2. 1
Las casas blancas del pueblo en el que cada año veraneaba iban quedando atrás, como un recuerdo, como un ayer lejano y abandonado. Ya no escuchaba la timidez del rumor de las olas acercarse a la orilla, ni era capaz de oler el perfume salado procedente del mar. Sin embargo, podía sentir el desarraigo, el ser un paria sin tierra, sin lugar al que volver, porque mi patria era tu sonrisa. Percibía levemente el dolor por la acción del verdugo arrancándome una parte de mí, pero no podía sentirlo como algo propio, era ajeno a lo que estaba sucediendo, como si otro albergara mi cuerpo y únicamente me moviera por inercia, como una marioneta cuyos hilos dominara alguien desde la oscuridad o al otro lado del telón de la vida.
Permanecía acurrucado en el asiento trasero del coche de Rafael, empequeñecido, parecía que de repente volviera a ser un niño temeroso e inseguro.
En ese coche, que discurría por la carretera siguiendo la sinuosa línea de la costa, íbamos seis personas, cuatro en el asiento trasero, en silencio y apretados como sardinas, pero no me importaba, apenas notaba el contacto con la gente, mi piel era impermeable a cualquier estímulo exterior, lo único a lo que prestaba atención era a los pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza como un torbellino.
Mi cara aplastada contra el vidrio caliente de la ventana. Hacía calor dentro del coche, pero no me apetecía bajarla, tampoco nadie me dijo que lo hiciera. Fuera seguía lloviendo, una lluvia tenue pero constante, apenas perceptible y que teñía de tristeza todo lo que ocurría más allá del cristal.
3. Nadie hablaba, por si las palabras rompían la frágil membrana de los pensamientos más íntimos. Sólo se escuchaba el ruido del motor del coche al forzarlo para subir la pendiente que nos alejaba de la carretera de la playa.
Cada poco tiempo metía la mano en el bolsillo de la americana para asegurarme que la carta estaba en su sitio, el tacto con el papel me reconfortaba. Cada beso que me has dado ha sido una caricia para mi espíritu, tus manos rodeando mi cuerpo la seguridad de estar viva y de quererte más que a mi propia existencia. Me la sabía de memoria, cada palabra, cada rincón de una carta que llevaba la certeza de tu paso por el mundo, la evidencia de tu presencia.
Esa mañana, frente al espejo, mientras me anudaba una corbata que pertenecía a mi padre, pensaba en ti, en tu pelo suelto dejándose mecer por el viento, en tu sonrisa, en tus ojos color azul, un inmenso azul infinito y etéreo, mientras la voz de mi madre me apremiaba desde la cocina, no puedes llegar tarde, Rafael ya ha llegado, vamos, Leonardo, te están esperando. No quería ver a Rafael, todo lo ocurrido era muy reciente, no sabía si alguna vez podría llegar a perdonarle, pero mi padre no había podido llegar a tiempo. No tenía más remedio que ir en el coche de Rafael.
Me apretaban los zapatos, eran nuevos, crujían, podía oler la piel con la que estaban hechos, me los había regalado mi madre. El traje me quedaba ligeramente holgado, pero lo prefería, odiaba la ropa que me quedaba pequeña y me apretaba el estómago cuando me sentaba. No había dormido en toda la noche, con tu carta bajo la almohada para oler tus dedos al escribirla, tus dudas, tus certezas a la hora de enhebrar las palabras para que no resultaran muy dolorosas. Ni siquiera pude soñar contigo, los párpados se resistieron a cerrarse, como si al hacerlo fueras a desaparecer para siempre.
4. No quería apretar demasiado los cordones, los zapatos me iban a demoler los pies y eran muchas horas las que quedaban hasta que llegáramos a la ciudad. Iba a tu ciudad, a tu mundo, ese del que me habías hablado en multitud de ocasiones. De su estación de autobuses a la que me ibas a ir a buscar, sus amplias avenidas, sus teatros, sus cines…
Al levantarme aquella mañana y asomarme a la ventana de mi habitación, descubrí un día acorde con mi estado de ánimo. El cielo plomizo, gris, casi negro, con ganas de descargar una lluvia necesaria para limpiar las calles del calor que había hecho esos últimos días de agosto. Descubrí con cierta indiferencia que me daba igual si llovía o no, si el día era gris o el cielo estaba rodeado de nubes cuyo presagio negruzco anunciaba tormenta.
El papel crujía al tocarlo, la carta seguía en el mismo lugar en el que la había dejado. Miraba por la ventana del coche y el pueblo en el que te había conocido era ya una mancha blanquecina que se perdía en la lejanía y se confundía con el azul del mar. Todo quedaba tan lejos que parecía un sueño y tan sólo fue ayer cuando estaba al lado del mar, pensando en todo lo que aquel verano me había dado, sin comprender que ese era el último día del último verano de mi vida.