros y criadores de caballos Narraganset y fa- bricantes de velas de Newportt, le convertían en uno de los pri- meros exportadores de la Colonia. Decidido a luchar contra el osracismo a que le habían con- denadot, comenzó a demosrart, al menos en aparienciat, un gran espíritu cívico. Cuando el Ayuntamiento se incendiót, contribuyó generosamente a las rifas que se organizaron con el fn de recaudar fondos para la consrucción del nuevo edif- cio que aún hoy se alza en la antigua calle mayor. Aquel mis- mo ano 1761 ayudó a reconsruir el Puente Grande después de la riada de ocubre. Repuso muchos de los libros devorados por las llamas en el incendio del Ayuntamiento y participó ge- nerosamente en las loterías gracias a las cuales pudo dotarse a 25
  • 30. Un antecedente y un horror los alrededores del mercado y a Town Street de una calzada empedrada con su andén para peatones en el centro. Por aque- llas fechas edifcó la casa nuevat, sencilla pero de excelente consrucciónt, cuya portada consituye un triunfo de los cince- les. Al separarse en 1743 los seguidores de Whitefeld de la congregación del Dr. Coton y fundar la iglesia del Diácono Snow al otro lado del puentet, Curwen les había seguidot, pero su celo se había ido apagando al mismo tiempo que iba men- guando su asisencia a las ceremonias. Ahorat, sin embargot, volvía a dar muesras de piedad como si con ello quisiera disi- par la sombra que le había arrojado al osracismo y quet, si no se andaba con sumo cuidadot, acabaría también con la buena esrella que hasa entonces había presidido su vida de comer- ciante. El especáculo que ofrecía aquel hombre extraño y pálidot, aparentemente de mediana edad pero en realidad con más de un siglo de vidat, tratando de emerger al fn de una nube de miedo y aversión demasiado vaga para ser analizadat, era a la vez patéticot, dramático y ridículo. Sin embargot, tal es el poder de la riqueza y de los gesos superfcialest, que se produjo cier- ta remisión en la visible antipatía que sus vecinos le prodiga- bant, especialmente una vez que cesaron bruscamente las des- apariciones de los marineros. Posiblemente rodeó también de mayor cuidado y sigilo sus expediciones a los cementeriost, ya que no volvió a ser sorprendido nunca en tales andanzast, y lo cierto es que los rumores acerca de sonidos y movimientos miseriosos en relación con la granja de Pawtuxet disminuye- ron también notablemente. Su nivel de consumo de alimentos y de susitución de reses siguió siendo anormalmente elevadot, pero hasa fecha más modernat, cuando Charles Ward examinó 26
  • 31. El caso de Charles Dexter Ward sus libros de cuentas en la Biblioteca Shepleyt, no se le ocurrió a nadie comparar el gran número de negros que Curwen im- portó de Guinea hasa 1766 con la cifra asombrosamente redu- cida de los que pasaron de sus manos a las de los tratantes de esclavos del Puente Grande o de los plantadores del condado de Narraganset. Ciertamente aquel aborrecido personaje ha- bía demosrado una asucia y un ingenio inconcebibles en cuanto se había dado cuenta de que le era necesario ejercitar tanto la una como el otro. Perot, como es naturalt, el efeco de aquel cambio de acitud fue necesariamente reducido. Curwen siguió siendo detesado y evitadot, probablemente a causa de la juventud que aparenta- ba a pesar de sus muchos añost, y al fnal se dio cuenta de que su fortuna llegaría a resentirse de la generosidad con que tra- taba de granjearse el afeco de sus conciudadanos. Sin embar- got, sus complicados esudios y experimentost, cualesquiera que fuesent, exigían al parecer grandes sumas de dinerot, yt, dado que un cambio de ambiente le habría privado de las ventajas comerciales que había alcanzado en aquella ciudad no podía trasladarse a otra para empezar de nuevo. El buen juicio seña- laba la conveniencia de mejorar sus relaciones con los habitan- tes de Providencet, de modo que su presencia no diera lugar a que se interrumpieran las conversaciones y se creara una at- mósfera de tensión e intranquilidad. Sus empleadost, recluta- dos ahora entre los parados e indigentes a quienes nadie que- ría dar empleot, le causaban muchas preocupacionest, y si logra- ba mantener a su servicio a capitanes y marineros era sólo porque había tenido la asucia de adquirir ascendiente sobre ellos por medio de una hipotecat, una nota comprometedora o alguna información de tipo muy íntimo. En muchas ocasionest, 27
  • 32. Un antecedente y un horror y como observaban espantados los autores de algunos diarios privadost, Curwen demosró poseer facultades de brujo al des- cubrir secretos familiares para utilizarlos en benefcio suyo. Durante los últimos cinco años de su vidat, se llegó a pensar que esos datos que manejaba de un modo tan cruel sólo podía haberlos reunido gracias a conversaciones direcas con los muertos. Así fue como por aquella época llevó a cabo un último y desesperado esfuerzo por ganarse las simpatías de la comuni- dad. Misógino hasa entoncest, decidió contraer un ventajoso matrimonio tomando por esposa a alguna dama cuya posición hiciera imposible la continuación de su osracismot, aunque es probable que tuviera motivos más profundos para desear di- cha alianzat, motivos tan ajenos a la esfera cósmica conocida que sólo los documentos hallados ciento cincuenta años des- pués de su muerte hicieron sospechar de su exisencia. Naturalmente Curwen se daba cuenta de que cualquier cor- tejo por su parte sería recibido con horror e indignaciónt, yt, en consecuenciat, buscó una candidata sobre cuyos padres pudie- ra él ejercer la necesaria presión. Mujeres adecuadas no eran fáciles de encontrar pueso que Curwen exigía para la que ha- bría de ser su esposa unas condiciones especiales de bellezat, prendas personales y posición social. Al fnal sus miradas se posaron en el hogar de uno de sus mejores y más antiguos ca- pitanest, un viudo de muy buena familia llamado Dutie Tillin- ghast, cuya única hijat, Elizat, parecía reunir todas las cualida- des deseadas. El capitán Tillinghas esaba completamente do- minado por Curwen yt, después de una terrible entrevisa en su casa de la colina de Power Lanet, consintió en aprobar la monsruosa alianza. 28
  • 33. El caso de Charles Dexter Ward Eliza Tillinghas tenía en aquellos días dieciocho anos y ha- bía sido educada todo lo bien que la reducida fortuna de su pa- dre permitiera. Había asisido a la escuela de Stephen Jackson y había sido también diligentemente insruida por su madre en las artes y refnamientos de la vida domésica. Un ejemplo de su habilidad para las labores puede admirarse todavía en una de las salas de la Sociedad Hisórica de Rhode Island. Des- de el fallecimiento de la señora Tillinghast, ocurrido en 1757 a causa de la viruelat, Eliza se había hecho cargo del gobierno de la casa ayudada únicamente por una anciana negra. Sus discu- siones con su padre a propósito de la petición de Curwen de- bieron ser muy penosast, aunque no queda consancia de ellas en los documentos de la época. Lo cierto es que rompió su compromiso con el joven Ezra Weedent, segundo ofcial del carguero Enterprise de Crawfordt, y que su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia Baptisa y en presencia de la mejor sociedad de la ciudad. La ceremonia fue ofciada por el vicario Samuel Winson y la Gazete se hizo eco del acontecimiento con una breve reseña quet, en la mayo- ría de los ejemplares del periódico correspondientes a aquella fechat, y archivados en disintos lugarest, parecía haber sido cortada o arrancada. Ward encontró un ejemplar intaco des- pués de mucho rebuscar en los archivos de un coleccionisa particular y observó entonces con regocijo la vaguedad de los términos con que esaba redacada la nota. «El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Cu- rwen, vecino de esa villa, comerciante, contrajo matri- monio con la señorita Eliza Tillinghas, hija del capitán Dutie Tillinghas, joven de muchas virtudes dotada ade- 29
  • 34. Un antecedente y un horror más de gran belleza. Hacemos votos por su perpetua fe- licidad.» La correspondencia Durfee―Arnoldt, descubierta por Char- les Ward poco antes de que presentara los primeros síntomas de locurat, en el museo particular de Melville L. Peters en Geor- gia Streett, y que cubre aquel período y otro ligeramente ante- riort, arroja vívida luz sobre la ofensa al sentimiento público que causó aquella disparatada unión. Sin embargot, la infuen- cia social de los Tillinghas era innegablet, y así una vez más Joseph Curwen vio frecuentado su hogar por personas a las cuales nunca hubiera podido inducirt, de otro modot, a que cru- zasen el umbral de la casa. No se le aceptó totalmentet, ni mu- cho menost, pero sí se levantó la condena al osracismo a que se le había sometido. En el trato de que hizo objeto a su espo- sat, el extraño novio asombró a la comunidad y a ella misma portándose con el mayor miramiento y obsequiándola con toda clase de consideraciones. La nueva mansión de Olney Court esaba ahora completamente libre de manifesaciones inquietantes y aunque Curwen acudía con mucha frecuencia a la granja de Pawtuxett, que dicho sea de paso su esposa no visi- tó jamást, parecía un ciudadano mucho más normal que en cualquier otra época de su residencia en Providence. Sólo una persona seguía abrigando hacia él abierta hosilidad: el joven que había viso roto tan bruscamente su compromiso con Eli- za Tillinghas. Ezra Weeden había jurado vengarse yt, a pesar de su temperamento normalmente apaciblet, alimentaba un odio en su corazón que no presagiaba nada bueno para el hombre que le había robado la novia. 30
  • 35. El caso de Charles Dexter Ward El siete de mayo de 1765 nació la que había de ser única hija de Curwent, Annt, que fue bautizada por el Reverendo John Graves de King’s Churcht, iglesia que frecuentaban los dos es- posos desde su matrimonio como fórmula de compromiso en- tre sus respecivas afliaciones Congregacionisa y Baptisa. El certifcado de aquel nacimientot, así como el de la boda celebra- da dos años antest, había desaparecido de los archivos eclesiás- ticos y municipales. Ward consiguió localizarlost, tras grandes difcultadest, una vez que hubo descubierto el cambio de apelli- do de la viuda y una vez que se despertó en él aquel febril inte- rés que culminó en su locura. El de nacimiento apareció por una feliz coincidencia como resultado de la correspondencia que mantuvo con los herederos del Dr. Gravest, quien se había llevado un duplicado de los archivos de su iglesia al abando- nar la ciudad a comienzos de la guerra de la Independenciat, Ward había recurrido a ellos porque sabía que su tatarabuelat, Ann Tillinghast, había sido episcopalisa. Poco después del nacimiento de su hijat, acontecimiento que pareció recibir con un entusiasmo que contrasaba con su habitual frialdadt, Curwen decidió posar para un retrato. Lo pintó un escocés de gran talento llamado Cosmo Alexandret, residente en Newport en aquella época y que adquirió fama después por haber sido el primer maesro de Gilbert Stuart. Decíase que el retrato había sido pintado sobre uno de los pa- neles de la biblioteca de la casa de Olney Courtt, pero ninguno de los dos diarios en que se mencionaba proporcionaba ningu- na pisa acerca de su poserior desino. En aquel períodot, Cu- rwen dio muesras de una desacosumbrada absracción y pa- saba todo el tiempo que podía en su granja de Pawtuxet Road. Se hallaba continuamentet, al parecert, en un esado de excita- 31
  • 36. Un antecedente y un horror ción o ansiedad reprimidast, como si esperase que fuera a ocu- rrir en cualquier momento algún acontecimiento de fenome- nal importancia o como si esuviese a punto de hacer algún ex- traño descubrimiento. La química o la alquimia debían tener que ver mucho con ellot, ya que se llevó a la granja numerosos volúmenes de la biblioteca de su casa que versaban sobre esos temas. No disminuyó su pretendido interés por el bien de la ciu- dad y en consecuencia no desperdició la oportunidad de ayu- dar a hombres como Stephen Hopkinst, Joseph Brown y Benja- min Wes en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de Pro- vidence que en aquel entonces se hallaba muy por debajo de Newport en lo referente al patronazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenkins en 1763 a abrir una librería de la cual fue desde entonces el mejor clientet, y proporcionó tam- bién ayuda a la combativa Gazete que se imprimía cada miércoles en el edifcio decorado con el buso de Shakespeare. En política apoyó ardientemente al gobernador Hopkins con- tra el partido de Wardt, cuyo núcleo más fuerte se encontraba en Newportt, y el elocuente discurso que pronunció en 1765 en el Hacher’s Hall en contra de la proclamación de North Provi- dence como ciudad independientet, contribuyó más que ningu- na otra cosa a disipar los prejuicios exisentes contra él. Pero Ezra Weedent, que le vigilaba muy de cercat, sonreía cínicamen- te ante aquella acitudt, que él juzgaba insincerat, y no se recata- ba en afrmar que no era más que una máscara desinada a en- cubrir un horrendo comercio con las más negras fuerzas del Averno. El vengativo joven inició un esudio sisemático del extraño personaje y de sus andanzast, pasando noches enteras en los muelles cuando veía luz en sus almacenes y siguiendo a 32
  • 37. El caso de Charles Dexter Ward sus barcost, que a veces zarpaban silenciosamente en dirección a la bahía. Sometió también a esrecha vigilancia la granja de Pawtuxet y en cierta ocasión fue mordido salvajemente por los perros que en su persecución soltaron los criados indios. 2 En 1766 se produjo el cambio fnal en Joseph Curwen. Fue muy repentino y pudo ser observado por toda la población porque el aire de ansiedad y expecación que le envolvía cayó como una capa vieja para dar paso inmediato a una mal disi- mulada expresión de completo triunfo. Daba la impresión de que a Curwen le resultaba difícil contener el deseo de procla- mar públicamente lo que había hecho o averiguadot, perot, al parecert, la necesidad de guardar el secreto era mayor que el afán de compartir su regocijot, ya que no dio a nadie ninguna explicación. Después de aquella transformación que tuvo lu- gar a primeros de juliot, el siniesro erudito empezó a asombrar a todos demosrando poseer cierto tipo de información que solo podían haberle facilitado antepasados suyos fallecidos muchos años antes. Pero las acividades secretas de Curwen no cesaront, ni mu- cho menost, con aquel cambio. Por el contrariot, tendieron a au- mentart, con lo cual fue dejando más y más sus negocios en manos de capitanes unidos a él por lazos de temor tan podero- sos como habían sido anteriormente los de la miseria. Abando- nó el comercio de esclavos alegando que los benefcios que le reportaba eran cada vez menores. Pasaba casi todo el tiempo en su granja de Pawtuxett, aunque de vez en cuando alguien decía haberle viso en lugares muy cercanos a cementeriost, 33
  • 38. Un antecedente y un horror con lo que las gentes se preguntaron hasa qué punto habrían cambiado realmente las antiguas cosumbres del comerciante. Ezra Weedent, a pesar de que sus períodos de espionaje eran necesariamente breves e intermitentes debido a los viajes que le imponía su profesiónt, poseía una vengativa persisencia de que carecían ciudadanos y campesinost, y sometía las idas y ve- nidas de Curwen a una vigilancia mayor de la que nunca co- nocieran. Muchas de las extrañas maniobras de los barcos del comer- ciante habían sido atribuidas a lo inesable de aquella época en que los colonos parecían decididos a eludir como fuera las esi- pulaciones del Aca del Azúcar. El contrabando era cosa habi- tual en la Bahía de Narraganset y los desembarcos nocurnos de importaciones ilícitas esaban a la orden del día. Pero Wee- dent, que seguía noche tras noche a las embarcaciones que zar- paban de los muelles de Curwent, no tardó en convencerse de que no eran únicamente los barcos de la armada de Su Majes- tad lo que el siniesro trafcante deseaba evitar. Con anteriori- dad al cambio de 1766t, aquellas embarcaciones habían trans- portado principalmente negros encadenadost, que eran desem- barcados en un punto de la cosa situado al norte de Pawtuxett, y conducidos poseriormente campo a traviesa hasa la granja de Curwent, donde se les encerraba en aquel enorme edifcio de piedra que tenía esrechas troneras en vez de ventanas. Pero a partir de 1766 todo cambió. La importación de esclavos cesó repentinamente y durante una temporada Curwen inte- rrumpió las navegaciones nocurnas. Luegot, en la primavera de 1767t, las embarcaciones volvieron a zarpar de los muelles oscuros y silenciosos para cruzar la bahía y llegar a Nanquit Pointt, donde se encontraban con barcos de tamaño considera- 34
  • 39. El caso de Charles Dexter Ward ble y aspeco muy diverso de los que recibían cargamento. Los marineros de Curwen desembarcaban luego la mercancía en un punto determinado de la cosa y desde allí la transportaban a la granjat, dejándola en el mismo edifcio de piedra que había dado alojamiento a los negros. El cargamento consisía casi en- teramente en cajonest, de los cuales gran número tenía una for- ma oblongat, forma que recordaba ominosamente la de los ataúdes. Weeden vigilaba la granja con incansable asiduidadt, visi- tándola noche tras noche durante largas temporadas. Rara- mente dejaba pasar una semana sin acercarse a ella excepto cuando el terreno esaba cubierto de nievet, en la que habría dejado impresas sus huellast, y aun en esos días se aproximaba lo más posible cuidando de no salirse de la vereda o de cami- nar sobre el hielo del río vecino a la granjat, con el fn de poder ver si había rasros de pisadas en torno a la casa. Para no inte- rrumpir la vigilancia durante las ausencias que le imponía su trabajot, se puso de acuerdo con un amigo que solía beber con él en la tabernat, un tal Eleazar Smitht, que desde entonces le susituyó en su tarea. Entre los dos pudieron haber hecho cir- cular rumores extraordinariost, y si no lo hicieront, fue sola- mente porque sabían que publicar ciertas cosas habría tenido el efeco de alertar a Curwen haciéndoles imposible toda in- vesigación poseriort, cuando lo que ellos querían era enterar- se de algo concreto antes de pasar a la acción. De todos modos lo que averiguaron debió ser realmente sorprendente. En más de una ocasión dijo Charles Ward a sus padres cuánto lamen- taba que Weeden hubiese quemado su cuaderno de notas. Lo único que se sabe de sus descubrimientos es lo que Eleazar Smith anotó en un diariot, no muy coherente por ciertot, y lo 35
  • 40. Un antecedente y un horror que otros autores de diarios íntimos y cartas repitieron des- pués tímidamentet, es decirt, que la propiedad campesre era so- lamente tapadera de una peligrosa amenaza cuya profundidad escapaba a toda comprensión. Se cree que Weeden y Smith quedaron convencidos al poco tiempo de comenzar sus invesigaciones de que por debajo de la granja se extendía una red de catacumbas y túneles habita- dos por numerosas personas además del viejo indio y su espo- sa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVIIt, con una enorme chimenea central y ventanas romboides y enrejadast, y el laboratorio se hallaba en la parte nortet, donde el tejado lle- gaba casi hasa el suelo. El edifcio esaba completamente aisla- dot, perot, a juzgar por las disintas voces que se oían en su inte- rior a las horas más inusitadast, debía llegarse a él a través de secretos pasadizos subterráneos. Aquellas vocest, hasa 1766t, consisían en murmullos y susurros de negros mezclados con gritos espantosos y extraños cánticos o invocaciones. A partir de aquella fechat, se convirtieron en explosiones de furor frené- ticot, ávidos jadeos y gritos de protesa proferidos en diversos idiomast, todos ellos conocidos por Curwent, que provocaban réplicas teñidas en muchos casos de un acento de reproche o de amenaza. A veces parecía que había varias personas en la casa: Cu- rwent, varios prisioneros y los guardianes de esos. Había acen- tos que ni Weeden ni Smith habían oído jamást, a pesar de su extenso conocimiento de puertos extranjerost, y otros que identifcaban como pertenecientes a una u otra nacionalidad. Sonaba aquello como una especie de catequesis o como si Cu- rwen esuviera arrancando cierta información a unos prisione- ros aterrorizados o rebeldes. 36
  • 41. El caso de Charles Dexter Ward Había recogido Weeden en su cuaderno al pie de la letra fragmentos de conversaciones en inglést, francés y españolt, las lenguas que él conocía y que con más frecuencia utilizaba Cu- rwent, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado. Afrmaba el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos re- lativos al pasado de varias familias de Providencet, la mayoría de las preguntas y respuesas que pudo entender se referían a cuesiones hisóricas o científcas a veces pertenecientes a épo- cas y lugares muy remotos. En cierta ocasiónt, por ejemplot, un personaje que se mosraba a ratos enfurecido y a ratos adusot, fue interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Prín- cipe Negro en Limoges en 1370 como si la masacre hubiera obedecido a un motivo secreto que él debiera conocer. Cu- rwen le preguntó al prisionero ―si es que era prisionero si el motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar de la vieja Cripta romana sita bajo la catedralt, o el hecho de que el Hombre Oscuro del Alto Aquelarre de Viena hubiera pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesa a sus preguntast, el inquisidor recurriót, al parecert, a medidas extre- mast, ya que se oyó un terrible alarido seguido de un extraño silencio y el ruido de un cuerpo que caía. Ninguno de aquellos coloquios tuvo tesigos ocularest, ya que las ventanas esaban siempre cerradas y veladas por corti- nas. Sin embargot, en cierta ocasiónt, durante un diálogo mante- nido en un idioma desconocidot, Weeden vio una sombra a tra- vés de una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a uno de los muñecos de un especáculo que había presenciado en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764t, cuando un hombre de Germantownt, Pensilvaniat, había dado una representación anunciada como «Visa de la Famosa Ciudad de Jerusalént, en 37
  • 42. Un antecedente y un horror la cual esán representadas Jerusalént, el Templo de Salomónt, su Trono Realt, las Famosas Torres y Colinast, así como los su- frimientos de Nuesro Salvador desde el Huerto de Getsemaní hasa la Cruz del Gólgotat, una valiosa obra de imaginería dig- na de verset». Fue en aquella ocasión cuando el oyentet, que se había acercado más de la cuenta a la ventana de la sala donde tenía lugar la conversaciónt, dio un respingo que alertó a la pa- reja de indiost, los cuales le soltaron los perros. Desde aquella noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casat, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen ha- bía trasladado su campo de acción a las regiones inferiores. Qe tales regiones exisíant, parecía un hecho cierto. Débi- les gritos y gemidos surgían de la tierra de vez en cuando en lugares muy apartados de la viviendat, y cerca de la orilla del ríot, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía suavemente hasa el valle del Pawtuxett, se encontrót, oculta en- tre arbusost, una puerta de roble en forma de arco y encajada en un marco de pesada mamposería que consituía evidente- mente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la colina. Wee- den no podía decir cuándo ni cómo habían sido consruidas aquellas catacumbast, pero sí se refería con frecuencia a la faci- lidad con que por el río podían haber llegado hasa aquel lugar grupos de trabajadores. Era evidente que Joseph Curwen enco- mendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las intensas lluvias de la primavera de 1769t, los dos jóvenes vigila- ron atentamente las empinadas márgenes del río para compro- bar si las aguas ponían al descubierto algún secreto soterradot, y su paciencia se vio recompensada con el especáculo de una profusión de huesos humanos y de animales en aquellos luga- res donde el agua había excavado unas profundas depresiones. 38
  • 43. El caso de Charles Dexter Ward Naturalmentet, el hallazgo podía tener diversas explicaciones dado que en la granja cercana se criaba ganado y que por aquellos parajes abundaban los cementerios indiost, pero Wee- den y Smith prefrieron sacar del descubrimiento sus propias conclusiones. En enero de 1770t, mientras Weeden y Smith se devanaban inútilmente los sesos tratando de encontrar una explicación a aquellos desconcertantes sucesost, ocurrió el incidente del For- taleza. Exasperado por la quema del buque aduanero Liberty ocurrida en Newport el verano anteriort, el almirante Wallacet, que mandaba la fota encargada de la vigilancia de aquellas cosast, ordenó que se extremara el control de los barcos ex- tranjerost, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majesad Cygnet capturó tras corta persecución a la chalana Fortalezat, de Barce- lonat, Españat, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana había zarpadot, según el diario de navegaciónt, de El Cairot, Egiptot, con desino a Providence. Cuidadosamente regisrada en busca de material de contrabandot, la chalana reveló el he- cho asombroso de que su cargamento consisía exclusivamen- te en momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A. B. C.t»t, quien debía acudir a recoger la mercancía a la altura de Nanquit Point y cuya identidad el capitán Arruda se negó a re- velar. El vicealmirante Courtt, de Newportt, no sabiendo qué ha- cer ante la naturaleza de aquel cargamentot, quet, si bien no po- día ser califcado de contrabandot, tampoco se ateníat, por el se- creto con que era transportadot, a las normas legalest, dejó a la chalana en libertad prohibiéndola atracar en las aguas de Rho- de Island. Más tarde circuló el rumor de que había sido visa a la altura de Bosont, aunque nunca llegó a entrar en aquel puer- to. 39
  • 44. Un antecedente y un horror El extraño incidente fue muy comentado en Providence y pocos fueron los que dudaron que exisiera alguna relación en- tre el extraño cargamento de momias y el siniesro Joseph Cu- rwen. Nadie que supiera de sus exóticos esudios y extrañas importaciones de producos químicost, a más de la afción que sentía por los cementeriost, necesitó mucha imaginación para conecar su nombre con un cargamento que no podía ir desi- nado a ningún otro habitante de Providence. Probablemente apercibido de aquella lógica sospechat, Cu- rwen procuró dejar caer en varias ocasiones ciertas observa- ciones acerca del valor químico de los bálsamos contenidos en las momias pensandot, quizát, revesir así al asunto de cierta normalidadt, pero sin admitir jamás que tuviera participación alguna en él. Weeden y Smith no tuvieron por su parte ningu- na duda acerca del signifcado del incidente y continuaron ela- borando las más descabelladas teorías respeco a Curwen y sus monsruosos trabajos. Durante la primavera siguientet, al igual que había sucedido el año anteriort, llovió muchot, y con tal motivo los dos jóvenes sometieron a esrecha vigilancia la orilla del río situada a es- paldas de la granja de Curwen. Las aguas arrasraron gran cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de huesost, pero no quedó a la visa ningún camino subterráneo. Sin embargot, algo se rumoreó por aquel entonces en la aldea de Pawtuxett, situada a una milla de disancia y junto a la cual el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos for- mando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones an- tiguos trepan por la colina desde el rúsico puente y las lan- chas pesqueras se mecen ancladas a los soñolientos muellest, se habló de cosas miseriosas que arrasraban las aguas y que 40
  • 45. El caso de Charles Dexter Ward permanecían fotando unos segundos antes de precipitarset, co- rriente abajot, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el Pawtuxet es un río muy largo que pasa a través de regiones habitadas en las que abundan los cementeriost, y cierto que las lluvias primaverales habían sido muy intensast, pero a los pes- cadores de los alrededores del puente no les gusó la horrible mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en que gritaron otros que habían perdido toda semejanza con las cosas que habitualmente gritan. Weeden esaba ausente por entoncest, pero los rumores llegaron a oídos de Smitht, que se apresuró a dirigirse a la orilla del ríot, donde halló evidentes vesigios de amplias excavaciones. No había quedado al descu- biertot, sin embargot, la entrada a ningún túnelt, sino muy al contrariot, una pared sólida mezcla de tierra y ramas recogidas más arriba. Smith empezó a cavar en algunos lugarest, pero se dio por vencido al ver que sus intentos eran vanost, ot, quizát, al temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver lo que habría hecho el obsinado y vengativo Weeden de ha- berse encontrado allí en esos momentos. 3 En el otoño de 1770t, Weeden decidió que había llegado el momento de hablar a otros de sus descubrimientost, ya que po- seía un gran número de datost, y disponía de un tesigo ocular para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán de venganza le habían hecho imaginar cosas que no exisían. Como primer confdente escogió al capitán James Mathewsont, del Enterpriset, que por una parte le conocía lo sufciente para no dudar de su veracidadt, yt, por otrat, tenía la sufciente in- 41
  • 46. Un antecedente y un horror fuencia en la ciudad para hacerse escuchar a su vez con respe- to. La conversación tuvo lugar cerca del puertot, en una habita- ción de la parte alta de la Taberna de Sabint, y en presencia de Smitht, que podía corroborar cada una de las afrmaciones de Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresio- nado. Como casi todo el mundo en la ciudadt, albergaba sus sospechas acerca del siniesro Joseph Curwent, de modo que aquella confrmación y ampliación de datos le basó para con- vencerse totalmente. Al fnal de la conferencia esaba muy serio y requirió a los dos jóvenes para que guardaran absoluto silencio. Dijo que él se encargaría de transmitir separadamente la información a los ciudadanos más cultos e infuyentes de Providencet, de re- cabar su opiniónt, y de seguir el consejo que pudieran ofrecer- le. En cualquier casot, era esencial la mayor discreciónt, ya que el asunto no podía ser confado a las autoridades de la ciudad y convenía que no llegara a oídos de la excitable multitud para evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salemt, ocu- rrido hacía menos de un siglo y que había provocado la huida de Curwen de aquella ciudad. Las personas más indicadas para conocer el caso erant, en su opiniónt, el docor Benjamin West, cuyo esudio sobre el úl- timo tránsito de Venus demosraba que era un auténtico erudi- to así como un agudo pensador; el reverendo James Manningt, recor de la universidadt, que había llegado hacía poco de Wa- rren y se hospedaba provisionalmente en la nueva escuela de King Street en espera de que terminaran su propia vivienda en la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el exgober- nador Stephen Hopkinst, que había sido miembro de la Socie- dad Filosófca de Newport y era hombre de amplias miras; 42
  • 47. El caso de Charles Dexter Ward John Cartert, editor de la Gazete; los cuatro hermanos Brownt, Johnt, Josepht, Nicholas y Mosest, magnates de la localidad; el anciano docor Jabez Bowent, cuya erudición era considerable y tenía información de primera mano acerca de las extrañas adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham Whipplet, un hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si ha- bía que tomar alguna medida «acivat». Aquellos hombrest, si todo iba bient, podían reunirse fnalmente para llevar a cabo una deliberación coleciva y en ellos recaería la responsabili- dad de decidir si había que informar o no al gobernador de la Coloniat, Joseph Wantont, residente en Newportt, antes de adop- tar ninguna medida. La misión del capitán Mathewson tuvo más éxito del que esperabant, ya quet, si bien un par de aquellos confdentes se mosró algo escéptico en lo concerniente al posible aspeco fantásico del relato de Weedent, todos coincidieron en la nece- sidad de adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente que Curwen consituía una amenaza en potencia para el bien- esar de la ciudad y de la Coloniat, amenaza que había que eli- minar a cualquier precio. A fnales de diciembre de 1770t, un grupo de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Ste- phen Hopkins y discutieron las medidas que podían adoptar- se. Se leyeron con todo cuidado las notas que Weeden había entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith fueron llamados a presencia de la asamblea para que las con- frmaran y añadieran algunos detalles. Algo parecido al miedo se apoderó de todos los allí presentes antes de que terminara la conferenciat, pero a él se sobrepuso una implacable decisión que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente con su pintoresco léxico. No informarían al gobernadort, por- 43
  • 48. Un antecedente y un horror que era evidente la necesidad de una acción extraofcial. Si Cu- rwen poseía efecivamente poderes ocultost, no podía invitárs- ele por las buenas a que abandonara la ciudadt, pues tal invita- ción podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el mejor de los casost, la expulsión del siniesro individuo solo signifcaría el traslado a otro lugar de la amenaza que repre- sentaba. La ley era por entonces letra muertat, y aquellos hom- bres que durante tantos años habían burlado a las fuerzas rea- les no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el de- ber requería su intervención en cuesiones más difíciles y deli- cadas. Decidieron que lo mejor sería que una cuadrilla de sol- dados avezados sorprendiera a Curwen en su granja de Pawtu- xet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba de- mosrado que era un loco que se divertía imitando voces dis- tintast, le encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo más grave y los secretos soterrados resultaban ser realidadt, le matarían a él y a todos los que le rodeaban. El asunto debía lle- varse con la mayor discreción y en caso de que Curwen murie- ra no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de ésa. Mientras se discutían aquellas graves medidast, ocurrió en la ciudad un incidente tan terrible e inexplicable que durante algún tiempo no se habló de otra cosa en varias millas a la re- donda. Una noche del mes de enero resonaron por los alrede- dores nevados del ríot, colina arribat, una serie de gritos que atrajeron multitud de cabezas somnolientas a todas las venta- nas. Los que vivían en las inmediaciones de Weybosset Point vieron entonces una forma blanca que se lanzaba frenética- mente al agua en el claro que se abre delante de la Cabeza del Turco. Unos perros aullaron a lo lejost, pero sus aullidos se apa- 44
  • 49. El caso de Charles Dexter Ward garon en cuanto se hizo audible el clamor de la ciudad despier- ta. Grupos de hombres con linternas y mosquetones salieron para ver que había ocurridot, pero su búsqueda resultó infruc- tuosa. Sin embargot, a la mañana siguientet, un cuerpo gigan- tesco y musculoso fue halladot, completamente desnudot, en las inmediaciones de los muelles meridionales del Puente Grandet, entre los hielos acumulados junto a la desilería de Abbot. La identidad del cadáver se convirtió en tema de interminables especulaciones y habladurías. Los más viejos intercambiaban furtivos murmullos de asombro y de temort, ya que aquel ros- tro rígidot, con los ojos desorbitados por el terrort, despertaba en ellos un recuerdo: el de un hombre muerto hacía ya más de cincuenta años. Ezra Weeden presenció el hallazgo yt, recordando los ladri- dos de la noche anteriort, se adentró por Weybosset Street y por el puente de Muddy Dockt, en dirección al lugar de donde procedía el sonido. Cuando llegó al límite del barrio habitadot, al lugar donde se iniciaba la carretera de Pawtuxett, no le sor- prendió hallar huellas muy extrañas en la nieve. El gigante desnudo había sido perseguido por perros y por muchos hom- bres que calzaban pesadas botast, y el rasro de los canes y sus dueños podía seguirse fácilmente. Habían interrumpido la per- secución temiendo acercarse demasiado a la ciudad. Weeden sonrió torvamente y decidió seguir las huellas hasa sus orí- genes. Partíant, como había supuesot, de la granja de Joseph Curwent, y habría seguido su invesigación de no haber viso tantos rasros de pisadas en la nieve. Dadas las circunsanciast, no se atrevió a mosrarse demasiado interesado a plena luz del día. El docor Bowent, a quien Weeden informó inmediatamen- te de su descubrimientot, llevó a cabo la autopsia del extraño 45
  • 50. Un antecedente y un horror cadáver y descubrió unas peculiaridades que le desconcerta- ron profundamente. El tubo digesivo no parecía haber sido utilizado nuncat, en tanto que la piel mosraba una tosquedad y una falta de trabazón que el galeno no supo a qué atribuir. Impresionado por lo que los ancianos susurraban acerca del parecido de aquel cadáver con el herrero Daniel Greent, falleci- do hacía ya diez lusrost, y cuyo nietot, Aaron Moppint, era so- brecargo al servicio de Curwent, Weeden procuró averiguar dónde habían enterrado a Green. Aquella nochet, un grupo de diez hombres visitó el antiguo Cementerio del Norte y excavó la fosa. Tal como Weeden había supuesot, la encontraron va- cía. Mientras tantot, se había dado aviso a los portadores del co- rreo para que interceptaran la correspondencia del miserioso personajet, y poco después del hallazgo de aquel cuerpo desnu- dot, fue a parar a manos de la junta de ciudadanos interesados en el caso una carta escrita por un tal Jedediah Ornet, vecino de Salemt, que les dio mucho que pensar. Charles Ward en- contró un fragmento de dicha misiva reproducida en el archi- vo privado de cierta familia. Decía lo siguiente: «Satisfáceme en extremo que continúe su merced el esudio de las Viejas Materias a su modo y manera, y mucho dudo que el señor Hutchinson de Salem obtuvie- ra mejores resultados. Ciertamente fue muy grande el espanto que provocó en él la Forma que evocara, a par- tir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte. No tuvo los efecos deseados lo que su merced nos envió, ya fuera porque faltaba algo, o porque las palabras no eran las jusas y adecuadas, bien porque me equivocara yo al decirlas, bien porque se confundiera su merced al 46
  • 51. El caso de Charles Dexter Ward copiarlas. Tal cual esoy, solo, no hallo qué hacer. Ca- rezco de los conocimientos de química necesarios para seguir a Borellus y no acierto a descifrar el Libro Ⅶ del Necronomicón que me recomendó. Qiero encomendar- le que observe en todo momento lo que su merced nos encareció, a saber, que ejercite gran cautela respeco a quién evoca y tenga siempre presente lo que el señor Mather escribió en sus acotaciones al... en que represen- ta verazmente tan terrible cosa. Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten inefcaces sus más poderosos recursos. Es meneser que llame a las Potencias Menores no sea que las Mayores no quieran responderle o le excedan en poder. Me espanta saber que conoce su merced cuál es el contenido de la Caja de Ebano de Ben Zarisnatnik, porque de la noticia deduzco quién le reveló el secreto. Ruégole otra vez que se dirija a mí utilizando el nom- bre de Jedediah y no el de Simon. Peligrosa es esa ciu- dad para el hombre que quiere sobrevivir y ya tiene co- nocimiento su merced de mi plan por medio del cual volví al mundo bajo la forma de mi hijo. Ardo en de- seos de que me comunique lo que Sylvanus Codicus re- veló al Hombre Negro en su cripta, bajo el muro roma- no, y le agradeceré me envíe el manuscrito de que me habla.» Otra misivat, ésa procedente de Filadelfa y carente de fr- mat, provocó igual preocupaciónt, especialmente el siguiente pasaje: 47
  • 52. Un antecedente y un horror «Tal como me encarece su merced, le enviaré las cuentas sólo por medio de sus naves, aunque nunca sé con certeza cuándo esperar su llegada. Del asunto de que hablamos necesito únicamente una cosa más, pero quiero esar seguro de haber entendido exacamente to- das sus recomendaciones. Díceme que para conseguir el efeco deseado no debe faltar parte alguna, pero bien sabe su merced cuán difícil es proveerse de todo lo nece- sario. Juzgo tan trabajoso como peligroso susraer la Caja entera, y en las iglesias de la villa (ya sea la de San Pedro, la de San Pablo, la de Santa María o la del Santo Criso), es de todo punto imposible llevarlo a cabo, pero sé bien que lo que lograra evocar el ocubre pasado tenía muchas imperfecciones y que hubo de uti- lizar innumerables especímenes hasa dar en 1766 con la Forma adecuada. Por todo ello reitero que me dejaré guiar en todo momento por las insrucciones que tenga a bien darme su merced. Espero impaciente la llegada de su bergantín y pregunto todos los días en el muelle del señor Biddle.» Una tercera cartat, igualmente sospechosat, esaba escrita en idioma extranjero y con alfabeto desconocido. En el diario que luego hallara Charles Wardt, Smith había reproducido torpe- mente una determinada combinación de caraceres que vio re- petida en ella varias veces. Los especialisas de la Universidad de Brown determinaron que tales caraceres correspondían al alfabeto amhárico o abisiniot, pero no lograron identifcar la palabra en cuesión. Ninguna de las tres cartas llegó jamás a manos de Curwent, aunque el hecho de que Jedediah Orne des- apareciera al poco tiempo de Salemt, demuesra que los conju- 48
  • 53. El caso de Charles Dexter Ward rados de Providence habían tomado ciertas medidas con toda discreción. La Sociedad Hisórica de Pensilvania posee tam- bién una curiosa carta escrita por un tal docor Shippen en que se menciona la llegada a Filadelfa por aquel entonces de un extraño personaje. Perot, mientrast, algo más importante se tramaba. Los principales frutos de los descubrimientos de Weeden resultaron de las reuniones secretas de marineros y mercenarios juramentados que tenían lugar durante la noche en los almacenes de Brown. Lentat, pero seguramentet, se iba elaborando un plan de campaña desinado a eliminart, sin dejar rasrot, los siniesros miserios de Joseph Curwen. A pesar de todas las precauciones adoptadas para que no reparara en la vigilancia de que era objetot, el siniesro perso- naje debió observar que algo anormal ocurríat, ya que a partir de entonces pareció siempre muy preocupado. Su calesa era visa a todas horas en la ciudad y en la carretera de Pawtuxett, y poco a poco fue abandonando el aire de forzada amabilidad con que últimamente había tratado de combatir los prejuicios de la ciudad. Los vecinos más próximos a su granjat, los Fennert, vieron una noche un gran chorro de luz que brotaba de alguna aber- tura del techo de aquel edifcio de piedra que tenía troneras en vez de ventanast, acontecimiento que comunicaron rápidamen- te a John Brown. Se había convertido ése en jefe del grupo de- cidido a terminar con Curwent, y con tal fn había informado a los Fenner de sus propósitost, lo cual consideró necesario debi- do a que los granjeros habían de ser tesigos forzosamente del ataque fnal. Jusifcó el asalto diciendo que Curwen era un es- pía de los ofciales de aduanas de Newportt, en contra de los cuales se alzaba en aquellos días todo fetadort, comerciante o 49
  • 54. Un antecedente y un horror granjero de Providencet, abierta o clandesinamente. Si los ve- cinos de Curwen creyeron o no el embuset, es cosa que no se sabe con certezat, pero lo cierto es que se mosraron más que dispuesos a relacionar cualquier manifesación del mal con un hombre que tan extrañas cosumbres demosraba. El señor Brown les había encargado que vigilaran la granja de Curwen yt, en consecuenciat, le informaban puntualmente de todo inci- dente que tuviera lugar en la propiedad en cuesión. 4 La probabilidad de que Curwen esuviera en guardia y pro- yecara algo anormalt, como sugería aquel chorro de luzt, preci- pitó fnalmente la acción tan cuidadosamente planeada por el grupo de ciudadanos. Según el diario de Smitht, casi un cente- nar de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de abril de 1771 en la gran sala de la Taberna Tursont, al otro lado del puente de Weybosset Point. Entre los cabecillast, ade- más de John Brownt, fguraban el docor Bowent, con su male- tín de insrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su peluca (que se tenía por la mayor en las Colonias); el goberna- dor Hopkinst, envuelto en su capa negra y acompañado de su hermano Eseht, al cual había iniciado en el último momento con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capi- tán Mathewson y el capitán Whipplet, encargado de dirigir la expedición. Los jefes conferenciaron aparte en una habitación traserat, después de lo cual el capitán Whipple se presentó en la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas insruccio- nes. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición esperando la llegada de Ezra Weedent, que había sido encarga- 50
  • 55. El caso de Charles Dexter Ward do de no perder de visa a Curwen y de informar de la marcha de su calesa hacia la granja. Alrededor de las diez y media se oyó el ruido de unas rue- das que pasaban sobre el Puente Grande y no hubo necesidad de esperar a Weeden para saber que Curwen había salido en dirección a la siniesra granja. Poco despuést, mientras la cale- sa se alejaba en dirección al puente de Muddy Dockt, apareció Weeden. Los hombres se alinearon silenciosamente en la calle empuñando los fusiles de chispat, las escopetas y los arpones balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith formaban parte del grupot, yt, de los ciudadanos deliberantest, se encontra- ban allí dispuesos al servicio acivo el capitán Whipplet, en ca- lidad de jefe de la expediciónt, el capitán Eseh Hopkinst, John Cartert, el presidente Manningt, el capitán Mathewson y el doc- tor Bowent, junto con Moses Brownt, que había llegado a las once y esuvo ausentet, por lo tantot, de la sesión preliminar en la taberna. El grupo emprendió la marcha sin dilaciónt, encami- nándose hacia la carretera de Pawtuxet. Poco más allá de la iglesia de Elder Snowt, algunos de los hombres se volvieron a mirar la ciudad dormida bajo las esrellas primaverales. Torres y chapiteles elevaban sus formas oscuras mientras que del nor- te llegaba una suave brisa con reguso a sal. La esrella Vega se elevaba al otro lado del aguat, sobre la alta colina coronada de una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edifcio de la universidadt, aún en consrucción. Al pie de la colina y en torno a las callejuelas que descendían ladera abajot, dormía la ciudadt, la vieja Providencet, por cuyo bien y seguridad esaban a punto de aplasar blasfemia tan colosal. Una hora y cuarto después los expedicionarios llegabant, tal como esaba previsot, a la granja de los Fennert, donde oyeron 51
  • 56. Un antecedente y un horror el informe fnal acerca de las acividades de Curwen. Había lle- gado a la granja media hora antes e inmediatamente después había surgido una extraña luz a través del techo del edifcio de piedrat, aunque las troneras que hacían las veces de ventanas seguían tan oscuras como solían esarlo últimamente. Mien- tras los recién llegados escuchaban esa noticia se vio otro res- plandor elevarse en dirección al surt, con lo cual los expedicio- narios supieron sin la menor duda que habían llegado a un es- cenario donde iban a presenciar maravillas asombrosas y so- brenaturales. El capitán Whipple ordenó que sus fuerzas se di- vidieran en tres grupos: uno de veinte hombres al mando de Eleazar Smitht, que hasa que su presencia fuera necesaria en la granja habría de aposarse en el embarcadero e impedir la intervención de posibles refuerzos enviados por Curwen; un segundo grupo de otros tantos hombres dirigidos por el capi- tán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por el valle del río situado a espaldas de la granja y de derribar con ha- chast, o pólvora en caso necesariot, la puerta de roble descubier- ta por Weeden; y un tercer grupo que atacaría de frente la granja y el edifcio contiguo. De ese último grupot, una terce- ra partet, al mando del capitán Mathewsont, iría direcamente al edifcio de piedrat, otra tercera parte seguiría al capitán Whi- pple hasa el edifcio principal de la granjat, y el reso formaría un círculo alrededor de los dos edifcios para acudir al oír una señal de emergencia adonde su presencia se hiciera más neces- aria. El grupo que había de penetrar por el valle derribaría la puerta al oír una única señal de silbato y capturaría todo aque- llo que surgiera de las regiones inferiores. Al oír dos veces se- guidas el sonido del silbatot, avanzaría por el pasadizo para en- 52
  • 57. El caso de Charles Dexter Ward frentarse al enemigo o unirse al reso del contingente. El gru- po encargado de atacar el edifcio de piedra interpretaría los sonidos del silbato de manera análoga; al oír el primero derri- barían la puertat, y al oír los segundos examinarían cualquier pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían a sus compañeros en el combate que suponían habría de tener lugar en esas cavernas. Una tercera señal consituiría la llama- da de emergencia al grupo de reserva; sus veinte hombres se dividirían en dos equipos que se internarían respecivamente por la puerta de roble y en el edifcio de piedra. La certeza del capitán Whipple acerca de exisencia de catacumbas en la pro- piedad era tan absolutat, que no dudó ni por un momento en tenerla en cuenta al elaborar sus planes. Llevaba con él un sil- bato de sonido muy agudo para que nadie confundiera las se- ñales. El grupo aposado junto al embarcadero naturalmente no podría oírlo. De requerirse su ayudat, se haría necesario el envío de un mensajero. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la orilla del río mientras que el presi- dente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al grupo desinado a asaltar el edifcio de piedra. El docor Bowen y Ezra Weeden se unieron al desacamento de Whipple que te- nía a su cargo el ataque al edifcio central de la granja. La ope- ración comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán Hopkins hubiera notifcado al capitán Whipple que el grupo del río esaba en su pueso. Whipple haría sonar entonces el silbato y los grupos atacarían simultáneamente los tres puntos convenidos. Poco antes de la una de la madrugadat, los tres desacamentos salieron de la granja de Fennert, uno en direc- ción al embarcaderot, otro en dirección a la puerta de la colinat, 53
  • 58. Un antecedente y un horror y el tercerot, tras subdividirset, en dirección a los edifcios de la granja de Curwen. Eleazar Smitht, que acompañaba al grupo que se dirigía al embarcaderot, regisra en su diario una marcha silenciosa y una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la bahía. Luego se oyó la señal de ataquet, seguida de una explosión de aullidos y de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparost, y el propio Smith captó acentos de una voz atronadora que reso- naba en el aire. Poco antes del amanecert, un aterrorizado men- sajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de un hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y dijo a los hombres que regresaran silenciosamente a sus hoga- res y no volvieran a pensar jamás en lo que había sucedido aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El aspeco del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que sus palabras no habrían podido causar por sí solas; a pesar de ser un marinero conocido por la mayoría de ellost, algo oscuro había perdido o ganado su almat, algo que le situaba en un mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontra- ron a otros antiguos compañeros que se habían adentrado en las regiones del horror. La mayoría de ellos habían adquirido o perdido algo miserioso o indescriptible. Habían visot, oído o captado algo que no esaba desinado al entendimiento huma- no y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo su- cedidot, porque hasa para el más común de los insintos mor- tales exisen fronteras insalvables. En cuanto al grupo del em- barcaderot, el espanto indecible que les transmitió aquel único mensajero selló también sus labios. Pocos son los rumores que de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único tesi- monio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios. 54
  • 59. El caso de Charles Dexter Ward Charles Wardt, sin embargot, descubrió otra vaga fuente de información en algunas cartas de los Fenner que encontró en New Londont, donde sabía que había vivido otra rama de la fa- milia. Parece ser que los vecinos de Curwent, desde cuya casa era visible la granja condenadat, habían presenciado la partida de las columnas expedicionarias y habían oído claramente los furiosos ladridos de los perros sucedidos por la explosión que precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían segui- do la elevación de un gran chorro de luz procedente del edif- cio de piedrat, yt, poco despuést, el resonar de disparos de mos- quetón y de escopeta acompañados de unos horribles gritos que el autor de la cartat, Luke Fennert, había reproducido por escrito del siguiente modo: «Whaaaaarrr... Rwhaaarrrt». Eran aquellos gritost, sin embargot, de una calidad que la simple escritura no podía reproducirt, y el corresponsal mencionaba el hecho de que su madre se había desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuer- zat, mezclados esa vez con otros disparos y una sorda explo- sión que tuvo lugar al otro lado del ríot, Alrededor de una hora después todos los perros empezaron a ladrar espantosamente y la tierra pareció esremecerse hasa el punto de que los can- delabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un intenso olor a azufre yt, según el padre de Luke Fennert, fue entonces cuando se oyó la tercera señalt, es decirt, la de emer- genciat, aunque el reso de la familia no llegó a percibirla. Vol- vieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito menos agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedi- dot, una especie de tos guturalt, de gorgoteo indescriptible que si se juzgó gritot, fue más por su continuidad y por el impaco sicológico que causarat, que por su valor acúsico real. 55
  • 60. Un antecedente y un horror Luego se vio una forma envuelta en llamas en los alrededo- res de la granja de Curwen y se oyeron gritos de hombres ate- rrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y la forma famígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma envuelta en fuegot, y se oyó claramente un débil grito humano. Fennert, según dice en su cartat, pudo murmurart, entre el ho- rror que sentíat, unas cuantas palabras: «Señor Todopoderosot, protege a tu corderot». Siguieron más disparos y la segunda forma se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi tres cuartos de hora. Al cabo de ese tiempo el pequeño Ar- thur Fennert, hermano de Luket, dijo ver «una niebla rojat» que ascendía hacia las esrellas desde la granja maldita. Nadie más que el chiquillo fue tesigo del hechot, pero Luke admitía que en aquel mismo insante se arquearon los lomos y se erizaron los cabellos de los tres gatos que se encontraban en la habita- ción. Cinco minutos después sopló un viento helado y el aire se llenó de un hedor tan insoportable que sólo la fuerte brisa del mar pudo impedir que fuera captado por el grupo aposado junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en la aldea de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los que Fenner hubiera conocido basa entonces y producía una especie de miedo amorfot, penetrantet, mucho más intenso que el que puede causar una tumba o un osario. Casi inmediata- mente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar los crisales de las ventanas mientras sus ecos se apagaban. Era profunda y musicalt, poderosa como un órganot, pero mal- dita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desco- 56