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EL GATO QUE ESTÁ...
Autora: Eli.
1. Laura no está.
—Buona sera, bella!
—Lascimi stare, Valerio, y deja ya de hablar como si fuéramos Romeo y Julieta.
Hubo un suspiro resignado y unos pasos titubeantes.
—¿Qué haces ahí plantado?

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Tras un suspiro, unos mocasines de ante marrón se acercaron a una butaca de mimbre que presidía toda la bahía. A
lo lejos, los barcos regresaban de su día de recreo, la playa comenzaba a vaciarse al compás del ocaso. Unas
gaviotas en vuelo rasante graznaron sobre las dos figuras recortadas al atardecer anaranjado del golfo de Tarento.
—Quería saber cómo estabas, principesa. Ya veo que del mismo buen humor que esta mañana.

—Exactamente.

Los mocasines se alejaron de la butaca para alcanzar el mueble bar repleto de cristal. Un chasquido abrió una tónica
y el murmullo del gas chocando con el hielo se paseó por toda la terraza.
—¿Dónde están Laura y Beatriz? —inquirió el hombre.

La butaca crujió bajo el peso de un cambio de postura.

—¿No sabes dónde están tus hijas? ¡Las dejé contigo hace tres minutos!

—Pues no debo gustarles demasiado como compañero. ¿No están por aquí? —el hombre se llevó la tónica a los
labios pausadamente, contrastando con los movimientos de la mujer.
—¿Cómo puedes mantenerte tan jodidamente tranquilo?

La mujer se levantó de la butaca y agitó una campanilla de cristal que descansaba en el mueble bar de mimbre a
conjunto con la butaca. El irritante tintineo rompió el vuelo de las gaviotas.
—Laura estará bien, hace un rato la dejé con Beatriz. Se habrán escondido jugando, simplemente.

—Con que jugando al escondite, ¿eh? Eres un inepto, Valerio. ¡Tata! ¡Tata! Maldita mujer, nunca está cuando la
necesito.
Una oronda mujer de pelo negro apareció en la terraza. Ni siquiera tuvo tiempo de preguntar qué pasaba antes de
que la alterada mujer la tomara de los hombro y la zarandeara, tarea que dada sus corpulencias opuestas no debía
ser fácil.
—Dov’è Laura, tata? Dov’è Beatriz?
—Io, signora... non sé...

—¡Mis hijas, vieja ignorante, tráeme a mis hijas ahora mismo!

—Martina, joder, cálmate. —el murmullo de la tónica avanzó hacia el cuadro de ambas mujeres y se dirigió hacia la
morena.— Tata, púo buscare le mie figlie? Io sono sicuro loro sono riscondide. Ricerca la camera, per cortesia.
La mujerona asintió.
—Prego, signore.

La oronda mujer se marchó recomponiendo su uniforme mientras Valerio sonrió vacíamente a su mujer.

—¿Lo ves, querida? —una punta de ironía acompañaba el apelativo.—  Todo bajo control. Permanece tranquila.
—Sí, debería estar tan tranquila como tu madre.

Valerio se giró hacia Martina, esperando la continuación.
—No me mires así, no digo nada que no sea cierto. Tu madre se ha largado y nos deja aquí al frente de todo el
embrollo en Barile. —Martina apretó la mandíbula.— Aquí, encerrados por si acaso, con las niñas... Laura y Beatriz
necesitan descansar del internado, no meterse de nuevo en otra cárcel, sin poder salir de este palacete lleno de
polvo, moho y antigüedades.
—No me parece que tu prioridad sean las niñas. Además, te recuerdo que si no fuera por mi madre, querida, ni
siquiera tú podrías tener el descanso que te proporciona el internado. —la tónica volvió a agitarse entre los cubitos
de hielo.
—¿Qué quieres decir?
—Niente, niente. Non ti preocupare, partiamo domani, va bene?
—Me da igual cuándo nos vayamos, ya no podré asistir a la mitad de los eventos que tenía programados para este
verano. Así que cuando la vechia signora regrese, será cuando nos vayamos. —Martina se esforzaba en remarcar
sus sarcásticos acentos.
—Sabes que hasta septiembre mi madre no vendrá.
Martina chasqueó la lengua y oteó el horizonte.
—No entiendo qué pinta ella en Treviso. Las negociaciones deberías llevarlas tú, como primogénito de Luigi Potenza,
no ella.

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Valerio rió secamente.

—Como Paola Orsini tiene mucho más poder que como viuda de Potenza, querida. Barile sólo es una tapadera para
lo que está pasando en el Vénetto. —Valerio bebió de su tónica y amagó un rictus desagradable. — Aquí estamos
seguros. Tan sólo debo cerciorarme que Tomassi o alguno de sus sicarios no mete sus narices romanas en esta
bahía.
Martina no escondió una mueca de repulsión al oir aquel nombre.

—Por Dios, qué hombre más malcarado. —exclamó sin poder contenerse Martina. — Tiene la expresión más ruda y
fría que he visto nunca.
—Si sólo fuera cuestión de físico... —Valerio tomó aire.— Tan pronto como mi madre solucione parte de los
problemas con Tomassi, nosotros volveremos a Barcelona.
—¿Crees que todo saldrá bien? —Martina mostró un gesto preocupado.
—No te preocupes. Es una transacción sencilla.
—También lo iba a ser el pasado verano.
Valerio miró a su mujer con dureza.

—Fue un error. —masculló, para luego beber de nuevo de la tónica.— Un jodido error.
Martina bufó.

—Un grandísimo error de cien billones de liras.

—Óyeme, Martina, ¿desde cuándo andas tan terriblemente interesada en las finanzas de las empresas de mi familia?
La mujer dejó descansar su cuerpo en sobre la balaustrada, ajena al tono exasperado del hombre.
—Tan sólo me preocupo por el futuro de mis hijas. Nada más.

—No te molestes, entonces. Sabes que no hay de qué preocuparse. El testamento de mi padre se hará efectivo al
cumplir los veintiuno Laura. Así se dispuso y así se hará.
—Eso, claro está, si tus manos no filtran lo dispuesto.

Valerio frunció el ceño y apretó la mandíbula y el vaso, emblanqueciendo los nudillos.
—Deja de elucubrar tonterías. Nunca tocaría el dinero de mi padre.

Martina echó la cabeza hacia atrás, soltando una sonora carcajada. Los reflejos dorados en su cabello se hicieron
más intensos con el movimiento.
—¿De qué te ríes?

—De ti, pobre diablo, de ti. Te llenas la boca con tus propias mentiras, y lo peor es que tú mismo llegas a creértelo.
—la mujer encaró al hombre. — Sabes que has desviado fondos hacia tus cuentas en Barcelona y en Suiza, y sabes
que yo lo sé. Y pretendes engañarme, y pretendes hacer creer a tu madre que guardas celosamente el dinero en
aquella cuenta fantasma que te inventaste. —la expresión de Valerio fue tornándose progresivamente sombría.—
Deja esa cara de fantasma de la ópera, no me hagas reir más, por favor. Lo sé todo, así como sé que tu madre
ahora mismo intenta convencer a Tomassi para que deje que urbanicéis en el Vénetto, tras tu "jodido error" del
pasado verano. Le hiciste perder tanto dinero que...
—Más vale que te calles, Martina. No sabes hasta dónde alcanza todo el asunto. —la mandíbula de Valerio se
destensó, de repente.— Así como tampoco sabes cómo demostrar todo eso.
Martina encogió los hombros.
—Es el único punto en el que fallo.
Un ligerísimo tintineo en las copas del mueble bar hizo que la mujer volviera la vista hacia su derecha.
—¿Qué ha sido eso?
Sólo los graznidos de las lejanas gaviotas llegaron hasta la terraza.
—¿El qué?
El hombre bebió de su tónica, cuando una segunda ronda de tintineos entre las copas acompañada de un ligero
temblor bajos sus pies respondió la pregunta.
—Eso, Valerio.

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El hombre curvó sus labios en un gesto despreocupado y siguió bebiendo la tónica. La mujer sin embargo, frotó sus
manos nerviosamente mientras se dirigía hacia la butaca de mimbre y miraba la entrada al palacete.
—Parecía... un terremoto, o una erupción o...

—El Vesubio queda algo lejos, Martina. —sonrió el hombre.

—No digas estupideces. He notado perfectamente un temblor.
—Sabes que estamos sobre una falla. De vez en cuando...

Un movimiento más fuerte bajo los mocasines interrumpió la frase. Casi perdió el equilibrio. La mujer se dejó caer
sobre la butaca, mirando al hombre con los ojos tan abiertos como apretados tenía los puños.
—¿Es un terremoto? —aventuró la mujer. Los mocasines se acercaron a la balaustrada del mirador. Las calles de la
parte residencial de la zona estaban repletas de viandantes y todo parecía normal. Claro que, pensó el hombre, la
calma siempre precede a la tormenta.
—No han anunciado nada en los informativos. —y su voz sonó melíflua, incluso.
La mujer lo miró entre indignada y condescendiente.

—Como si fuera posible predecir un terremoto, Valerio, por Dios.

El hombre iba a contestar. De hecho, entreabrió los labios, alzó la mano y su índice proyectó una sombra
anaranjada sobre la balaustrada. Pero entonces todo se movió. Hubo una violenta sacudida que duró eternamente.
La vibración fue tan fuerte que la balaustrada del mirador se resquebrajó en varios puntos, y la tierra de las macetas
saltó incontrolada sobre las petunias. La mujer perdió el equilibrio, de la mano del hombre salió despedido el vaso
con el murmullo de la tónica. Los gritos de las calles resonaban en la terraza, golpeando los oídos de las dos figuras
que luchaban por mantenerse erguidos cuando el suelo no lo permitía. Las gaviotas volaban en círculos sobre sus
cabezas, como los buitres pacientes sobre el desierto. Pero sus graznidos no denotaban sino el instinto de que algo
no marchaba bien.
—¡Valerio, las niñas! ¡Tata! ¡Tata!

La mujer avanzó para entrar en la parte alta del palacete de estilo toscano. Cayó sobre una de las macetas,
golpeándose la frente. Un débil grito precedió al desmayo. La mujer quedó tendida sobre el mosaico del suelo de la
terraza. El hombre quiso acudir en su ayuda, pero tropezó con la butaca de mimbre desplazada por la vibración.
Luego, un estruendo enorme tras de ellos que se unió a los graznidos y el alboroto de la calle. Un grito. Otro, más
agudo. En el interior de la casa. El hombre pudo levantarse y caminar hacia la puerta de entrada al palacete, que
había recibido las consecuencias directas de la sacudida que empezaba a remitir. La bóveda del paso superior había
cedido sobre las escaleras que comunicaban los tres pisos. Valerio entró en el palacete, anegado por el polvo y
listones de madera entrecruzados, como en un engañoso laberinto descendente.
El silencio apareció entonces. La vibración cesó. Todo se estabilizó. Los pasos de Valerio se hicieron más seguros
sobre los peldaños. Pero algo los detuvo.
Los cabellos dorados de su hija pequeña.

Alborotados. Mezclados con el polvo y la madera.

Nunca supo si realmente fue él quien bajó las escaleras o fue su desesperado intento de devolver el movimiento a
aquellos cabellos. Pero lo hizo. Saltó las vigas enormes, apartó pesados trozos de madera, respiró polvo y tragó
saliva.
—¿Laura?
No hubo respuesta. Valerio apartó los cabellos de la cara de su niña. Su menudo cuerpo yacía sobre los peldaños,
cubierto de polvo, sucio, con los ojos cerrados. Allí estaba su Laura. Se acabó el escondite. Apartó pequeños
pedazos de madera.
—Chè fai, Laura? A què jugues, bambina? Despierta, cariño... és l’hora de l’escola... anem, que fem tard...
Los ojos no se abrían. Valerio apartó otro listón pesadísimo de madera y al instante se arrepintió de haberlo hecho.
Sobre el peldaño inmediatamente inferior, la rechoncha cara de la tata era un mar de sangre. Valerio sintió seca la
garganta y por un momentto dejó de respirar. Sintió pesados los brazos y húmedos los ojos. El polvo se iba
reposando sobre los escalones. De pronto el aire volvió a entrar en los pulmones de Valerio. Porque Laura, en ese
instante, despertó.
La tata habría encontrado a la niña y la llevaría a la terraza. La costumbre de la niña de subir los escalones de dos
en dos habría obligado a la tata a ir justo detrás de Laura. Así, el impacto del listón de madera que cayó tras de ella
lo recibiría la mujerona y no la niña, que tan sólo tenía una herida superficial, aunque sangraba escandalosamente y
por la que su madre tardó en recuperar el pulso, la consciencia y la voz, sobre la ceja izquierda.
—Pare? Què ha passat?

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Beatriz miraba a su padre desde el pie de la escalera. Sobre su cara, dos surcos denotaban las lágrimas que había
derramado, mientras jugaba al escondite en el perfecto escondrijo que era para las dos hermanas el hueco de la
escalera. Beatriz apretaba con fuerza un peluche ennegrecido.
Valerio no pudo reprimir un grito de júbilo entremezclado con lágrimas aliviadas. Tomó a las niñas en sus brazos y
subió las escaleras para salir de aquel mar de polvo reposado.
Laura, mientras tocaba su ceja con la mano derecha, demasiado pequeña para contener aquel torrente sanguíneo,
observaba con ojos igualmente pequeños, cómo a medida que ascendía con su padre se iba haciendo menudo el
enorme cuerpo inerte de su tata.

 

2. Giro al infierno.

Mientras el profesor se pierde en disquisiciones sobre los detalles de las métopas del templo de Zeus en la mítica
ciudad de Olimpia, Laura se ve condenada a perderse a su vez entre los enmarañados pensamientos que cruzan su
mente.
Su mano derecha como en un acto reflejo, acaricia la cicatriz que perfila su ceja izquierda. Porqué su mente ha
vuelto a aquel día, en Basilicata, en el palacete de su abuela paterna. Aquellos días tranquilos, aquella voz dulce de
la tata. Cierra los ojos con fuerza. Su mano repasa la cicatriz.
En esa postura, se lanza sobre la mesa. Garabatea en su cuaderno con la mano izquierda. Círculos concéntricos,
letras sueltas.
Deja la mente en blanco; los pensamientos congelados en un instante de paz que se alarga en el letargo de su
mente.
Suspira. La evasión vive apenas ese suspiro.

Luego, de nuevo, se conecta a la realidad. El edificio donde ha estado viviendo los últimos tres años va a ser
desalojado en apenas dos semanas y Laura no tiene dónde aposentar sus pertenencias. Ni siquiera puede
aposentarse ella misma; lo que gana en el vídeo club no le alcanza ni para pipas. Siente unas enormes y profundas
ganas de bostezar. Podría viajar a Olimpia, conocer el Peloponeso, recorrer toda la Hélade, dormir al raso y ser
libre...
—Señorita Potenza, quizá los trabajos heroicos no sean de su agrado, pero una demostración pública de ello conlleva
para mi reputación un desagradable punto en contra.
La pedante voz de vocalización perfecta se abre camino entre sus desangelados pensamientos hasta hacerle volver a
la realidad como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El profesor, y por ende las cincuenta personas de la
clase, tienen a Laura en su punto de mira, mientras ella pugna por cerrar la boca bostezante que se resiste a
obedecer sus órdenes. Las risas se oyen por lo bajo mientras el profesor se acerca renqueante hasta su fila y se
para justo enfrente de Laura.
—Veo, señorita, que mi oratoria no es lo suficientemente interesante para usted; eso me ofende. —dice sardónico el
viejo, observando sus apuntes, que Laura se apresura a intentar cubrir con su brazo.—En lugar de eso, se obstina
usted en convertir unos valiosos folios en lugar de encuentro de sus fantasías. Vaya... Dibujitos, frases azarosas,
formas geométricas... Dígame, señorita Potenza, ¿quizá siente cierta inquietud artística que desea compartir con el
resto de la clase?
Las risas y los murmullo crecen en el ambiente. Laura enrojece de rabia mientras niega en silencio con la cabeza.
—Oh, no, por favor, no se sonroje, Potenza, los genios son siempre unos incomprendidos hasta que mueren y su
arte se revaloriza, así que evítenos esperar tanto tiempo y cuéntenos qué es eso de... déjeme ver, ah, sí... Xena, la
princesa guerrera... toda una heroína, sí señor.
Las carcajadas resuenan en los oídos de Laura incluso después de la clase, metida en uno de los lavabos de la
facultad.
—Silencio, señores, quizá estamos ante una figura histórica importante, una temible princesa forjada en el calor de
la batalla. —prosigue el profesor, con sorna. Laura alza la vista tímidamente y encuentra unos vacíos ojos marrones
brillando crueles en la cara del profesor Gil, uno de los mayores expertos en arte antiguo de la Facultad de Arte.
También uno de los mayores estúpidos del departamento.— ¿Y bien? ¿O quizá prefiere salir de la clase y continuar
fuera con su actividad? Es posible que mi charla la distraiga de sus quehaceres.
Los demás vuelven a reír mientras Laura recoge sus pertenencias y recorre la larga distancia que le separa del fin
del bochorno. Laura imagina a los demás observándola en su recorrido hasta la puerta con media sonrisa colgada en
la boca, divertidos, crueles. Acelera el paso, pero, surrealmente, la puerta se aleja cada vez más en un lisérgico
efecto óptico.
—Ah, por cierto, señorita Potenza... —la voz de Gil interrumpe su paranoia. Laura reprime un grito al oir de nuevo su
apellido pronunciado de manera tan exagerada.— Ni se moleste en hacer el trabajo de curso. La espero
directamente en el examen de febrero. Y consiga unos buenos apuntes que traten sobre arte antiguo del auténtico
porque no le será nada factible aprobar con sus... recursos actuales.

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Una nueva avalancha de murmullos y risas se cierne sobre Laura, que intenta acallarlos cerrando la puerta tras de sí
con furia contenida. El pasillo desierto la acoge en silencio y la lleva hacia los lavabos, donde Laura refugia sus
pensamientos desordenados y los incrusta en la pared con un puñetazo.

3. Lluvia.

—De acuerdo, de acuerdo, veremos El Rey León otra vez, Álvaro, pero calla, hijo, que estás dando un escándalo.
Laura resopla calladamente mientras valida la cinta y la tarjeta de la clienta. Mira de reojo al niño revoltoso que ha
conseguido que su madre claudicara a base de una martilleante media hora de lloros y mohines, y éste le saca la
lengua en señal de antipatía. Laura reprime su instinto mimético y forzando una sonrisa le tiende a la señora su
elección, vista cuatro veces según el registro del ordenador. Madre e hijo dejan por fin el vídeo club sumido en el
encanto de la música ambiental.
—Hola, Lauri, cariño... ¿He tardado mucho? La pelu estaba a tope... suerte que me he podido arreglar un poco las
puntas. Y no falla, ¿eh? En cuanto paso por la peluquería, llueve, alucinante.
Laura levanta la vista para enfrentarla a su compañera de trabajo, que deja su paraguas en el cubo destinado a tal
efecto al lado de la puerta. La sigue desde la puerta hasta que rodea la mesa y entra en el almacén. De allí sale su
voz ahogada.
—¿Todo bien? ¿Ningún atraco? ¿Te has perdido alguna clase importante? ¿Quieres un café? —y Belén sale del
almacén cargando con dos montones de películas que deja descuidadamente sobre el mostrador.— Gracias por
venir, ya sé que hoy no te tocaba, pero... bueno, así te coges un par de horas el finde, ¿eh?
Laura asiente distraída mientras anotaba en su cuaderno frases cazadas al vuelo entre sus pensamientos: El silencio
es la ausencia de sonido... el no-sonido... el armisticio tras la batalla acústica contra el malestar...
Deja de escribir y fija su mirada en su compañera de trabajo, que parlotea cosas inconexas ordenando la estantería
de los clásicos en blanco y negro.
—Bufff... habrá que quitar el polvo de ésta estantería, ¿eh? Pues en la pelu me he encontrado con Luisa que...  Oye,
¿"Mogambo" la han devuelto ya o es que tenemos dos copias?... Por cierto, he visto a Ricard, que te envía
recuerdos, ¿sabes quién te digo? El repartidor de los periódicos, el moreno, ¿sabes?... No, déjalo, son dos copias...
Ay, hija, es que me voy a la peluquería y se me pasa el tiempo volando, chica. Por cierto, ¿has visto a Núria
últimamente? Porque hace siglos que no... bueno, vete a saber... En fin... Pásame "Gigante", Laura, que la tienes a
mano... Laura, ¿me pasas "Gigante"? —Belén alza su tono de voz— ¡Laura, nena, que estás encantada!
Laura reacciona por fin y la mira desconcertada. Belén coge entonces por sí misma la copia y la deposita sin mucho
cuidado en la estantería.
—Mira, yo no sé qué te pasa, pero hazme el favor de estar en el trabajo.—le reprende Belén, remarcando el 'estar'.
Cuando se plantaba en ese tono de jefa superior, Laura intentaba no demostrar facialmente lo mucho que le
resbalaba su pose autoritaria.—Y deja de mirarme como si te fueras a morir mañana, que no estoy para
sentimentalismos. No sé... mira, o me cuentas qué te pasa o... si es por lo del piso ya te he dicho veinte veces que
en el mío puedes pasar una temporada... claro, que si quieres que te ayude, porque si no ya ves lo que me cuesta a
mí cambiar de... pero bueno, ¿me estás escuchando o pasas de mi cara, bonita?
—No, no, Belén, lo siento, yo... no sé qué es lo que me pasa, la verdad es que llevo un día de perros.—intenta
excusarse Laura, agitando su boli. Pasa una mano por la frente y la reposa en el mentón, reflexiva.—No sé, me
siento algo... Debe ser el tiempo, no sé, es una sensación de... bueno, no sé cómo explicarme.
—Por favor, explicarte tú... últimamente es más sencillo sacar zumo de limón de un par de piedras. Anda, busca las
palabras y mientras te traigo un café bien cargadito que hoy me tienes que hacer turno doble.
—¿Turno doble?—se alarma Laura, mientras Belén desaparecía tras la puerta de detrás del mostrador.—
Precisamente hoy no me viene bien, tengo que... bueno, tengo cosas que hacer... yo...
—Toma y yo, no te jode.—replica la voz ahogada de Belén desde el interior.—Esta noche juega el Barça y tengo a
los amigos de Manuel en casa con sus respectivas novias formales formando peña, así que... además alguien tiene
que ordenar todas las cintas de... las del fondo, ya sabes, que yo no soy nada... tú sabes más de cine europeo, yo
no sabría... ¿El café cómo lo quieres, con leche y azúcar o largo?
Laura musita un "sí, gracias" y avista al fondo del vídeo club los tres montones de cintas que tendrá que catalogar,
registrar en el ordenador, etiquetar y colocar, lo cual le llevará perfectamente desde la hora del cierre hasta la una o
las dos de la madrugada. Se felicita interiormente por su buena suerte y mientras Belén continuaba su parloteo y
deja un café humeante ante sus narices, Laura escribe: El silencio es la ausencia de Belén.
Truena como si el cielo fuera de madera y se hubiera partido por la mitad. Siete segundos antes, se ha iluminado el
cielo encapotado.
Cuando llueve, su cicatriz se resiente de la humedad. Laura pasa la mano derecha por su frente. Alguna vez ha leído
que el masaje manual, la mera imposición de las manos, tiene reminiscencias ancestrales que se remontan al
principio de los tiempos. Que es innato en la especie humana y en algunas animales. Prueba de ello es el acto reflejo
de pasar la mano por allí donde nos hemos dañado.
Laura entonces contradice la teoría. No puede acariciarse el corazón.

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Decide que es hora de descansar al menos diez minutos. No quiere mirar su reloj, pero sus ojos la traicionan y
visualizan una intempestiva una de la madrugada. Cómo volverá a casa sin mojarse de arriba a abajo es un
misterio. Fuera, la lluvia golpea con fuerza el asfalto gris. La reja de la entrada se estremece con las corrientes de
aire. Laura suspira, y estira el cuello obteniendo un relajante crujido en las clavículas. Demasiado gimnasio
últimamente.
Para compensar su parte de vida sana, saca de su mochila el paquete de tabaco y se apremia para encenderse un
pitillo. Normalmente, aprovecha la ausencia de Belén para fumar. Tiene bajo el mostrador un práctico ambientador
anti-humo que protege sus tímpanos de una postrera charla sobre los perniciosos efectos del tabaco que Belén,
solícita amiga donde las haya, tiene siempre dispuesta al menor atisbo de nicotina ambiental.
Sus ojos enrojecidos por la falta de horas de sueño recorren el local, y se detienen en el último trozo de pizza
sobrante de la cena que tan frugalmente ha disfrutado. Recordando el agrio sabor de los pepinillos que por error
venían con la cuatro estaciones, desecha la idea de engullirlo. Retira unos rubios y molestos mechones de pelo de la
cara, porque aunque ahora tenía el pelo corto, el peluquero de Belén le había dejado unas graciosas y modernas
puntas irregulares de lo más fashion en el contorno capilar, idea que Belén había aplaudido y que Laura había
aceptado simplemente por el hecho liberador y algo catársico de cortarse el pelo. Justo ahora que se llevaban las
melenas largas, había apuntado Belén, siempre decidida a aportar comentarios pertinentes.
El humo asciende en columnas inquietas. Laura viaja de nuevo, lejos del vídeo club. Olímpia, en ruinas, cielo
encapotado, una fina lluvia que se incrusta en la piel, las rocas, el conglomerado de la piedra de la región, las
columnas estriadas derribadas quién sabe porqué, esgrimiendo el vetusto sabor del polvo mojado, el gusto amargo
de la derrota. Derrota. Laura cierra los ojos con fuerza. Derrota. La pérdida. Laura vuelve a estirar el cuello, otro
crujido más.
—¿Oye?

Una voz femenina la distrajo momentáneamente de su trabajo y le hizo levantar la vista hacia la puerta semiabierta
a la oscuridad anaranjada de la calle. Afuera llovía menos que ahora; aquella noche caían gotas pequeñas que eran
como agujas de agua, esas gotas pequeñas que pinchan como el recuerdo al caer la noche.
Sonó de nuevo la voz, surgida desde una figura recortada al contraluz de un relámpago.
—Hola... Eh... Perdona... Disculpa la hora, ¿puedes...? ¿Podrías atenderme?

—¿Qué? Oh, ah, sí, sí, claro... —Laura reaccionó y dejó de barrer. Al otro lado de la reja y el cristal se silueteaba
una figura encogida por la lluvia. Laura sonrió para sí mientras se acercaba a la puerta. ¿Por qué encogeremos los
hombros cuando llueve? ¿Acaso nos mojamos menos? Una suave ráfaga de aire removió su melena cuando llegó a la
puerta. La abrió y sonrió cortés.—  Hola...
—Hola, verás, es que... pedí una peli esta tarde y no... Creo que tu compañera se equivocó... no es ésta la que
quería.
Laura intentó reconocer sus rasgos. Por la tarde había estado ella también, pero no recordaba haber alquilado un
dvd a una mujer alta, de voz susurrante. Y entonces, si la había alquilado Belén, el riesgo de equívoco aumentaba.
Una mano mostró el dvd enfundado y lo pasó entre los hierros húmedos de la reja. Laura abrió el estuche.
—"Sex Warriors"... interesante... ¿No era ésta seguro? Creo que la he visto. Es buena. —Laura sonrió y movió la
cabeza intentando alejar de sí ciertas escenas.— ¿No quieres echarle un vistazo?
—No, de veras... —se escapó una sonrisa en la negación.— El caso es que estoy aparcada en segunda fila...
¿podemos arreglar esto o..?
Laura oteó la calle. Lo más parecido a un desierto. La rubia se volvió a su clienta.
—  ¿Qué película necesit...?
La electricidad de aquella tormenta de finales del invierno iluminó la calle de nuevo y algunos watios rebotaron en el
rostro al otro lado de la reja. Laura sintió un hormigueo en la boca del estómago durante la exposición a unas
facciones hermosísimas, unos ojos claros y unos labios delineados con  el más preciso cincel. Incluso sintió que
contenía el aliento, para no malgastar conexiones cerebrales en otra cosa que no fuera la fulgurante contemplación
de un sueño.
Un tercer trueno sonó rompiendo el cielo de nuevo.
—¿Qué película necesitas? —logró articular Laura, esta vez completando la frase. La desconocida miró su dvd.
—¿Puedes conseguirme "Sex Warriors 2"?
Laura parpadeó varias veces aún a riesgo de hacerle creer a aquella deidad que estaba sufriendo una hipotermia
nerviosa, cuando en realidad estaba procesando la película fotográfica de aquel último relámpago para archivar la
secuencia en el álbum de sus momentos vitales.
—Oye, que es broma...
—Ya... ya, sí... —reaccionó Laura. Una sonrisa afable apareció en el rostro de la clienta. — ¿Entonces?

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—¿Entonces?

—¿Qué... qué película quieres?

—Eh... no sé... quizá vuelva a ver "Gia". ¿La tienes en dvd?
—¿Perdona? —Laura había esperado todo menos ese título.
—Sí, la de...

—Ya... ya sé cuál es... Creo que sí... Eh, ¿me prestas tu carnet? —Laura sintió vértigo. Las células que antes se
habían dedicado por completo a la contemplación, ahora trabajaban con fuerza creando historias que mareaban a
Laura por lo completo y descriptivo de las situaciones. Meneó la cabeza sintiéndose ridícula.— Tu tarjeta, la necesito
para...
—Sí, es que... lo olvidé.
Laura arrugó la frente.
—¿No lo llevas?

—Sé que suena tonto, pero no lo he traído...

Laura repasó mentalmente los pasos necesarios para que un cliente devolviera o alquilara una película.
—Suena tontísimo... —se le escapó, pero a cambio recibió una sonrisa encantadoramente torpe.
—Ya, bueno... Lo sé.

La reja de la puerta crujió cuando Laura dejó caer su mano contra ella, vencida por la intensidad de la mirada de su
interlocutora. Tuvo que girarse al interior de la tienda.
—Entonces... ¿Podemos hacer algo?

—Muchas cosas... —musitó Laura, fingiendo que observaba el dvd y buscaba el otro en la estantería con la vista.
Como si lo necesitara.
—¿Muchas cosas?

—Sí, quiero decir que hay muchas formas de alquilarte una peli... sólo dime tu DNI y arreglado.
—¿Mi DNI?

—¿También lo has olvidado?

—No, esta vez lo tengo, pero yo no soy la socia del videoclub...
—¿No?

—No. Es mi tía. Vive por aquí cerca. Paso algunos días a verla y...

Laura frunció el ceño. ¿Qué se proponía su diosa? ¿Poner en escena algún diálogo esquizofrénico de Woody Allen?
Decidió que no le importaba lo más mínimo.
—Pues supongo que no te sabrás su DNI.
La desconocida movió la cabeza negativamente. Laura suspiró. Inlcuso intentando volverla loca, era preciosa.
—De acuerdo, esto es lo que haremos. De todas formas, ahora ya es tarde y el terminal está apagado, así que... te
daré la cinta y confiaré en ti. Por otra parte, no es una película excesivamente demandada, ya me entiendes...
La otra la miró sonriendo.
—... Así que creo que la jefa ni lo notará, al menos hasta dentro de unos días.
La desconocida con aura celestial sonrió adelantándose hacia Laura.
—Muchas gracias.
—Te quiero de vuelta mañana... con la cinta. —Laura levantó un dedo amenazante y la otra se cuadró militarmente
con desparpajo.
—Lo prometo.
—Más te vale.
Una sonrisa sirvió para despedirse. La morena sorteó la primera fila de coches y entró en el suyo. Arrancó, y se fue.

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 Laura pudo aspirar un tibio aroma a bambú y a jenjibre, entremezclados con tierra mojada. Tierra mojada, no olía a
asfalto húmedo por la lluvia que caía sobre su flequillo mientras un coche arrancaba y Laura lo seguía con todo el
cuerpo. No, no olía a asfalto gris y pesado. Olía a una lluvia especial, dulce, sensual. Las manos de Laura
permanecieron enganchadas mucho rato a la reja. Ni siquiera supo su nombre. Sólo sabía que esas facciones se
habían incrustado como piedras preciosas en la retina de Laura. Y que tardaría en borrarlas, en olvidar esa voz tenue
pero firme y esos mechones de pelo mojado, redondeando el retrato de la mujer más hermosa que nunca había
visto.
Descontando por supuesto a Angelina Jolie. Laura rió para sí. Pero eso estaba claro. Y no era óbice para considerar a
esa chica como una perfecta sustituta. Laura sonrió ante sus descarriados pensamientos y se separó de la reja con
algún esfuerzo. ¿Dormir hasta el día siguiente? Nunca. Esperaría sentada sobre aquel mismo lugar a que regresara
su hermosa princesa y la invitaría a tomar un café. O uno de aquellos bocadillos pequeños que hacían en la
panadería de la esquina. Quizá llegaría a hora de merendar... o quién sabe si sería hora de cenar.
Sonriendo, Laura efectuó una pirueta y dejó que su cuerpo perdiera la verticalidad normativa para descasar su peso
sobre sus manos haciendo el pino. Liberaba adrenalina excedente. Su larga melena se desparramó y tocó el suelo.
Estaba extrañamente excitada, contenta. A pesar de que Belén le había prohibido tajantemente "dejar" películas, y
que su sentido común nunca le habría permitido confiar así en una desconocida. Pero dónde estaba su sentido
común... Mientras la sangre comenzaba a acumularse en su cabeza, sonrió. Entre otras cosas, por la idea de volver
a verla. Aunque sólo fuese un segundo.
Pero no volvió al día siguiente.

Tampoco el dvd volvió. Laura, sin embargo, no tuvo inconveniente en pagar de su bolsillo el importe de la
reposición.
El sonido sordo de otro trueno. Y de nuevo, la realidad. El sabor amargo de los pepinillos y el olor agrio de la ciudad
bañada por lluvias ácidas.
¿Y qué si finalmente tiene que aceptar la proposición de Belén e irse a su piso temporalmente, renunciando a su
intimidad, a su vida, construida con retazos de sueños, e ideas, y mil obras de arte inacabadas? ¿Por qué
preocuparse por un absurdo examen final de la asignatura más importante de la carrera en el que vomitar unos
pútridos apuntes? ¿Y qué si no le había vuelto a ver, ni había vuelto a saber absolutamente nada de ella, después de
todo? ¿Y qué si había desaparecido?
Si tan sólo se tratara de una película... La derrota, el abandono y la pérdida la sobrecogen, instándola a desistir de
aguantar por más tiempo las lágrimas. Y mientras cercano resuena, rompiendo el sonido del silencio, el pitido
chirriante del expreso de medianoche, que viene con retraso, miles de amarguras y derrotas retenidas por mucho
tiempo mojan hasta casi consumirlo el cigarro a medio fumar.
Sigue -->
EL GATO QUE ESTÁ...
Autora: Eli.
4. Somethin' stupid.
Algo estúpido fue dejar que Belén le "organizara", por verbalizar la acción de algún modo, unos caóticos turnos de
trabajo. Mañanas sueltas, casi todas las tardes-noches, madrugadas de catalogación (las menos), cambios
inesperados, llamadas intempestivas... Pero en este jueves que se levanta con cielos despejados y temperaturas que
rozan los doce grados es libre hasta las cinco y media.

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Así que decide levantarse pronto y aprovechar el tiempo que le proporcionaba el no acudir a una clase
soberanamente aburrida para comenzar a empaquetar sus cosas, llamar a Belén para comunicarle su decisión de ir a
su piso una par de semanas  y colgar antes de que ella empiece a autofelicitarse por su buenísima amistad para con
Laura. Exactamente cincuenta segundos de conversación. Su principal característica en los últimos meses es un
inusual laconismo en ella, que Laura achaca a un repentino gusto por los monólogos interiores, ella, tan dada a las
conversaciones enormes, pertrechadas de frases animosas y largas elucubraciones. La derrota la deja sumida en un
letargo gramatical oral del que despierta pocas veces.
Atisba por la ventana el cielo limpio tras la tormenta de anoche. Sin embargo, el cambio de temperaturas es cierto y
que los meteorólogos, videntes de  las borrascas, no habían errado sus pronósticos, esta vez.
Ya hace frío. Con una taza de café con leche caliente entre las manos, sentada a la vieja mesa donde come, estudia
y ocasionalmente plasma sus pensamientos a carboncillo, mira con la vista vacía al exterior de su piso. La vida del
barrio de Gràcia le azota en el rostro. La viveza, la diversidad, lo cotidiano de un barrio liberador para ella, intrínseco
a ella desde tiempo atrás... que ahora tiene que cambiar por el piso de Belén, en el Eixample, justo en la confluencia
de dos calles enormes, ruidosas. Un piso ciertamente más espacioso, pero vacío de sensaciones, de recuerdos, de
emoción... vacío de silencios.
—Helena, dime alguna estupidez... —a su cabeza acuden ecos del pasado más reciente. ¿Reciente?
Tras un breve silencio: —¿Como por ejemplo?

Un silencio más. Una mirada cómplice: —Te quiero.

Y recuerdos de besos, de caricias, de miradas entrecerradas, de más besos y más silencios construidos con besos.
Ecos en el silencio, una oscura melena cubriendo su cara, olor a jengibre, a bambú y a tierra mojada, un tacto
dolorosamente cercano a la piel, tatuado en la piel, grabado a fuego en su piel. Dibujado tantas veces, otras tantas
desechado, modelado sobre el papel bidimensional a carboncillo y sanguina, pastel, óleos, acuarelas, simples
lápices... y, luego, todo el papel roto en mil pedazos, destrozado por la rabia, la pérdida, la derrota la inutilidad de la
espera. Pasan pegajosos los días.
Un maullido lastimero la saca de sus pensamientos. Laura voltea la cara hacia el suelo para encontrarse con una
forma de color gris azulado que se contornea contra su pierna buscando cobijo.
—Lucho... —susurra cariñosa Laura, recogiendo al animal del suelo y apoyándolo contra su pecho. El animal bufa y
estira sus patas para aposentarse entre los senos de Laura, su rincón preferido.— Colega, lo tienes fatal... Belén no
soporta los gatos.
Otro maullido de Lucho hace sonreir a la rubia tristemente. Mira el capazo donde Lucho come y le acaricia la cabeza;
Lucho ronronea de placer.
—Ya te entiendo, bicho... —le dice, como si pudiera comprender su lenguaje. Lo deja en el suelo y busca su anorak.
— Vuelvo enseguida. Cuida de todo hasta que llegue, ¿de acuerdo?
Lucho la mira y se relame los bigotes. El animal se aposenta en la alfombra del comedor, elegantemente erguido.
Laura observa su pelaje, tan especial, casi azul, y la actitud casi racional de su mascota. Por contra, ella le sonríe
irracionalmente.
Laura sale de la casa a enfrentarse con el viento de noviembre veinte segundos antes de que suene el teléfono.
Quizás para no volver a sonar. En el contestador un mensaje entrecortado: "Hola, Laura. Soy Helena, yo... eh...".
Clic.

 
 

5. Juana la Loca.
Laura toma aire por segunda vez reprimiendo el irracional deseo de degollar al niño Álvaro, que estaba consiguiendo
exasperar a su madre y a tres clientes del videoclub por orden creciente.
—"El Rey León" ya las visto, Álvaro, vamos a coger otra. Mira, está "Shrek", ¿te acuerdas?
—No "Shrek", "Rey León" otra vez. —solloza el niño por quinta vez, dando patadas rabiosas en el suelo.
—Álvaro, cariño, la vimos ayer... me has dicho que querías ver "Shrek"... —la madre de Álvaro frunce los labios
intentando mantener la compostura.
—Si me permite, tenemos esa peli en venta en las estanterías de la derecha. Puede adquirirla si lo prefiere... en un
pack especial, con la segunda parte incluída. —indica tímidamente Laura a la desesperada progenitora.
La madre de Álvaro la mira entre agradecida y avergonzada y escoge de la estantería de cintas infantiles la tan
preciada película. Álvaro, de repente, se queda mirando fijamente a Laura, acurrucándose contra las piernas de su
madre tras el mostrador. Mientras Laura coloca la cinta en una bolsa y cobra su importe, no deja de observar al
callado Álvaro, que podría pasar por un apocado niño que jamás ha roto un plato. Hubiera sido un asesinato difícil
de justificar, por lo visto, medita Laura. Ambos salen de la tienda, dejándola con tres clientes habituales a los que
atiende sin más problemas.

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 Los jueves por la tarde generalmente no hay demasiado trabajo, y puede permitirse el lujo de abandonarse un poco
a sus elucubraciones. Entre ellas, una frase al vuelo que Laura caza y anota en su cuaderno: No atrasa el reloj la
imprecisión del mecanismo, si no la impaciencia. Parece que hayan pasado mil años desde esa mañana, cuando ha
regresado de comprar la comida para Lucho y el periódico y ha escuchado la voz de Helena en el contestador al
tiempo que las hojas del diario se desgajaban cayendo sobre la moqueta del salón.
Se había roto la cabeza, aún más, pensando, meditando, dotando de sentido su frase, analizando el tono de voz, la
flexión del timbre y la intensidad del discurso, algo que denotara alguna emoción, algún dato, alguna pista. El
tiempo con Helena le había enseñado a medirla con un rasero totalmente individualizado. Helena era tan única, tan
irrepetible como los dibujos geométricos de un copo de nieve. E igual de volátil. Misteriosa y huidiza. Estaba con
Laura una semana, y de repente, tenía que marcharse. Trabajo, viajes, lo que fuera. Luego, dos, tres días después,
volvía. Accionaba la cerradura del piso de Laura, se colaba en su cama apenas segundos después y dormía con ella.
Al día siguiente mil sonrisas olvidaban esos dos días separadas. Pero sin excusas, sin disculpas, sin explicaciones.
Nunca.
Así que cuando Helena decidió que su historia había perdido todo interés —o al menos ésa fue la explicación que le
encontró Laura— dejó un papel sobre la mesa del comedor del piso de Laura, siempre tan lleno de silencios
cómplices, e introdujo otro más doloroso y pesado: el de su ausencia. Laura casi se rió cuando se cayó en la cuenta
que, realmente, Helena era simplemente Helena. Apenas su primer apellido sabía. Ni un teléfono al que acudir, o
dirección alguna, o santo y seña que gritar cuando las cosas se complicaran. Por ejemplo, un día lluvioso de color
gris plomizo cayendo sobre Laura mientras las suaves notas del canon de Pachelbel provenientes de un disco de
Helena llegaban hasta sus oídos. Helena ni siquiera se llevó el cepillo de dientes. Pero sí un trozo importante del
corazón de Laura. Casi todo. A veces hacemos la maleta tan deprisa que nos llevamos sólo lo escasamente preciso.
Otras, la hacemos tan mal que nos llevamos lo único que no debemos. Y dejamos todo lo que deberíamos no haber
olvidado.
Por qué las cosas deberían ser diferentes este jueves. Un mensaje tan lacónico como la nota disculpante que dejó
aquel día, encontrada por casualidad junto a una cafetera llena hasta los topes del delicioso café que Helena
preparaba. Tantos besos no me caben en este papel. Helena.

Supo en aquel momento que el cable de acero tensado entre ellas se había quebrado. Que aquella era una
despedida desacostumbradamente definitiva. Que Helena no volvería dos días después. Que sus ojos no serían de
nuevo sus piedras preciosas. Que se había ido. Sin explicaciones.
Al menos se molestó en firmar la nota, pensó Laura, justo antes de romperla, reducirla a mínimas expresiones de
extensión física y archivarla para siempre en la extensión mental, desde donde no le costaba ningún esfuerzo traerla
de vuelta.
Y a partir de entonces, se dedicó a dejar pasar la película de su vida a cámara lenta, a dieciocho fotogramas por
minuto; lentos, angustiosos, rabiosos, indiferentes, impotentes, resignados al fin a unos créditos finales escritos en
un pedazo de papel. Un gran interrogante después de cada fotograma, mil y un por qués conjugados en todas las
flexiones posibles, desde todos los ángulos posibles.
—Laura, ¿se puede saber qué coño haces? ¡Estás derramando toda la leche del café encima del mostrador! —la
aguda voz de Belén la saca de sus pensamientos agitadamente, justo a tiempo de evitar la etapa de autoinmolación
y fustigamiento que continuaban este tipo de meditaciones suicidas. Belén la mira reprobadora mientras Laura
intenta detener el avance del líquido con movimientos torpes.— Déjalo, nena, que parece que estás ida, o loca...
loca o qué sé yo... Anda, ya lo recojo yo... y haz el favor de dormir más, que cada día estás más pálida, leñe... —la
voz de Belén se pierde en el almacén en busca de algún trapo.
—Loca... —susurra Laura, con la vista desenfocada sobre la mancha de café con leche sobre el mostrador. Chasquea
la lengua.— Loca de amor.

 
 

6. Can't get you out of my head.
El invierno se cierne sobre Barcelona pausadamente. El viernes despunta apenas cuando Laura abre un ojo y lo
empotra contra la semioscuridad de su habitación.
Meses antes, la primavera perdía su timidez para dejar paso al dorado sol de verano; la luz reflejaba todos los
colores en los ojos de Helena. Y el otoño duda entre el marrón o un invierno que no se atreve a platear los colores.
Los ruidos de la calle se cuelan por la ventana. Se oyen furgonetas, saludos, voces de mujeres, los perros, los
pájaros... Qué habrá tras de cada una de esas muestras sonoras de la vida de su barrio.
Laura vuelve al interior de su piso. Desde la posición horizontal, casi todo se ve más claro, medita Laura. Casi
vienticuatro horas después de escuchar el mensaje, nada ha cambiado. Todo sigue igual.
Lucho reposa en la repisa de la ventana, caen sobre su pelaje ligeros plumazos del sol debilitado. Una fina capa de
vaho recorre los cristales. El frío ya empieza a colarse por los huesos de la ciudad condal.
Laura abre el otro ojo y se despereza casi al mismo tiempo que el gato. Cruzan las miradas un segundo. Lucho se
dirige ágilmente desde la ventana al jergón de Laura, buscando la tibieza de las sábanas que la cubren, bajo el
nórdico, en posición horizontal...

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Junio, cinco meses antes, recuerda Laura, mientras Lucho ronronea bajo su caricia. Cuando la primavera se rindió al
astro rey y Laura y Helena se rendían la una a la otra en aquella misma cama, bajo la displicente mirada del gato
azulado. Helena le llamaba 'el gato que está', por el color de su especial pelaje y sus lastimosos ronroneos y
maullidos. Fue un día de aquella primavera cuando el animal unió de nuevo sus vidas, que ya estaban enlazadas
desde siempre.
Tras una improvisada y brillante exposición sobre la relación entre los expresionistas alemanes y el oscurantismo
ocasional de Tiziano, Laura salía de la facultad a las dos y trece minutos del veintiuno de abril. Cogía el tren desde la
universidad a las dos y treinta y tres, echando de menos como siempre su coche. Llegaba a la puerta de su edificio
destartalado a las tres y cinco. Y a las tres y seis estaba en el suelo, tras un intento infructuoso de esquivar
torpemente a lo que luego se convertiría en Lucho. Un bulto eludido ridículamente por Laura, que resultó ser un gato
abisínio de extraño pelaje, y que la llevó a darse de bruces literalmente con alguien medio metro más alto que ella.
Cayó al suelo en redondo, mascullando frases al azar sobre la educación, las prisas y los animales de compañía.
Alguien medio metro más arriba, la había ayudado a levantarse escondiendo una mirada traviesa, como si no supiera
si reir abiertamente o conservar un rostro serio y preocupado.
—¿Te has hecho daño? —solícita pregunta mientras izaba prácticamente sin esfuerzo a Laura del suelo.— ¿ Te
encuentras bien?
—Sí, gracias, estoy muy... er... mareada...

La rubia parpadeó varias veces asida a los fuertes brazos que la aguantaban. Una sensación de calor envolvió a
Laura, sin saber si se debía al golpe o a los ojos azules de aquella que, poco después, se convertiría en Helena. Se
entretuvo en tocar a través de la ropa los antebrazos en que se apoyaba. Casi prefirió haberse luxado la espalda
para poder ser llevada en volandas, al menos hasta el ascensor. La morena le señaló las escaleras.
—Si te mareas, siéntate entonces, no vayas a subir ahora los seis pisos... —tras asegurarse que Laura estaba bien
acomodada, la miró entrecerrando los ojos.— Oye, te sonará extraño, pero... ¿nos conocemos?
Laura le devolvió la mirada. El gato se paseaba entre sus piernas.
—Esto... Pues... quizás nos hayamos... visto en algún otro sitio...

Claro que sí, —quiso conestar Laura. —Aparte de las vidas que hemos debido vivir juntas, ésta es la tercera vez que
nos vemos, si contamos aquel día en casa de mi padre... —Laura movió la cabeza para volver al presente.
La morena, sin embargo, frunció levemente el ceño, como intentando recordar a Laura. Ésta, a las tres y veinte
minutos, se preguntaba qué había sido de su cuidada formación gimnástica cuando había caído ridículamente al
suelo, y dónde estaba su agilidad mental cuando la desconocida de ojos azules le dijo que tenía que marcharse.
—Pero... aún no hemos bautizado al gato... —balbuceó, justo antes de golpearse la frente mentalmente por el
estúpido comentario.
La otra mujer la miró divertida, pensativa. Entrecerró los ojos y se ajustó las gafas de pasta al puente de la nariz,
convirtiéndose así en uno de los gestos más sexys que nunca había visto Laura.
—Tienes razón... Pero el gato es tuyo, deberías ser tú la que...

—¡No! —la interrumpió Laura, quizá demasiado rápidamente.— Quiero decir... tú también estabas aquí...
—Ha sido casualidad, yo... no debería estar aquí. —repuso la otra, agitando la mano.

Casualidades. Causalidades. Laura pudo haber hablado siglos sobre el tema. Incluso ilustrar con ejemplos muy
cercanos el peso de las casualidades, de los "y si...", de las ocasiones perdidas por no estar, de los besos ganados
por dejarse llevar, de los días elegidos, de los objetos casuales, de las marcas de agua que deja la estela del destino
causal. De películas de video, de relámpagos cegadores. Pero siguió escuchando a la morena.
—En realidad, buscaba otro edificio, pero me he dado cuenta cuando me han abierto la puerta por el interfono. Y
entonces ha entrado también este gatito tan mono... ven, pequeño...
Acarició el lomo del animal, que se rozó con la mano abierta. Laura se había quedado absorta mirando aquellos
dedos y la piel que se adivinaba suave; deseó irracionalmente convertirse en gato por un minuto.
—... en realidad es una auténtica preciosidad. —oyó que decía la desconocida, de pronto mirándola a los ojos. Laura
se turbó y asintió, apoyando la barbilla sobre las rodillas. Silencio.
Allí estaban, a las tres y treinta y tres las dos sentadas en las escaleras, rodeadas de panfletos de propaganda
esparcidos por el suelo y absortas, mirando al gato de pelaje extraño. Laura tendió su llavero pendulante al animal,
que intentaba alcanzarlo muy concentrado. La desconocida no dejaba de sonreir mientras jugueteaba con los
mechones de su pelo moreno, lacio y brillante.
—Es precioso. —dijo bajito Laura.
—Lo es.

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Laura se giró para obtener una mejor visión del rostro de la desconocida. Su tez ligeramente tostada contrastaba
con un débil asomo de tonos rosáceos en su pómulos marcados y angulosos. Laura tuvo en ese instante una
impresión mal llamada deja vú. Para contrarrestarlo, se llevó una mano a su estómago, que protestaba hacía rato en
pos de comida.
—¿Estás bien? ¿Te duele el estómago? —inquirió la otra, al notar el movimiento.
—No, sólo es que...

De repente, a Laura otra idea estúpida le vino a la cabeza. Una idea atrevida, y osada. Eran las tres y cuarenta
minutos. La pregunta. La invitación.
—Oye, si no tienes prisa... ¿Te apetece compartir un plato de pasta a las tres salsas? Bueno... si es que aún no has
comido...
La morena ladeó la cabeza.

—Pues... muchas gracias, pero... tengo que irme, no sé si mi coche me habrá esperado pacientemente en la esquina
de enfrente o se habrá ligado a alguna grúa de buen ver.
—¿Y si me caigo redonda en mi piso? —dijo bajito Laura.

La morena pareció dudar por un brevísimo instante que a Laura le pareció eterno. Laura enrojeció. ¿Quizá había ido
demasiado deprisa? Bueno, era una inocente invitación a comer, ¿qué había de malo en eso? Y aún habiéndolo, ¿por
qué no iba a aceptarla la morena? Aunque sólo fuera por razones humanitarias.
A las tres y cincuenta y dos minutos, el gato ya campaba a sus anchas por el piso de Laura, sorprendentemente
aseado, pulcro y recogido. Laura se agradeció mil veces haber hecho limpieza el día anterior en un arranque de
orden maniático que le duraba dos días. Estaba de suerte.
¿Qué tal fue aquel reportaje con mi padre?, quiso preguntar Laura. Se le amontonaban en espiral involutiva muchas
preguntas. ¿Me enseñas las fotos? ¿Te gusté la primera vez que me viste? ¿Sabes cuánto me gustaste tú bajo
aquellos rayos? ¿Por qué no devolviste la película, aunque sólo fuera por ética y no por verme a mí?
—¿Qué quieren decir las tres salsas? —sonó la vibrante voz de la morena desde el comedor hacia la cocina, donde
se suponía que Laura debía afañarse a cocer la pasta fresca de espinacas al huevo en lugar de elucubrar
conversaciones. Tras volver a la realidad, Laura seleccionó un vino blanco en su bodega particular y sonrió abriendo
un armario.
—Puedes escoger entre los tres botes de salsa que tengo en el armario. —le respondió Laura.— Boloñesa, carbonara
o tártara.
—Creía que la tártara acompañaba pescados y no pasta...

—Bueno, ¿y no te gusta improvisar? —Laura entró en el comedor descorchando la botella de vino. La otra la miró
sorprendida.— No temas, es de la Toscana, un vino de baja gradación... no pretendo emborracharte.
—No me gusta nada.

Laura dejó la botella sobre la mesa y miró a la morena, sentada en el sofá.
—¿El vino de la Toscana o que te emborrachen?
—No, improvisar, no me gusta improvisar.

Laura frunció levemente el ceño al notar un acento excesivamente seco en la frase. Pero la morena continuó
hablando en el mismo tono afable y divertido.
—Pero, por supuesto, me encanta el vino. Aunque generalmente lo bebo en ocasiones especiales.
—¿Qué tiene esta ocasión de ordinaria? —Laura fue a la cocina a por dos copas redondas.— Normalmente como sola,
y hoy tengo dos invitados. Tú...
—Y el gato que está. —se adelantó la otra.
—¿Qué quieres decir con que está? —Laura volvió al comedor con las copas y dos platos. El gato descansaba en la
repisa de la ventana, con aire melancólico, lamiéndose descuidamente la pata derecha. El sol que entraba de refilón
bañaba su pelaje, otorgándole un cierto color azulado brillante.
—Míralo, está casi triste. Parece el gato azul de la canción de Roberto Carlos, ¿sabes?
—Sí, la recuerdo... Mi madre la escuchaba los días de tormenta, mientras hacía las camas. —Laura le ofreció una
copa, que la morena aceptó con una sonrisa abierta.
—Gracias. —se la llevó a los labios. Pero frenó el movimiento y miró a Laura.— Bueno, ¿por qué brindamos?
—No sé... —la pregunta cogió a la rubia desprevenida.— ¿Por Roberto Carlos?

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—Y por el gato que está.
Un clinc sonó en el ambiente, dejando el silencio como invitado entre ellas. Ambas bebieron y saborearon el vino.
—Mmm, me gusta... ¿joven? —inquirió en tono de catadora profesional la morena.

—Ciertamente joven, de sabor y cuerpo redondo... —respondió Laura, con sorna. Ambas se sonrieron. Un maullido
sonó lastimero.
—El pobrecillo debe tener hambre.

—Improvisemos su comida, pues. —resolvió Laura, dirigiéndose a la nevera y echando un vistazo rápido a los
tallarines. — ¿Qué tal un poco de jamón de york?
—Ha hecho buena cara, creo que acepta.

Como si lo entendiera, el animal dio un salto desde la ventana hacia el quicio de la puerta de la cocina, a punto de
provocar un nuevo espectáculo ofrecido por Laura a su invitada casual.
—Esta vez te he visto, compañero, no me voy a caer. Y más vale que te portes bien o te quedarás sin sardinas esta
noche.
A las cuatro y cuarto, y tras un árduo debate, se descartó la salsa tártara y era la carbonara la que bañaba los
tallarines; el vino la acompañaba generosamente en los estómagos de las dos comensales. Al término de los platos,
Laura ofreció algo de postre, pero la desconocida lo descartó aludiendo una satisfacción plena tras la ingesta de la
pasta. Pero sí aceptó el té verde con aroma a poleo menta. Se trasladaron al sofá y el gató con ellas, acomodado en
el regazo de la desconocida.
—Siento lo del café, pensaba que todavía tenía alguna reserva. —se disculpó Laura, dejando dos tazas humeantes
en la mesilla.
—No te preocupes, hoy ya llevaba cuatro cafés solos, no es cuestión de sobrecargar las neuronas con más. Además,
me gusta el té verde. Has dado en el clavo. Como con la pasta, felicita al chef de mi parte.
—Tendrá mucho gusto en recibir tales honores. —Laura efectuó una reverencia, rió y se dejó caer en el sofá. Dirigió
su mirada al regazo de la morena. — El gato está de lo más cómodo...
—Debe pensar que soy una persona ergonómica.

—Debes de serlo, está durmiendo muy a gustito.—y Laura se sorprendió deseando de nuevo ser gato y que el
animal tuviera que sostener la conversación en su lugar.
—Bueno, ¿has decidido ya el nombre que le vas a poner?—interrumpió sus pensamientos la voz timbrada de la
morena.
—¿Es que en cuanto se lo ponga vas a irte con la satisfacción del deber cumplido? No serás de una protectora de
animales, ¿no?
—Créeme, ahora mismo no podría huir aunque me lo propusiera. —Laura quiso ver el significado abstracto de la
sentencia... — Estoy demasiado llena. —y un ¡puf! desvaneció sus incipientes ilusiones.
—¿Qué te parece Roberto Carlos, en honor a su pose?

—Un poco aventurado... creo que no es un nombre de gata.
—¿Gata?
—Sí, es una gata. —dijo la morena, señalando bajo su cola la ausencia de órganos viriles. —Cambio de planes.
—Una gatica...
—Lucho.
—¿Qué?
—Lucho Gatica, es lo primero que me ha venido a la mente. —la morena rió y miró a Laura.— ¿Tú no haces
asociaciones de ideas absurdas?
—No tiene nada de absurdo que una gata se llame Lucho.
La morena la miró divertida enarcando una ceja.
—¿Le vas a llamar Lucho?
—Y le enseñaré a cantar boleros.
—Eso sí que quisiera verlo. —y ambas rieron, sobresaltando a la ya gata, que prefirió entonces asaltar la cama de
Laura, al fondo de la estancia multifunciones.

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Exactamente en el mismo punto donde está ahora, en la esquina derecha. Las risas se desvanecen en el aire vacío
de la habitación. Laura se levanta con desgana y Lucho la mira de reojo mientras se pone una sudadera como
urgente protección del frío. Se enfunda las babuchas caseras y se dirige por inercia a prepararse un café con leche.
Esta vez —y todas las demás— no falta un bote de café soluble en la estantería del desayuno.
—Helena. —un ligero susurro le redescubrió el nombre de su invitada, justo antes de cerrar la puerta, justo a las seis
y veintitrés. Laura siente un escalofrío mientras añade otra cucharada de azúcar al café.
Laura cayó en la cuenta de que habían estado demasiado ocupadas en buscar un nombre para la gata que habían
olvidado por completo los suyos propios. Como en las películas, en las que los nombres pueden obviarse si se desea
o si no importan o si los personajes son secundarios o si los protagonistas están demasiado enfrascados en ellos
mismos y olvidan al público y sus ganas de saber con quién soñar por la noche o qué garabatear en sus cuadernos.
Ninguna de las dos había mencionado su nombre, como en un guión egoísta donde las cosas salen como uno las
piensa y/o quiere y/o desea. Como en las películas. Pero como en todas las películas, llegó el the end.
—Bueno, espero que te encuentres mejor... porque me tengo que ir —dijo la morena, dejando su taza sobre la
mesa.
Laura se miró el reloj distraídamente. El gato descansaba ahora en su regazo.

—No me había dado cuenta de la hora que era... —mentira.— Ni siquiera me he fijado en que hemos vaciado la
tetera. —mentira.— Estaba tan relajada... —mentira. Había minutado cada movimiento para memorizarlo, había
forzado que se bebieran toda la tetera para evitar la marcha de ella, y todo con el corazón en la boca, a punto de
salir y explotar y llenar todo de color rojo y pedir a gritos ¡bésame!
—Me lo he pasado muy bien. —sentenció la morena.— Ha sido la tarde más tranquila de las que he disfrutado en
todo el mes.
—¿Tranquila como sinónimo de qué? —replicó Laura, suspicaz.

—De eso, de tranquilidad, sin llamadas, sin gritos, sin transportes, sin prisas. Me has hecho un gran regalo.

—¿En serio? —Laura sintió de nuevo la urgencia de un atrevido ¡bésame!. Favor por favor...— Pensaba que te
aburriría con mis charlas sobre arte y sobre todo el rollo de mi carrera...
—Y yo pensaba que no te interesaría cómo me gano la vida yo.
—¿Bromeas? Me encanta la fotografía.

—Bueno, claro, la fotografía artística, pero no sé si tiene mucha emoción hacer catálogos de grandes superfícies
comerciales.
—Pues yo creo que tiene su mérito sacar el mejor perfil de un desodorante roll-on. —rió.— No todos los fotógrafos
tienen tanta paciencia. Además, has dado algunas clases, y vas a exponer dentro de nada...
—Di más bien ponencias eventuales en la universidad, y... bueno, exponer es una palabra muy grande. — Helena
sonrió, ajustándose torpemente el puente de las gafas. Laura entrecerró los ojos enternecida por el gesto de la
morena.— De momento un amigo va a colgar algunas fotos en su café, es algo bohemio e inconsciente... Me pidió
algunas fotos y he estado haciendo algunas vistas sobre Barcelona, en blanco y negro... nada del otro mundo, pero
ya ves...
—Me... me encantaría verlas. —carraspeó Laura, sustituyendo en sus pensamientos el ¡bésame! por un sutil
¡podríamos vernos de nuevo!
—¿Perdona?
Laura, azorada, fingió no haber dicho nada y bebió un sorbo de su té, ya frío.
La morena sonrió, acabó su té, también frío, e hizo muy feliz a Laura cuando al despedirse dejó dos sonoros besos
en las mejillas arreboladas de la rubia. Incluso enrojeció la cicatriz sobre la ceja izquierda.
—Por cierto, mi nombre es Helena. —el segundo beso resonó en los oídos de Laura junto al nombre de la morena.
—¿Con hache, como la de Troya? —preguntó Laura, mientras se separaban.
Helena asintió.
—Yo me llamo Laura.
—Como la de Petrarca. —correspondió Helena.
—Precisamente.
A las ocho en punto de la tarde de aquel día de primavera temprana, Laura descubrió que estaba enamorada.

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Y comprobó que su memoria seguía siendo tan buena como siempre, observando el boceto de Helena realizado a
carboncillo en el fabuloso tiempo récord de diez minutos tras la marcha de la morena. Una maravillosa sonrisa
abierta, captada por el trazo irregular del carbón. En el aire, todavía, esparcidos, fragmentos de bambú, de jengibre,
de tierra mojada, caliente y húmeda.
Pero a las ocho en punto de esta gélida mañana de invierno, de este día de noviembre frío y nublado, descubre que
jamás podrá quitársela de la cabeza precisamente por su memoria maldita y paradójicamente fotográfica.
La que la lleva, de vez en cuando, casi siempre, a todos y cada uno de los lugares que compartió con ella.
        

Sigue -->
EL GATO QUE ESTÁ...
Autora: Eli.
7. Ansiedad.
También fue un viernes, tres días más tarde de aquel día de primavera, recuerda Laura a los pies del café con leche.

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Varias veces había pasado por delante de aquel café de aquella esquina de aquella calle y nunca se había parado ni
siquiera a mirar por la cristalera. Pero a partir de aquel momento, aquel locus amoenus iba a quedar atrapado por
los cristales de plata de su memoria para no borrarse nunca más. Parada delante de la puerta, observó su reflejo en
el vidrio y reprimió un gesto de euforia casi infantil que surgía de su estómago inquieto. Las siete y tres minutos, un
tic tac acelerado en su corazón le señalaba los segundos. Podría haber adivinado la hora que era tan sólo analizando
sus latidos.
Miró la hoja de papel en su mano derecha. La había encontrado en su facultad, colgada en uno de los tableros de
corcho que nunca miraba. Y que justo esa mañana la cafetera del bar no funcionaba. Y Laura tuvo que ir a las
máquina automáticas de café junto al tablero de corcho. Y allí estaba la octavilla que anunciaba una exposición de
fotografía a inaugurar a las siete de la tarde de aquel viernes, tres días más tarde de saber que Helena era con
hache, como la de Troya.
El músculo ventricular alojado en su tórax se empeñaba en hacerle creer que todo era posible. Una súbita sensación
de frío, sudor en las manos y las puntas de los dedos heladas —en pleno mes de mayo— eran la señal convenida.
Estaba nerviosa.
—Alea jacta est. —se dijo mentalmente. Y sus pies se movieron uno detrás del otro y el cuerpo los siguió.

Una suave música de jazz regalada a Elisa por algún genio de las versiones envolvió sus tímpanos agradablemente.
Ondeaba un suave murmullo de voces que se adentró en su inconsciente hasta ser apenas audible, los ojos de
algunos vueltos hacia ella, algunas sonrisas que Laura no entendió. Y de pronto, como si fuera una ráfaga de viento
fresco, Helena se cruzó con ella. Laura, tras algunos segundos de absoluto desconcierto y catatonia, atinó a
descubrir que había sido un golpe fortuito entre las dos, porque en su ensueño oyó un murmullo sufrido y nervioso y
notó dos manos multiplicándose sobre su brazo derecho.
—Te he puesto perdida de cerveza, lo siento, eh... Laura, ¿no?

Oir su nombre de unos hermosos labios que modulaban esa timbrada voz fue lo único que la despertó de su
embobamiento. El cerebro de Laura buscó rápidamente algunas frases archivadas en el cajón  de conversaciones
socorridas.
—No, no, no, qué va, he sido yo la que no miraba, ha sido culpa mía, déjalo, Helena. —sonrió Laura, deteniendo la
tarea de Helena, empeñada en arreglar el desastre.— Además, no podrás secar este costoso jerséi que me trajeron
unos amigos de la India con un simple kleenex.
Los ojos de Helena se agrandaron y Laura rió por la expresión y la mano a medio camino hacia su brazo. Helena
relajó su gesto al advertir la broma y se rascó la ceja derecha, algo sonrojada.
—Aunque no sea de la India está hecho un asco. —reconoció, avergonzada. Otra vez ese gesto tan tierno de mirarla
por encima de las gafas, como una niña tímidamente pícara. Laura entrecerró los ojos.
—No te preocupes, seguro que mi arielita puede hasta con la suciedad más incrustada. —comentó Laura, encantada
ante la situación. Luego miró a Helena con una sonrisa traviesa.— Tengo que dejar de mancharme los jerséis... y de
tropezar con la gente...
—Y con los animales. —rió Helena.— Quizás puedas secártelo un poco en el lavabo, hay un aparato infernal que de
vez en cuando expulsa aire caliente. —propuso Helena, señalando una puerta pintada de verde botella al fondo del
local.

¿Al lavabo? ¿Había oído bien? ¿Era Helena consciente de las connotaciones diversas que se derivaban de aquella
frase? Laura quiso detener el tiempo mentalmente y evitar que el corazón se le saliera por la boca, pero fracasó en
ambos intentos y de repente se vió arrastrada hacia aquella puerta verde de la mano de Helena, que pasaba a
través de las mesas y grupos de gente casi saltándolos, haciendo caso omiso de  diversas personas que reclamaban
su atención. Laura apenas podía pensar o enviar señales a su cerebro para evitar golpearse la espinilla una y otra
vez con las patas de las sillas o darse de morros contra el suelo. Cuando se abrió la puerta del lavabo, suspiró
aliviada por la cesión de todo movimiento, pero su mano se sintió abandonada y desprotegida del frío.
—Aquí lo tienes, modelo de última generación con difusor de aire acondicionado. —anunció vehemente Helena,
presentando un vetusto aparato precariamente suspendido en la pared.— Deja que lo ponga en marcha.
Helena presionó el botón de encendido, pero el aparato se mostró bastante reticente a acatar semejante
interrupción de su inactividad, que parecía ser perenne.
—Es igual, seguro que se seca en un momento. —intentaba decir Laura, pero Helena hizo un gesto que la obligó a
desistir.— Como quieras, pero no tiene importancia, de verdad, el jerséi...
El zumbido la acalló. Helena le había dado un golpe con la mano plana y el trasto había sucumbido a sus intentos de
activarlo. La morena hizo una graciosa reverencia y presentó su hazaña, a lo que Laura respondió con un ademán
principesco y arrimó el brazo derecho al tubo de aire caliente.
—Vaya una manera de encontrarnos... —dijo Helena, cruzada de brazos, mientras se sentaba en el mármol del aseo.
Laura le sonrió.
—No exageres, me podías haber tirado encima un cubata de vodka, y eso sí que no te lo perdono, huele fatal...
Helena la miró divertida.
—Tienes un extraño sentido del humor, ¿te lo habían dicho?

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Laura sintió contraerse su estómago y las mejillas encarnadas por la presencia de Helena a menos de dos
centímetros de su cuerpo. Había bajado del mármol para ayudarle a estirar la manga. Su boca quedó a poco espacio
de su cuello. La larga melena negra de Helena le acariciaba los hombros, y Laura tuvo que hacer verdaderos
esfuerzos para no atrapar uno de sus mechones. Cuando Helena volvió a hablar tan cerca de su cuello, se erizaron
todos los poros de su piel.
—Qué casualidad que estés aquí.

Laura notó la octavilla a través del bolsillo de su pantalón vaquero.
—No podía perderme tus vistas sobre las góndolas de Carrefour.
—Muy graciosa.

—Lo sé, lo sé, es una de mis virtudes.

Ambas se miraron. Laura sintió el impacto de los rayos flamígeros y apartó la visión de su padre riendo, entre las
múltiples casualidades que se le acumulaban en la mente. Notó un cosquilleo en el estómago que se revolucionó
cuando Helena se acercó a ella.
—Supongo que el jerséi sobrevivirá, aunque no sé hasta qué punto. —resolvió Helena, por encima del zumbido,
pasando una mano por el brazo de Laura.— En compensación por el desastre, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
¡Bésame! gritó la mente de Laura, alocada. No podía haber nada mejor que sentir esas dos piezas de carne rosada y
sensual sobre sus homólogas en el cuerpo de Laura; esos ojos súbitamente clavados en ella cerrándose por el
contacto entre las bocas; las manos suaves y los fuertes brazos recogiéndola del suelo tras el desmayo que seguro
iba a producirse. No se le ocurría mejor compensación, desde luego.
—U-una copa estaría bien, siempre que no me la tires por encima. —apostilló Laura, y el ¡bésame! se fue a la barra
a esperar el momento preciso.
—Siento que eso me va a acompañar por mucho tiempo. —sonrió Helena, apartando la mano para rascarse la ceja
derecha. El zumbido cesó.— A partir de ahora tendré cierta psicosis paranoide con la gente y las cervezas y todo
eso.
—Olvídalo, no quiero convertirme en un trauma para ti.

—¿Quién dice que vas a ser un trauma? —sonrió la morena, y abrió la puerta del lavabo para salir al exterior. Laura
tomó aire y la siguió hasta la barra simplemente dejándose guiar por su aroma a tierra cálida.
El camarero reconoció a Helena y fue directamente a atenderla. Ella pidió dos copas. Había subido la intensidad de
la música y Laura no pudo escuchar qué demandaba, pero algo le dijo que sería perfecto aunque fueran dos vodkas
con campari.
—Te he pedido un martini solo, ¿te va bien? —le dijo Helena al oído, por encima de la música.

Laura la miró con la pregunta ¿cómo lo has sabido? en la punta de la lengua, pero no pudo formularla. Un hombre
alto y completamente vestido de negro cogió a Helena del brazo para abrazarla con grandes aspavientos y besarle
las mejillas efusivamente. Laura pudo captar alguna que otra frase suelta de su charla. Y aunque Helena no parecía
especialmente disgustada por la interrupción, sostenía la conversación monóloga en una silenciosa postura,
sonriendo de vez en cuando. Podía reseguir sus movimientos a través del espejo y los cristales de la pared del fondo
de la barra, que reflejaban justo el perfil de los dos. El hombre de negro tomó a Helena del hombro.
—Estás fabulosa... mucho mejor que hace un mes... mucha suerte... seguro que publicas pronto... ya sabes que soy
tu fan número... ¿...nde está Patricia?
Al oir un nombre de mujer, Laura afinó el oído, pero un súbito cambio de intensidad en la música le impidió
escuchar con claridad. Los retazos de frases no pudieron ofrecerle una solución a sus preguntas, que se generaban
en su mente a la velocidad de la luz: ¿quién era esa Patricia? ¿Por qué ese mequetrefe le preguntaba por ella? ¿Y
por qué debería estar aquí? Luego meneó la cabeza, ¡podría ser cualquiera! Incluso su hermana, o su cuñada o su
madre o la vecina del quinto o puede que perfectamente fuera una ex novia. Laura comenzó a sentirse mareada
ante la insistente meditación de su mente.
—Ya te dije que... sé lo que hag... no te entrometas... omassi no debe meters... ¿entendido?
Laura captó la voz acerada de Helena, y a través de los cristales, también notó un cambio en el gesto del hombre de
negro. No podía apostarlo, pero tenía la sensación de que estaban discutiendo en voz queda. El hombre de negro
parecía nervioso, pero Helena permanecía serena.
—Entonces, Helena, mañana... está bien... yo me pondré en contacto con... como siempre... ellas?
—No... las fotos están seguras conmigo...
Laura enrojeció, súbitamente consciente de que estaba escuchando una conversación privada, e hizo el soberano
esfuerzo de apartar su oído de ella, para concentrarse en las octavas de las música, que iban a juego con las ondas
pintadas en el techo del local. Demasiado bien educada estaba, se dijo, concentrándose en los dibujos.

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Ensimismada estaba cuando Helena se volvió. El mequetrefe se había ido a otro lado y Helena volvía a estar con
ella; el mareo cesó de repente. El camarero había dejado los martinis en la barra y la morena le ofrecía uno. De
nuevo Laura sintió contraerse su estómago.
—Doble ración de aceitunas... —comentó alegre Laura, observando su martini. Le encantaban las aceitunas
empapadas en el dulzón sabor del líquido. Luego alzó la vista y aventuró una broma:— Estoy empezando a pensar
que me espías.—sonrió. Se dirigió a Helena removiendo las olivas con una mirada que ella calculó interesante, pero
la morena no había reaccionado análogamente; una leve mancha de distancia se había interpuesto entre sus pupilas
y las de Helena. Laura dejó su coqueteo a un lado y se concentró en su bebida, casi avergonzada bajo el peso de
aquella expresión. Quizá la conversación anterior no había ido del todo bien, y ahora Helena no sabía cómo
desembarazarse de ella, y quizá Laura le molestaba, y quizá todo lo que pudiera decir no sería lo perfecto ni lo
ajustado a su modesto propósito de simplemente conocer a esa mujer tan atractiva y puede que conseguir
establecer una leve amistad que recordar años después como una aventura memorable.
Helena debió de notar su incomodidad y carraspeó. Dio un sorbo rápido al martini y señaló una de las paredes.
—¿Te apetece ver algunas fotos?

Laura asintió, aún descolocada por sus propios pensamientos. Cogió su martini, y Helena le tomó de la mano,
aunque Laura no vio especial dificultad en atravesar esa parte del local. Eso anotó a pesar de la locuaz consciencia
de Laura un punto a favor del ¡bésame!
—Éstas son del puerto. —dijo escueta Helena, y señaló vagamente las fotos en los marcos colgados. Laura entornó
los ojos para ver mejor a través del humo reposado en el ambiente del local. Había algunas realmente buenas,
vistas desenfocadas del puerto que centraban su atención en detalles, en personas escogidas al azar, en el vuelo
rasante de las gaviotas, en los barcos grasientos y el agua mareada por el sol del mediodía. Helena miró a Laura
expectante por su silencio. Laura no supo qué decir, tan cautivada estaba absorbiendo cuanta información pudieran
ofrecerle las vistas. Helena sonrió, y Laura le devolvió la sonrisa, creyendo encontrar de nuevo el contacto que se
había perdido en la barra.
—¿Quieres ver las del Barri Gòtic?

Laura reprimió un gesto de júbilo al pasar una primera mirada. Callejones en penumbra, músicos ambulantes, casas
con vida propia, transeúntes despistados, aceras sucias y hermosos rincones, todo lo había captado Helena con su
objetivo, enfocando y desenfocando los objetos para que cobrasen importancia o cayesen en la miseria de la
nebulosa. Como colofón, la imponente Catedral en la noche negruzca. Entre los grises, blancos y negros, Laura creyó
poder admirar los colores de las vidrieras y la roseta del edificio. No tenía ningún significado religioso para ella, pero
algo telúrico en la Catedral gótica le hacía sentarse muchas veces en la plaza únicamente para poder ver esos
colores atravesando los cristales en la noche, tal como ahora estaba recreándolos desde la bipolaridad del blanco y
negro. Una curiosa paradoja que hizo que Laura suspirara. Giró sobre sus talones para dirigirse a las fotos que se
centraban en el Passeig de Gràcia. Los neones alargados rayaban la superfície límpida de las fotos, dibujando
caprichosas formas en los cruces.
Laura, de vez en cuando, dejaba caer sus ojos sobre Helena, cuando ella le comentaba el porqué de algunas fotos y
técnicas y no la miraba, e imaginaba que era Lauren Bacall atravesando el negativo de la película. Memorizaba sus
movimientos y sus manos suaves, sus labios, la descuidada manera en que colocaba un mechón de pelo tras la
oreja al explicarse. Y al volver Helena su vista a Laura, adoptaba una neutra expresión de observadora aplicada.
Cuando tras atravesar media Barcelona, llegaron al barrio de Sants, Laura pidió un receso.

—Creo que estoy más cansada que si hubiera recorrido todos estos lugares a pie. —sonrió, mientras se sentaban
con los vasos de los martinis ya vacíos. Helena alzó la mano y el camarero a lo lejos asintió con la cabeza. Laura se
maravilló del alacance de los deseos de Helena y de la buena vista del camarero. Dio un vistazo general al local.—
Tu amigo estará contento, hay mucha gente y parece gustarles tu obra.
Helena sacó un paquete de cigarrilos del bolsillo y le ofreció uno a Laura, que lo cogió prestamente, recordando que
fumaban la misma marca. Luego Helena le ofreció fuego, y Laura recogió el mechero de su mano. El roce inevitable
tuvo consecuencias insospechadas en su actitud calculadamente fría y distante. Helena retiró la mano enseguida
mientras Laura dejaba el mechero encima de la mesa, de repente demasiado nerviosa, olvidando su estrategia
seductiva para centrarse en no borrar de su piel la sensación de los dedos de Helena.
—Suéltalo ya. —bufó Helena, dándole una calada al cigarro.
—¿El qué? —inquirió inocentemente Laura.
—No has dicho ni una palabra sobre el estilo, los planos, nada.—enumeró Helena con los dedos.— Cuando la gente
no habla de una cosa, es que o no le interesa o no le gusta.
Laura la miró tras una velo ahumado. Uno de los defectos autodescubiertos era la incapacidad de vivir las situaciones
tal y como estaban sucediendo. Su locuacidad interna impedía a Laura sobrellevar conversaciones banales sobre
unas simples fotografías sin dejarse llevar por una libido demasiado imaginativa. Una cosa era dedicarse a la mera
divagación sobre una plausible relación — de cualquier tipo — con la bella Helena, otra era ser consciente de la
expectación sobre su respuesta, que debía ser al menos coherente e interesante. Adelantó su cuerpo lo suficiente
como para hacerse oir sin alzar la voz.
—Pues cuando yo no hablo de una cosa, es que me ha dejado sin palabras. —susurró Laura, aprovechando la
presencia del camarero que les traía sus copas para retirar su mirada de la de Helena.—Gracias.—le dijo al
camarero, e hizo ademán de coger su bolso, pero Helena la retuvo.

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—No, déjalo, permíteme usar mi condición de enchufada para invitarte. —hizo un gesto al camarero y éste le guiñó
un ojo. Luego Helena se volvió hacia Laura, frunciendo el ceño.—Así pues, te han gustado.
—¿Por qué crees que me gustan?

—Bueno, tú has dicho que te han dejado sin palabras, ¿qué...?
—¿Y si me han dejado sin palabras porque son malísimas?
—¿Cabe la posibilidad? —aventuró Helena.

—Es una posibilidad. Teniendo en cuenta que has hecho un recorrido por Barcelona de lo más común, en barrios que
ni siquiera necesitan de fotografiarse porque son conocidísimos, la verdad es que podría parecer una colección algo
insulsa y mediana.
Helena dejó a medio camino el vaso de martini hacia la mesa, parpadeando varias veces. Laura hubiera jurado que
una sombra de ofensa había atravesado sus ojos, y que un rictus de contrariedad se le enganchaba en los labios.
—Insulsa y mediana. —dijo al final Helena, depositando el vaso en la mesa. Recogió el cigarro del cenicero y le dio
una larga calada, perdiendo la mirada en la zona de Sarriá.
—He dicho que podría parecer insulsa... si no fuera porque tus fotos son como poemas, Helena.

La morena miró a Laura entrecerrando los ojos a través del humo de su cigarro. La rubia le sonrió y señaló la foto de
la Catedral. Helena volteó hacia ella, a su espalda.
—¿Ves ésa? Me has atravesado el estómago con esa vista de la Catedral con el gran angular. No pasa demasiado
tiempo sin que me deje caer por esa plaza en intente abarcar toda la belleza de los colores de los cristales que
rompen la negrura de la noche. —dijo Laura, pausadamente, como en un ensueño.— A veces me sorprendo
deseando estar en el Gótico en la Edad Media, armada sólo con mi cayado y mi caballo, sin hogar, errática,
observando esos mismos cristales en la noche.
Helena dejó de mirar la foto y se giró hacia Laura, quien continuaba soñando despierta.

—O esa otra foto del niño mirando la paloma de la Plaça del Diamant. Una mirada así es de alguien mucho más
mayor, debe de haber visto tantas cosas... y a pesar de eso, aún se maravilla de ver una paloma picoteando de su
mano. Y las gaviotas del puerto, el árbol rodeado de metralla ante la iglesia, la pareja de ancianos de las Ramblas
sonriendo... —Laura volvió al mundo dinámico de repente y cayó en la cuenta de la intensidad de la mirada de los
cerúleos ojos de Helena sobre los suyos. A la boca le vino una idea loca, y centelleándole en la mente la dejó
escabullirse al exterior.— Preciosa... la colección de fotos, me gustan muchísimo.
Helena dejó escapar el aire lentamente y por fin dejó que se le dibujara una sonrisa en los labios.

—Me has asustado, tensado, hundido, y emocionado en menos de un minuto. ¿Crees que con sólo decirme que te
gustan mis fotos me voy a sentir mejor?
—¿No es un buen comienzo?

—Pues de entrada no me siento nada bien, me afectas demasiado.
¿Había oído bien Laura?
—¿Qué quieres decir?

—Antes de que tú llegaras mis fotos estaban ahí colgadas y punto. La gente las ha visto, me han dicho cosas, me ha
propuesto trabajos y colaboraciones, debería de estar emocionada, ¿no?
Laura asintió sin comprender. Helena se le acercó imperceptiblemente.
—Pues no, nada, no sentía nada, ¿sabes por qué?
Laura negó con la cabeza.
—Porque te estaba esperando. A ti.
Por los dioses, se dijo declamatoriamente, si esto no era una declaración de amor, ¿qué era? Laura sintió mil
hormigas corriendo a la vez por su estómago. No podía creérselo, no podía admitir lo que acababa de oir, no podía
ser, o sí, sí lo era, era eso, ¡bésame! ¡Bésala!
—¿A-a-a mí? ¿Por qué?
Laura retuvo algunas de las autorrrespuestas que se le pasaron por la cabeza a velocidades infernales:
Porque me gustas.
Porque te necesito.

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Porque desde hace tres días no puedo vivir sin ti.
—Eres estudiante de arte, ¿no? —repuso Helena, y tan tranquilamente bebió otro sorbo, dio otra calada y apagó
cruelmente la colilla contra el corazón de Laura, que boqueaba interiormente para que su sistema nervioso
reaccionase y activase la mano derecha para darse ella misma una colleja bien merecida.
—Soy estudiante de arte... —repitió Laura, dando un largo sorbo al martini. Una aceituna rodó hasta su boca y
Laura la masticó tensamente.— Menuda imbécil.—susurró Laura, apagando su cigarro con auténtico enfado en el
cenicero.
—¿Perdona?

—He dicho menuda imbécil.

Helena parpadeó varias veces.

—No, no va por ti, me autoinsulto porque he sido una idiota. —Laura encogió los hombros sin hacer caso a la
bombillita de su cerebro que le suplicaba que parase de hacer el ridículo antes de que fuera inevitable del todo. — A
veces me encuentro en este tipo de situaciones; me tengo que aclarar las cosas a mí misma porque sufro una
extraña patología que se basa en mi absoluto desconocimiento de las relaciones humanas en su apartado romántico
o pasional, llámalo como quieras. Relaciones que debieran provocarme satisfacción y no frustración en sus primeras
lides. Pero invitablemente llega un punto en el que por muy necesario que se haga, no tengo ni tacto ni límite ni
consciencia para ellas. De hecho, este parlamento es una buena muestra de ello.
Helena escuchó pacientemente todo el nervioso discurso y tras una pausa que sirvió para reposar el silencio entre
ellas, dijo, acercándose:
—No he entendido nada.

—Pues yo sí que entiendo, y soy una imbécil. —Laura se cruzó de brazos, esperando que la intensidad con que había
remarcado la primera frase dejase las cosas claras.
Helena escogió la sonrisa para destensar la situación y se acercó más a Laura, dejando caer su mano en el
antebrazo de la iracunda rubia.
—Pues te iba a proponer que cenáramos para que me aportaras tu particular visión de estudiante de arte sobre mis
fotos, pero a lo mejor no te apetece, por imbécil.
Laura la miró enrojeciendo a velocidad mach-3, de repente hundida entre su ropa y deseosa de ocultarse de la
sonrisa divertida de Helena. Al final miró a la morena y le sonrió hundiendo la cara entre sus manos.
—¿Eso es un sí?

Pidieron cinco postres diferentes tras una cantidad que Laura consideró demasiado incluso para un estómago
agradecido como el suyo. Laura no había comido nunca tanto ni había hablado tanto de arte como aquella noche.
Helena la miraba y reía, y hablaba de fotografía, y arte, y preguntaba su opinión, y discutía o asentía, y de vez en
cuando Laura tenía la sensación de que la miraba con tal intensidad que iba a poder dibujar esa mirada una y otra
vez, y no conseguiría borrar el recuerdo de unos ojos tan azules.
Helena se levantó tras el cuarto postre a comprar cigarros aunque ambas llevaban sendos paquetes, ya agotados;
momento que Laura aprovechó para descansar de su agradable charla. Todo estaba desplegándose con soltura,
como el recorrido suave de una pluma hasta el suelo. Eso la tranquilizaba en parte, porque de vez en cuando su
serenidad se perdía y los dientes le castañeteaban y los dedos se le helaban. Laura pensó en pellizcarse por si todo
aquello era un sueño, pero desechó la idea. Decidió que en tal caso, prefería seguir soñando. El vino le endulzó los
pensamientos hasta hacerla sonreir estúpidamente.
—No quedaban normales, he cogido lights, ¿te van bien? —la voz de Helena volviendo de la máquina le hizo dar un
respingo. Al rodear la mesa rozó la espalda de Laura, que descubrió su sensibilidad en su zona lumbar.— Tiritas...
¿estás bien? ¿Tienes frío?
—No-no-no, estoy perfectamente. —sonrisa rápida, disimulo, atención, concentración, elaboración de frases
coherentes; su cerebro se apelmazaba poco a poco. Cogió el paquete de tabaco y destrozó el plástico que lo
envolvía.— Mejor los lights, no sé cuánto tiempo llevamos... —Laura se miró el reloj y alzó una ceja.— ¿Qué hora es
cuando la manecilla grande está en el seis y la corta en la una?
—Te perdiste ese capítulo, ¿eh? —bromeó Helena, encendiendo un cigarro.— Es la una y media. ¿Te apetece otro
pastel de queso con frambuesa?
—¿Estás loca? —se escandalizó Laura, cogiendo un cigarro a su vez.— Es la una y media de la mañana, no podemos
comernos otro postre como ese... Yo pediré profiteroles.
Helena rió y llamó la atención de uno de los camareros, que se acercó albergando la esperanza de que reclamaran la
cuenta, y se fue con un pedido más, mascullando algunas palabras ininteligibles.
—¿Acabamos con el vino? — propuso Helena, ignorando la incursión.
—¿Aún queda? Por los dioses, pensaba que habíamos acabado con la segunda botella.

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Lo cierto es que Laura podía notar perfectamente el vino bailando la samba en su estómago con los rollitos de
salmón del primer plato, y su nivel de ebriedad era bastante serio. Estaba apelmazada, pero aún no farfullaba y el
efecto que notaba en su mente era un ligero vaivén y un color más intenso, si cabía, en los ojos de Helena.
—Por los dioses... —repitió Helena con voz decidida, y el sonido de las copas entrechocando en el brindis se quedó
flotando en el aire mientras bebían. Helena dejó la copa en la mesa y jugueteó con los restos de la tartaleta de
whisky.— Ha sido muy amable por tu parte venir a la inauguración. Gracias.
Laura sintió sus ojos brillando bajo el efecto del vino y su cabeza pesada sobre la mano derecha.
—No ha sido por amabilidad, precisamente. No tienes que agradecerme nada y ser tú la amable.
Helena le devolvió la mirada.

—Yo tampoco estoy siendo precisamente amable en estos momentos.

Laura sonrió largamente. Helena hizo un leve gesto hacia los camareros.
—A lo mejor alguien sí podría acusarnos de maleducadas.

La rubia le sonrió. Tienes los ojos más bonitos que el alcohol me ha hecho admirark, pensó Laura. Y se cruzaron en
su mente miles de pares de ojos, y los descartó uno a uno por no ser comparables con los de Helena, que en ese
momento los bajó a su plato para ayudar a su tenedor a empujar el último trozo de tarta de whisky al extremo del
plato. Eso proporcionó a Laura el tiempo justo para reafirmarse en su opinión de estar frente a una deidad olímpica.
De pronto  Helena alzó la vista.

—Oye, ¿y qué es de Lucho?

—Anda, ¡Lucho! Merda... —Laura se golpeó la frente con la palma de la mano.— Me olvidé de ella completamente
esta tarde, tenía que haberle dado de cenar. Pobrecilla, estará hambrienta.
Y como si lo hubiera planeado todo, de pronto se encontró en su piso con Helena dándole de comer a Lucho. La gata
se mostró huraña al verla entrar, pero pronto ronroneaba de placer mientras se comía su latita de comida. Las dos
se sentaron en el suelo absortas en la gata. Laura se dirigió a Helena.
—¿Te apetece comer algo?

Las dos rieron provocadas por el vino que aún causaba efecto. Laura empezó a reir incontroladamente, echándose
las manos al estómago mientras Helena rodaba por el suelo sin poder contener las lágrimas. Lucho levantó la vista
de su comedero y las miró moverse espasmódicamente.
Ambas reían; Helena, estirada en el suelo con los brazos en cruz. Laura estaba a su lado apoyada sobre un codo.
—Pensé que te habrías quedado con hambre. —se disculpó Laura, intentando que no se le corriera el rímmel por la
mejilla al secarse las lágrimas.— Odio el maquillaje, no puedo...
—No, no, espera, aquí tienes un poco de... —Helena se había incorporado e intentaba arreglar un feo rallón de
pintura en la mejilla de Laura. Cesaron las risas. La morena se serenó de repente y el gesto se hizo más lento.— Tu
piel es muy suave.
A Laura se le secó de repente la garganta. Los pómulos le quemaban, sentía el contacto de la cálida mano de Helena
llegar hasta sus nervios y enviar señales de emoción por todo el cuerpo, como cuando hundía sus manos lentamente
en el fango y todos los dedos le vibraban por el contacto y se estremecía sin poder controlarse. Justo como en ese
instante. El deseo salvaje golpeaba su mente y los latidos se aceleraban. Se preguntó qué posibilidades reales había
de morir de emoción si alguna vez esos labios tocaban los suyos.
—Estás temblando... —murmuró Helena, interrumpiendo el contacto y posando sus dos manos sobre los hombros de
Laura. La miró intensamente y entreabrió los labios. Pasó imperceptiblemente la punta de la lengua sobre sus labios
algo resecos y se acercó poco a poco a Laura, que ya no podía controlar ni su respiración ni su expresión facial. La
rubia se preparó para dejarse matar si era preciso por tener ese contacto que se acercaba lento, despiadadamente
lento. Tan lento que Laura decidió recuperar algunas funciones vitales de su organismo y agarrar a Helena de la
nuca para atraerla hacia sí y besarla profundamente.
Pirotecnia.
Justo en ese momento entendió la etimología de la palabra.
—Esto no está bien, estás borracha... —dijo Helena sonriendo al separarse, aún con los ojos cerrados, mientras
rozaba los labios de Laura. El beso se reanudó como respuesta.
Qué más daba, pensó Laura, eran días de vino y rosas...

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No sucumbió mortalmente a los besos de Helena, pero la vibración que hacía inútiles sus músculos la obligó a
dejarse caer en la alfombra cubierta por el cuerpo de Helena, que se apresuraba en trabar contacto con los labios de
Laura, y sus dos lenguas fueron una en un instante, y se enredaron en una espiral de deseo que Laura no había
predicho en sus pensamientos más optimistas.
Rodaron por la alfombra hasta salirse de su perímetro, y no fue hasta que la espalda de Laura tocó el frío suelo que
sus bocas se despegaron desganadamente.
—Me... me estoy helando... la espalda. —musitó Laura, entre beso y beso, jadeante, sin perder contacto con los ojos
de Helena. La morena hizo ademán de cambiar la postura incorporándose un poco, pero en ese momento ambas
dieron un respingo.
De los altavoces del equipo de música se disparó la envolvente melodía de un bolero: Ansiedad, de tenerte en mis
brazos, musitando palabras de amor, ansiedad, de tener tus encantos, y en la boca volverte a besar. Ansiedad...
Las dos se giraron raudas hacia el equipo de música, por donde Lucho jugueteaba apoyada en la pletina de los
compactos. Ambas se miraron y rompieron a reir mientras la voz cálida de Lucho Gatica llenaba la estancia. La gata
bufó del susto que le provocaron nuevas carcajadas.
—No me digas que no lo tenías preparado. —profirió Helena, entre risas.

—Muy bien, Lucho, ten tu galletita. —replicó Laura, mientras llamaba a la gata rozando los dedos índice y pulgar,
bisbiseando.— Ven, nena, te la has ganado, bisbisbis...
—En tres días la has enseñado perfectamente, lo reconozco. ¿Qué más trucos sabe hacer?
—También hace la vertical si le enseño un trocito de anchoa.
—¿Y ya canta boleros?

—Eso requiere un trozo grande de salmón.

Helena y Laura se miraron sonriendo, y mientras Lucho Gatica desgranaba los últimos versos de Ansiedad, un nuevo
beso más profundo lleno sus bocas. Laura pasó sus brazos por el cuello de Helena y con sus piernas le envolvió las
caderas al tiempo que su lengua abrazaba la de Helena. Laura, perfectamente enroscada a Helena, disfrutaba de
besos en la cara, el cuello, las mejillas, las cejas, el pelo, la nariz, el nacimiento del pelo, todo lo que Helena podía
abarcar en aquella tántrica postura.
De repente se separó de ella. Laura la miró bizqueando.
—¿Qué...?

—No te devolví el dvd.

Por toda repuesta, Laura atrajo para sí la cara de Helena y capturó sus labios para no dejarlos escapar en toda la
noche.
Pero eso había sido tanto tiempo antes... Laura muerde este viernes por la mañana la realidad que la envuelve; el
sabor, como siempre, es amargo, y el silencio se hace en su piso. Helena no está físicamente allí, pero Laura puede
sentirla haciéndole el amor como aquella primera noche, y no puede o no quiere sacudirse de encima la sensación
de su cuerpo sobre el de ella. Un dolor placentero, casi masoquista, psicosomático. Demasiado fuerte el recuerdo
para intentar borrarlo, y a fe de Laura que no se pueden borrar cinco meses con Helena ni siquiera con otro cuerpo,
con otras manos. No funciona. O al menos no le funcionó aquella vez que lo intentó. Laura cree firmemente que se
debió a la mezcla entre el alcohol y las trescientas veces que dijo el nombre de Helena a una tal Vanessa que había
conocido esa noche. No, realmente no funcionó.
A veces se pregunta cómo lo había logrado Helena, cómo había hecho ella para no caer en la tentación de llamarla y
explicarle algo, lo que fuera. Laura había intentado localizarla, pero le había sido materialmente imposible.
Nada.
Helena se había esfumado, evaporado, desaparecido.

Y de nada sirven todos los tequiero que Laura vertió sobre su cuerpo, dentro de ella, en su boca. De nada el regalo
de su cuerpo cada noche, de nada los bocetos que intentaban captar la inusitada belleza de Helena, de nada que las
fotos que hizo Helena intentaran detener el tiempo en el papel. De nada sirvió que Laura rastreara la cuidad. Helena
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El gato que está de Eli

  • 1. EL GATO QUE ESTÁ... Autora: Eli. 1. Laura no está. —Buona sera, bella! —Lascimi stare, Valerio, y deja ya de hablar como si fuéramos Romeo y Julieta. Hubo un suspiro resignado y unos pasos titubeantes. —¿Qué haces ahí plantado? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Tras un suspiro, unos mocasines de ante marrón se acercaron a una butaca de mimbre que presidía toda la bahía. A lo lejos, los barcos regresaban de su día de recreo, la playa comenzaba a vaciarse al compás del ocaso. Unas gaviotas en vuelo rasante graznaron sobre las dos figuras recortadas al atardecer anaranjado del golfo de Tarento. —Quería saber cómo estabas, principesa. Ya veo que del mismo buen humor que esta mañana. —Exactamente. Los mocasines se alejaron de la butaca para alcanzar el mueble bar repleto de cristal. Un chasquido abrió una tónica y el murmullo del gas chocando con el hielo se paseó por toda la terraza. —¿Dónde están Laura y Beatriz? —inquirió el hombre. La butaca crujió bajo el peso de un cambio de postura. —¿No sabes dónde están tus hijas? ¡Las dejé contigo hace tres minutos! —Pues no debo gustarles demasiado como compañero. ¿No están por aquí? —el hombre se llevó la tónica a los labios pausadamente, contrastando con los movimientos de la mujer. —¿Cómo puedes mantenerte tan jodidamente tranquilo? La mujer se levantó de la butaca y agitó una campanilla de cristal que descansaba en el mueble bar de mimbre a conjunto con la butaca. El irritante tintineo rompió el vuelo de las gaviotas. —Laura estará bien, hace un rato la dejé con Beatriz. Se habrán escondido jugando, simplemente. —Con que jugando al escondite, ¿eh? Eres un inepto, Valerio. ¡Tata! ¡Tata! Maldita mujer, nunca está cuando la necesito. Una oronda mujer de pelo negro apareció en la terraza. Ni siquiera tuvo tiempo de preguntar qué pasaba antes de que la alterada mujer la tomara de los hombro y la zarandeara, tarea que dada sus corpulencias opuestas no debía ser fácil. —Dov’è Laura, tata? Dov’è Beatriz? —Io, signora... non sé... —¡Mis hijas, vieja ignorante, tráeme a mis hijas ahora mismo! —Martina, joder, cálmate. —el murmullo de la tónica avanzó hacia el cuadro de ambas mujeres y se dirigió hacia la morena.— Tata, púo buscare le mie figlie? Io sono sicuro loro sono riscondide. Ricerca la camera, per cortesia. La mujerona asintió. —Prego, signore. La oronda mujer se marchó recomponiendo su uniforme mientras Valerio sonrió vacíamente a su mujer. —¿Lo ves, querida? —una punta de ironía acompañaba el apelativo.—  Todo bajo control. Permanece tranquila. —Sí, debería estar tan tranquila como tu madre. Valerio se giró hacia Martina, esperando la continuación. —No me mires así, no digo nada que no sea cierto. Tu madre se ha largado y nos deja aquí al frente de todo el embrollo en Barile. —Martina apretó la mandíbula.— Aquí, encerrados por si acaso, con las niñas... Laura y Beatriz necesitan descansar del internado, no meterse de nuevo en otra cárcel, sin poder salir de este palacete lleno de polvo, moho y antigüedades. —No me parece que tu prioridad sean las niñas. Además, te recuerdo que si no fuera por mi madre, querida, ni siquiera tú podrías tener el descanso que te proporciona el internado. —la tónica volvió a agitarse entre los cubitos de hielo.
  • 2. —¿Qué quieres decir? —Niente, niente. Non ti preocupare, partiamo domani, va bene? —Me da igual cuándo nos vayamos, ya no podré asistir a la mitad de los eventos que tenía programados para este verano. Así que cuando la vechia signora regrese, será cuando nos vayamos. —Martina se esforzaba en remarcar sus sarcásticos acentos. —Sabes que hasta septiembre mi madre no vendrá. Martina chasqueó la lengua y oteó el horizonte. —No entiendo qué pinta ella en Treviso. Las negociaciones deberías llevarlas tú, como primogénito de Luigi Potenza, no ella. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Valerio rió secamente. —Como Paola Orsini tiene mucho más poder que como viuda de Potenza, querida. Barile sólo es una tapadera para lo que está pasando en el Vénetto. —Valerio bebió de su tónica y amagó un rictus desagradable. — Aquí estamos seguros. Tan sólo debo cerciorarme que Tomassi o alguno de sus sicarios no mete sus narices romanas en esta bahía. Martina no escondió una mueca de repulsión al oir aquel nombre. —Por Dios, qué hombre más malcarado. —exclamó sin poder contenerse Martina. — Tiene la expresión más ruda y fría que he visto nunca. —Si sólo fuera cuestión de físico... —Valerio tomó aire.— Tan pronto como mi madre solucione parte de los problemas con Tomassi, nosotros volveremos a Barcelona. —¿Crees que todo saldrá bien? —Martina mostró un gesto preocupado. —No te preocupes. Es una transacción sencilla. —También lo iba a ser el pasado verano. Valerio miró a su mujer con dureza. —Fue un error. —masculló, para luego beber de nuevo de la tónica.— Un jodido error. Martina bufó. —Un grandísimo error de cien billones de liras. —Óyeme, Martina, ¿desde cuándo andas tan terriblemente interesada en las finanzas de las empresas de mi familia? La mujer dejó descansar su cuerpo en sobre la balaustrada, ajena al tono exasperado del hombre. —Tan sólo me preocupo por el futuro de mis hijas. Nada más. —No te molestes, entonces. Sabes que no hay de qué preocuparse. El testamento de mi padre se hará efectivo al cumplir los veintiuno Laura. Así se dispuso y así se hará. —Eso, claro está, si tus manos no filtran lo dispuesto. Valerio frunció el ceño y apretó la mandíbula y el vaso, emblanqueciendo los nudillos. —Deja de elucubrar tonterías. Nunca tocaría el dinero de mi padre. Martina echó la cabeza hacia atrás, soltando una sonora carcajada. Los reflejos dorados en su cabello se hicieron más intensos con el movimiento. —¿De qué te ríes? —De ti, pobre diablo, de ti. Te llenas la boca con tus propias mentiras, y lo peor es que tú mismo llegas a creértelo. —la mujer encaró al hombre. — Sabes que has desviado fondos hacia tus cuentas en Barcelona y en Suiza, y sabes que yo lo sé. Y pretendes engañarme, y pretendes hacer creer a tu madre que guardas celosamente el dinero en aquella cuenta fantasma que te inventaste. —la expresión de Valerio fue tornándose progresivamente sombría.— Deja esa cara de fantasma de la ópera, no me hagas reir más, por favor. Lo sé todo, así como sé que tu madre ahora mismo intenta convencer a Tomassi para que deje que urbanicéis en el Vénetto, tras tu "jodido error" del pasado verano. Le hiciste perder tanto dinero que... —Más vale que te calles, Martina. No sabes hasta dónde alcanza todo el asunto. —la mandíbula de Valerio se destensó, de repente.— Así como tampoco sabes cómo demostrar todo eso. Martina encogió los hombros. —Es el único punto en el que fallo.
  • 3. Un ligerísimo tintineo en las copas del mueble bar hizo que la mujer volviera la vista hacia su derecha. —¿Qué ha sido eso? Sólo los graznidos de las lejanas gaviotas llegaron hasta la terraza. —¿El qué? El hombre bebió de su tónica, cuando una segunda ronda de tintineos entre las copas acompañada de un ligero temblor bajos sus pies respondió la pregunta. —Eso, Valerio. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m El hombre curvó sus labios en un gesto despreocupado y siguió bebiendo la tónica. La mujer sin embargo, frotó sus manos nerviosamente mientras se dirigía hacia la butaca de mimbre y miraba la entrada al palacete. —Parecía... un terremoto, o una erupción o... —El Vesubio queda algo lejos, Martina. —sonrió el hombre. —No digas estupideces. He notado perfectamente un temblor. —Sabes que estamos sobre una falla. De vez en cuando... Un movimiento más fuerte bajo los mocasines interrumpió la frase. Casi perdió el equilibrio. La mujer se dejó caer sobre la butaca, mirando al hombre con los ojos tan abiertos como apretados tenía los puños. —¿Es un terremoto? —aventuró la mujer. Los mocasines se acercaron a la balaustrada del mirador. Las calles de la parte residencial de la zona estaban repletas de viandantes y todo parecía normal. Claro que, pensó el hombre, la calma siempre precede a la tormenta. —No han anunciado nada en los informativos. —y su voz sonó melíflua, incluso. La mujer lo miró entre indignada y condescendiente. —Como si fuera posible predecir un terremoto, Valerio, por Dios. El hombre iba a contestar. De hecho, entreabrió los labios, alzó la mano y su índice proyectó una sombra anaranjada sobre la balaustrada. Pero entonces todo se movió. Hubo una violenta sacudida que duró eternamente. La vibración fue tan fuerte que la balaustrada del mirador se resquebrajó en varios puntos, y la tierra de las macetas saltó incontrolada sobre las petunias. La mujer perdió el equilibrio, de la mano del hombre salió despedido el vaso con el murmullo de la tónica. Los gritos de las calles resonaban en la terraza, golpeando los oídos de las dos figuras que luchaban por mantenerse erguidos cuando el suelo no lo permitía. Las gaviotas volaban en círculos sobre sus cabezas, como los buitres pacientes sobre el desierto. Pero sus graznidos no denotaban sino el instinto de que algo no marchaba bien. —¡Valerio, las niñas! ¡Tata! ¡Tata! La mujer avanzó para entrar en la parte alta del palacete de estilo toscano. Cayó sobre una de las macetas, golpeándose la frente. Un débil grito precedió al desmayo. La mujer quedó tendida sobre el mosaico del suelo de la terraza. El hombre quiso acudir en su ayuda, pero tropezó con la butaca de mimbre desplazada por la vibración. Luego, un estruendo enorme tras de ellos que se unió a los graznidos y el alboroto de la calle. Un grito. Otro, más agudo. En el interior de la casa. El hombre pudo levantarse y caminar hacia la puerta de entrada al palacete, que había recibido las consecuencias directas de la sacudida que empezaba a remitir. La bóveda del paso superior había cedido sobre las escaleras que comunicaban los tres pisos. Valerio entró en el palacete, anegado por el polvo y listones de madera entrecruzados, como en un engañoso laberinto descendente. El silencio apareció entonces. La vibración cesó. Todo se estabilizó. Los pasos de Valerio se hicieron más seguros sobre los peldaños. Pero algo los detuvo. Los cabellos dorados de su hija pequeña. Alborotados. Mezclados con el polvo y la madera. Nunca supo si realmente fue él quien bajó las escaleras o fue su desesperado intento de devolver el movimiento a aquellos cabellos. Pero lo hizo. Saltó las vigas enormes, apartó pesados trozos de madera, respiró polvo y tragó saliva. —¿Laura? No hubo respuesta. Valerio apartó los cabellos de la cara de su niña. Su menudo cuerpo yacía sobre los peldaños, cubierto de polvo, sucio, con los ojos cerrados. Allí estaba su Laura. Se acabó el escondite. Apartó pequeños pedazos de madera. —Chè fai, Laura? A què jugues, bambina? Despierta, cariño... és l’hora de l’escola... anem, que fem tard... Los ojos no se abrían. Valerio apartó otro listón pesadísimo de madera y al instante se arrepintió de haberlo hecho.
  • 4. Sobre el peldaño inmediatamente inferior, la rechoncha cara de la tata era un mar de sangre. Valerio sintió seca la garganta y por un momentto dejó de respirar. Sintió pesados los brazos y húmedos los ojos. El polvo se iba reposando sobre los escalones. De pronto el aire volvió a entrar en los pulmones de Valerio. Porque Laura, en ese instante, despertó. La tata habría encontrado a la niña y la llevaría a la terraza. La costumbre de la niña de subir los escalones de dos en dos habría obligado a la tata a ir justo detrás de Laura. Así, el impacto del listón de madera que cayó tras de ella lo recibiría la mujerona y no la niña, que tan sólo tenía una herida superficial, aunque sangraba escandalosamente y por la que su madre tardó en recuperar el pulso, la consciencia y la voz, sobre la ceja izquierda. —Pare? Què ha passat? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Beatriz miraba a su padre desde el pie de la escalera. Sobre su cara, dos surcos denotaban las lágrimas que había derramado, mientras jugaba al escondite en el perfecto escondrijo que era para las dos hermanas el hueco de la escalera. Beatriz apretaba con fuerza un peluche ennegrecido. Valerio no pudo reprimir un grito de júbilo entremezclado con lágrimas aliviadas. Tomó a las niñas en sus brazos y subió las escaleras para salir de aquel mar de polvo reposado. Laura, mientras tocaba su ceja con la mano derecha, demasiado pequeña para contener aquel torrente sanguíneo, observaba con ojos igualmente pequeños, cómo a medida que ascendía con su padre se iba haciendo menudo el enorme cuerpo inerte de su tata.   2. Giro al infierno. Mientras el profesor se pierde en disquisiciones sobre los detalles de las métopas del templo de Zeus en la mítica ciudad de Olimpia, Laura se ve condenada a perderse a su vez entre los enmarañados pensamientos que cruzan su mente. Su mano derecha como en un acto reflejo, acaricia la cicatriz que perfila su ceja izquierda. Porqué su mente ha vuelto a aquel día, en Basilicata, en el palacete de su abuela paterna. Aquellos días tranquilos, aquella voz dulce de la tata. Cierra los ojos con fuerza. Su mano repasa la cicatriz. En esa postura, se lanza sobre la mesa. Garabatea en su cuaderno con la mano izquierda. Círculos concéntricos, letras sueltas. Deja la mente en blanco; los pensamientos congelados en un instante de paz que se alarga en el letargo de su mente. Suspira. La evasión vive apenas ese suspiro. Luego, de nuevo, se conecta a la realidad. El edificio donde ha estado viviendo los últimos tres años va a ser desalojado en apenas dos semanas y Laura no tiene dónde aposentar sus pertenencias. Ni siquiera puede aposentarse ella misma; lo que gana en el vídeo club no le alcanza ni para pipas. Siente unas enormes y profundas ganas de bostezar. Podría viajar a Olimpia, conocer el Peloponeso, recorrer toda la Hélade, dormir al raso y ser libre... —Señorita Potenza, quizá los trabajos heroicos no sean de su agrado, pero una demostración pública de ello conlleva para mi reputación un desagradable punto en contra. La pedante voz de vocalización perfecta se abre camino entre sus desangelados pensamientos hasta hacerle volver a la realidad como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El profesor, y por ende las cincuenta personas de la clase, tienen a Laura en su punto de mira, mientras ella pugna por cerrar la boca bostezante que se resiste a obedecer sus órdenes. Las risas se oyen por lo bajo mientras el profesor se acerca renqueante hasta su fila y se para justo enfrente de Laura. —Veo, señorita, que mi oratoria no es lo suficientemente interesante para usted; eso me ofende. —dice sardónico el viejo, observando sus apuntes, que Laura se apresura a intentar cubrir con su brazo.—En lugar de eso, se obstina usted en convertir unos valiosos folios en lugar de encuentro de sus fantasías. Vaya... Dibujitos, frases azarosas, formas geométricas... Dígame, señorita Potenza, ¿quizá siente cierta inquietud artística que desea compartir con el resto de la clase? Las risas y los murmullo crecen en el ambiente. Laura enrojece de rabia mientras niega en silencio con la cabeza. —Oh, no, por favor, no se sonroje, Potenza, los genios son siempre unos incomprendidos hasta que mueren y su arte se revaloriza, así que evítenos esperar tanto tiempo y cuéntenos qué es eso de... déjeme ver, ah, sí... Xena, la princesa guerrera... toda una heroína, sí señor. Las carcajadas resuenan en los oídos de Laura incluso después de la clase, metida en uno de los lavabos de la facultad. —Silencio, señores, quizá estamos ante una figura histórica importante, una temible princesa forjada en el calor de la batalla. —prosigue el profesor, con sorna. Laura alza la vista tímidamente y encuentra unos vacíos ojos marrones brillando crueles en la cara del profesor Gil, uno de los mayores expertos en arte antiguo de la Facultad de Arte.
  • 5. También uno de los mayores estúpidos del departamento.— ¿Y bien? ¿O quizá prefiere salir de la clase y continuar fuera con su actividad? Es posible que mi charla la distraiga de sus quehaceres. Los demás vuelven a reír mientras Laura recoge sus pertenencias y recorre la larga distancia que le separa del fin del bochorno. Laura imagina a los demás observándola en su recorrido hasta la puerta con media sonrisa colgada en la boca, divertidos, crueles. Acelera el paso, pero, surrealmente, la puerta se aleja cada vez más en un lisérgico efecto óptico. —Ah, por cierto, señorita Potenza... —la voz de Gil interrumpe su paranoia. Laura reprime un grito al oir de nuevo su apellido pronunciado de manera tan exagerada.— Ni se moleste en hacer el trabajo de curso. La espero directamente en el examen de febrero. Y consiga unos buenos apuntes que traten sobre arte antiguo del auténtico porque no le será nada factible aprobar con sus... recursos actuales. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Una nueva avalancha de murmullos y risas se cierne sobre Laura, que intenta acallarlos cerrando la puerta tras de sí con furia contenida. El pasillo desierto la acoge en silencio y la lleva hacia los lavabos, donde Laura refugia sus pensamientos desordenados y los incrusta en la pared con un puñetazo. 3. Lluvia. —De acuerdo, de acuerdo, veremos El Rey León otra vez, Álvaro, pero calla, hijo, que estás dando un escándalo. Laura resopla calladamente mientras valida la cinta y la tarjeta de la clienta. Mira de reojo al niño revoltoso que ha conseguido que su madre claudicara a base de una martilleante media hora de lloros y mohines, y éste le saca la lengua en señal de antipatía. Laura reprime su instinto mimético y forzando una sonrisa le tiende a la señora su elección, vista cuatro veces según el registro del ordenador. Madre e hijo dejan por fin el vídeo club sumido en el encanto de la música ambiental. —Hola, Lauri, cariño... ¿He tardado mucho? La pelu estaba a tope... suerte que me he podido arreglar un poco las puntas. Y no falla, ¿eh? En cuanto paso por la peluquería, llueve, alucinante. Laura levanta la vista para enfrentarla a su compañera de trabajo, que deja su paraguas en el cubo destinado a tal efecto al lado de la puerta. La sigue desde la puerta hasta que rodea la mesa y entra en el almacén. De allí sale su voz ahogada. —¿Todo bien? ¿Ningún atraco? ¿Te has perdido alguna clase importante? ¿Quieres un café? —y Belén sale del almacén cargando con dos montones de películas que deja descuidadamente sobre el mostrador.— Gracias por venir, ya sé que hoy no te tocaba, pero... bueno, así te coges un par de horas el finde, ¿eh? Laura asiente distraída mientras anotaba en su cuaderno frases cazadas al vuelo entre sus pensamientos: El silencio es la ausencia de sonido... el no-sonido... el armisticio tras la batalla acústica contra el malestar... Deja de escribir y fija su mirada en su compañera de trabajo, que parlotea cosas inconexas ordenando la estantería de los clásicos en blanco y negro. —Bufff... habrá que quitar el polvo de ésta estantería, ¿eh? Pues en la pelu me he encontrado con Luisa que...  Oye, ¿"Mogambo" la han devuelto ya o es que tenemos dos copias?... Por cierto, he visto a Ricard, que te envía recuerdos, ¿sabes quién te digo? El repartidor de los periódicos, el moreno, ¿sabes?... No, déjalo, son dos copias... Ay, hija, es que me voy a la peluquería y se me pasa el tiempo volando, chica. Por cierto, ¿has visto a Núria últimamente? Porque hace siglos que no... bueno, vete a saber... En fin... Pásame "Gigante", Laura, que la tienes a mano... Laura, ¿me pasas "Gigante"? —Belén alza su tono de voz— ¡Laura, nena, que estás encantada! Laura reacciona por fin y la mira desconcertada. Belén coge entonces por sí misma la copia y la deposita sin mucho cuidado en la estantería. —Mira, yo no sé qué te pasa, pero hazme el favor de estar en el trabajo.—le reprende Belén, remarcando el 'estar'. Cuando se plantaba en ese tono de jefa superior, Laura intentaba no demostrar facialmente lo mucho que le resbalaba su pose autoritaria.—Y deja de mirarme como si te fueras a morir mañana, que no estoy para sentimentalismos. No sé... mira, o me cuentas qué te pasa o... si es por lo del piso ya te he dicho veinte veces que en el mío puedes pasar una temporada... claro, que si quieres que te ayude, porque si no ya ves lo que me cuesta a mí cambiar de... pero bueno, ¿me estás escuchando o pasas de mi cara, bonita? —No, no, Belén, lo siento, yo... no sé qué es lo que me pasa, la verdad es que llevo un día de perros.—intenta excusarse Laura, agitando su boli. Pasa una mano por la frente y la reposa en el mentón, reflexiva.—No sé, me siento algo... Debe ser el tiempo, no sé, es una sensación de... bueno, no sé cómo explicarme. —Por favor, explicarte tú... últimamente es más sencillo sacar zumo de limón de un par de piedras. Anda, busca las palabras y mientras te traigo un café bien cargadito que hoy me tienes que hacer turno doble. —¿Turno doble?—se alarma Laura, mientras Belén desaparecía tras la puerta de detrás del mostrador.— Precisamente hoy no me viene bien, tengo que... bueno, tengo cosas que hacer... yo... —Toma y yo, no te jode.—replica la voz ahogada de Belén desde el interior.—Esta noche juega el Barça y tengo a los amigos de Manuel en casa con sus respectivas novias formales formando peña, así que... además alguien tiene que ordenar todas las cintas de... las del fondo, ya sabes, que yo no soy nada... tú sabes más de cine europeo, yo no sabría... ¿El café cómo lo quieres, con leche y azúcar o largo?
  • 6. Laura musita un "sí, gracias" y avista al fondo del vídeo club los tres montones de cintas que tendrá que catalogar, registrar en el ordenador, etiquetar y colocar, lo cual le llevará perfectamente desde la hora del cierre hasta la una o las dos de la madrugada. Se felicita interiormente por su buena suerte y mientras Belén continuaba su parloteo y deja un café humeante ante sus narices, Laura escribe: El silencio es la ausencia de Belén. Truena como si el cielo fuera de madera y se hubiera partido por la mitad. Siete segundos antes, se ha iluminado el cielo encapotado. Cuando llueve, su cicatriz se resiente de la humedad. Laura pasa la mano derecha por su frente. Alguna vez ha leído que el masaje manual, la mera imposición de las manos, tiene reminiscencias ancestrales que se remontan al principio de los tiempos. Que es innato en la especie humana y en algunas animales. Prueba de ello es el acto reflejo de pasar la mano por allí donde nos hemos dañado. Laura entonces contradice la teoría. No puede acariciarse el corazón. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Decide que es hora de descansar al menos diez minutos. No quiere mirar su reloj, pero sus ojos la traicionan y visualizan una intempestiva una de la madrugada. Cómo volverá a casa sin mojarse de arriba a abajo es un misterio. Fuera, la lluvia golpea con fuerza el asfalto gris. La reja de la entrada se estremece con las corrientes de aire. Laura suspira, y estira el cuello obteniendo un relajante crujido en las clavículas. Demasiado gimnasio últimamente. Para compensar su parte de vida sana, saca de su mochila el paquete de tabaco y se apremia para encenderse un pitillo. Normalmente, aprovecha la ausencia de Belén para fumar. Tiene bajo el mostrador un práctico ambientador anti-humo que protege sus tímpanos de una postrera charla sobre los perniciosos efectos del tabaco que Belén, solícita amiga donde las haya, tiene siempre dispuesta al menor atisbo de nicotina ambiental. Sus ojos enrojecidos por la falta de horas de sueño recorren el local, y se detienen en el último trozo de pizza sobrante de la cena que tan frugalmente ha disfrutado. Recordando el agrio sabor de los pepinillos que por error venían con la cuatro estaciones, desecha la idea de engullirlo. Retira unos rubios y molestos mechones de pelo de la cara, porque aunque ahora tenía el pelo corto, el peluquero de Belén le había dejado unas graciosas y modernas puntas irregulares de lo más fashion en el contorno capilar, idea que Belén había aplaudido y que Laura había aceptado simplemente por el hecho liberador y algo catársico de cortarse el pelo. Justo ahora que se llevaban las melenas largas, había apuntado Belén, siempre decidida a aportar comentarios pertinentes. El humo asciende en columnas inquietas. Laura viaja de nuevo, lejos del vídeo club. Olímpia, en ruinas, cielo encapotado, una fina lluvia que se incrusta en la piel, las rocas, el conglomerado de la piedra de la región, las columnas estriadas derribadas quién sabe porqué, esgrimiendo el vetusto sabor del polvo mojado, el gusto amargo de la derrota. Derrota. Laura cierra los ojos con fuerza. Derrota. La pérdida. Laura vuelve a estirar el cuello, otro crujido más. —¿Oye? Una voz femenina la distrajo momentáneamente de su trabajo y le hizo levantar la vista hacia la puerta semiabierta a la oscuridad anaranjada de la calle. Afuera llovía menos que ahora; aquella noche caían gotas pequeñas que eran como agujas de agua, esas gotas pequeñas que pinchan como el recuerdo al caer la noche. Sonó de nuevo la voz, surgida desde una figura recortada al contraluz de un relámpago. —Hola... Eh... Perdona... Disculpa la hora, ¿puedes...? ¿Podrías atenderme? —¿Qué? Oh, ah, sí, sí, claro... —Laura reaccionó y dejó de barrer. Al otro lado de la reja y el cristal se silueteaba una figura encogida por la lluvia. Laura sonrió para sí mientras se acercaba a la puerta. ¿Por qué encogeremos los hombros cuando llueve? ¿Acaso nos mojamos menos? Una suave ráfaga de aire removió su melena cuando llegó a la puerta. La abrió y sonrió cortés.—  Hola... —Hola, verás, es que... pedí una peli esta tarde y no... Creo que tu compañera se equivocó... no es ésta la que quería. Laura intentó reconocer sus rasgos. Por la tarde había estado ella también, pero no recordaba haber alquilado un dvd a una mujer alta, de voz susurrante. Y entonces, si la había alquilado Belén, el riesgo de equívoco aumentaba. Una mano mostró el dvd enfundado y lo pasó entre los hierros húmedos de la reja. Laura abrió el estuche. —"Sex Warriors"... interesante... ¿No era ésta seguro? Creo que la he visto. Es buena. —Laura sonrió y movió la cabeza intentando alejar de sí ciertas escenas.— ¿No quieres echarle un vistazo? —No, de veras... —se escapó una sonrisa en la negación.— El caso es que estoy aparcada en segunda fila... ¿podemos arreglar esto o..? Laura oteó la calle. Lo más parecido a un desierto. La rubia se volvió a su clienta. —  ¿Qué película necesit...? La electricidad de aquella tormenta de finales del invierno iluminó la calle de nuevo y algunos watios rebotaron en el rostro al otro lado de la reja. Laura sintió un hormigueo en la boca del estómago durante la exposición a unas facciones hermosísimas, unos ojos claros y unos labios delineados con  el más preciso cincel. Incluso sintió que contenía el aliento, para no malgastar conexiones cerebrales en otra cosa que no fuera la fulgurante contemplación de un sueño.
  • 7. Un tercer trueno sonó rompiendo el cielo de nuevo. —¿Qué película necesitas? —logró articular Laura, esta vez completando la frase. La desconocida miró su dvd. —¿Puedes conseguirme "Sex Warriors 2"? Laura parpadeó varias veces aún a riesgo de hacerle creer a aquella deidad que estaba sufriendo una hipotermia nerviosa, cuando en realidad estaba procesando la película fotográfica de aquel último relámpago para archivar la secuencia en el álbum de sus momentos vitales. —Oye, que es broma... —Ya... ya, sí... —reaccionó Laura. Una sonrisa afable apareció en el rostro de la clienta. — ¿Entonces? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Entonces? —¿Qué... qué película quieres? —Eh... no sé... quizá vuelva a ver "Gia". ¿La tienes en dvd? —¿Perdona? —Laura había esperado todo menos ese título. —Sí, la de... —Ya... ya sé cuál es... Creo que sí... Eh, ¿me prestas tu carnet? —Laura sintió vértigo. Las células que antes se habían dedicado por completo a la contemplación, ahora trabajaban con fuerza creando historias que mareaban a Laura por lo completo y descriptivo de las situaciones. Meneó la cabeza sintiéndose ridícula.— Tu tarjeta, la necesito para... —Sí, es que... lo olvidé. Laura arrugó la frente. —¿No lo llevas? —Sé que suena tonto, pero no lo he traído... Laura repasó mentalmente los pasos necesarios para que un cliente devolviera o alquilara una película. —Suena tontísimo... —se le escapó, pero a cambio recibió una sonrisa encantadoramente torpe. —Ya, bueno... Lo sé. La reja de la puerta crujió cuando Laura dejó caer su mano contra ella, vencida por la intensidad de la mirada de su interlocutora. Tuvo que girarse al interior de la tienda. —Entonces... ¿Podemos hacer algo? —Muchas cosas... —musitó Laura, fingiendo que observaba el dvd y buscaba el otro en la estantería con la vista. Como si lo necesitara. —¿Muchas cosas? —Sí, quiero decir que hay muchas formas de alquilarte una peli... sólo dime tu DNI y arreglado. —¿Mi DNI? —¿También lo has olvidado? —No, esta vez lo tengo, pero yo no soy la socia del videoclub... —¿No? —No. Es mi tía. Vive por aquí cerca. Paso algunos días a verla y... Laura frunció el ceño. ¿Qué se proponía su diosa? ¿Poner en escena algún diálogo esquizofrénico de Woody Allen? Decidió que no le importaba lo más mínimo. —Pues supongo que no te sabrás su DNI. La desconocida movió la cabeza negativamente. Laura suspiró. Inlcuso intentando volverla loca, era preciosa. —De acuerdo, esto es lo que haremos. De todas formas, ahora ya es tarde y el terminal está apagado, así que... te daré la cinta y confiaré en ti. Por otra parte, no es una película excesivamente demandada, ya me entiendes... La otra la miró sonriendo. —... Así que creo que la jefa ni lo notará, al menos hasta dentro de unos días.
  • 8. La desconocida con aura celestial sonrió adelantándose hacia Laura. —Muchas gracias. —Te quiero de vuelta mañana... con la cinta. —Laura levantó un dedo amenazante y la otra se cuadró militarmente con desparpajo. —Lo prometo. —Más te vale. Una sonrisa sirvió para despedirse. La morena sorteó la primera fila de coches y entró en el suyo. Arrancó, y se fue. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m  Laura pudo aspirar un tibio aroma a bambú y a jenjibre, entremezclados con tierra mojada. Tierra mojada, no olía a asfalto húmedo por la lluvia que caía sobre su flequillo mientras un coche arrancaba y Laura lo seguía con todo el cuerpo. No, no olía a asfalto gris y pesado. Olía a una lluvia especial, dulce, sensual. Las manos de Laura permanecieron enganchadas mucho rato a la reja. Ni siquiera supo su nombre. Sólo sabía que esas facciones se habían incrustado como piedras preciosas en la retina de Laura. Y que tardaría en borrarlas, en olvidar esa voz tenue pero firme y esos mechones de pelo mojado, redondeando el retrato de la mujer más hermosa que nunca había visto. Descontando por supuesto a Angelina Jolie. Laura rió para sí. Pero eso estaba claro. Y no era óbice para considerar a esa chica como una perfecta sustituta. Laura sonrió ante sus descarriados pensamientos y se separó de la reja con algún esfuerzo. ¿Dormir hasta el día siguiente? Nunca. Esperaría sentada sobre aquel mismo lugar a que regresara su hermosa princesa y la invitaría a tomar un café. O uno de aquellos bocadillos pequeños que hacían en la panadería de la esquina. Quizá llegaría a hora de merendar... o quién sabe si sería hora de cenar. Sonriendo, Laura efectuó una pirueta y dejó que su cuerpo perdiera la verticalidad normativa para descasar su peso sobre sus manos haciendo el pino. Liberaba adrenalina excedente. Su larga melena se desparramó y tocó el suelo. Estaba extrañamente excitada, contenta. A pesar de que Belén le había prohibido tajantemente "dejar" películas, y que su sentido común nunca le habría permitido confiar así en una desconocida. Pero dónde estaba su sentido común... Mientras la sangre comenzaba a acumularse en su cabeza, sonrió. Entre otras cosas, por la idea de volver a verla. Aunque sólo fuese un segundo. Pero no volvió al día siguiente. Tampoco el dvd volvió. Laura, sin embargo, no tuvo inconveniente en pagar de su bolsillo el importe de la reposición. El sonido sordo de otro trueno. Y de nuevo, la realidad. El sabor amargo de los pepinillos y el olor agrio de la ciudad bañada por lluvias ácidas. ¿Y qué si finalmente tiene que aceptar la proposición de Belén e irse a su piso temporalmente, renunciando a su intimidad, a su vida, construida con retazos de sueños, e ideas, y mil obras de arte inacabadas? ¿Por qué preocuparse por un absurdo examen final de la asignatura más importante de la carrera en el que vomitar unos pútridos apuntes? ¿Y qué si no le había vuelto a ver, ni había vuelto a saber absolutamente nada de ella, después de todo? ¿Y qué si había desaparecido? Si tan sólo se tratara de una película... La derrota, el abandono y la pérdida la sobrecogen, instándola a desistir de aguantar por más tiempo las lágrimas. Y mientras cercano resuena, rompiendo el sonido del silencio, el pitido chirriante del expreso de medianoche, que viene con retraso, miles de amarguras y derrotas retenidas por mucho tiempo mojan hasta casi consumirlo el cigarro a medio fumar. Sigue -->
  • 9. EL GATO QUE ESTÁ... Autora: Eli. 4. Somethin' stupid. Algo estúpido fue dejar que Belén le "organizara", por verbalizar la acción de algún modo, unos caóticos turnos de trabajo. Mañanas sueltas, casi todas las tardes-noches, madrugadas de catalogación (las menos), cambios inesperados, llamadas intempestivas... Pero en este jueves que se levanta con cielos despejados y temperaturas que rozan los doce grados es libre hasta las cinco y media. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Así que decide levantarse pronto y aprovechar el tiempo que le proporcionaba el no acudir a una clase soberanamente aburrida para comenzar a empaquetar sus cosas, llamar a Belén para comunicarle su decisión de ir a su piso una par de semanas  y colgar antes de que ella empiece a autofelicitarse por su buenísima amistad para con Laura. Exactamente cincuenta segundos de conversación. Su principal característica en los últimos meses es un inusual laconismo en ella, que Laura achaca a un repentino gusto por los monólogos interiores, ella, tan dada a las conversaciones enormes, pertrechadas de frases animosas y largas elucubraciones. La derrota la deja sumida en un letargo gramatical oral del que despierta pocas veces. Atisba por la ventana el cielo limpio tras la tormenta de anoche. Sin embargo, el cambio de temperaturas es cierto y que los meteorólogos, videntes de  las borrascas, no habían errado sus pronósticos, esta vez. Ya hace frío. Con una taza de café con leche caliente entre las manos, sentada a la vieja mesa donde come, estudia y ocasionalmente plasma sus pensamientos a carboncillo, mira con la vista vacía al exterior de su piso. La vida del barrio de Gràcia le azota en el rostro. La viveza, la diversidad, lo cotidiano de un barrio liberador para ella, intrínseco a ella desde tiempo atrás... que ahora tiene que cambiar por el piso de Belén, en el Eixample, justo en la confluencia de dos calles enormes, ruidosas. Un piso ciertamente más espacioso, pero vacío de sensaciones, de recuerdos, de emoción... vacío de silencios. —Helena, dime alguna estupidez... —a su cabeza acuden ecos del pasado más reciente. ¿Reciente? Tras un breve silencio: —¿Como por ejemplo? Un silencio más. Una mirada cómplice: —Te quiero. Y recuerdos de besos, de caricias, de miradas entrecerradas, de más besos y más silencios construidos con besos. Ecos en el silencio, una oscura melena cubriendo su cara, olor a jengibre, a bambú y a tierra mojada, un tacto dolorosamente cercano a la piel, tatuado en la piel, grabado a fuego en su piel. Dibujado tantas veces, otras tantas desechado, modelado sobre el papel bidimensional a carboncillo y sanguina, pastel, óleos, acuarelas, simples lápices... y, luego, todo el papel roto en mil pedazos, destrozado por la rabia, la pérdida, la derrota la inutilidad de la espera. Pasan pegajosos los días. Un maullido lastimero la saca de sus pensamientos. Laura voltea la cara hacia el suelo para encontrarse con una forma de color gris azulado que se contornea contra su pierna buscando cobijo. —Lucho... —susurra cariñosa Laura, recogiendo al animal del suelo y apoyándolo contra su pecho. El animal bufa y estira sus patas para aposentarse entre los senos de Laura, su rincón preferido.— Colega, lo tienes fatal... Belén no soporta los gatos. Otro maullido de Lucho hace sonreir a la rubia tristemente. Mira el capazo donde Lucho come y le acaricia la cabeza; Lucho ronronea de placer. —Ya te entiendo, bicho... —le dice, como si pudiera comprender su lenguaje. Lo deja en el suelo y busca su anorak. — Vuelvo enseguida. Cuida de todo hasta que llegue, ¿de acuerdo? Lucho la mira y se relame los bigotes. El animal se aposenta en la alfombra del comedor, elegantemente erguido. Laura observa su pelaje, tan especial, casi azul, y la actitud casi racional de su mascota. Por contra, ella le sonríe irracionalmente. Laura sale de la casa a enfrentarse con el viento de noviembre veinte segundos antes de que suene el teléfono. Quizás para no volver a sonar. En el contestador un mensaje entrecortado: "Hola, Laura. Soy Helena, yo... eh...". Clic.     5. Juana la Loca. Laura toma aire por segunda vez reprimiendo el irracional deseo de degollar al niño Álvaro, que estaba consiguiendo exasperar a su madre y a tres clientes del videoclub por orden creciente. —"El Rey León" ya las visto, Álvaro, vamos a coger otra. Mira, está "Shrek", ¿te acuerdas? —No "Shrek", "Rey León" otra vez. —solloza el niño por quinta vez, dando patadas rabiosas en el suelo.
  • 10. —Álvaro, cariño, la vimos ayer... me has dicho que querías ver "Shrek"... —la madre de Álvaro frunce los labios intentando mantener la compostura. —Si me permite, tenemos esa peli en venta en las estanterías de la derecha. Puede adquirirla si lo prefiere... en un pack especial, con la segunda parte incluída. —indica tímidamente Laura a la desesperada progenitora. La madre de Álvaro la mira entre agradecida y avergonzada y escoge de la estantería de cintas infantiles la tan preciada película. Álvaro, de repente, se queda mirando fijamente a Laura, acurrucándose contra las piernas de su madre tras el mostrador. Mientras Laura coloca la cinta en una bolsa y cobra su importe, no deja de observar al callado Álvaro, que podría pasar por un apocado niño que jamás ha roto un plato. Hubiera sido un asesinato difícil de justificar, por lo visto, medita Laura. Ambos salen de la tienda, dejándola con tres clientes habituales a los que atiende sin más problemas. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m  Los jueves por la tarde generalmente no hay demasiado trabajo, y puede permitirse el lujo de abandonarse un poco a sus elucubraciones. Entre ellas, una frase al vuelo que Laura caza y anota en su cuaderno: No atrasa el reloj la imprecisión del mecanismo, si no la impaciencia. Parece que hayan pasado mil años desde esa mañana, cuando ha regresado de comprar la comida para Lucho y el periódico y ha escuchado la voz de Helena en el contestador al tiempo que las hojas del diario se desgajaban cayendo sobre la moqueta del salón. Se había roto la cabeza, aún más, pensando, meditando, dotando de sentido su frase, analizando el tono de voz, la flexión del timbre y la intensidad del discurso, algo que denotara alguna emoción, algún dato, alguna pista. El tiempo con Helena le había enseñado a medirla con un rasero totalmente individualizado. Helena era tan única, tan irrepetible como los dibujos geométricos de un copo de nieve. E igual de volátil. Misteriosa y huidiza. Estaba con Laura una semana, y de repente, tenía que marcharse. Trabajo, viajes, lo que fuera. Luego, dos, tres días después, volvía. Accionaba la cerradura del piso de Laura, se colaba en su cama apenas segundos después y dormía con ella. Al día siguiente mil sonrisas olvidaban esos dos días separadas. Pero sin excusas, sin disculpas, sin explicaciones. Nunca. Así que cuando Helena decidió que su historia había perdido todo interés —o al menos ésa fue la explicación que le encontró Laura— dejó un papel sobre la mesa del comedor del piso de Laura, siempre tan lleno de silencios cómplices, e introdujo otro más doloroso y pesado: el de su ausencia. Laura casi se rió cuando se cayó en la cuenta que, realmente, Helena era simplemente Helena. Apenas su primer apellido sabía. Ni un teléfono al que acudir, o dirección alguna, o santo y seña que gritar cuando las cosas se complicaran. Por ejemplo, un día lluvioso de color gris plomizo cayendo sobre Laura mientras las suaves notas del canon de Pachelbel provenientes de un disco de Helena llegaban hasta sus oídos. Helena ni siquiera se llevó el cepillo de dientes. Pero sí un trozo importante del corazón de Laura. Casi todo. A veces hacemos la maleta tan deprisa que nos llevamos sólo lo escasamente preciso. Otras, la hacemos tan mal que nos llevamos lo único que no debemos. Y dejamos todo lo que deberíamos no haber olvidado. Por qué las cosas deberían ser diferentes este jueves. Un mensaje tan lacónico como la nota disculpante que dejó aquel día, encontrada por casualidad junto a una cafetera llena hasta los topes del delicioso café que Helena preparaba. Tantos besos no me caben en este papel. Helena. Supo en aquel momento que el cable de acero tensado entre ellas se había quebrado. Que aquella era una despedida desacostumbradamente definitiva. Que Helena no volvería dos días después. Que sus ojos no serían de nuevo sus piedras preciosas. Que se había ido. Sin explicaciones. Al menos se molestó en firmar la nota, pensó Laura, justo antes de romperla, reducirla a mínimas expresiones de extensión física y archivarla para siempre en la extensión mental, desde donde no le costaba ningún esfuerzo traerla de vuelta. Y a partir de entonces, se dedicó a dejar pasar la película de su vida a cámara lenta, a dieciocho fotogramas por minuto; lentos, angustiosos, rabiosos, indiferentes, impotentes, resignados al fin a unos créditos finales escritos en un pedazo de papel. Un gran interrogante después de cada fotograma, mil y un por qués conjugados en todas las flexiones posibles, desde todos los ángulos posibles. —Laura, ¿se puede saber qué coño haces? ¡Estás derramando toda la leche del café encima del mostrador! —la aguda voz de Belén la saca de sus pensamientos agitadamente, justo a tiempo de evitar la etapa de autoinmolación y fustigamiento que continuaban este tipo de meditaciones suicidas. Belén la mira reprobadora mientras Laura intenta detener el avance del líquido con movimientos torpes.— Déjalo, nena, que parece que estás ida, o loca... loca o qué sé yo... Anda, ya lo recojo yo... y haz el favor de dormir más, que cada día estás más pálida, leñe... —la voz de Belén se pierde en el almacén en busca de algún trapo. —Loca... —susurra Laura, con la vista desenfocada sobre la mancha de café con leche sobre el mostrador. Chasquea la lengua.— Loca de amor.     6. Can't get you out of my head. El invierno se cierne sobre Barcelona pausadamente. El viernes despunta apenas cuando Laura abre un ojo y lo empotra contra la semioscuridad de su habitación. Meses antes, la primavera perdía su timidez para dejar paso al dorado sol de verano; la luz reflejaba todos los
  • 11. colores en los ojos de Helena. Y el otoño duda entre el marrón o un invierno que no se atreve a platear los colores. Los ruidos de la calle se cuelan por la ventana. Se oyen furgonetas, saludos, voces de mujeres, los perros, los pájaros... Qué habrá tras de cada una de esas muestras sonoras de la vida de su barrio. Laura vuelve al interior de su piso. Desde la posición horizontal, casi todo se ve más claro, medita Laura. Casi vienticuatro horas después de escuchar el mensaje, nada ha cambiado. Todo sigue igual. Lucho reposa en la repisa de la ventana, caen sobre su pelaje ligeros plumazos del sol debilitado. Una fina capa de vaho recorre los cristales. El frío ya empieza a colarse por los huesos de la ciudad condal. Laura abre el otro ojo y se despereza casi al mismo tiempo que el gato. Cruzan las miradas un segundo. Lucho se dirige ágilmente desde la ventana al jergón de Laura, buscando la tibieza de las sábanas que la cubren, bajo el nórdico, en posición horizontal... V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Junio, cinco meses antes, recuerda Laura, mientras Lucho ronronea bajo su caricia. Cuando la primavera se rindió al astro rey y Laura y Helena se rendían la una a la otra en aquella misma cama, bajo la displicente mirada del gato azulado. Helena le llamaba 'el gato que está', por el color de su especial pelaje y sus lastimosos ronroneos y maullidos. Fue un día de aquella primavera cuando el animal unió de nuevo sus vidas, que ya estaban enlazadas desde siempre. Tras una improvisada y brillante exposición sobre la relación entre los expresionistas alemanes y el oscurantismo ocasional de Tiziano, Laura salía de la facultad a las dos y trece minutos del veintiuno de abril. Cogía el tren desde la universidad a las dos y treinta y tres, echando de menos como siempre su coche. Llegaba a la puerta de su edificio destartalado a las tres y cinco. Y a las tres y seis estaba en el suelo, tras un intento infructuoso de esquivar torpemente a lo que luego se convertiría en Lucho. Un bulto eludido ridículamente por Laura, que resultó ser un gato abisínio de extraño pelaje, y que la llevó a darse de bruces literalmente con alguien medio metro más alto que ella. Cayó al suelo en redondo, mascullando frases al azar sobre la educación, las prisas y los animales de compañía. Alguien medio metro más arriba, la había ayudado a levantarse escondiendo una mirada traviesa, como si no supiera si reir abiertamente o conservar un rostro serio y preocupado. —¿Te has hecho daño? —solícita pregunta mientras izaba prácticamente sin esfuerzo a Laura del suelo.— ¿ Te encuentras bien? —Sí, gracias, estoy muy... er... mareada... La rubia parpadeó varias veces asida a los fuertes brazos que la aguantaban. Una sensación de calor envolvió a Laura, sin saber si se debía al golpe o a los ojos azules de aquella que, poco después, se convertiría en Helena. Se entretuvo en tocar a través de la ropa los antebrazos en que se apoyaba. Casi prefirió haberse luxado la espalda para poder ser llevada en volandas, al menos hasta el ascensor. La morena le señaló las escaleras. —Si te mareas, siéntate entonces, no vayas a subir ahora los seis pisos... —tras asegurarse que Laura estaba bien acomodada, la miró entrecerrando los ojos.— Oye, te sonará extraño, pero... ¿nos conocemos? Laura le devolvió la mirada. El gato se paseaba entre sus piernas. —Esto... Pues... quizás nos hayamos... visto en algún otro sitio... Claro que sí, —quiso conestar Laura. —Aparte de las vidas que hemos debido vivir juntas, ésta es la tercera vez que nos vemos, si contamos aquel día en casa de mi padre... —Laura movió la cabeza para volver al presente. La morena, sin embargo, frunció levemente el ceño, como intentando recordar a Laura. Ésta, a las tres y veinte minutos, se preguntaba qué había sido de su cuidada formación gimnástica cuando había caído ridículamente al suelo, y dónde estaba su agilidad mental cuando la desconocida de ojos azules le dijo que tenía que marcharse. —Pero... aún no hemos bautizado al gato... —balbuceó, justo antes de golpearse la frente mentalmente por el estúpido comentario. La otra mujer la miró divertida, pensativa. Entrecerró los ojos y se ajustó las gafas de pasta al puente de la nariz, convirtiéndose así en uno de los gestos más sexys que nunca había visto Laura. —Tienes razón... Pero el gato es tuyo, deberías ser tú la que... —¡No! —la interrumpió Laura, quizá demasiado rápidamente.— Quiero decir... tú también estabas aquí... —Ha sido casualidad, yo... no debería estar aquí. —repuso la otra, agitando la mano. Casualidades. Causalidades. Laura pudo haber hablado siglos sobre el tema. Incluso ilustrar con ejemplos muy cercanos el peso de las casualidades, de los "y si...", de las ocasiones perdidas por no estar, de los besos ganados por dejarse llevar, de los días elegidos, de los objetos casuales, de las marcas de agua que deja la estela del destino causal. De películas de video, de relámpagos cegadores. Pero siguió escuchando a la morena. —En realidad, buscaba otro edificio, pero me he dado cuenta cuando me han abierto la puerta por el interfono. Y entonces ha entrado también este gatito tan mono... ven, pequeño... Acarició el lomo del animal, que se rozó con la mano abierta. Laura se había quedado absorta mirando aquellos
  • 12. dedos y la piel que se adivinaba suave; deseó irracionalmente convertirse en gato por un minuto. —... en realidad es una auténtica preciosidad. —oyó que decía la desconocida, de pronto mirándola a los ojos. Laura se turbó y asintió, apoyando la barbilla sobre las rodillas. Silencio. Allí estaban, a las tres y treinta y tres las dos sentadas en las escaleras, rodeadas de panfletos de propaganda esparcidos por el suelo y absortas, mirando al gato de pelaje extraño. Laura tendió su llavero pendulante al animal, que intentaba alcanzarlo muy concentrado. La desconocida no dejaba de sonreir mientras jugueteaba con los mechones de su pelo moreno, lacio y brillante. —Es precioso. —dijo bajito Laura. —Lo es. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Laura se giró para obtener una mejor visión del rostro de la desconocida. Su tez ligeramente tostada contrastaba con un débil asomo de tonos rosáceos en su pómulos marcados y angulosos. Laura tuvo en ese instante una impresión mal llamada deja vú. Para contrarrestarlo, se llevó una mano a su estómago, que protestaba hacía rato en pos de comida. —¿Estás bien? ¿Te duele el estómago? —inquirió la otra, al notar el movimiento. —No, sólo es que... De repente, a Laura otra idea estúpida le vino a la cabeza. Una idea atrevida, y osada. Eran las tres y cuarenta minutos. La pregunta. La invitación. —Oye, si no tienes prisa... ¿Te apetece compartir un plato de pasta a las tres salsas? Bueno... si es que aún no has comido... La morena ladeó la cabeza. —Pues... muchas gracias, pero... tengo que irme, no sé si mi coche me habrá esperado pacientemente en la esquina de enfrente o se habrá ligado a alguna grúa de buen ver. —¿Y si me caigo redonda en mi piso? —dijo bajito Laura. La morena pareció dudar por un brevísimo instante que a Laura le pareció eterno. Laura enrojeció. ¿Quizá había ido demasiado deprisa? Bueno, era una inocente invitación a comer, ¿qué había de malo en eso? Y aún habiéndolo, ¿por qué no iba a aceptarla la morena? Aunque sólo fuera por razones humanitarias. A las tres y cincuenta y dos minutos, el gato ya campaba a sus anchas por el piso de Laura, sorprendentemente aseado, pulcro y recogido. Laura se agradeció mil veces haber hecho limpieza el día anterior en un arranque de orden maniático que le duraba dos días. Estaba de suerte. ¿Qué tal fue aquel reportaje con mi padre?, quiso preguntar Laura. Se le amontonaban en espiral involutiva muchas preguntas. ¿Me enseñas las fotos? ¿Te gusté la primera vez que me viste? ¿Sabes cuánto me gustaste tú bajo aquellos rayos? ¿Por qué no devolviste la película, aunque sólo fuera por ética y no por verme a mí? —¿Qué quieren decir las tres salsas? —sonó la vibrante voz de la morena desde el comedor hacia la cocina, donde se suponía que Laura debía afañarse a cocer la pasta fresca de espinacas al huevo en lugar de elucubrar conversaciones. Tras volver a la realidad, Laura seleccionó un vino blanco en su bodega particular y sonrió abriendo un armario. —Puedes escoger entre los tres botes de salsa que tengo en el armario. —le respondió Laura.— Boloñesa, carbonara o tártara. —Creía que la tártara acompañaba pescados y no pasta... —Bueno, ¿y no te gusta improvisar? —Laura entró en el comedor descorchando la botella de vino. La otra la miró sorprendida.— No temas, es de la Toscana, un vino de baja gradación... no pretendo emborracharte. —No me gusta nada. Laura dejó la botella sobre la mesa y miró a la morena, sentada en el sofá. —¿El vino de la Toscana o que te emborrachen? —No, improvisar, no me gusta improvisar. Laura frunció levemente el ceño al notar un acento excesivamente seco en la frase. Pero la morena continuó hablando en el mismo tono afable y divertido. —Pero, por supuesto, me encanta el vino. Aunque generalmente lo bebo en ocasiones especiales. —¿Qué tiene esta ocasión de ordinaria? —Laura fue a la cocina a por dos copas redondas.— Normalmente como sola, y hoy tengo dos invitados. Tú... —Y el gato que está. —se adelantó la otra.
  • 13. —¿Qué quieres decir con que está? —Laura volvió al comedor con las copas y dos platos. El gato descansaba en la repisa de la ventana, con aire melancólico, lamiéndose descuidamente la pata derecha. El sol que entraba de refilón bañaba su pelaje, otorgándole un cierto color azulado brillante. —Míralo, está casi triste. Parece el gato azul de la canción de Roberto Carlos, ¿sabes? —Sí, la recuerdo... Mi madre la escuchaba los días de tormenta, mientras hacía las camas. —Laura le ofreció una copa, que la morena aceptó con una sonrisa abierta. —Gracias. —se la llevó a los labios. Pero frenó el movimiento y miró a Laura.— Bueno, ¿por qué brindamos? —No sé... —la pregunta cogió a la rubia desprevenida.— ¿Por Roberto Carlos? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Y por el gato que está. Un clinc sonó en el ambiente, dejando el silencio como invitado entre ellas. Ambas bebieron y saborearon el vino. —Mmm, me gusta... ¿joven? —inquirió en tono de catadora profesional la morena. —Ciertamente joven, de sabor y cuerpo redondo... —respondió Laura, con sorna. Ambas se sonrieron. Un maullido sonó lastimero. —El pobrecillo debe tener hambre. —Improvisemos su comida, pues. —resolvió Laura, dirigiéndose a la nevera y echando un vistazo rápido a los tallarines. — ¿Qué tal un poco de jamón de york? —Ha hecho buena cara, creo que acepta. Como si lo entendiera, el animal dio un salto desde la ventana hacia el quicio de la puerta de la cocina, a punto de provocar un nuevo espectáculo ofrecido por Laura a su invitada casual. —Esta vez te he visto, compañero, no me voy a caer. Y más vale que te portes bien o te quedarás sin sardinas esta noche. A las cuatro y cuarto, y tras un árduo debate, se descartó la salsa tártara y era la carbonara la que bañaba los tallarines; el vino la acompañaba generosamente en los estómagos de las dos comensales. Al término de los platos, Laura ofreció algo de postre, pero la desconocida lo descartó aludiendo una satisfacción plena tras la ingesta de la pasta. Pero sí aceptó el té verde con aroma a poleo menta. Se trasladaron al sofá y el gató con ellas, acomodado en el regazo de la desconocida. —Siento lo del café, pensaba que todavía tenía alguna reserva. —se disculpó Laura, dejando dos tazas humeantes en la mesilla. —No te preocupes, hoy ya llevaba cuatro cafés solos, no es cuestión de sobrecargar las neuronas con más. Además, me gusta el té verde. Has dado en el clavo. Como con la pasta, felicita al chef de mi parte. —Tendrá mucho gusto en recibir tales honores. —Laura efectuó una reverencia, rió y se dejó caer en el sofá. Dirigió su mirada al regazo de la morena. — El gato está de lo más cómodo... —Debe pensar que soy una persona ergonómica. —Debes de serlo, está durmiendo muy a gustito.—y Laura se sorprendió deseando de nuevo ser gato y que el animal tuviera que sostener la conversación en su lugar. —Bueno, ¿has decidido ya el nombre que le vas a poner?—interrumpió sus pensamientos la voz timbrada de la morena. —¿Es que en cuanto se lo ponga vas a irte con la satisfacción del deber cumplido? No serás de una protectora de animales, ¿no? —Créeme, ahora mismo no podría huir aunque me lo propusiera. —Laura quiso ver el significado abstracto de la sentencia... — Estoy demasiado llena. —y un ¡puf! desvaneció sus incipientes ilusiones. —¿Qué te parece Roberto Carlos, en honor a su pose? —Un poco aventurado... creo que no es un nombre de gata. —¿Gata? —Sí, es una gata. —dijo la morena, señalando bajo su cola la ausencia de órganos viriles. —Cambio de planes. —Una gatica... —Lucho. —¿Qué?
  • 14. —Lucho Gatica, es lo primero que me ha venido a la mente. —la morena rió y miró a Laura.— ¿Tú no haces asociaciones de ideas absurdas? —No tiene nada de absurdo que una gata se llame Lucho. La morena la miró divertida enarcando una ceja. —¿Le vas a llamar Lucho? —Y le enseñaré a cantar boleros. —Eso sí que quisiera verlo. —y ambas rieron, sobresaltando a la ya gata, que prefirió entonces asaltar la cama de Laura, al fondo de la estancia multifunciones. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Exactamente en el mismo punto donde está ahora, en la esquina derecha. Las risas se desvanecen en el aire vacío de la habitación. Laura se levanta con desgana y Lucho la mira de reojo mientras se pone una sudadera como urgente protección del frío. Se enfunda las babuchas caseras y se dirige por inercia a prepararse un café con leche. Esta vez —y todas las demás— no falta un bote de café soluble en la estantería del desayuno. —Helena. —un ligero susurro le redescubrió el nombre de su invitada, justo antes de cerrar la puerta, justo a las seis y veintitrés. Laura siente un escalofrío mientras añade otra cucharada de azúcar al café. Laura cayó en la cuenta de que habían estado demasiado ocupadas en buscar un nombre para la gata que habían olvidado por completo los suyos propios. Como en las películas, en las que los nombres pueden obviarse si se desea o si no importan o si los personajes son secundarios o si los protagonistas están demasiado enfrascados en ellos mismos y olvidan al público y sus ganas de saber con quién soñar por la noche o qué garabatear en sus cuadernos. Ninguna de las dos había mencionado su nombre, como en un guión egoísta donde las cosas salen como uno las piensa y/o quiere y/o desea. Como en las películas. Pero como en todas las películas, llegó el the end. —Bueno, espero que te encuentres mejor... porque me tengo que ir —dijo la morena, dejando su taza sobre la mesa. Laura se miró el reloj distraídamente. El gato descansaba ahora en su regazo. —No me había dado cuenta de la hora que era... —mentira.— Ni siquiera me he fijado en que hemos vaciado la tetera. —mentira.— Estaba tan relajada... —mentira. Había minutado cada movimiento para memorizarlo, había forzado que se bebieran toda la tetera para evitar la marcha de ella, y todo con el corazón en la boca, a punto de salir y explotar y llenar todo de color rojo y pedir a gritos ¡bésame! —Me lo he pasado muy bien. —sentenció la morena.— Ha sido la tarde más tranquila de las que he disfrutado en todo el mes. —¿Tranquila como sinónimo de qué? —replicó Laura, suspicaz. —De eso, de tranquilidad, sin llamadas, sin gritos, sin transportes, sin prisas. Me has hecho un gran regalo. —¿En serio? —Laura sintió de nuevo la urgencia de un atrevido ¡bésame!. Favor por favor...— Pensaba que te aburriría con mis charlas sobre arte y sobre todo el rollo de mi carrera... —Y yo pensaba que no te interesaría cómo me gano la vida yo. —¿Bromeas? Me encanta la fotografía. —Bueno, claro, la fotografía artística, pero no sé si tiene mucha emoción hacer catálogos de grandes superfícies comerciales. —Pues yo creo que tiene su mérito sacar el mejor perfil de un desodorante roll-on. —rió.— No todos los fotógrafos tienen tanta paciencia. Además, has dado algunas clases, y vas a exponer dentro de nada... —Di más bien ponencias eventuales en la universidad, y... bueno, exponer es una palabra muy grande. — Helena sonrió, ajustándose torpemente el puente de las gafas. Laura entrecerró los ojos enternecida por el gesto de la morena.— De momento un amigo va a colgar algunas fotos en su café, es algo bohemio e inconsciente... Me pidió algunas fotos y he estado haciendo algunas vistas sobre Barcelona, en blanco y negro... nada del otro mundo, pero ya ves... —Me... me encantaría verlas. —carraspeó Laura, sustituyendo en sus pensamientos el ¡bésame! por un sutil ¡podríamos vernos de nuevo! —¿Perdona? Laura, azorada, fingió no haber dicho nada y bebió un sorbo de su té, ya frío. La morena sonrió, acabó su té, también frío, e hizo muy feliz a Laura cuando al despedirse dejó dos sonoros besos en las mejillas arreboladas de la rubia. Incluso enrojeció la cicatriz sobre la ceja izquierda. —Por cierto, mi nombre es Helena. —el segundo beso resonó en los oídos de Laura junto al nombre de la morena.
  • 15. —¿Con hache, como la de Troya? —preguntó Laura, mientras se separaban. Helena asintió. —Yo me llamo Laura. —Como la de Petrarca. —correspondió Helena. —Precisamente. A las ocho en punto de la tarde de aquel día de primavera temprana, Laura descubrió que estaba enamorada. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Y comprobó que su memoria seguía siendo tan buena como siempre, observando el boceto de Helena realizado a carboncillo en el fabuloso tiempo récord de diez minutos tras la marcha de la morena. Una maravillosa sonrisa abierta, captada por el trazo irregular del carbón. En el aire, todavía, esparcidos, fragmentos de bambú, de jengibre, de tierra mojada, caliente y húmeda. Pero a las ocho en punto de esta gélida mañana de invierno, de este día de noviembre frío y nublado, descubre que jamás podrá quitársela de la cabeza precisamente por su memoria maldita y paradójicamente fotográfica. La que la lleva, de vez en cuando, casi siempre, a todos y cada uno de los lugares que compartió con ella.          Sigue -->
  • 16. EL GATO QUE ESTÁ... Autora: Eli. 7. Ansiedad. También fue un viernes, tres días más tarde de aquel día de primavera, recuerda Laura a los pies del café con leche. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Varias veces había pasado por delante de aquel café de aquella esquina de aquella calle y nunca se había parado ni siquiera a mirar por la cristalera. Pero a partir de aquel momento, aquel locus amoenus iba a quedar atrapado por los cristales de plata de su memoria para no borrarse nunca más. Parada delante de la puerta, observó su reflejo en el vidrio y reprimió un gesto de euforia casi infantil que surgía de su estómago inquieto. Las siete y tres minutos, un tic tac acelerado en su corazón le señalaba los segundos. Podría haber adivinado la hora que era tan sólo analizando sus latidos. Miró la hoja de papel en su mano derecha. La había encontrado en su facultad, colgada en uno de los tableros de corcho que nunca miraba. Y que justo esa mañana la cafetera del bar no funcionaba. Y Laura tuvo que ir a las máquina automáticas de café junto al tablero de corcho. Y allí estaba la octavilla que anunciaba una exposición de fotografía a inaugurar a las siete de la tarde de aquel viernes, tres días más tarde de saber que Helena era con hache, como la de Troya. El músculo ventricular alojado en su tórax se empeñaba en hacerle creer que todo era posible. Una súbita sensación de frío, sudor en las manos y las puntas de los dedos heladas —en pleno mes de mayo— eran la señal convenida. Estaba nerviosa. —Alea jacta est. —se dijo mentalmente. Y sus pies se movieron uno detrás del otro y el cuerpo los siguió. Una suave música de jazz regalada a Elisa por algún genio de las versiones envolvió sus tímpanos agradablemente. Ondeaba un suave murmullo de voces que se adentró en su inconsciente hasta ser apenas audible, los ojos de algunos vueltos hacia ella, algunas sonrisas que Laura no entendió. Y de pronto, como si fuera una ráfaga de viento fresco, Helena se cruzó con ella. Laura, tras algunos segundos de absoluto desconcierto y catatonia, atinó a descubrir que había sido un golpe fortuito entre las dos, porque en su ensueño oyó un murmullo sufrido y nervioso y notó dos manos multiplicándose sobre su brazo derecho. —Te he puesto perdida de cerveza, lo siento, eh... Laura, ¿no? Oir su nombre de unos hermosos labios que modulaban esa timbrada voz fue lo único que la despertó de su embobamiento. El cerebro de Laura buscó rápidamente algunas frases archivadas en el cajón  de conversaciones socorridas. —No, no, no, qué va, he sido yo la que no miraba, ha sido culpa mía, déjalo, Helena. —sonrió Laura, deteniendo la tarea de Helena, empeñada en arreglar el desastre.— Además, no podrás secar este costoso jerséi que me trajeron unos amigos de la India con un simple kleenex. Los ojos de Helena se agrandaron y Laura rió por la expresión y la mano a medio camino hacia su brazo. Helena relajó su gesto al advertir la broma y se rascó la ceja derecha, algo sonrojada. —Aunque no sea de la India está hecho un asco. —reconoció, avergonzada. Otra vez ese gesto tan tierno de mirarla por encima de las gafas, como una niña tímidamente pícara. Laura entrecerró los ojos. —No te preocupes, seguro que mi arielita puede hasta con la suciedad más incrustada. —comentó Laura, encantada ante la situación. Luego miró a Helena con una sonrisa traviesa.— Tengo que dejar de mancharme los jerséis... y de tropezar con la gente... —Y con los animales. —rió Helena.— Quizás puedas secártelo un poco en el lavabo, hay un aparato infernal que de vez en cuando expulsa aire caliente. —propuso Helena, señalando una puerta pintada de verde botella al fondo del local. ¿Al lavabo? ¿Había oído bien? ¿Era Helena consciente de las connotaciones diversas que se derivaban de aquella frase? Laura quiso detener el tiempo mentalmente y evitar que el corazón se le saliera por la boca, pero fracasó en ambos intentos y de repente se vió arrastrada hacia aquella puerta verde de la mano de Helena, que pasaba a través de las mesas y grupos de gente casi saltándolos, haciendo caso omiso de  diversas personas que reclamaban su atención. Laura apenas podía pensar o enviar señales a su cerebro para evitar golpearse la espinilla una y otra vez con las patas de las sillas o darse de morros contra el suelo. Cuando se abrió la puerta del lavabo, suspiró aliviada por la cesión de todo movimiento, pero su mano se sintió abandonada y desprotegida del frío. —Aquí lo tienes, modelo de última generación con difusor de aire acondicionado. —anunció vehemente Helena, presentando un vetusto aparato precariamente suspendido en la pared.— Deja que lo ponga en marcha. Helena presionó el botón de encendido, pero el aparato se mostró bastante reticente a acatar semejante interrupción de su inactividad, que parecía ser perenne. —Es igual, seguro que se seca en un momento. —intentaba decir Laura, pero Helena hizo un gesto que la obligó a desistir.— Como quieras, pero no tiene importancia, de verdad, el jerséi... El zumbido la acalló. Helena le había dado un golpe con la mano plana y el trasto había sucumbido a sus intentos de
  • 17. activarlo. La morena hizo una graciosa reverencia y presentó su hazaña, a lo que Laura respondió con un ademán principesco y arrimó el brazo derecho al tubo de aire caliente. —Vaya una manera de encontrarnos... —dijo Helena, cruzada de brazos, mientras se sentaba en el mármol del aseo. Laura le sonrió. —No exageres, me podías haber tirado encima un cubata de vodka, y eso sí que no te lo perdono, huele fatal... Helena la miró divertida. —Tienes un extraño sentido del humor, ¿te lo habían dicho? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Laura sintió contraerse su estómago y las mejillas encarnadas por la presencia de Helena a menos de dos centímetros de su cuerpo. Había bajado del mármol para ayudarle a estirar la manga. Su boca quedó a poco espacio de su cuello. La larga melena negra de Helena le acariciaba los hombros, y Laura tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no atrapar uno de sus mechones. Cuando Helena volvió a hablar tan cerca de su cuello, se erizaron todos los poros de su piel. —Qué casualidad que estés aquí. Laura notó la octavilla a través del bolsillo de su pantalón vaquero. —No podía perderme tus vistas sobre las góndolas de Carrefour. —Muy graciosa. —Lo sé, lo sé, es una de mis virtudes. Ambas se miraron. Laura sintió el impacto de los rayos flamígeros y apartó la visión de su padre riendo, entre las múltiples casualidades que se le acumulaban en la mente. Notó un cosquilleo en el estómago que se revolucionó cuando Helena se acercó a ella. —Supongo que el jerséi sobrevivirá, aunque no sé hasta qué punto. —resolvió Helena, por encima del zumbido, pasando una mano por el brazo de Laura.— En compensación por el desastre, ¿hay algo que pueda hacer por ti? ¡Bésame! gritó la mente de Laura, alocada. No podía haber nada mejor que sentir esas dos piezas de carne rosada y sensual sobre sus homólogas en el cuerpo de Laura; esos ojos súbitamente clavados en ella cerrándose por el contacto entre las bocas; las manos suaves y los fuertes brazos recogiéndola del suelo tras el desmayo que seguro iba a producirse. No se le ocurría mejor compensación, desde luego. —U-una copa estaría bien, siempre que no me la tires por encima. —apostilló Laura, y el ¡bésame! se fue a la barra a esperar el momento preciso. —Siento que eso me va a acompañar por mucho tiempo. —sonrió Helena, apartando la mano para rascarse la ceja derecha. El zumbido cesó.— A partir de ahora tendré cierta psicosis paranoide con la gente y las cervezas y todo eso. —Olvídalo, no quiero convertirme en un trauma para ti. —¿Quién dice que vas a ser un trauma? —sonrió la morena, y abrió la puerta del lavabo para salir al exterior. Laura tomó aire y la siguió hasta la barra simplemente dejándose guiar por su aroma a tierra cálida. El camarero reconoció a Helena y fue directamente a atenderla. Ella pidió dos copas. Había subido la intensidad de la música y Laura no pudo escuchar qué demandaba, pero algo le dijo que sería perfecto aunque fueran dos vodkas con campari. —Te he pedido un martini solo, ¿te va bien? —le dijo Helena al oído, por encima de la música. Laura la miró con la pregunta ¿cómo lo has sabido? en la punta de la lengua, pero no pudo formularla. Un hombre alto y completamente vestido de negro cogió a Helena del brazo para abrazarla con grandes aspavientos y besarle las mejillas efusivamente. Laura pudo captar alguna que otra frase suelta de su charla. Y aunque Helena no parecía especialmente disgustada por la interrupción, sostenía la conversación monóloga en una silenciosa postura, sonriendo de vez en cuando. Podía reseguir sus movimientos a través del espejo y los cristales de la pared del fondo de la barra, que reflejaban justo el perfil de los dos. El hombre de negro tomó a Helena del hombro. —Estás fabulosa... mucho mejor que hace un mes... mucha suerte... seguro que publicas pronto... ya sabes que soy tu fan número... ¿...nde está Patricia? Al oir un nombre de mujer, Laura afinó el oído, pero un súbito cambio de intensidad en la música le impidió escuchar con claridad. Los retazos de frases no pudieron ofrecerle una solución a sus preguntas, que se generaban en su mente a la velocidad de la luz: ¿quién era esa Patricia? ¿Por qué ese mequetrefe le preguntaba por ella? ¿Y por qué debería estar aquí? Luego meneó la cabeza, ¡podría ser cualquiera! Incluso su hermana, o su cuñada o su madre o la vecina del quinto o puede que perfectamente fuera una ex novia. Laura comenzó a sentirse mareada ante la insistente meditación de su mente. —Ya te dije que... sé lo que hag... no te entrometas... omassi no debe meters... ¿entendido?
  • 18. Laura captó la voz acerada de Helena, y a través de los cristales, también notó un cambio en el gesto del hombre de negro. No podía apostarlo, pero tenía la sensación de que estaban discutiendo en voz queda. El hombre de negro parecía nervioso, pero Helena permanecía serena. —Entonces, Helena, mañana... está bien... yo me pondré en contacto con... como siempre... ellas? —No... las fotos están seguras conmigo... Laura enrojeció, súbitamente consciente de que estaba escuchando una conversación privada, e hizo el soberano esfuerzo de apartar su oído de ella, para concentrarse en las octavas de las música, que iban a juego con las ondas pintadas en el techo del local. Demasiado bien educada estaba, se dijo, concentrándose en los dibujos. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Ensimismada estaba cuando Helena se volvió. El mequetrefe se había ido a otro lado y Helena volvía a estar con ella; el mareo cesó de repente. El camarero había dejado los martinis en la barra y la morena le ofrecía uno. De nuevo Laura sintió contraerse su estómago. —Doble ración de aceitunas... —comentó alegre Laura, observando su martini. Le encantaban las aceitunas empapadas en el dulzón sabor del líquido. Luego alzó la vista y aventuró una broma:— Estoy empezando a pensar que me espías.—sonrió. Se dirigió a Helena removiendo las olivas con una mirada que ella calculó interesante, pero la morena no había reaccionado análogamente; una leve mancha de distancia se había interpuesto entre sus pupilas y las de Helena. Laura dejó su coqueteo a un lado y se concentró en su bebida, casi avergonzada bajo el peso de aquella expresión. Quizá la conversación anterior no había ido del todo bien, y ahora Helena no sabía cómo desembarazarse de ella, y quizá Laura le molestaba, y quizá todo lo que pudiera decir no sería lo perfecto ni lo ajustado a su modesto propósito de simplemente conocer a esa mujer tan atractiva y puede que conseguir establecer una leve amistad que recordar años después como una aventura memorable. Helena debió de notar su incomodidad y carraspeó. Dio un sorbo rápido al martini y señaló una de las paredes. —¿Te apetece ver algunas fotos? Laura asintió, aún descolocada por sus propios pensamientos. Cogió su martini, y Helena le tomó de la mano, aunque Laura no vio especial dificultad en atravesar esa parte del local. Eso anotó a pesar de la locuaz consciencia de Laura un punto a favor del ¡bésame! —Éstas son del puerto. —dijo escueta Helena, y señaló vagamente las fotos en los marcos colgados. Laura entornó los ojos para ver mejor a través del humo reposado en el ambiente del local. Había algunas realmente buenas, vistas desenfocadas del puerto que centraban su atención en detalles, en personas escogidas al azar, en el vuelo rasante de las gaviotas, en los barcos grasientos y el agua mareada por el sol del mediodía. Helena miró a Laura expectante por su silencio. Laura no supo qué decir, tan cautivada estaba absorbiendo cuanta información pudieran ofrecerle las vistas. Helena sonrió, y Laura le devolvió la sonrisa, creyendo encontrar de nuevo el contacto que se había perdido en la barra. —¿Quieres ver las del Barri Gòtic? Laura reprimió un gesto de júbilo al pasar una primera mirada. Callejones en penumbra, músicos ambulantes, casas con vida propia, transeúntes despistados, aceras sucias y hermosos rincones, todo lo había captado Helena con su objetivo, enfocando y desenfocando los objetos para que cobrasen importancia o cayesen en la miseria de la nebulosa. Como colofón, la imponente Catedral en la noche negruzca. Entre los grises, blancos y negros, Laura creyó poder admirar los colores de las vidrieras y la roseta del edificio. No tenía ningún significado religioso para ella, pero algo telúrico en la Catedral gótica le hacía sentarse muchas veces en la plaza únicamente para poder ver esos colores atravesando los cristales en la noche, tal como ahora estaba recreándolos desde la bipolaridad del blanco y negro. Una curiosa paradoja que hizo que Laura suspirara. Giró sobre sus talones para dirigirse a las fotos que se centraban en el Passeig de Gràcia. Los neones alargados rayaban la superfície límpida de las fotos, dibujando caprichosas formas en los cruces. Laura, de vez en cuando, dejaba caer sus ojos sobre Helena, cuando ella le comentaba el porqué de algunas fotos y técnicas y no la miraba, e imaginaba que era Lauren Bacall atravesando el negativo de la película. Memorizaba sus movimientos y sus manos suaves, sus labios, la descuidada manera en que colocaba un mechón de pelo tras la oreja al explicarse. Y al volver Helena su vista a Laura, adoptaba una neutra expresión de observadora aplicada. Cuando tras atravesar media Barcelona, llegaron al barrio de Sants, Laura pidió un receso. —Creo que estoy más cansada que si hubiera recorrido todos estos lugares a pie. —sonrió, mientras se sentaban con los vasos de los martinis ya vacíos. Helena alzó la mano y el camarero a lo lejos asintió con la cabeza. Laura se maravilló del alacance de los deseos de Helena y de la buena vista del camarero. Dio un vistazo general al local.— Tu amigo estará contento, hay mucha gente y parece gustarles tu obra. Helena sacó un paquete de cigarrilos del bolsillo y le ofreció uno a Laura, que lo cogió prestamente, recordando que fumaban la misma marca. Luego Helena le ofreció fuego, y Laura recogió el mechero de su mano. El roce inevitable tuvo consecuencias insospechadas en su actitud calculadamente fría y distante. Helena retiró la mano enseguida mientras Laura dejaba el mechero encima de la mesa, de repente demasiado nerviosa, olvidando su estrategia seductiva para centrarse en no borrar de su piel la sensación de los dedos de Helena. —Suéltalo ya. —bufó Helena, dándole una calada al cigarro. —¿El qué? —inquirió inocentemente Laura.
  • 19. —No has dicho ni una palabra sobre el estilo, los planos, nada.—enumeró Helena con los dedos.— Cuando la gente no habla de una cosa, es que o no le interesa o no le gusta. Laura la miró tras una velo ahumado. Uno de los defectos autodescubiertos era la incapacidad de vivir las situaciones tal y como estaban sucediendo. Su locuacidad interna impedía a Laura sobrellevar conversaciones banales sobre unas simples fotografías sin dejarse llevar por una libido demasiado imaginativa. Una cosa era dedicarse a la mera divagación sobre una plausible relación — de cualquier tipo — con la bella Helena, otra era ser consciente de la expectación sobre su respuesta, que debía ser al menos coherente e interesante. Adelantó su cuerpo lo suficiente como para hacerse oir sin alzar la voz. —Pues cuando yo no hablo de una cosa, es que me ha dejado sin palabras. —susurró Laura, aprovechando la presencia del camarero que les traía sus copas para retirar su mirada de la de Helena.—Gracias.—le dijo al camarero, e hizo ademán de coger su bolso, pero Helena la retuvo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —No, déjalo, permíteme usar mi condición de enchufada para invitarte. —hizo un gesto al camarero y éste le guiñó un ojo. Luego Helena se volvió hacia Laura, frunciendo el ceño.—Así pues, te han gustado. —¿Por qué crees que me gustan? —Bueno, tú has dicho que te han dejado sin palabras, ¿qué...? —¿Y si me han dejado sin palabras porque son malísimas? —¿Cabe la posibilidad? —aventuró Helena. —Es una posibilidad. Teniendo en cuenta que has hecho un recorrido por Barcelona de lo más común, en barrios que ni siquiera necesitan de fotografiarse porque son conocidísimos, la verdad es que podría parecer una colección algo insulsa y mediana. Helena dejó a medio camino el vaso de martini hacia la mesa, parpadeando varias veces. Laura hubiera jurado que una sombra de ofensa había atravesado sus ojos, y que un rictus de contrariedad se le enganchaba en los labios. —Insulsa y mediana. —dijo al final Helena, depositando el vaso en la mesa. Recogió el cigarro del cenicero y le dio una larga calada, perdiendo la mirada en la zona de Sarriá. —He dicho que podría parecer insulsa... si no fuera porque tus fotos son como poemas, Helena. La morena miró a Laura entrecerrando los ojos a través del humo de su cigarro. La rubia le sonrió y señaló la foto de la Catedral. Helena volteó hacia ella, a su espalda. —¿Ves ésa? Me has atravesado el estómago con esa vista de la Catedral con el gran angular. No pasa demasiado tiempo sin que me deje caer por esa plaza en intente abarcar toda la belleza de los colores de los cristales que rompen la negrura de la noche. —dijo Laura, pausadamente, como en un ensueño.— A veces me sorprendo deseando estar en el Gótico en la Edad Media, armada sólo con mi cayado y mi caballo, sin hogar, errática, observando esos mismos cristales en la noche. Helena dejó de mirar la foto y se giró hacia Laura, quien continuaba soñando despierta. —O esa otra foto del niño mirando la paloma de la Plaça del Diamant. Una mirada así es de alguien mucho más mayor, debe de haber visto tantas cosas... y a pesar de eso, aún se maravilla de ver una paloma picoteando de su mano. Y las gaviotas del puerto, el árbol rodeado de metralla ante la iglesia, la pareja de ancianos de las Ramblas sonriendo... —Laura volvió al mundo dinámico de repente y cayó en la cuenta de la intensidad de la mirada de los cerúleos ojos de Helena sobre los suyos. A la boca le vino una idea loca, y centelleándole en la mente la dejó escabullirse al exterior.— Preciosa... la colección de fotos, me gustan muchísimo. Helena dejó escapar el aire lentamente y por fin dejó que se le dibujara una sonrisa en los labios. —Me has asustado, tensado, hundido, y emocionado en menos de un minuto. ¿Crees que con sólo decirme que te gustan mis fotos me voy a sentir mejor? —¿No es un buen comienzo? —Pues de entrada no me siento nada bien, me afectas demasiado. ¿Había oído bien Laura? —¿Qué quieres decir? —Antes de que tú llegaras mis fotos estaban ahí colgadas y punto. La gente las ha visto, me han dicho cosas, me ha propuesto trabajos y colaboraciones, debería de estar emocionada, ¿no? Laura asintió sin comprender. Helena se le acercó imperceptiblemente. —Pues no, nada, no sentía nada, ¿sabes por qué? Laura negó con la cabeza.
  • 20. —Porque te estaba esperando. A ti. Por los dioses, se dijo declamatoriamente, si esto no era una declaración de amor, ¿qué era? Laura sintió mil hormigas corriendo a la vez por su estómago. No podía creérselo, no podía admitir lo que acababa de oir, no podía ser, o sí, sí lo era, era eso, ¡bésame! ¡Bésala! —¿A-a-a mí? ¿Por qué? Laura retuvo algunas de las autorrrespuestas que se le pasaron por la cabeza a velocidades infernales: Porque me gustas. Porque te necesito. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Porque desde hace tres días no puedo vivir sin ti. —Eres estudiante de arte, ¿no? —repuso Helena, y tan tranquilamente bebió otro sorbo, dio otra calada y apagó cruelmente la colilla contra el corazón de Laura, que boqueaba interiormente para que su sistema nervioso reaccionase y activase la mano derecha para darse ella misma una colleja bien merecida. —Soy estudiante de arte... —repitió Laura, dando un largo sorbo al martini. Una aceituna rodó hasta su boca y Laura la masticó tensamente.— Menuda imbécil.—susurró Laura, apagando su cigarro con auténtico enfado en el cenicero. —¿Perdona? —He dicho menuda imbécil. Helena parpadeó varias veces. —No, no va por ti, me autoinsulto porque he sido una idiota. —Laura encogió los hombros sin hacer caso a la bombillita de su cerebro que le suplicaba que parase de hacer el ridículo antes de que fuera inevitable del todo. — A veces me encuentro en este tipo de situaciones; me tengo que aclarar las cosas a mí misma porque sufro una extraña patología que se basa en mi absoluto desconocimiento de las relaciones humanas en su apartado romántico o pasional, llámalo como quieras. Relaciones que debieran provocarme satisfacción y no frustración en sus primeras lides. Pero invitablemente llega un punto en el que por muy necesario que se haga, no tengo ni tacto ni límite ni consciencia para ellas. De hecho, este parlamento es una buena muestra de ello. Helena escuchó pacientemente todo el nervioso discurso y tras una pausa que sirvió para reposar el silencio entre ellas, dijo, acercándose: —No he entendido nada. —Pues yo sí que entiendo, y soy una imbécil. —Laura se cruzó de brazos, esperando que la intensidad con que había remarcado la primera frase dejase las cosas claras. Helena escogió la sonrisa para destensar la situación y se acercó más a Laura, dejando caer su mano en el antebrazo de la iracunda rubia. —Pues te iba a proponer que cenáramos para que me aportaras tu particular visión de estudiante de arte sobre mis fotos, pero a lo mejor no te apetece, por imbécil. Laura la miró enrojeciendo a velocidad mach-3, de repente hundida entre su ropa y deseosa de ocultarse de la sonrisa divertida de Helena. Al final miró a la morena y le sonrió hundiendo la cara entre sus manos. —¿Eso es un sí? Pidieron cinco postres diferentes tras una cantidad que Laura consideró demasiado incluso para un estómago agradecido como el suyo. Laura no había comido nunca tanto ni había hablado tanto de arte como aquella noche. Helena la miraba y reía, y hablaba de fotografía, y arte, y preguntaba su opinión, y discutía o asentía, y de vez en cuando Laura tenía la sensación de que la miraba con tal intensidad que iba a poder dibujar esa mirada una y otra vez, y no conseguiría borrar el recuerdo de unos ojos tan azules. Helena se levantó tras el cuarto postre a comprar cigarros aunque ambas llevaban sendos paquetes, ya agotados; momento que Laura aprovechó para descansar de su agradable charla. Todo estaba desplegándose con soltura, como el recorrido suave de una pluma hasta el suelo. Eso la tranquilizaba en parte, porque de vez en cuando su serenidad se perdía y los dientes le castañeteaban y los dedos se le helaban. Laura pensó en pellizcarse por si todo aquello era un sueño, pero desechó la idea. Decidió que en tal caso, prefería seguir soñando. El vino le endulzó los pensamientos hasta hacerla sonreir estúpidamente. —No quedaban normales, he cogido lights, ¿te van bien? —la voz de Helena volviendo de la máquina le hizo dar un respingo. Al rodear la mesa rozó la espalda de Laura, que descubrió su sensibilidad en su zona lumbar.— Tiritas... ¿estás bien? ¿Tienes frío? —No-no-no, estoy perfectamente. —sonrisa rápida, disimulo, atención, concentración, elaboración de frases coherentes; su cerebro se apelmazaba poco a poco. Cogió el paquete de tabaco y destrozó el plástico que lo envolvía.— Mejor los lights, no sé cuánto tiempo llevamos... —Laura se miró el reloj y alzó una ceja.— ¿Qué hora es
  • 21. cuando la manecilla grande está en el seis y la corta en la una? —Te perdiste ese capítulo, ¿eh? —bromeó Helena, encendiendo un cigarro.— Es la una y media. ¿Te apetece otro pastel de queso con frambuesa? —¿Estás loca? —se escandalizó Laura, cogiendo un cigarro a su vez.— Es la una y media de la mañana, no podemos comernos otro postre como ese... Yo pediré profiteroles. Helena rió y llamó la atención de uno de los camareros, que se acercó albergando la esperanza de que reclamaran la cuenta, y se fue con un pedido más, mascullando algunas palabras ininteligibles. —¿Acabamos con el vino? — propuso Helena, ignorando la incursión. —¿Aún queda? Por los dioses, pensaba que habíamos acabado con la segunda botella. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Lo cierto es que Laura podía notar perfectamente el vino bailando la samba en su estómago con los rollitos de salmón del primer plato, y su nivel de ebriedad era bastante serio. Estaba apelmazada, pero aún no farfullaba y el efecto que notaba en su mente era un ligero vaivén y un color más intenso, si cabía, en los ojos de Helena. —Por los dioses... —repitió Helena con voz decidida, y el sonido de las copas entrechocando en el brindis se quedó flotando en el aire mientras bebían. Helena dejó la copa en la mesa y jugueteó con los restos de la tartaleta de whisky.— Ha sido muy amable por tu parte venir a la inauguración. Gracias. Laura sintió sus ojos brillando bajo el efecto del vino y su cabeza pesada sobre la mano derecha. —No ha sido por amabilidad, precisamente. No tienes que agradecerme nada y ser tú la amable. Helena le devolvió la mirada. —Yo tampoco estoy siendo precisamente amable en estos momentos. Laura sonrió largamente. Helena hizo un leve gesto hacia los camareros. —A lo mejor alguien sí podría acusarnos de maleducadas. La rubia le sonrió. Tienes los ojos más bonitos que el alcohol me ha hecho admirark, pensó Laura. Y se cruzaron en su mente miles de pares de ojos, y los descartó uno a uno por no ser comparables con los de Helena, que en ese momento los bajó a su plato para ayudar a su tenedor a empujar el último trozo de tarta de whisky al extremo del plato. Eso proporcionó a Laura el tiempo justo para reafirmarse en su opinión de estar frente a una deidad olímpica. De pronto  Helena alzó la vista. —Oye, ¿y qué es de Lucho? —Anda, ¡Lucho! Merda... —Laura se golpeó la frente con la palma de la mano.— Me olvidé de ella completamente esta tarde, tenía que haberle dado de cenar. Pobrecilla, estará hambrienta. Y como si lo hubiera planeado todo, de pronto se encontró en su piso con Helena dándole de comer a Lucho. La gata se mostró huraña al verla entrar, pero pronto ronroneaba de placer mientras se comía su latita de comida. Las dos se sentaron en el suelo absortas en la gata. Laura se dirigió a Helena. —¿Te apetece comer algo? Las dos rieron provocadas por el vino que aún causaba efecto. Laura empezó a reir incontroladamente, echándose las manos al estómago mientras Helena rodaba por el suelo sin poder contener las lágrimas. Lucho levantó la vista de su comedero y las miró moverse espasmódicamente. Ambas reían; Helena, estirada en el suelo con los brazos en cruz. Laura estaba a su lado apoyada sobre un codo. —Pensé que te habrías quedado con hambre. —se disculpó Laura, intentando que no se le corriera el rímmel por la mejilla al secarse las lágrimas.— Odio el maquillaje, no puedo... —No, no, espera, aquí tienes un poco de... —Helena se había incorporado e intentaba arreglar un feo rallón de pintura en la mejilla de Laura. Cesaron las risas. La morena se serenó de repente y el gesto se hizo más lento.— Tu piel es muy suave. A Laura se le secó de repente la garganta. Los pómulos le quemaban, sentía el contacto de la cálida mano de Helena llegar hasta sus nervios y enviar señales de emoción por todo el cuerpo, como cuando hundía sus manos lentamente en el fango y todos los dedos le vibraban por el contacto y se estremecía sin poder controlarse. Justo como en ese instante. El deseo salvaje golpeaba su mente y los latidos se aceleraban. Se preguntó qué posibilidades reales había de morir de emoción si alguna vez esos labios tocaban los suyos. —Estás temblando... —murmuró Helena, interrumpiendo el contacto y posando sus dos manos sobre los hombros de Laura. La miró intensamente y entreabrió los labios. Pasó imperceptiblemente la punta de la lengua sobre sus labios algo resecos y se acercó poco a poco a Laura, que ya no podía controlar ni su respiración ni su expresión facial. La rubia se preparó para dejarse matar si era preciso por tener ese contacto que se acercaba lento, despiadadamente lento. Tan lento que Laura decidió recuperar algunas funciones vitales de su organismo y agarrar a Helena de la
  • 22. nuca para atraerla hacia sí y besarla profundamente. Pirotecnia. Justo en ese momento entendió la etimología de la palabra. —Esto no está bien, estás borracha... —dijo Helena sonriendo al separarse, aún con los ojos cerrados, mientras rozaba los labios de Laura. El beso se reanudó como respuesta. Qué más daba, pensó Laura, eran días de vino y rosas... V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m No sucumbió mortalmente a los besos de Helena, pero la vibración que hacía inútiles sus músculos la obligó a dejarse caer en la alfombra cubierta por el cuerpo de Helena, que se apresuraba en trabar contacto con los labios de Laura, y sus dos lenguas fueron una en un instante, y se enredaron en una espiral de deseo que Laura no había predicho en sus pensamientos más optimistas. Rodaron por la alfombra hasta salirse de su perímetro, y no fue hasta que la espalda de Laura tocó el frío suelo que sus bocas se despegaron desganadamente. —Me... me estoy helando... la espalda. —musitó Laura, entre beso y beso, jadeante, sin perder contacto con los ojos de Helena. La morena hizo ademán de cambiar la postura incorporándose un poco, pero en ese momento ambas dieron un respingo. De los altavoces del equipo de música se disparó la envolvente melodía de un bolero: Ansiedad, de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor, ansiedad, de tener tus encantos, y en la boca volverte a besar. Ansiedad... Las dos se giraron raudas hacia el equipo de música, por donde Lucho jugueteaba apoyada en la pletina de los compactos. Ambas se miraron y rompieron a reir mientras la voz cálida de Lucho Gatica llenaba la estancia. La gata bufó del susto que le provocaron nuevas carcajadas. —No me digas que no lo tenías preparado. —profirió Helena, entre risas. —Muy bien, Lucho, ten tu galletita. —replicó Laura, mientras llamaba a la gata rozando los dedos índice y pulgar, bisbiseando.— Ven, nena, te la has ganado, bisbisbis... —En tres días la has enseñado perfectamente, lo reconozco. ¿Qué más trucos sabe hacer? —También hace la vertical si le enseño un trocito de anchoa. —¿Y ya canta boleros? —Eso requiere un trozo grande de salmón. Helena y Laura se miraron sonriendo, y mientras Lucho Gatica desgranaba los últimos versos de Ansiedad, un nuevo beso más profundo lleno sus bocas. Laura pasó sus brazos por el cuello de Helena y con sus piernas le envolvió las caderas al tiempo que su lengua abrazaba la de Helena. Laura, perfectamente enroscada a Helena, disfrutaba de besos en la cara, el cuello, las mejillas, las cejas, el pelo, la nariz, el nacimiento del pelo, todo lo que Helena podía abarcar en aquella tántrica postura. De repente se separó de ella. Laura la miró bizqueando. —¿Qué...? —No te devolví el dvd. Por toda repuesta, Laura atrajo para sí la cara de Helena y capturó sus labios para no dejarlos escapar en toda la noche. Pero eso había sido tanto tiempo antes... Laura muerde este viernes por la mañana la realidad que la envuelve; el sabor, como siempre, es amargo, y el silencio se hace en su piso. Helena no está físicamente allí, pero Laura puede sentirla haciéndole el amor como aquella primera noche, y no puede o no quiere sacudirse de encima la sensación de su cuerpo sobre el de ella. Un dolor placentero, casi masoquista, psicosomático. Demasiado fuerte el recuerdo para intentar borrarlo, y a fe de Laura que no se pueden borrar cinco meses con Helena ni siquiera con otro cuerpo, con otras manos. No funciona. O al menos no le funcionó aquella vez que lo intentó. Laura cree firmemente que se debió a la mezcla entre el alcohol y las trescientas veces que dijo el nombre de Helena a una tal Vanessa que había conocido esa noche. No, realmente no funcionó. A veces se pregunta cómo lo había logrado Helena, cómo había hecho ella para no caer en la tentación de llamarla y explicarle algo, lo que fuera. Laura había intentado localizarla, pero le había sido materialmente imposible. Nada. Helena se había esfumado, evaporado, desaparecido. Y de nada sirven todos los tequiero que Laura vertió sobre su cuerpo, dentro de ella, en su boca. De nada el regalo de su cuerpo cada noche, de nada los bocetos que intentaban captar la inusitada belleza de Helena, de nada que las fotos que hizo Helena intentaran detener el tiempo en el papel. De nada sirvió que Laura rastreara la cuidad. Helena