1. GERARD
Y
ELENA
Jesús
Abellán
PRÓLOGO
Son
dos
las
razones
que
me
animan
a
escribir
esta
novela
corta
o
cuento
largo.
Por
una
parte
cumplir
con
los
compromisos
del
curso.1
Por
otra,
aplicar
los
conocimientos
adquiridos
en
la
prác@ca.
La
idea
de
primar
la
praxis
sobre
la
memoria
me
parece
una
idea
excelente,
pues
no
hay
mejor
forma
de
aprendizaje
que
hacer
uso
de
éste
conocimiento
a
través
del
proceso
crea@vo,
pues
la
capacidad
mnemotécnica
sólo
es
ú@l
para
jugar
al
Trivial.
Podría
añadir
una
una
tercera
intención:
ver
qué
pasa.
Comencé
con
la
novelita
sin
saber
muy
bien
en
donde
me
meNa,
si
bien,
no
hay
nada
que
me
guste
más
que
meterme
en
líos,
es
decir:
explorar.
Llevo
trabajando
en
ella
prác@camente
desde
que
empezó
el
curso
y
creo
que
voy
a
necesitar
otro
tanto
para
terminarla.
No
es
que
se
me
haya
atragantado,
todo
lo
contrario,
se
ha
conver@do
en
una
placentera
obsesión.
Voy
a
tratar
de
explicar
aquí
el
proceso
de
elaboración
y
dar
algunas
claves
para
una
mejor
comprensión
del
texto.
Los
obje@vos
generales
ya
los
he
señalado,
faltaría
añadir
los
obje@vos
par@culares:
el
fin
úl@mo
del
contenido,
el
propio
texto.
Como
conviene
a
la
prudencia,
lo
primero
que
había
que
saber
es
qué
era
la
novela
helenís@ca.
Para
tal
cosa
estaba
el
profesor
San@ago
Carbonell,
que
además
de
su
ciencia,
me
proporcionó
un
excelente
manual
para
no
perderme
demasiado,
La
novela
griega,
de
Consuelo
Ruiz
Montero.
Con
este
y
otros
textos
y
la
lectura
de
algunas
novelas
(Caritón
y
Longo)
me
lancé
a
la
aventura,
tratando
de
ser
original,
sin
perder
de
vista
a
los
maestros.
Pensé
que
situar
la
acción
en
el
mismo
periodo
histórico
en
que
habían
escrito
los
novelistas
griegos
o
remontarme
a
una
época
anterior
como
hicieron
ellos,
tenía
un
inconveniente,
pues
corría
el
riesgo
de
crear
una
caricatura.
Así,
con
estas
premisas
he
hecho
alglo
similar:
la
escritura
de
un
ciudadano
del
siglo
XXI
que
se
inspira
en
el
siglo
XVIII.
Evidentemente
los
obje@vos
no
son
los
mismos,
no
pretendo
reivindicar
una
cultura
ni
tengo
añoranza
por
una
época
que
no
he
vivido.
U@lizar
la
Revolución
Francesa
o
la
Revolución
Hai@ana
como
contexto
de
mi
novela
@ene
como
obje@vo
reivindicar
otro
@po
de
cosas.
La
relación
de
mi
novela
con
la
novela
griega
no
se
hace
evidente
en
un
primer
momento,
faltan
muchos
elementos,
por
ejemplo
la
toponimia
nos
recuerda
poco
a
lo
griego,
los
nombres
de
los
protagonistas
o
el
propio
léxico
se
refieren
a
realidades
muy
diferentes
a
las
de
los
primeros
siglos
de
nuestra
era.
El
mundo
mitológico
griego
ha
sido
subs@tuido
por
otros
mitos,
y
el
clima
religioso
es,
más
bien,
an@rreligioso.
1 Cultura griega a través de los textos III. Especialidad de Humanidades, Univ. Alicante 2011.
2. Muchas
más
cosas
faltan,
pero
otras
sí
están.
Así
el
amor
fiel
e
incondicional
que
ilumina
al
mundo
es
la
razón
por
la
que
los
héroes
se
ponen
en
movimiento.
Mis
héroes
son
también
idealistas,
si
bien
su
idealismo
lo
ex@enden
a
todo
lo
que
tocan
;
no
son
excelentes
porque
son
bellos,
sino
que
son
bellos
porque
son
excelentes.
Elena,
como
Calírroe,
es
la
portadora
sobresaliente
de
todo
@po
de
virtudes,
sólo
que
la
francesa
@ene
mayor
capacidad
de
actuación
y
goza
de
mayor
independencia
que
la
siracusana.
Ambas
se
desenvuelven
en
un
mundo
patriarcal.
Mis
héroes
con@enen
las
lágrimas,
mas
no
los
sen@mientos;
son
los
sen@mientos
los
que
les
inducen
a
actuar
tanto
a
él
como
a
ella.
Más
a
ella
que
a
él,
porque
Gerard
@ene
menos
posibilidades
de
hacer
uso
de
la
libertad
por
culpa
de
la
mala
fortuna
que
le
acompaña.
Elena
es
más
libre,
de
hecho
es
ella
la
que
primero
mueve
ficha;
al
contrario
que
Calírroe,
Elena
es
rebelde
y
actúa
(también
son
otros
@empos).
La
semejanza
con
la
estructura
de
la
novela
griega
se
puede
seguir
más
fácilmente:
enamoramiento,
separación,
búsqueda
y
reencuentro.
Aunque
puede
haber
pequeñas
variaciones,
el
ciclo
casi
siempre
se
repite.
Hay
aventuras
con
buenos
buenísimos
y
malos
malísimos,
un
mundo
en
blanco
y
negro:
en
el
vér@ce
de
la
pirámide
la
vida
te
hará
caer
hacia
uno
u
otro
lado.
Los
héroes
lo
son
a
la
fuerza,
obligados
por
las
circunstancias.
En
mi
novela
no
he
prescindido
de
nada
de
esto,
tampoco
de
los
auxiliares
de
los
héroes
que
ayudan
a
sus
amigos
en
las
desdichas.
La
amistad
también
sale
reforzada
en
mi
novela.
No
he
podido
evitar
que
los
enamorados
se
casaran,
pues
ya
hubiese
sido
quitar
demasiadas
cosas.
En
otro
orden
de
cosas,
tampoco
habría
sido
consecuente
con
las
costumbres
del
siglo
XVIII
a
este
respecto.
Había
que
incluir
sueños,
correspondencia,
premoniciones,
hechos
asombrosos
y
lo
he
hecho,
si
bien
con
una
fantasía
más
moderada
que
la
de
los
novelistas
román@cos
griegos;
tratando
de
alcanzar
la
verosimilitud
a
través
de
lo
real.
Los
datos
históricos
son
verídicos
y
son
el
resultado
de
una
buena
parte
del
esfuerzo
realizado
para
construir
una
historia
con
los
mismos
argumentos
que
la
novela
griega.
Sobre
las
intenciones
ya
he
dicho
algo
que
ahora
quiero
ampliar.
Cumplir
con
las
exigencias
para
que
un
texto
sea
considerado
novela
griega
eran
premisas
que
no
podía
eludir.
A
través
de
ellas
he
intentado
deslizar
otras
intenciones
ajenas
al
espíritu
de
la
novela
amorosa
tal
como
la
concebían
Caritón
o
Longo.
Para
tales
fines
me
he
servido
de
la
ironía,
materializada
en
la
metáfora.
Es
por
lo
tanto
un
texto
metafórico
que
esconde
lo
que
no
conviene
que
sea
evidente
y
que
se
corresponde
con
mis
construcciones
mentales
y
forma
de
interpretar
el
mundo.
Los
cuatro
capítulos
que
presento
ahora
están
concebidos
como
cuatro
ejercicios
independientes,
a
modo
de
“progymnasmata”.
El
primer
capítulo
es
el
más
román@co,
cuando
los
protagonistas
empiezan
a
hablar
de
amor.
El
segundo
es
sobre
todo
dramá@co,
cuando
los
enamorados
empiezan
a
ser
afectados
nega@vamente
por
el
mundo
circundante.
En
el
tercero
hay
un
poco
de
todo,
y
en
el
siguiente
doy
rienda
suelta
a
mis
ins@ntos,
es
decir,
es
absolutamente
irónico
y
jocoso.
3. CAPÍTULO
PRIMERO
Recuerdo
las
noches
de
verano
en
casa
de
mi
abuelo.
Aquellas
luces
opacas
y
amarillas
de
las
bombillas
que
apenas
iluminaban
nuestros
rostros
cansados.
La
@bia
brisa
del
río
invitaba
a
retrasar
el
sueño.
Noches
claras
de
luna
encendida,
el
canto
de
las
ranas
y
de
los
grillos
enamorados,
el
torpe
vuelo
de
las
polillas,
el
orden
de
los
astros
y
la
voz
entrañable
de
mis
mayores
contando
historias.
Siempre
estas
cosas
pervivirán
en
mí.
Es
una
de
estas
historias
la
que
me
inspira
ahora.
Cada
año,
cada
verano,
mi
madre
la
repeNa,
como
un
rito
que
yo
escuchaba
con
devoción
y
emoción;
una
historia
siempre
igual
y
siempre
nueva.
No
sé
si
por
descuido,
por
fantasía
o
por
ambas
cosas,
pero
siempre
fresca
y
espontánea
a
mis
oídos.
Mientras
mis
ojos
de
niño
fijaban
la
mirada
en
sus
palabras
y
en
el
firmamento,
a
la
espera
del
paso
de
una
estrella
fugaz.
El
@empo
que
vivimos
es
en
ocasiones
turbulento,
en
otras
la
vida
es
fácil
y
amable.
Tan
pronto
como
la
felicidad
se
instala
en
nuestros
corazones,
revolotea
sobre
nuestras
cabezas,
esperando
su
turno,
la
desazón
y
la
desesperanza.
Pero
la
vida
no
es
otra
cosa
que
un
camino
que
hay
que
recorrer
y
salvar
airosamente,
si
es
posible.
Elena
Déschamps
nació
en
la
campiña
francesa,
en
casa
de
su
padre
el
Marqués
de
Longueville,
cerca
de
Nancy,
a
orillas
del
río
Meurthe
.
Gozó
de
las
comodidades
de
una
gran
casa,
del
mimo
y
de
la
amistad
que
le
regalaba
una
naturaleza
próxima
y
pletórica.
Su
vida
transcurría
entre
la
biblioteca
de
su
padre,
establos
y
corrales
de
la
finca;
ocas
y
Virgilio;
Racine
y
ovejas;
Rousseau
y
caballos
y
los
dos
úl@mos
años
entre
Rousseau,
vacas
y
el
recuerdo
de
Gerard.
Rousseau,
porque
después
de
leer
La
Nueva
Eloísa
había
descubierto
unos
sen@mientos
nuevos
e
inesperados;
vacas,
porque
era
Marcelina
quien
las
ordeñaba,
una
muchacha
algo
mayor
que
ella,
hija
del
capataz,
con
la
que
comparNa
sueños
y
paseos
por
el
campo;
y
Gerard,
el
entrañable
compañero
de
aventuras
infan@les
al
que
añoraba
con
todo
su
ser.
Gerard
era
el
hijo
mayor
de
Mauricio
Clairmond,
un
rico
comerciante
de
París
lector
infa@gable
de
Voltaire,
que
a
finales
de
la
primavera
se
4. trasladaba
con
toda
la
familia
a
su
propiedad
de
la
Lorena
para
recuperarse
de
la
vida
mundana
y
convencional
de
la
gran
ciudad.
Ya
desde
niños,
más
allá
de
la
natural
familiaridad
de
las
relaciones
infan@les,
Elena
y
Gerard,
mostraban
el
uno
hacia
otro
un
afecto
especial
y
exclusivo,
libre
de
egoísmo.
Hacía
dos
veranos
años
que
Gerard
no
acompañaba
a
la
familia
en
su
re@ro
y
durante
este
@empo
Elena
Había
transformado
lo
que
era
amistad
y
juego
en
amor.
Era
el
mes
de
marzo
y
Elena
estaba
expectante
ante
la
llegada
inminente
de
los
Clairmond.
La
familia
Clairmond
llegó
puntual
el
1
de
abril,
seguidos
por
sirvientes,
empleados,
caballerías,
bultos
y
carruajes,
al
atardecer;
pulverizando
a
su
paso
la
línea
zigzagueante
del
camino
que
Elena
controlaba
desde
la
lejanía
hacía
varias
horas.
Buscando
sin
encontrar,
más
con
la
imaginación
que
con
la
mirada,
la
figura
querida
de
Gerard.
Al
llegar
la
noche
la
casa
de
los
Clairmond,
como
cada
primavera,
recobró
la
vida:
vocerío,
ajetreo,
gritos,
ladridos…y
luces.
Muchas
luces.
Pero
sólo
una
le
interesaba
a
Elena,
una
luz
anunciadora
de
la
alegría.
Fue
un
instante
mágico
cuando
aquella
ventana
amada
que
tantas
veces
había
observado
desde
su
dormitorio,
tanto
@empo
sombría,
recobró
de
repente
su
alegría
interior.
Una
intensa
emoción
colmó
el
corazón
de
Elena
y
el
sueño,
derrotado,
desis@ó
del
intento
de
apaciguar
las
tormentas
de
los
enamorados
esa
noche.
La
familia
Clairmond,
como
era
costumbre,
fue
invitada
a
cenar
dos
días
después
de
su
llegada
por
el
conde
de
Longueville.
Mientras
Elena
encontraba
consuelo
en
Marcelina,
que
sabía
tanto
de
amores
como
de
vacas.
_
Ya
no
se
acordará
de
mí;
estará
comprome@do
con
alguna
joven
elegante
de
París…yo
soy
una
pueblerina.
A
Marcelina
le
costaba
trabajo
sacar
una
sonrisa
a
su
amiga
Elena.
-‐Dudo
que
en
París
haya
alguna
tan
hermosa…ni
en
toda
Francia,
vamos.
Ten
confianza
y
ponte
guapa.
El
ves@do,
blanco,
aquel
que
te
sienta
tan
bien,
póntelo…
si
sabré
yo
de
los
hombres…
-‐No
exageres
Marcelina.
-‐Ah
y
deja
que
sea
él
el
que
se
acerque.
5. Este
úl@mo
consejo
de
Marcelina
fue
innecesario,
porque
los
pusieron
juntos
a
la
mesa;
como
siempre.
Germán
recordaba
a
Elena
como
a
una
niña,
enredando
siempre
en
las
cocinas,
persiguiendo
gallinas
por
los
corrales,
preguntado
por
el
nombre
de
las
cosas.
Conocía
cada
planta,
animal
o
rincón
del
bosque.
Recordó
las
expediciones
en
busca
de
duendes
que
se
escondían
en
el
bosque
y
su
risa,
cuando
él,
aterrorizado,
le
proponía
una
aventura
menos
arriesgada.
Cuando
le
curaba
la
picadura
de
una
abeja
con
saliva
y
@erra
o
la
emoción
con
que
se
abrazaban
en
el
reencuentro
de
cada
primavera.
Recordó
la
impaciencia
de
Elena
cuando
él
enfermaba,
lo
cual
ocurría
cada
año
sin
excepción,
a
la
semana
de
su
llegada
.Se
acordó
entonces
que
los
veranos
sin
Elena
habían
sido
veranos
sin
Elena.
Elena
ya
no
era
una
niña,
esto
en
un
primer
momento
le
desconcertó,
pero
no
le
decepcionó.
Se
senNa
incómodo,
no
sabía
cómo
dirigirse
a
ella.
Se
miraron
muchas
veces,
pero
ninguno
dijo
nada,
sólo
una
sonrisa
expectante,
de
complicidad.
Fue
ella
quien
habló
primero,
sin
afección
aparente
pero
inflamada
por
dentro.
-‐Ya
no
sé
si
te
acuerdas
de
mí,
pero
éramos
amigos.
-‐Espero
que
sigamos
siéndolo;
sin
@
aquí
estoy
perdido.
Contesto
Gerard.
Aquellas
palabras
de
Gerard
incendiaron
aún
más
el
corazón
de
Elena;
una
sola
frase
disipaba
todos
sus
fantasmas
y
traslucía,
quizá,
una
promesa
que
ella,
sin
duda,
le
obligaría
a
cumplir,
y
un
compromiso
al
que
ella
no
renunciaría
por
nada
en
el
mundo.
Así,
cuando
dos
amigos
llevan
@empo
sin
verse
el
pudor
y
los
formalismos
desaparecen
y
la
familiaridad
y
la
confianza
surgen
espontáneos
como
quienes
han
dejado
de
verse
tan
sólo
unas
horas.
Así,
los
dos
amigos
descubrieron
lo
mucho
que
tenían
que
decirse
porque
“comunes
son
las
cosas
de
los
amigos”.
Reconocieron
sus
gestos,
su
olor,
el
tacto,
las
voces,
las
miradas.
El
mundo
circundante:
los
comensales,
la
música,
las
luces,
se
disiparon
en
un
instante.
Una
vez
más
el
espíritu
del
uno
penetró
en
el
del
otro
y
dos
años
de
ausencias
fueron
reducidos
a
un
minúsculo
rincón
de
la
consciencia.
Así,
fue
también
como
Germán
al
despedirse
de
Elena
sin@ó
el
dolor
de
la
separación.
6. Tampoco
el
sueño,
preocupado
por
el
descenso
de
clientela,
osó
molestar
aquella
noche
a
Gerard
que
desde
su
ventana
no
vio,
tampoco,
apagarse
las
luces
del
dormitorio
de
Elena.
-‐
Han
pasado
sólo
dos
años;
el
azul
de
sus
pupilas
es
el
mismo,
sus
rizos
dorados,
sus
labios
encendidos.
Un
poco
más
alta
quizá;
más
rubia,
más
airosa;
pero,
siendo
la
misma…
ya
no
es
la
misma.
Ese
misterio
en
su
mirada,
el
embrujo
de
su
cuerpo
cuando
lo
mueve.
“Me
muero
por
conocer
que
esconde
su
ves@do,
tocarla,
abrazarla,
desvelar
el
secreto
de
sus
ojos…
beber
de
su
belleza”.
De
esta
manera,
hablando
con
el
amor,
pasó
la
noche
Gerard,
a
la
espera
y
desesperado
por
el
lento
transitar
de
la
luna
que
parecía
hacerse
la
remolona
en
su
relevo
diario
con
el
sol.
Las
sirvientas,
más
atentas
que
los
comensales
a
los
detalles,
vieron
enseguida
el
fuego
que
la
pareja
estaba
provocando.
Estas
cosas
son
captadas
por
los
criados,
que
después
son
tema
de
análisis
y
de
estudio
concienzudo
en
las
facultades
de
las
cocinas
y
lavaderos.
-‐Si
los
hubieras
visto,
parecían
dos
tortolitos.
-‐No
le
quitaba
la
vista
de
encima.
Se
la
comía
con
la
mirada.
-‐pa
mí
que
hay
boda
a
la
vista.
-‐Esto
se
veía
venir…ya
de
niños.
Decía
la
más
veterana.
-‐la
verdad
es
que
la
niña
se
lo
merece,
es
tan
buena
¡a
guapa
no
le
gana
ninguna!
-‐No
sé
si
el
señor
conde
consen@rá.
-‐
Pues
no
va
a
consen@r
mujer,
el
muchacho
es
un
buen
par@do
¡Ay,
es
tan
guapo
y
dis@nguido!
Ya
me
lo
quedaba
yo
pa
mí
de
buena
gana.
Y
todas
echaron
a
reír.
Y
así,
el
pueblo
que
sueña
más
con
los
amoríos
de
sus
señores
que
con
los
suyos
propios,
propagó
la
no@cia
por
todo
el
territorio.
Todos
se
enteraron
menos,
por
supuesto,
las
familias
de
los
chicos.
Gerard,
ahora
tenía
obligaciones
que
atender,
pero
cuando
podía
visitaba
a
su
amiga,
7. inventando
cualquier
pretexto.
Los
pretextos
poco
después
ya
no
fueron
necesarios.
Leían
y
paseaban
juntos
por
los
jardines
y
alrededores.
Se
les
veía
feliz.
En
ocasiones,
cogían
a
los
más
pequeños
y
se
iban
a
merendar
todos
al
río
acompañados
por
Marcelina.
Se
deseaban
buenas
noches
desde
sus
ventanas,
cuando
el
campanero
avisaba
la
media
noche,
con
la
luz
de
los
candelabros,
en
un
lenguaje
inventado
para
ellos
mismos,
y
con
el
que
poco
a
poco
aprendieron
a
decir
“te
quiero”.
Su
si@o
favorito
era
el
manan@al
de
la
Fonvera;
parecía
aquél
un
lugar
como
encantado,
habitado
por
ninfas
y
duendes.
La
tradición
popular
aseguraba
que
sus
aguas
respondían
a
las
preguntas
de
los
enamorados
sinceros.
Una
doncella
se
sumergió
en
sus
aguas
por
culpa
de
un
mal
amor
y
su
espíritu
permanecía,
desde
entonces,
retenido
en
el
fondo
para
dar
esperanzas
a
los
enamorados
desgraciados.
Otros,
dicen
que
los
amantes
que
se
bañan
juntos
en
sus
gélidas
aguas,
soportaran
cualquier
prueba
de
amor
que
les
imponga
el
des@no.
Y
una
noche
sus
cuerpos
mojados
pintados
de
plata,
penetraron
juntos
en
los
secretos
que
la
naturaleza
tenía
reservados
para
ellos.
Dejando
al
amor
saciado,
en
un
banquete
sin
fin
pero
finito.
Los
úl@mos
@empos
habían
sido
para
Gerard
de
trabajo
intenso.
Después
de
años
de
preparación
y
estudio
su
padre
lo
había
reclamado
para
par@cipar
en
los
negocios
familiares
e
iniciarse
en
el
conocimiento
de
lo
que,
tarde
o
temprano,
sería
suyo.
Mauricio
Clairemond
se
había
enriquecido
con
el
comercio
marí@mo,
negocio
que
a
su
vez
había
heredado
de
su
padre,
y
que
él
supo
ampliar
con
extraordinario
éxito.
La
familia
poseía
un
importante
patrimonio
y
una
moderna
flota
mercante
con
base
en
Burdeos
que
dirigía
desde
la
sede
de
París.
A
estas
alturas
de
su
vida
Gerard
Clairemond
era
ya
un
hombre
culto
y
mundano,
gracias
a
una
excelente
preparación
y
a
los
constates
viajes
que
los
negocios
le
exigía.
A
Gerard
no
le
eran
indiferentes
las
convulsiones
sociales
que
estaba
sufriendo
el
país
desde
julio
del
año
pasado.
Conocedor
de
las
doctrinas
enciclopedistas
y
dotado
de
un
sen@do
de
jus@cia
social,
veía
con
esperanza
e
ilusión
las
transformaciones
que
se
estaban
produciendo,
pero
sabía
que
no
serían
fáciles
ni
tampoco
gra@s.
Esto,
converNa
a
Gerard
en
un
hombre
de
ideas
firmes
pero
reves@das
de
un
cierto
candor
que
8. caracteriza
a
los
jóvenes
espíritus.
Su
mejor
virtud
era
la
moderación,
la
que
prac@can
quienes
prefieren
escuchar
antes
de
hablar,
los
que
saben
que
la
sabiduría
no
es
ser
sabio,
sino,
querer
serlo.
Imbuido
en
polí@cas
y
negocios
había
olvidado
las
estaciones
del
año,
y
ahora,
de
vuelta
a
Nancy,
añadía
a
su
equipaje
un
nuevo
sen@miento
que
completaba
a
todos
los
demás:
el
amor
a
Elena.
Gerard
descubrió
que
su
pasión
por
su
amiga
sobrepasaba
toda
medida,
que
todos
sus
filósofos
quedaban
eclipsados
ante
la
insignificante
figura
de
un
rostro
y
de
un
corazón
femenino
enamorado
y
tan
amado.
Sería,
tal
vez,
la
fuerza
del
ser
primigenio,
del
andrógino,
que
busca
desesperadamente
reconciliarse
consigo
mismo
y
que
reduce
todo
su
ser
a
un
solo
propósito:
todo
por
el
amor
de
Elena.
Cuando
alguien
siente
así,
sabe
que
nada
puede
destruir
las
ligaduras,
ni
siquiera
uno
mismo,
porque
es
un
vínculo
desde
siempre,
que
se
remonta
al
principio
del
principio,
que
actúa
por
leyes
propias
con
independencia
del
mundo.
Gerard
preguntó
a
Elena
si
lo
aceptaba
como
esposo.
Fue
una
tarde
en
el
jardín
de
las
estatuas.
Allí
fueron
tes@gos
de
sus
promesas
Afrodita,
con
cierta
mirada
escép@ca,
mientras
daba
un
puntapié
a
Cupido
que
no
dejaba
de
molestar;
un
sileno
viejo
y
borracho
que
se
lamentaba
de
su
impotencia;
Fortuna
bostezaba
y
Hera
se
moría
de
envidia.
Detrás
de
los
setos,
La
Parca,
sin
hacer
ruido,
afilaba
su
guadaña.
Elena
dijo
sí.
El
marqués
de
Longueville,
viudo
desde
hacía
diez
años,
aprobó
el
matrimonio,
no
con
mucho
entusiasmo,
por
cierto.
PresenNa
que
él
y
los
de
su
clase
eran
una
especie
en
ex@nción,
sobre
todo
después
de
la
abolición
de
la
nobleza
en
junio
de
ese
mismo
año;
la
unión
de
las
dos
familias
garan@zaría,
al
menos,
cierta
estabilidad
económica
y
social
en
@empos
tan
inciertos.
Por
su
parte,
Mauricio
Clairemond
estaba
encantado
de
que
sus
descendientes
pertenecieran
a
la
nobleza,
y
por
esos
misterios
de
la
conciencia
hacía
compa@ble
su
rechazo
a
la
aristocracia
y
su
deseo
de
pertenecer
a
ella.
Las
relaciones
entre
el
marqués
y
Mauricio
siempre
habían
sido
cordiales,
se
trata
de
ese
@po
de
amistad
ins@n@va
que
aúna
a
los
individuos
de
una
misma
clase
social,
en
este
caso
de
la
misma
clase
pres@giosa,
donde
cada
uno
reconocía
los
méritos
del
otro.
Sus
diferencias
polí@cas
se
dirimían
en
forma
de
ligera
9. ironía,
pero
nunca
habían
sido
tratadas
en
serio,
lo
que
indicaba
que
las
diferencias
no
eran
notables;
si
bien
en
los
úl@mos
años
el
tono
irónico
había
escalado
algunos
peldaños
y
se
vigilaban
mutuamente
desde
la
distancia.
Pero
en
el
fondo
se
entendían
perfectamente.
Los
dos
creían
que
el
cambio
era
necesario
y
los
dos
coincidían
en
que
la
forma
en
que
se
estaba
produciendo
no
era
la
más
apropiada.
Aunque
las
razones
eran
dis@ntas.
Ajenos
a
las
banalidades
del
mundo,
la
pareja
decidió
casarse
en
octubre,
después
de
la
vendimia.
10.
CAPÍTULO
SEGUNDO
La
ciudad
de
Nancy
se
había
sumado
a
la
Revolución
desde
sus
inicios
en
1789,
si
bien,
esto
no
había
supuesto
cambios
importantes
en
la
vida
de
la
ciudad.
Pero
el
9
de
agosto,
después
de
las
celebraciones
del
primer
aniversario
de
la
toma
de
la
Bas@lla,
la
guarnición
de
Nancy
exaltada
por
las
consignas
y
arengas
revolucionarias
se
sublevó
contra
sus
mandos,
se
apoderó
de
la
ciudad
y
encarceló
a
las
autoridades
y
al
gobernador.
Una
gran
parte
de
la
población
civil
se
sumó
a
la
revuelta
y
el
caos
ejerció
su
imperio
en
la
ciudad
y
sus
alrededores.
Elena,
podía
ver
el
humo
negro
que
poco
a
poco
iba
ocultando
el
sol.
Después
estruendo
de
fusiles
y
cañones
que
hacían
desviar
y
desbaratar
las
bandadas
de
pájaros.
Elena
buscó
a
Gerard.
Le
dijeron
que
se
encontraba
en
la
ciudad.
Tuvo
miedo,
un
miedo
tan
próximo,
tan
real
que
parecía
tener
forma
y
peso.
Esperó
durante
mucho
@empo,
hasta
que
recordó
las
palabras
de
Gerard
en
aquella
cena
“…
aquí
sin
@
estoy
perdido”.
Corrió
en
busca
de
Marcelina
y
ordenó
a
los
cocheros
par@r
inmediatamente
hacia
Nancy.
Marcelina,
viendo
la
excitación
de
su
señora
y
amiga
no
puso
ningún
reparo
en
un
principio,
pero
después:
-‐Haces
mal
señorita,
en
ir
a
la
ciudad
sin
el
permiso
del
señor
marqués.
-‐Mi
único
señor,
Marcelina,
es
Gerard
que
es
dueño
de
mi
corazón
y
a
este
obedezco.
-‐Es
muy
peligroso…dos
mujeres
indefensas…
-‐Mira.
Dijo
Elena,
mostrando
un
enorme
cuchillo
de
cocina
escondido
debajo
del
ves@do.
-‐
¡Dios
santo!,
que
el
cielo
se
apiade
de
nosotras.
Exclamó
la
pobre
Marcelina.
-‐
No
temas,
los
cocheros
van
armados.
-‐
Correrás
peligro,
la
gente
estará
muy
exaltada.
11. -‐No
más
que
yo.
¡Si
@enes
miedo
puedes
bajarte
ahora…!no
quiero
obligarte…
-‐No
tengo
miedo
por
mí,
en
la
ciudad
todos
saben
quién
soy.
A
@
no
te
perdonaran
ser
la
hija
de
quien
eres.
-‐Yo
soy
la
hija
de
mi
padre,
sí.
No
tengo
nada.
Pero
Gerard,
ese
sí
que
es
mío.
Nadie
puede
reprocharme…
-‐¡Ay!
cuando
el
señor
se
entere
seguro
que
me
lo
@ene
en
cuenta.
Dijo
Marcelina
resignada,
con
la
misma
resignación
del
reo
cuando
se
dirige
al
paNbulo.
-‐Mi
padre
agradecerá
tu
fidelidad
y
tu
valenNa
y
yo
me
sen@ré
orgullosa
de
tu
amistad
de
por
vida.
Aunque
conviene
que
mi
padre
no
sepa
nada
de
esto.
Marcelina
no
salía
de
su
asombro.
Esta
nueva
faceta
de
Elena
la
desconocía.
Siempre
había
sido
un
poco
tozuda,
no
paraba
hasta
salirse
con
la
suya,
pero
nunca
imaginó
que
pudiese
llegar
tan
lejos.
Quizá
sea
la
falta
de
una
madre.
Cuando
murió
la
marquesa
su
esposo
se
desentendió
del
mundo
y
Elena
se
educó
un
poco
a
su
aire,
libre
de
convenciones
y
ataduras.
Conocía
las
diferencias
sociales,
pero
en
el
trato
personal
no
reconocía
las
distancias.
A
una
virtud
tan
apreciada
por
los
de
su
clase
como
el
disimulo
Elena
le
tenía
poca
afición
y
se
mostraba
ante
los
demás
tal
cual
ella
era,
de
hecho
y
de
palabra.
Su
educación
no
había
sido
descuidada
en
absoluto,
a
su
natural
inclinación
por
conocer
había
sumado
expediciones
regulares
a
la
biblioteca
de
su
padre.
Allí,
en
los
buenos
libros,
invirNa
parte
de
su
juventud
en
las
tardes
de
lluvia
o
cuando
la
naturaleza
se
aletarga
bajo
la
nieve.
Sus
libros
preferidos
eran
aquellos
que
hablaban
de
los
seres
humanos,
de
sus
pasiones
y
conflictos.
Le
gustaban,
también,
los
que
hablaban
de
botánica
y
zoología
(para
Elena
los
libros
eran
en@dades
parlantes;
senNa
un
gran
placer
escuchando
las
letras
que
alguien
había
pronunciado
en
otro
@empo
y
que
consideraba
dirigidas
especialmente
hacia
ella).
Cuando
llegaron
a
la
ciudad
Elena
mandó
detener
el
coche.
12. -‐Con@nuaremos
a
pie,
vosotros
esperad
aquí
sin
ser
vistos
hasta
que
regresemos.
Cruzaron
el
puente
sobre
el
río
Meurthe
y
tomaron
la
calle
de
Santa
Catalina,
que
moría
en
la
Plaza
Real.
La
basílica
del
Sagrado
Corazón
y
la
iglesia
de
San
Max
eran
consumidas
por
las
llamas.
Un
torrente
de
gente
espantada
se
dirigía
a
hacia
las
afueras
.
A
contra
corriente
alcanzaron
por
fin
la
plaza.
Parecía
un
día
de
fiesta.
Banderas
tricolor,
bandas
de
música
entonando
himnos
patrió@cos.
Desde
los
balcones
del
ayuntamiento
alguien
daba
un
discurso
que
la
gente
interrumpía
incesantemente.
Gentes
de
uniforme,
vendedoras
de
patatas
calientes,
campesinos
junto
con
hombres
ves@dos
de
franela
y
sombrero
negro,
formaban
una
masa
fes@va
y
entusiasta.
Unos
se
asomaban
a
los
balcones,
otros
ocupaban
el
pedestal
de
la
estatua
de
Luis
XV,
ahora
vacía.
Elena
en
un
primer
momento
no
entendió
nada.
-‐¿Qué
se
celebra
hoy,
porqué
huye
la
gente?,
acerquémonos
Marcelina
Entraron
en
la
Plaza
Real.
Elena
ocultaba
su
rostro
con
un
pañuelo,
simulando
protegerse
contra
el
humo;
Marcelina
la
seguía
detrás.
El
hombre
del
balcón
hablaba
de
odio
y
amor
al
mismo
@empo,
de
paz
y
guerra
y
muchas
más
cosa
que
Elena
no
entendía
pero
que
los
demás
parecía
ser
que
sí.
Cuando
terminó
el
orador
su
discurso
todos
volvieron
la
mirada
hacia
la
bocacalle
por
donde
hacía
su
entrada
una
comi@va.
Los
himnos
volvieron
a
resonar
y
el
genNo
más
enardecido
que
antes
lanzaba
sombreros
y
gritos
al
aire;
¡viva!
y
¡muerte!
se
mezclaban
fraternalmente
en
un
torbellino
de
locura
colec@va.
Finalmente,
al
final
del
cortejo
dos
mulas
@raban
del
carruaje
donde
cinco
infelices
eran
conducidos
al
macabro
escenario
que
hasta
entonces
Elena
por
culpa
del
humo
no
había
podido
ver.
Siguió
con
la
vista
aquel
séquito
reves@do
de
solemnidad.
Por
un
instante
creyó
haber
visto
cabezas
humanas
colgadas
en
los
balcones;
una
mirada
más
atenta
la
sacó
de
dudas.
Elena
aterrorizada
se
dio
la
vuelta
y
cogiendo
a
Marcelina
bruscamente
por
el
brazo
@ró
de
ella
hasta
la
esquina
más
próxima.
Allí
las
encontró
Gerard,
abrazadas
y
empapadas
en
lágrimas.
-‐¿Pero
qué
hacéis
vosotras
aquí?
13. Al
oír
la
voz
familiar
de
Gerard
las
dos
amigas
se
abalanzaron
sobre
él.
Marcelina,
porque
las
rodillas
no
soportaban
ya
su
peso
y
Elena
porque
parecía
no
haberle
pasado
nada
a
su
amigo.
Durante
un
buen
rato
Germán
trató
de
consolarlas,
protegiéndolas
con
sus
brazos
contra
el
pecho.
-‐Vamos,
aquí
no
estáis
seguras.
Las
llevó
a
una
casa
cercana
donde
estaba
reunida
mucha
gente.
DiscuNan,
cuando
entraron
las
dos
jóvenes
todos
callaron.
-‐Caballeros,
les
presento
a
mi
prome@da,
Elena
Deschamps
y
a
nuestra
amiga
Marcelina.
Todos
hicieron
un
gesto
de
aprobación.
Después
cogió
a
las
muchachas
por
la
cintura
y
las
llevó
a
una
habitación
con@gua.
-‐¿Qué
diablos
haces
aquí.
Cómo
se
te
ha
ocurrido…?
-‐¿Van
a
matar
a
esas
personas?
Contestó
Elena.
-‐¡
Maldita
sea!
Tenéis
que
volver
inmediatamente.
-‐¿Tú
vienes
con
nosotras?
-‐
Tu
padre
debe
estar
angus@ado
y
no
conviene
que
él…
¿en
qué
estabas
pensando?
-‐
En
qué
voy
a
pensar.
Dijo
Elena
tratando
de
calmar
a
Gerard.
-‐
Debo
permanecer
aquí,
esto
hay
que
pararlo.
-‐¿Van
a
matar
a
los
del
carro?
Insis@ó
Elena.
-‐Sí,
los
van
a
matar…hay
vein@uno
más
en
los
calabozos.
Tenemos
que
hacer
algo.
Pero
ahora
tenéis
que
volver.
Cuanto
antes.
¿Cómo
habéis
venido?
Yo
estaré
bien,
no
te
preocupes.
La
bondad
de
la
empresa
convenció
a
Elena
y
casi
no
le
importó
sacrificar
un
poco
de
su
felicidad.
Además,
Gerard
estaba
tan
seguro….Regresaron
al
atardecer.
Al
conde
le
pasó
desapercibida
la
ausencia
de
Elena
y
las
muchachas
llamaron
al
sueño,
que
tardó
en
llegar
porque
andaba
por
otras
@erras;
buscando
clientela
en
lugares
más
propicios.
14. Para
una
muchacha
como
Elena
los
sucesos
que
estaba
viviendo
le
resultaban
incomprensibles.
En
sus
libros
nada
había
al
respecto.
El
odio
en
los
semblantes,
una
masa
deshumanizada
celebrando
la
ejecución
de
seres
humanos
indefensos.
¿Qué
terrible
culpa
podía
pesar
sobre
alguien
para
que
le
sea
arrebatada
la
vida?,
¿quién
puede
decidir
sobre
la
vida
o
la
muerte
de
nadie?
La
úl@ma
vez
que
estuvo
en
la
ciudad
no
vio
ese
odio
ni
ese
miedo
entre
sus
paisanos.
Elena
presenNa
que
no
era
un
mal
sueño,
sino
que,
en
realidad
estaba
despertando.
El
aullido
las@mero
de
un
perro
la
sacó
del
sueño,
el
sol
aún
no
había
salido.
A
estas
horas
el
mundo
se
toma
un
descanso,
sin
presagiar,
en
absoluto,
las
tragedias
diurnas.
El
sopor
la
envolvió
de
nuevo
y
despertó
en
ese
submundo
de
realidades
difusas.
Se
vio
así
misma
con
su
ves@do
blanco
sobre
el
cadalso.
Un
hombrecillo
pequeño
y
apá@co
preparaba
la
soga.
Quiso
pedir
amparo,
pero
no
encontró
aire
para
modular
su
voz,
¿quién
hubiese
podido
oírla
con
tanto
alboroto,
con
tanto
abucheo,
con
tanta
algazara?
SenNa
que
moriría
de
desesperación,
antes
que
la
cuerda
le
estrangulara
el
aire.
¿Cómo
hacer
comprender
a
esas
gentes
que
se
trataba
de
su
vida?
no
tenían
derecho.
Una
cabeza
humana
ensangrentada,
clavada
sobre
una
pica,
le
giñaba
el
ojo
mientras
reía.
Buscó
a
Germán
entre
la
chusma,
pero
comprendió
cuando
vio
los
árboles
desnudos,
que
la
primavera
aun
no
había
llegado.
Elena
se
despertó
llorando,
y
con@núo
llorando
hasta
que
no
le
quedaron
lágrimas.
Se
asomó
a
la
ventana
y
vio
una
naturaleza
que
ya
no
le
infundía
tanta
confianza.
Los
días
de
la
inocencia
quedaban
atrás.
Allí
quedaba
para
siempre
el
seno
materno,
protector,
de
la
@erra
que
le
dio
la
vida.
Ahora
tocaba
u@lizarla.
Gerard
regresó
de
Nancy
por
la
tarde,
su
rostro
delataba
las
huellas
del
cansancio
y
de
las
preocupaciones.
Su
padre
se
sin@ó
aliviado
por
el
regreso
de
su
hijo
y
fue
de
inmediato
a
hablar
con
él.
-‐
Hijo,
estábamos
muy
preocupados.
¿Cómo
están
las
cosas?
-‐
Los
prisioneros
están
siendo
ejecutados,
todos,
sin
juicio.
La
ciudad
se
ha
vuelto
loca;
los
sen@mientos
más
nobles
han
desaparecido
en
hombres
y
mujeres.
Unos
saldan
a
sangre
y
fuego
viejas
deudas,
otros,
incluso,
las
de
sus
antepasados.
Pero
los
más
son
arrastrados
por
las
palabras
de
unos
15. pocos,
víc@mas
de
sus
adulaciones
y
promesas,
infundiendo
odio
en
sus
corazones,
convir@éndolos
en
alimañas.
-‐
No
sabíamos
nada
de
@,
deberías
de
haber….Le
reprochó
Mauricio.
-‐
Estábamos
reunidos
en
casa
de
Jean-‐Jacques
¿Ya
sabes?
para
ver
que
se
podía
hacer.
Pero
hoy
ya
hemos
tenido
problemas.
Esta
mañana
se
ha
presentado
un
grupo
numeroso
de
hombres
armados
¿Qué
se
está
cocinando
aquí?,
nos
ha
preguntado
uno
de
ellos.
El
momento
ha
sido
muy
tenso.
Finalmente
se
han
ido
con
la
promesa
de
que
nos
tendrían
vigilados.
Se
han
quemado
iglesias
y
en
las
mazmorras
ya
no
cabe
más
gente.
Mauricio
escuchaba
a
su
hijo
con
atención.
Él,
hombre
de
negocios,
creía
en
la
conveniencia
de
los
cambios
que
desde
el
año
pasado
se
estaban
produciendo
en
el
país.
La
permanencia
del
orden
feudal
obstaculizaba
el
progreso,
un
orden
que
se
asentaba
sobre
un
poder
Real
asfixiante,
instalado
en
la
inmovilidad.
La
alta
burguesía
emprendedora
fue
la
primera
en
reclamar
sus
derechos
frente
a
los
privilegios
de
la
nobleza.
Esto
en
un
principio
no
supuso
un
enfrentamiento
con
la
aristocracia,
pues
a
ambos,
a
burgueses
y
nobles,
les
unía
el
mismo
rechazo
hacia
el
poder
absoluto
del
rey.
Además,
muchos
nobles,
aunque
no
todos,
habían
subs@tuido
las
rentas
feudales
optando
por
el
sistema
capitalista
de
producción.
Parte
de
la
nobleza
se
habían
aburguesado
y
hacía
coro
con
la
burguesía
en
sus
reivindicaciones
ante
el
rey.
Una
vez
limitado
el
poder
real,
el
punto
delicado
descansaba
sobre
los
derechos,
recién
estrenados,
de
libertad
e
igualdad
de
todos
los
ciudadanos,
que
cada
cual
interpretaba
según
sus
intereses
y
los
aplicaba
a
su
conveniencia
.Cambios
de
esta
naturaleza
afectarían
inevitablemente
al
orden.
Más
adelante
las
fisuras
entre
nobleza
y
burguesía
se
conver@rían
en
simas
y
el
enfrentamiento
será
tal
que
exigirá
la
aniquilación
de
uno
de
los
dos
.
A
Mauricio,
sucesos
como
los
de
Nancy
le
parecían
inevitables;
lo
asumía,
como
una
especie
de
purgación
de
la
sociedad.
En
úl@mo
término,
ni
la
burguesía
ennoblecida
ni
la
nobleza
aburguesada
pensaba
extender
sus
derechos
al
pueblo
más
@empo
del
que
fuera
necesario.
Así,
este
@po
de
desordenes
preocupaban
poco
a
la
burguesía,
el
problema
sería
como
controlar
el
volcán,
como
apagarlo
cuando
ya
no
fuera
16. necesario.
Sin
embargo
su
hijo
creía
en
la
bondad
y
en
el
carácter
filantrópico
de
la
empresa.
En
París,
Lafayeqe,
ya
estaba
preparando
la
represión.
Gerard
no
visitó
esa
noche
a
Elena.
Pero
lo
que
no
pudo
hacer
la
voz
lo
hicieron
los
candiles
y
desde
sus
habitaciones
mantuvieron
uno
de
esos
diálogos
de
enamorados
que
llevó
la
paz
a
sus
corazones.
Elena
esa
noche
no
tuvo
pesadillas.
Se
levantó
muy
temprano,
cuando
la
@erra
respira
y
el
sol
apenas
anuncia
su
inminente
llegada;
cuando
los
habitantes
del
bosque
apuran
los
úl@mos
instantes
de
su
reinado,
antes
de
compar@rlo
con
los
humanos.
La
bruma
apenas
dejaba
ver
el
camino
que
Elena
conocía
de
memoria;
caminaba
deprisa,
estaba
impaciente
por
ver
a
Germán.
A
solas.
Los
mochuelos,
impasibles,
sorprendidos,
la
miraban
al
pasar
con
su
cargamento
de
ilusiones.
Después
de
cruzar
el
puente
recogió
las
flores
que
siempre
comparNa
con
su
amigo
cuando
iba
a
verlo.
Este
año
había
muchas.
De
la
neblina
surgió
entonces,
a
lo
lejos,
una
figura
cada
vez
más
precisa
que
Elena
reconoció
en
sus
movimientos.
Oyó
su
nombre
y
los
duendes
revoltosos
lo
propagaron
por
todo
el
bosque.
Pasaron
la
mañana
en
la
casita
del
lago,
comiendo
rojas
frambuesas
y
bebiendo
besos.
Elena
hizo
prometer
a
Gerard
que
no
volvería
a
la
ciudad.
Los
días
siguientes
fueron
ofrecidos
al
Amor,
que
precisa
del
aire
fresco
y
del
ensimismamiento.
Dos
se
hacen
uno
cuando
comparten
un
mismo
cuerpo
y
un
mismo
espíritu.
Pero
el
mundo
está
ahí
fuera,
sin
detenerse
jamás.
Implacable
con
sus
asuntos.
Las
tropas
reales,
enviadas
por
Lafayeqe
y
la
Asamblea
Nacional,
llegaron
a
las
puertas
de
Nancy,
al
mando
del
Marquès
de
Bouillé
,
dispuestas
a
poner
en
su
si@o
lo
que
estaba
descolocado.
Durante
tres
días
los
combates
fueron
encarnizados
y
la
sangre
corrió
libre
por
las
calles
y
plazas.
Cuando
la
ciudad
fue
some@da
los
culpables
fueron
ejecutados
y
las
cárceles
cambiaron
de
inquilinos.
Los
carceleros
se
convir@eron
en
presos
y
los
presos
en
carceleros.
Después
vinieron
las
purgas
y
las
autoridades
decretaron
que
Germán
Clairemond
tenía
responsabilidades
sobre
la
revuelta.
En
esta
@po
de
ambientes
es
fácil
caer
en
desgracia,
más
si
se
está
en
medio.
La
ac@tud
de
Gerard
resulta
especialmente
odiosa
para
quien
ve
enemigos
por
todas
partes
y
las
17. posiciones
intermedias
amenazan
más
sus
principios
que
los
que
se
declaran
abiertamente
opositores.
Gerard
fue
arrestado
y
enviado
a
París
donde
se
decidiría
sobre
su
responsabilidad
en
los
sucesos
y
su
futuro.
Antes
de
par@r,
dispuso
de
unos
minutos
para
escribir
una
carta
a
Elena.
Para
Elena
“Querida
Elena,
sé
el
dolor
que
te
producirá
esta
carta,
lo
que
incrementa
aún
más
el
mío.
Me
llevan
preso
a
París
por
no
sé
qué
culpa.
Pero
espero
que
todo
se
aclare
pronto
y
sólo
sea
una
confusión.
Te
promeI
que
nunca
me
separaría
de
J,
tampoco
lo
hago
ahora,
pues
tú
me
acompañas
donde
quiera
que
esté.
Tu
recuerdo
me
hace
invulnerable.
Debes
de
estar
tranquila
y
confiar…
y
no
hacer
de
las
tuyas.
No
tengo
mucho
Jempo
así
que
da
un
abrazo
a
tu
padre
y
otro
a
Marcelina.
No
te
preocupes
tengo
buenos
amigos
en
París.
Todo
irá
bien.
Cuando…”.
Te
quiero.
Gerard.
Elena
permaneció
inmóvil
sobre
la
cama,
descolgada
del
@empo
y
del
espacio;
notó
como
los
objetos
se
desvanecían;
trató
de
entender
la
nueva
situación
que
tan
de
repente
dislocaba
su
vida,
después
vino
el
miedo,
el
odio…la
desesperación.
Tantos
y
tantos
sen@mientos
a
una
haciéndose
si@o
por
salir
que
no
creyó
poder
resis@rlo.
Tampoco
pedía
tanto.
Salió
de
la
casa
buscando
sin
saber
qué;
una
extraña
sensación
de
vacío
saturaba
su
espíritu.
Sus
pies
le
llevaron
al
manan@al
de
la
Fonvera,
donde
se
bañaron
juntos
aquella
primera
vez.
Preguntó,
pero
nadie
respondió;
en
las
aguas
sólo
vio
su
propio
rostro
reflejado.
Una
lágrima
rompió
el
espejo
líquido
y
la
imagen
de
Elena
se
disolvió
en
círculos
concéntricos
de
agua
helada.
Abrió
el
libro
que
Germán
leía
para
ella,
pero
su
voz
ya
no
estaba
allí;
puso
un
trébol
donde
sólo
quedaban
letras
mudas
y
en
el
cielo
un
grajo
se
reía
de
ella.
En
la
capital
francesa
los
ánimos
de
la
población
estaban
sobresaltados.
Los
productos
básicos
escaseaban
y
el
pan
había
alcanzado
precios
que
el
pueblo
no
podía
pagar.
Marat
desde
su
periódico,
El
Amigo
del
Pueblo,
lanzaba
las
más
encendidas
arengas
contra
los
acaparadores
y
18. conspiradores
y
contra
el
lujo
sobrehumano
de
Versalles.
Luis
XVI,
después
del
14
de
julio
del
año
pasado
se
había
visto
obligado
a
aceptar
limitaciones
a
su
poder,
firmando
leyes
que
minaban
su
autoridad,
no
sin
re@cencias
por
parte
del
monarca.
El
aire
estaba
cargado
de
no@cias
de
conspiraciones
y
el
descontento
de
las
masas
aumentaba
día
a
día.
Era
el
ambiente
perfecto
para
mostrar
a
los
culpables.
Los
sucesos
de
Nancy
venían
al
pelo
en
estas
circunstancias
y
si
bien
muchos
de
los
soldados
sublevados
fueron
amnis@ados,
se
buscó
culpables
más
visibles.
Gerard
era
el
candidato
perfecto,
por
ser
hijo
de
quien
era
y
por
las
relaciones
con
el
Marqués
de
Longueville.
Así,
las
dos
partes
quedaban
en
tablas.
Mauricio
se
trasladó
inmediatamente
a
París.
PresenNa
que
las
fuerzas
que
la
Revolución
estaba
desatando
se
volverían
ingobernables.
Ahora
el
barro
le
salpicaba
a
él
mismo.
Era
el
momento
de
reclamar
favores
y
ofrecer
compromisos.
De
humillarse
ante
sus
enemigos,
de
rogar
a
los
amigos.
Aunque
lo
más
ú@l
fueron
sus
relaciones
con
la
francmasonería.
A
principios
de
octubre,
miles
de
mujeres
de
París
se
dirigieron
a
Versalles,
entre
ellas
las
temibles
pescateras.
El
palacio
fue
asaltado
y
la
familia
real
fue
obligada
a
instalarse
en
París,
para
tenerlos
más
vigilados.
Como
acurre
siempre
en
polí@ca
unos
acontecimientos
eclipsan
a
otros
y
Gerard
pudo
eludir
la
pena
de
galeras,
pero
no
la
de
exilio.
Debería
dejar
el
país
por
@empo
ilimitado
y
permanecer
ese
@empo
en
alguna
colonia
francesa,
bajo
el
control
de
la
autoridad
militar
de
la
zona.
Se
acordó
llevarlo
a
Santo
Domingo,
donde
trabajaría
en
alguna
de
las
numerosas
plantaciones
de
caña
de
azúcar
que
había
en
la
isla
caribeña.
Mauricio
se
comprome@ó
a
responder
por
su
hijo
con
su
patrimonio.
Un
patrimonio
algo
más
mermado
después
de
los
numerosos
gastos
que
ocasionaron
los
arreglos
y
sobornos
per@nentes.
La
solución
no
fue
mala
del
todo.
En
la
isla
gozaría
de
cierta
libertad,
y
con
los
@empos
tan
convulsos
todo
podía
cambiar
de
la
noche
a
la
mañana.
Por
otra
parte,
el
muchacho
no
quedaría
absolutamente
aislado
de
la
familia,
pues,
precisamente
en
Santo
Domingo,
hacía
escala
uno
de
los
barcos
de
la
familia
para
cargar
café,
tabaco,
y
azúcar.
19. CAPÍTULO
TERCERO
Gerard
llegó
a
la
Santo
Domingo
a
principios
de
diciembre,
a
bordo
de
un
navío
militar.
No
le
dejaron
ver
el
mar
durante
la
travesía,
pues
aunque
no
le
pusieron
grilletes
como
a
muchos
de
los
condenados,
tampoco
le
permi@eron
salir
a
cubierta.
Llegaron
de
mañana
a
l´Hopital,
que
décadas
después
se
llamará
Puerto
Principe.
A
Gerard
le
sorprendió
la
fuerza
del
sol
a
horas
tan
tempranas.
Él,
junto
con
los
demás
prisioneros
fue
llevado
encadenado
a
las
instalaciones
militares
situadas
cerca
del
puerto.
Cruzaron
parte
de
la
ciudad.
Una
ciudad
bulliciosa
y
variopinta,
que
prestó
poca
atención
a
la
fila
de
reos
que
torpemente
arrastraban
los
pies
después
de
semanas
de
inac@vidad.
Un
fuerte
olor
a
café
y
pescado
podrido
impregnaba
el
aire.
Lo
peor
eran
las
moscas,
estaban
en
todas
partes.
Se
pegaban
a
la
piel
sudorosa
de
los
cuerpos
semidesnudos.
Dos
manos
no
eran
suficientes
para
espantarlas.
Alguno
hizo
un
comentario
y
alguien
con
experiencia
le
respondió:
“espera
que
llegue
la
tarde,
que
aún
faltan
los
mosquitos”.
Gerard,
después
de
unos
días,
fue
enviado
a
una
plantación
de
caña
de
azúcar
en
Cabo
Francia,
al
norte
de
la
isla.
El
propietario
Marcel
de
Dieu,
hombre
de
un
cierto
humanitarismo
y
por
su
oficio
buen
conocedor
de
la
condición
humana,
vio
con
buenos
ojos
la
incorporación
de
un
hombre
blanco
a
la
explotación.
Pensó
que
le
sería
ú@l
en
algún
puesto
dresponsabilidad.
El
ritmo
ver@ginoso
de
los
acontecimientos
había
desorientado
por
completo
a
Gerard.
Sin
saber
cómo,
se
encontraba
a
miles
de
kilómetros
de
su
hogar;
más,
el
recuerdo
sagrado
de
Elena
le
daba
las
fuerzas
necesarias
para
soportarlo.
Necesitaba
@empo
y
sosiego
para
poder
pensar
y
la
finca
le
ofrecía
esas
posibilidades.
En
la
propiedad
había
pocos
blancos,
Marcel,
su
familia
y
Gerard;
el
resto
de
almas
que
la
habitaban
estaba
compuesto
de
esclavos
negros
con
sus
descendientes
y
algunos
mulatos.
Elena,
en
Nancy,
se
apagaba
poco
a
poco.
Su
jovial
naturaleza
había
desaparecido
por
completo,
pero
no
su
firmeza
ni
su
convicción.
Marcelina
procuraba
entretenerla
con
sus
ocurrencias
y
soportaba
las
lágrimas
de
su
amiga
con
sincera
ternura
y
comprensión.
Una
vez
más
llegaba
el
otoño
y
20. su
amigo
se
ausentaba;
volvían
lo
@empos
de
la
tristeza;
mas,
Elena
hacía
planes.
El
sol
del
Caribe
es
implacable
con
los
hombres
y
mujeres
que
bajo
su
@ranía
dejan
su
existencia
en
los
campos
de
cul@vo.
En
estas
@erras
el
rey
de
los
astros
@ene
prisa
por
elevarse
y
la
noche
cae
sin
preámbulos
ni
bienvenidas.
El
mismo
sol
que
madura
las
ganancias
del
hombre
blanco
aumenta
las
miserias
del
negro.
Gerard,
desencantado
por
el
premio
recibido
en
su
patria,
encontraba
de
nuevo
una
causa,
una
injus@cia
incluso
más
real
que
la
que
dejaba
detrás.
Le
sorprendía
la
naturalidad
con
que
cada
cual
aceptaba
su
des@no,
la
resignación
del
esclavo
y
la
convicción
del
dueño.
Si
en
Europa
las
diferencias
sociales
se
jus@ficaban
por
la
sangre
y
ahora
también
por
el
mérito,
en
Santo
Domingo,
la
desigualdad
se
explicaba
a
si
misma
por
el
color
de
la
piel.
La
inmensa
mayoría
eran
esclavos
negros,
algunos
de
ellos
libertos.
Un
grupo
reducido
de
hombres
blancos
eran
los
propietarios
de
las
grandes
@erras:
nobles
y
grandes
burgueses
de
origen
francés
acaparaban
las
mejores.
Otro
grupo,
formado
por
mulatos
y
blancos
de
poca
fortuna,
eran
poseedores
de
pequeñas
explotaciones
de
escasa
rentabilidad.
Las
novedades
de
igualdad
y
libertad
que
se
estaban
desarrollando
en
la
metrópoli,
aquí
de
momento,
habían
tenido
poca
repercusión.
Gerard
descubrió
en
Santo
Domingo
que
la
verdadera
razón
de
la
revolución
no
estaba
en
la
implantación
de
un
orden
más
justo,
sino
en
ser
más
eficaz
económicamente.
Un
gran
portón
anunciaba
la
entrada
de
la
finca.
Un
letrero
en
lo
alto
proclamaba
“El
trabajo
nos
hace
libres”.
Después
de
veinte
minutos
en
coche
aparecía
la
gran
casa,
protegida
del
sol
por
numerosos
ficus
de
gran
tamaño.
Germán,
en
el
camino,
vio
las
plantaciones
de
caña
de
azúcar
y
los
cuerpos
de
ébano
semidesnudos
brillando
en
la
canícula.
Fue
recibido
por
un
hombre
mulato
que
le
indicó
el
lugar
de
su
residencia,
un
barracón
que
compar@ría
con
otros
mulatos
que
prestaban
diferentes
servicios
en
la
explotación.
La
situación
de
Gerard
era
de
libertad
controlada,
debía
permanecer
en
la
finca
y
ser
remunerado
por
su
trabajo,
si
bien
las
condiciones
las
ponía
el
propietario.
Una
vez
al
mes
debía
personarse
en
Capitanía,
en
Cabo
Francia,
para
ser
reconocido
por
un
21. médico;
recibir
o
mandar
correspondencia
controlada
por
un
oficial
y
dar
fe
de
su
persona.
Pasados
unos
años
el
control
del
estado
se
relajaba
y
los
condenados
eran
liberados
de
estos
formalismos.
Muchos
de
los
hombres
blancos
y
mulatos
tenían
su
origen
en
el
envío
masivo
de
condenados
fuera
del
territorio
francés
que
nunca
más
volvieron
a
la
patria.
Incluso
dentro
de
este
grupo
había
diferencias,
pues
no
era
lo
mismo
descender
de
un
padre
y
una
madre
blancos
que
de
un
padre
blanco
y
una
madre
negra;
mas
también
los
mulatos
establecían
sus
jerarquías
dependiendo
del
grado
de
negritud
de
su
piel.
Después
de
la
larga
entrevista,
al
día
siguiente,
con
su
patrón
Marcel
de
Dieu,
este
vio
las
extraordinarias
virtudes
del
joven,
incluso
le
pareció
un
golpe
de
buena
suerte
y
lo
nombró
nuevo
administrador
de
su
propiedad
al
conocer
su
origen
y
cualidades.
Incluso
lo
instaló
en
una
modesta
habitación
con@gua
a
la
mansión.
Lo
primero
que
hizo
Gerard
fue
escribir
a
su
madre
y
a
Elena;
cartas
que
llegaron
a
sus
des@natarios
dos
meses
después
y
que
aliviaron
las
angus@as
de
las
dos
mujeres.
Gerard
no
era
un
hombre
de
números,
si
bien
tenía
un
conocimiento
suficiente
al
respecto,
gustaba
más
del
contacto
con
las
cosas
que
de
la
mul@plicación
o
la
suma
de
estas.
Se
levantaba
muy
temprano,
cuando
aún
había
estrellas.
Pasaba
las
mañanas
en
los
cañaverales
hablando
con
aquellos
hombres
y
mujeres
envejecidos,
que
poco
a
poco
fueron
cau@vados
por
la
personalidad
de
Gerard.
El
capataz,
de
piel
blanca
pero
mulato,
se
mostraba
menos
dispuesto
y
eludía
el
contacto
personal.
Las
faenas
empezaban
muy
temprano,
cuando
el
sueño
no
estaba
aún
reparado,
sin
pausa
hasta
el
anochecer;
exhaustos
y
hambrientos
aquellos
despojos
humanos,
agotados
vsica
y
psicológicamente,
aún
tenían
fuerzas
para
entonar
canciones
tristes.
“Cul@vamos
el
trigo,
Y
ellos
nos
dan
el
maíz;
Horneamos
el
pan,
Y
nos
dan
el
mendrugo;
Cribamos
la
harina,
Y
nos
dan
la
cáscara;
Pelamos
la
carne.
Y
nos
dan
la
piel;
Y
de
esta
forma,
Nos
van
engañando.
No
más
migajas
de
maíz
para
mí,
no
más,
no
más,
No
más
la@gazos
del
amo
para
mí,
no
más,
no
más…
22. Marcel
de
Dieu
se
definía
a
sí
mismo
como
hombre
cris@ano
y
de
buen
corazón.
En
la
plantación
no
faltaba
una
gran
capilla
para
los
grandes
pecados
de
sus
servidores
y
otra
menor,
en
el
interior
de
la
casa,
para
redimir
las
pequeñas
faltas
de
la
familia.
El
día
de
su
aniversario
organizaba
una
gran
merienda
para
sus
esclavos,
en
los
barracones,
donde
había
pan,
pollo
y
vino
aguado
para
todos.
Ese
día
muchos
enfermaban.
El
cumpleaños
de
Marcel
suponía
para
él
un
año
menos
de
vida
y
cuatro
para
sus
esclavos.
-‐Tenemos
una
escuela
para
los
pequeños.
Para
que
aprendan
a
leer
y
escribir.
Dijo
en
cierta
ocasión
a
Gerard
mientras
caminaban
por
la
finca.
-‐¿Qué
u@lidad
puede
tener
eso?
Respondió
Gerard,
con
cierta
ironía.
-‐La
gente
debe
saber
leer
y
escribir
para
que
podamos
entendernos.
Esta
gente
no
es
como
nosotros,
@enen
la
sesera
más
dura,
les
cuesta
mucho
entender;
hasta
las
cosas
más
simples…Entre
ellos
u@lizan
un
lenguaje
incomprensible
y
malsonante,
es
como
el
francés
pero
a
medias,
fruto
de
la
ignorancia.
Don
José,
el
maestro
que
es
el
sacerdote
viene
tres
días
a
la
semana
para
meter
en
la
cabeza
de
esos
zoquetes
un
poco
de
instrucción.
Mira
Gerard,
sin
ir
más
lejos,
la
semana
pasada
faltaron
tres
huevos
en
los
gallineros.
Pues
bien,
no
hubo
forma
de
hacerles
entender
que
una
cesta
con
doce
huevos,
otra
con
diez
más
dos
con
ocho,
son
un
total
de
treinta
y
ocho
huevos.
A
las
cocinas
sólo
llegaron
treinta
y
cinco.
La
gente
debe
saber
por
qué
se
les
cas@ga,¿
no
crees
Gerard?
Gerard,
con
poca
convicción,
asin@ó
con
la
cabeza.
Marcel
con@nuó.
-‐Si
no
fuera
por
nosotros
serían
salvajes.
El
pobre
don
José
les
enseña
nuestra
religión
cris@ana.
Deben
entender
que
la
vida
es
un
calvario
para
todos,
el
propio
Jesucristo
fue
ejemplo…
“Bienaventurados
los
pobres
porque
ellos
alcanzaran
el
reino
de
los
cielos”
Dios
ha
dado
a
cada
uno
un
des@no
que
hay
que
asumir
con
humildad.
Don
José
me
contó
que
uno
de
los
niños
le
preguntó
si
Dios
era
blanco
o
negro.
Tiene
gracia,
no,
Germán.
Germán
tuvo
la
tentación
de
preguntar
por
el
veredicto,
pero
volvió
a
asen@r
con
la
cabeza.
23. -‐¡En
fin!
Con@nuó
Marcel,
no
se
les
puede
meter
muchas
cosas
en
la
cabeza
porque
se
hacen
lio.
Después
de
un
rato
llegaron
a
la
casa.
Marcel
estaba
orgulloso
de
su
hacienda
y
no
perdía
ocasión
para
dar
explicaciones
a
todo
el
mundo
de
los
grandes
esfuerzos
que
le
había
supuesto
levantar
su
pequeño
reino.
-‐Mira
Germán
¿ves
esos
ficus?
pues
no
hay
manera
de
eliminarlos.
Hace
cuarenta
años
los
subs@tuí
por
unos
sauces
que
traje
de
Francia.
Ahora
ya
ves,
ahí
están
otra
vez.
No
se
ven,
pero
sus
raíces
se
ex@enden
por
toda
la
@erra
y
no
hay
manera
de
eliminarlos.
Marcel
de
Dieu
vivía
con
su
mujer,
la
madre
de
esta
y
sus
tres
hijas;
rodeados
de
sirvientes,
flores
y
perfumes.
La
mayor
de
las
hijas,
Lilí,
de
vein@dós
años,
una
joven
hermosa
pero
apá@ca,
vivía
su
vida
como
la
viven
las
ostras,
con
perla
incluida.
La
llegada
de
Germán
supuso
para
ella
uno
de
los
grandes
acontecimientos
de
su
existencia.
Una
existencia
que
a
Lilí
le
parecía
ya
excesiva
y
que
básicamente
sostenía
con
una
rigurosa
dieta
vegetariana.
La
simplicidad
y
grandeza
de
aquel
joven
la
desconcertó,
dejándola
sumida
en
un
estado
de
inquietud
que
la
sacó
de
su
letargo.
Le
invadía
un
sen@miento
que
ya
experimentó
en
cierta
ocasión,
cuando
con
doce
años
se
enamoró
de
un
ves@do
carísimo
que
su
madre,
finalmente,
se
negó
encargar
a
la
modista.
-‐Ese
ves@do
no
es
para
@,
no
para
una
niña
de
tu
edad.
Aquellas
palabras
de
su
madre
resonaron
durante
años
en
la
cabeza
de
Lilí.
De
hecho
aún
no
las
había
olvidado
¿Qué
podría
haber
en
el
mundo
que
no
fuera
para
ella?
Esta
vez
estaba
dispuesta
a
conseguir
algo
que
realmente
quería
y
nadie
se
lo
iba
a
impedir,
pues
intuía
que
alguna
dificultad
habría.
Y
las
hubo.
Como
Gerard
no
se
fijaba
demasiado
en
ella,
pensó
que
no
era
lo
suficientemente
hermosa
y
corrigió
sus
presuntos
defectos
faciales
con
pomadas,
cremas
,
polvos,
pinturas,
y
pelucas
,
causa
de
la
preocupación
de
sus
progenitores;
que
llamaron
al
médico
para
que
la
examinara.
Como
nada
de
esto
hacia
ningún
efecto
en
el
joven,
la
muchacha
optó
por
pasearse
a
caballo
por
la
hacienda,
con
su
traje
ceñido
de
amazona
y
cruzarse
con
Gerard
muchas
veces
al
día.
La
pobre
muchacha
llegaba
agotada
al
final
de
su
par@cular
jornada
y
pedía
permiso
24. para
re@rarse
antes
que
el
sol
se
pusiera.
Gerard
seguía
sin
mostrar
ningún
interés
y
a
Lilí
se
le
estaba
acabando
lo
que
nunca
había
tenido,
la
paciencia;
el
recuerdo
del
episodio
del
ves@do
volvía
de
nuevo
a
destrozar
su
vida,
sólo
que
ahora
con
más
virulencia.
Una
mañana,
Lilí
decidió
entrar
en
el
dormitorio
de
Gerard,
cuando
éste
no
estaba.
Buscó,
sin
saber
qué
exactamente,
y
encontró
entre
los
papeles
una
carta
de
una
mujer.
No
pudo
resis@rse
y
la
leyó.
Dulce
amor
mío
que
no
te
tengo;
te
llevó
el
viento
huracanado
por
esos
mares,
dejándome
a
mí
huérfana
de
mí
misma.
¿Dónde
estás
que
no
te
veo?
¿Dónde
estás
que
aún
te
siento?
¿Por
qué
ya
no
sale
la
luna;
por
qué
mi
candil
rebosante
de
aceite
ya
no
se
enciende?
Cada
noche
espero
con
insistencia
la
luz
que
acariciaba
mi
sueño,
mas
la
corJna
parda
lo
impide.
¿Qué
hago
aquí
en
este
desierto?
congelado
y
rotundo.
Aquí,
ahora,
las
campanas
de
la
torre
retumban:
tan
lejanas,
tan
frías,
tan
huecas.
(Traspasan
mi
almohada)
Dulce
amor
mío
que
no
te
tengo,
No
estés
triste
que
ya
llego.
Tu
Elena.
25. Lilí,
poco
acostumbrada
a
los
reveses
de
la
vida,
tomó
el
camino
fácil.
Aquel
que
eligen
los
espíritus
venga@vos
y
corruptos.
De
repente,
en
un
instante,
la
adorada
figura
de
Gerard
se
transformó
en
la
odiosa
imagen
del
diablo.
Como
se
resquebraja
el
hielo
próximo
al
fuego,
como
se
pasa
de
la
risa
al
llanto,
Lilí,
le
dio
la
vuelta
al
mundo
en
tres
segundos.
Si
la
vida
es
lucha,
y
es
en
ese
combate
donde
se
significan
los
espíritus
más
nobles,
a
Lilí
estas
cosa
le
eran
desconocidas
y
adaptaba
sus
ideas
y
sus
deseos
a
lo
que
el
mundo
tuviese
a
bien
disponer.
La
joven
salió
de
la
estancia,
ni
con
lágrimas,
ni
con
penas,
sino
con
el
peso
insoportable
del
odio
y
la
venganza.
Desde
que
Gerard
salió
de
Nancy,
Elena
no
dejó
un
sólo
día
de
pensar
en
la
manera
de
estar
junto
a
su
amado.
Aunque
sabía
que
sus
cartas
sufrirían
mil
dificultades
antes
de
llegar
a
su
des@no,
le
escribía
regularmente.
Esto
la
reconfortaba
de
alguna
manera.
Elena
no
le
escribía
a
Gerard,
le
hablaba.
Era
para
ella
la
forma
de
tenerlo
cerca,
y
sus
palabras
se
hacían
intérpretes
de
un
corazón
rebosante
de
amor
que
tomaban
la
forma
alada
de
la
expresión
de
los
poetas.
Era
marzo
y
con
gran
trabajo
Elena,
por
fin,
obtuvo
el
consen@miento
de
su
padre,
más
convencido
por
el
declive
que
observaba
en
su
hija
que
por
los
argumentos
de
esta,
para
viajar
a
Santo
Domingo
y
reunirse
con
Germán.
Mauricio
estaba
de
acuerdo,
haría
la
travesía
en
uno
de
sus
navíos,
protegida
y
custodiada
por
el
viejo
capitán
Hermes
Bonheure,
experto
marinero
y
fiel
amigo
.
Una
vez
en
la
isla
los
dos
jóvenes
pedirían
permiso
a
las
autoridades
para
casarse;
después
de
mostrar
las
recomendaciones
de
obispos
y
letrados
que
tampoco
habían
salido
gra@s
a
Mauricio.
Elena
permanecería
alojada
en
casa
de
unos
parientes
del
capitán
Hermes,
en
L´Hopital,
durante
el
@empo
que
fuese
necesario.
Si
Lilí
hubiese
seguido
husmeando
habría
descubierto
la
carta
en
donde
Elena
anunciaba
su
viaje.
Llegaba
la
primavera
y
Elena
comenzó
a
florecer.
La
excitación
no
la
dejaba
dormir,
casi
ni
vivía.
Había
que
preparar
baúles:
no
quería
renunciar
a
lo
que
había
conformado
su
existencia
hasta
ese
momento.
Si
hubiese
podido
habría
me@do
a
Marcelina
en
uno.
Cuando
iba
por
el
noveno
baúl
se
detuvo
y
cayó
en
la
cuenta
que
no
había
baúles
en
el
26. mundo
para
tanta
carga.
Era
conveniente
andar
libre
de
equipaje,
pues
mejor
es
ir
por
el
mundo
ligero
de
pies
y
con
la
mente
despejada.
27. CAPÍTULO
CUARTO
Elena,
se
encontraba
cansada
después
de
tres
semanas
de
travesía,
pero
la
promesa
de
reencontrase
con
Gerard
le
daba
fuerzas.
El
viaje,
hasta
ese
momento
transcurría
con
rela@va
calma,
alguna
pequeña
tempestad,
los
inconvenientes
del
afinamiento,
pero
poco
más.
Pero
una
mañana
la
suerte
cambio
de
opinión.
Era
muy
temprano
cuando
una
fuerte
explosión
despertó
a
Elena.
Después
hubo
muchas
más
.Gritos
en
cubierta,
movimientos
de
gente
de
un
lugar
a
otro.
La
nave
zozobraba.
Subió
al
exterior
para
ver
que
ocurría.
El
humo
lo
envolvía
todo.
Un
fuerte
olor
a
lana
quemada
impregnaba
el
aire
caliente,
irrespirable.
Aromas
de
maderas
se
mezclaban
con
el
del
aceite
hirviendo.
En
cubierta,
los
más@les
se
desplomaban
arrastrado
consigo
el
velamen.
Heridos
y
mu@lados,
algunos
se
arrastraban
por
el
suelo
pidiendo
auxilio.
Desde
el
puente,
el
capitán
desesperado
daba
órdenes
que,
ya,
nadie
obedecía.
Bolas
de
hierro
incandescente
impactaban
sobre
el
casco,
derribando
mercancías
y
hombres.
Después
el
navío
agresor
se
acercó
más
e
impactó
violentamente.
¡Al
abordaje!
y
decenas
de
hombres,
con
la
agilidad
de
un
mono,
volaron
desde
la
embarcación,
armados
con
grandes
cuchillos
y
pistolas
de
pedernal,
degollando
a
todo
lo
que
respiraba
y
lanzando
luego
los
cuerpos
al
mar.
Todo
sucedió
en
un
instante,
que
es
la
manera
en
que
la
mala
fortuna
actúa,
sin
aviso
y
sin
compasión.
Aquellos
visitantes
hicieron
bien
su
trabajo.
Después,
cogieron
todo
lo
que
les
era
ú@l
y
el
resto
fue
a
parar
al
océano,
incluyendo
marineros
y
mujeres
viejas,
y
dejaron
que
el
navío
fuera
consumido
por
las
llamas.
Las
mujeres
jóvenes
fueron
llevadas
a
su
galeote,
entre
ellas
Elena.
Fue
entonces
cuando
apareció
aquel
hombre;
más
alto
que
el
resto,
arrogante
y
desafiante,
lucía
en
su
cintura
no
menos
de
siete
pistolas,
algunos
cuchillos
y
una
cruz
bizan@na.
Una
gran
barba
descendía
hasta
la
cintura,
un
tanto
desparejada
y
chamuscada
por
la
pólvora,
que
impedía
confirmar
si
aquel
personaje
tenía
boca
o
no,
aunque
algo
debía
de
estar
sujetando
la
pipa
que
estaba
fumando.
Una
sola
ceja
negra
y
generosa
dividía
la
cara
en
dos
mitades
desiguales.
Conservaba
los
dos
ojos
pero
a
la
nariz
le
faltaba
un
trozo.
El
cabello
como
la
barba.
Y
para
completar
el
espectáculo