Esta reflexión es, de nuevo, un llamado a abandonar el pensamiento «pedagógicamente correcto» y a aventurar nuevas formas de concebir el rol y la responsabilidad de la comunidad educativa, haciendo visible su aporte a la construcción de conocimiento y a la transformación social, en un mundo que se encuentra en constante cambio.
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Incorrección pedagógica (II)
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30 de octubre de 2015
Incorrección Pedagógica (II)
Félix Antonio Gómez Hernández
Profesor asistente de la Facultad de Educación
Pontificia Universidad Javeriana
Esta reflexión es, de nuevo, un llamado a abandonar el pensamiento
«pedagógicamente correcto» y a aventurar nuevas formas de concebir el rol y la
responsabilidad de la comunidad educativa, haciendo visible su aporte a la
construcción de conocimiento y a la transformación social, en un mundo que se
encuentra en constante cambio.
En un artículo anterior[1]
expuse la tesis de que, en la actualidad, existe en la esfera
educativa una aceptación acrítica de ciertas ideas que tienen como fin no herir
sensibilidades, no generar polémica y no despertar el enojo de ciertos sectores sociales, en
fin, no alterar el statu quo, por lesivo o inconveniente que sea. A este fenómeno lo
denominé «lo pedagógicamente correcto» o «la corrección pedagógica», por su
parentesco con ese adefesio en que se ha devenido «lo políticamente correcto».
Mencionaba, también, que lo que me hizo caer en la cuenta de todo esto fueron el
proceso y los resultados alcanzados en el estudio Rutas de Emergencia del Talento
Docente, en el cual participé como investigador, ya que además de los hallazgos
alcanzados como consecuencia lógica del proceso, me encontré ante un conjunto de
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conocimientos obtenidos de manera no intencional, cuya particular y crucial naturaleza
sirvió de estímulo para dar inicio a estas reflexiones.
Para orientar el análisis, a partir de los aprendizajes señalados, definí tres espacios de
indagación, a saber: a) el de la formación docente; b) el tema referido a lo que se puede
aprender de aquellos maestros que realizan una excelente labor, si se está dispuesto a
concederles la palabra; y, c) la exigencia inaplazable de que los docentes sean partícipes
dinámicos de las decisiones que atañen a su labor.
Sobre el primer asunto propuse, en el artículo pasado, que la formación de los futuros
educadores debería estar ―fundamental, aunque no exclusivamente― en manos de
personas que hubieran sido docentes sobresalientes en diferentes niveles educativos y
diversos escenarios; ello aseguraría que poseen, además de un buen dominio disciplinar,
un conocimiento real de cómo aprenden los estudiantes de distintas edades y disímiles
condiciones sociales, ya que, en la actualidad, su formación está en manos de
profesionales de la educación que, a lo sumo, han sido profesores de universidad o, lo que
es más descorazonador, «expertos de escritorio» que, distantes de las aulas, pontifican
sobre cómo debe desempeñar el maestro su quehacer. En otras palabras, se requieren
auténticos formadores de educadores y sobran «los expertos de escritorio».
Con referencia al segundo asunto, tema del presente escrito, el estudio evidenció que
existen valiosos conocimientos generados por los maestros que, por lo general, suelen
malograrse debido a que no se les visibiliza en grado suficiente, al no identificárselos
oportunamente y porque no se ofrecen las condiciones ni los instrumentos para su
difusión. Este acervo no se refiere únicamente a lo que cabría clasificar en el orden de lo
disciplinar o lo pedagógico, sino que también abarca saberes que versan sobre aspectos y
problemas que enfrenta la sociedad actual. Para el caso, los docentes que fueron
identificados como aquellos que hacían un uso excepcional de las tic, dieron muestra, por
una parte, de poseer una concepción amplia de lo que entienden por tecnología y, por otra,
de estar dando respuesta a la pregunta de cuál es la manera apropiada de integrar los
avances tecnológicos a la sociedad, adecuándolos a las necesidades y expectativas de las
muy distintas colectividades de jóvenes.
Lo que es necesario subrayar aquí, apoyándonos en el anterior ejemplo, es que los
maestros generan, además de un saber pedagógico, nuevo conocimiento de orden
práctico-social que responde de manera directa a los retos del mundo contemporáneo.
Esto, por cuanto muchos de los educadores son sensibles a las exigencias y expectativas
que emergen de ambientes y situaciones críticas, debido a que los espacios escolares son
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plexos donde se integran los deseos y esperanzas de las comunidades, pero también sus
miedos y carencias.
El que esta producción pase desapercibida, para ciertos sectores, no quiere decir que
no logre imprimir su impronta en la cultura, vía el proceso educativo. No obstante, el
costo de hacerla visible y otorgarle públicamente el valor que le corresponde implicaría el
reconocimiento de los maestros como constructores de saber y sujetos de discurso; es
decir, admitir su condición de intelectuales, lo cual los ubicaría en un ámbito que se ha
reservado tradicionalmente para otras profesiones y oficios que han gozado de mayor
respeto y valoración. Este reconocimiento, además, supondría que en las decisiones
políticas y administrativas que atañen a la educación y otras actividades de índole cultural
habría que vincular a los docentes, no como invitados de piedra, sino como partícipes
activos con derecho a voz y voto.
Sin embargo, muy pocos estarían de acuerdo en aceptar esta nueva para la comunidad
docente, pues verían peligrar el ejercicio del poder al cual están acostumbrados y que los
recompensa en las más diversas formas, desde las puramente materiales a las más difusas
de orden ideológico.
Esto explica el porqué de la aparente contradicción que existe en muchos países de
Latinoamérica, donde tanto el Estado como la empresa privada dan muestras de un
creciente interés por la educación formal, pero, al tiempo, prescinden de los maestros en
el momento de trazar planes y diseñar políticas educativas.
Lo anterior genera un conjunto de circunstancias anómalas que suelen pasar
inadvertidas para el ciudadano de a pie, pero que van en detrimento de las posibilidades
de mejoramiento social.
Buen ejemplo de una de estas anomalías es el hecho de que, a pesar del interés
mostrado, tanto el Estado como la empresa privada hablan acerca de los docentes y a los
docentes, pero hablan muy poco, para no decir que nunca, con los docentes.[2]
Situación
paradójica, en especial si se tiene en cuenta que, como parte del entramado
propagandístico que acompaña tales muestras de interés, se reivindica de manera
mediática la figura del docente, pero de forma solapada se les responsabiliza de muchos
de los males del sistema educativo.
Para concluir, esta reflexión es, de nuevo, un llamado a abandonar el pensamiento
pedagógicamente correcto y a aventurar nuevas formas de concebir el rol y la
responsabilidad de la comunidad educativa, en un mundo donde las fronteras de toda
clase se hacen cada vez más difusas y los problemas exigen, para su solución, un
compromiso total y una acción decidida de todos los docentes.
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[1]Véase el artículo Incorrección pedagógica (I) en:
<www.compartirpalabramaestra.org/columnas/incorreccion-pedagogica-i
[2]Esta situación no es realmente nueva, solo que en la actualidad se ha exacerbado. Rosa María Torres ya
hacía mención a ella, con términos similares, en el prólogo que realizó al libro de Paulo Freire,
titulado Cartas a quien pretende enseñar. (2004. Buenos Aires: Siglo xxi).
Félix Antonio Gómez Hernández
Profesor Asistente del Departamento de formación de la Facultad de Educación de la Pontificia
Universidad Javeriana desde 2005. Se ha desempeñado como docente en los diversos niveles educativos.
Magister en Educación en la Línea de Cognición y Creatividad de la Pontificia Universidad Javeriana.
Especialista en Ciencias de la Educación con énfasis en Psicolingüística de la Universidad Distrital
Francisco José de Caldas. Licenciado en Lingüística y Literatura, de la misma universidad.
gomez-f@javeriana.edu.co