1. Ensayo
MAGIS II
Una experiencia vivida:
Resurrección a la vida
comunitaria
Autor: Ing. Antonio Rafael
Rodríguez Vázquez
Tutor: Padre Oscar Herrera López sj
2. INTRODUCCION
Me siento a escribir este nuevo intento de ensayo con los sentimientos y las ideas
encontradas, como corrientes que se arremolinan, yuxtaponen y contraponen, emergiendo de
la memoria como de un vórtice generatriz tormentoso que por momentos, me sobrecoge y me
hace sentir inseguro de no ser fiel al compartir lo realmente experimentado en carne propia, a
que esta empresa me supere y no llegue yo a cubrir mis propias expectativas.
Ya sabemos que el subconsciente nos juegas malas pasadas mediante mecanismos de defensa
con los que se protege (¿nos protege?) de las infortunadas experiencias que jalonan nuestras
vidas, reprimiendo allá, en lo más hondo, los recuerdos, o edulcorando con imprecisiones el
acíbar de la realidad. No obstante, como el fin que pretendo al poner al alcance de hermanas y
hermanos en Cristo, este testimonio de mi realidad, que no es una realidad ajena a la de los
muchos jóvenes laicos de nuestras comunidades hoy, inclusive a la de nuestros propios hijos
cuando se enfrenten a la opción sacramental del matrimonio, está orientado a promover la
dignidad de la persona humana en el ámbito de la fe vista a través de un prisma pastoral
eclesial y comunitario, hace que valga la pena el esfuerzo por vencer estos mecanismos
sobreprotectores y transmitir así la experiencia diáfana y auténticamente. Mas, no solo a los
jóvenes laicos va dirigida esta vivencia compartida. No, porque en ella no solo son
protagonistas los laicos. En esta historia los pastores, los guías y acompañantes espirituales,
tienen también un rol sumamente importante.
No cabe dudas de que en la historia personal de muchos de nosotros, la presencia de un
sacerdote, de un religioso o religiosa, de un formador o acompañante espiritual, ha sido
determinante, supliendo en muchos casos la ausente, física o afectivamente, imagen paterna o
materna. Y cabría preguntarse ¿están plenamente conscientes estas personas de cuán
importante y decisiva puede ser su participación en nuestras vidas, en la solución de conflictos
por los que tantas veces los fieles laicos atravesamos? Conflictos en los que no cabe hablar
necesariamente de victimarios y víctimas, o simplemente de culpables, y por consiguiente, de
condenados, y donde la dicotomía maniquea, perfecta y simplista de bueno y malo, de blanco y
negro, sin matices, puedan hacer objetivo el análisis, tanto cuanto que, en la moral, como en la
vida toda, la solución de las situaciones no necesariamente equivalen siempre a una simple
ecuación matemática. Como diría un querido amigo médico: No hay enfermedades, hay
enfermos. Y cada caso es un caso. Mas, ¡cuidado!, nadie confunda lo dicho con un burdo
relativismo. Ciertamente, no lo es. Es mucho más, es la importantísima necesidad de que
visualicemos, pastores y laicos, Iglesia toda, cada situación problemática en el ámbito de estos
conflictos morales, con una mirada personalizada y misericordiosa, pronta a promover, a
rescatar, a salvar y no a anatematizar, a condenar a priori a las personas que en ellas puedan
verse, y de hecho, se vean involucradas. Nunca tal cual hace la Reina de Corazones en el
cuento de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Recuerdan cómo gritaba histérica?: Primero la
condena, después el juicio, con igual discurso al que aún hoy oímos que emplean dirigentes de
regímenes totalitarios que por el mundo quedan, y penosamente alguna que otra voz que desde
el seno de nuestras comunidades eclesiales resuena a ese tenor, sino más bien con una óptica
hecha palabra signada por la misericordia del padre del Hijo Pródigo, con la misericordia de
Dios.
Pienso que muchas veces, más de las que debieran, nuestra visión como Iglesia puede ser
rígida e inmisericorde ante situaciones coyunturales en que los fieles pueden verse atrapados.
3. Pienso que más de una vez en nuestra historia, eclesial y personal, hemos actuado
intolerantemente, desplazando al ser humano, a la persona, de su centro, como sujeto y objeto
de la creación, dándole preponderancia sobre su dignidad a la letra, a la ley. Creo que muchos
de nosotros, puestos en el lugar del padre del hijo pródigo, difícilmente hubiéramos sido tan
misericordiosos.
A manera de ejemplo y como testimonio paso a narrarles la breve historia de un jesuita amigo,
cercano y muy querido, fraterno y solidario, un hombre de Dios que por una serie de
cuestiones propias de la vida, a escasos 10 años de su Tercera Probación, decide tras árido y
escabroso discernimiento, compartido con hermanos de su comunidad, salir de la Compañía de
Jesús, dejar el sacerdocio. Como es natural, este paso le llevó a replantearse su vida en todos
los órdenes y entre ellos en lo laboral. Al cabo de un tiempo y luego de numerosas entrevistas,
cuestionarios, llenado de formularios, etc… le aprueban para trabajar en una dependencia de
Caritas Española, y cual no sería su sorpresa, luego de ser aprobado, al recibir la notificación
de que no era posible darle el empleo porque S.E. el Señor Obispo de la Iglesia local
consideraba que ‘’un sacerdote que había dejado de serlo no era digno de confianza para
desempeñarse en tales menesteres’’. Saquemos nuestras propias conclusiones, no obstante
salta a la vista cómo una palabra dicha desde la autoridad puede condenar o salvar
definitivamente.
Por todo lo hasta aquí dicho y a petición del padre José Luis Caravias sj, quien tuvo la ocasión
de conocer a mi esposa y a mi hija, es decir a mi familia, e interesarse por la historia personal
que habíamos vivido, es que pongo en manos de los que algún día puedan llegar a leer este
intento de ensayo que si bien puede hacer gala de adolecer del dominio de la técnica y del
estilo literario propios, sobreabunda en autenticidad y está escrito con la mano como
extensión del corazón.
Espero que de algo pueda servir a alguien, laicos, laicas y pastores, este abrir mi corazón y mi
memoria y poner al alcance de todos cuan doloroso puede ser o no el proceso de reinserción en
la comunidad eclesial de un divorciado y su nueva familia, y de cómo muchas veces está en
nuestras manos el descubrir el rostro de Jesús en estos pobres de nuestra realidad.
4. • Año 1973, Septiembre 12, Fiesta del Dulce Nombre de María
Cuando tenemos 22 años de edad todos, o casi todos, nos creemos que el mundo está a
nuestros pies, que nuestras fuerzas sobran para cambiar al universo, que nos las sabemos
todas, más aún cuando la propia vida nos ha llevado, de alguna manera, al decir popular cubano:
‘’de la mano y corriendo’’, cuando nos ha forzado a ser y a comportarnos como hombres, o
mujeres, prematuramente madurados por la orfandad, asumiendo responsabilidades muchas
veces superiores a nuestras fuerzas, a nuestras capacidades. Son esas circunstancias en las
que, de acuerdo con el decir popular, la vida nos obliga a parir macho. Y con estos
antecedentes ¿quién puede sentirse libre de no equivocarse? Pues, precisamente, cualquiera
de esos que tiene 22 años y que no presta atención a lo que otros puedan pretender decirle al
oído, o simplemente a gritos, para que no yerren con sus decisiones, actitudes, opciones. Hay
un viejo refrán que dice que: No hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el
que no quiere ver.
Pero cuando, además de todo lo ya enumerado, está involucrado el corazón, cuando se está
profundamente enamorado como solo se suele estar cuando se tienen 22 años, las razones no
tienen valor alguno. No solo los oídos no quieren oír sino que los ojos no quieren, no pueden ver
¨…porque lo esencial es invisible para los ojos. Solo se le ve con el corazón… según el decir de
Antoine de Saint Exupery por boca del Principito. Entonces, todo como que se complica un
poco más.
• Año 1994, solo 21 años después.
Un buen día, en medio de una visita pastoral del Obispo a mi parroquia, en la misma comunidad
dirigida por los Padres Jesuitas desde que fundaran allí el Colegio Nuestra Señora de
Montserrat en el un tanto lejano 1879 y donde yo había comenzado a vivir mi fe cuando solo
tenía 12 años, fui excepcionalmente invitado a participar en una reunión que el Consejo
Parroquial tendría con Mons. Emilio Aranguren Echeverría, nuestro Obispo de Cienfuegos. Y
digo excepcionalmente invitado ya que desde que en 1984 se hizo efectivo mi divorcio 10 años
antes, mi participación en la vida parroquial había quedado limitada a prestar mis servicios
como ingeniero civil en el diseño de soluciones constructivas, de mantenimiento o reparación
de la edificación, a modo de consultor y proyectista. Sin mayor dramatismo, pudiera decir que
yo era un paria en mi propia comunidad pues mi vida espiritual, mi juventud toda, estaba
escrita en las paredes de aquel templo, de aquella casa parroquial, de aquella comunidad de la
que había sido desde casi un niño, una piedra viva. En ese momento era solo un poco de
escombro, marginado por mi condición de divorciado, al que por pura misericordia, por las
raíces y el afecto fraterno de tantos hermanos y hermanas que teníamos una historia común,
no habían declarado oficialmente ¨ persona non grata. Yo por mi parte, cada domingo
participaba en la misa, a la que llevaba a mis tres hijos pequeños para que asistieran a la
catequesis, desde los últimos bancos del templo en una consciente automarginación. Sentía el
peso de una culpa inducida pues a los ojos de todos, el malo de la película era yo ya que,
verdaderamente, la madre de mis hijos era una mujer honesta, laboriosa, preocupada por ellos.
En pocas palabras, era, es, una buena mujer.
En esas circunstancias me estaba vedada la participación en la liturgia, en la catequesis
parroquial de la que había llegado a ser su director años atrás, en la formación de adultos y en
la pastoral juvenil, y naturalmente, de la pastoral matrimonial. En fin, mi estado civil como
divorciado me ponía en una situación de marginalidad eclesial muy difícil, puesto que en esos
momentos yo tenía ya relaciones de pareja con una nueva compañera, mi actual esposa y madre
de mi menor hija Rosangel.
5. • Cuando las buenas razones no se pueden entender
Por su parte Vivian, mi compañera, no podía entender, al tiempo que la iba catequizando, las
razones con las que yo trataba de explicarle por qué no podíamos comulgar, por qué ella y yo
no podríamos consumar el sacramento de nuestro matrimonio, por qué ella, que no tenía
responsabilidad alguna por mi fracaso matrimonial, no podría llegar a vivir a plenitud todas
aquella cosas que de Jesús yo le hablaba y que ella descubría contradictorias con la realidad
que estábamos viviendo (¿sufriendo?), puesto que éramos de hecho unos excluidos de la
asamblea comunitaria e incluso cuando en ocasiones se hacía patente este rechazo por los
desaires que de algunas hermanas, amigas y compañeras de mi adolescencia en la comunidad,
recibía. Para ser justo, he de decir que eran bien pocas, no obstante estar motivadas, en la
mayoría de los casos y en el fondo (bien en el fondo), por un celo apostólico a ultranza,
guardián de la más estricta y ortodoxa moral enseñada por el catecismo de la Iglesia donde,
al parecer, la casuística y la misericordia no tenían cabida.
Pienso que era verdaderamente muy difícil poderla persuadir de algo que en lo más hondo de
mí propio yo, me resistía a aceptar, pero cuya inconformidad no me atrevía a expresar por
temor a lucir incongruente con lo que le estaba descubriendo y enseñando referente a la fe,
la doctrina, la Historia de la Salvación, la espiritualidad ignaciana, en fin, de ese tesoro de
formación que durante años había ido acumulando en aquella misma comunidad que hoy nos
marginaba y que por dócil y mal entendida obediencia yo pretendía justificar.
• Intención Viciada
En el día de marras, luego de terminada la reunión con el Obispo éste, quién llevaba poco
tiempo de instalado pero a quien conocía personalmente desde hacía años en que trabajamos
juntos, pues yo dirigía la catequesis en mi parroquia cuando él era seminarista y animaba la
Catequesis en la Diócesis, me llamó aparte e iniciamos una conversación en la que terminó
hablándome de la necesidad de implementar una nueva pastoral para divorciados y la de dar
solución desde el propio Derecho Canónico a todos aquellos casos en que se probara la
invalidez del sacramento, es decir, en aquellos casos en que quedara demostrado que nunca
hubo realmente sacramento. El, con conocimiento de causa, me dijo: Tu caso es, a mi modo de
ver, una típica situación de intención viciada. Poco faltó para que me dejara llevar, ofendido
en mi ignorancia, por la más primaria y visceral reacción ante el susodicho término empleado
por mi Obispo a lo que le respondí: De viciada nada. Nosotros nos casamos muy enamorados y
conscientes de que era hasta que la muerte nos separara. El se sonrió y con la paciencia de
Buen Pastor me explicó lo que este término significaba en Derecho Canónico, abriendo ante mí
una ventana de esperanza que me dejaba vislumbrar, aunque a lo lejos (mas, no tanto como lo
fue realmente) la posibilidad del reencuentro con Jesús sacramentado, la posibilidad de
consagrar nuestra unión marital con el sacramento del matrimonio donde el principal testigo
fuera el mismísimo Jesús de Nazaret.
Este encuentro con mi Obispo constituyó un hito importantísimo en nuestras vidas y desde ese
mismo instante busqué, por sugerencia suya, la asesoría de un experimentado jesuita, el
difunto padre Luis Peláez López sj. que con mucho cariño y respeto fue guiando mis pasos para
el discernimiento de una situación que, incluso para mí, no estaba del todo clara y en la que el
primero que necesitaba visualizarla con certeza y convencerse de que verdaderamente en
aquel acto matrimonial mío no había existido ni la madurez, ni la libertad suficientes como
para que este fuera una acción auténticamente responsable y libre dada la concomitancia de
6. toda una serie de factores que no es necesario entrar a explicar, y cuya enumeración y
demostración hicieron que este procedimiento ante el Tribunal Eclesiástico fuera
verdaderamente engorroso. El acompañamiento y la guía de este jesuita fue determinante
para mí durante todo el proceso inicial ya que él había sido mi director espiritual durante los
años en que estuvo por nuestra comunidad parroquial y un tiempo después de partir hacia La
Habana, y conocía mucho de los intríngulis de mi vida personal, así como de la propia vida de la
madre de mis hijos, tanto desde que éramos novios como luego de casados, ya que
precisamente él fue uno de los que en mis autosuficientes 22 años desoí, haciendo caso omiso
a sus consejos y opiniones, contrarias a que se realizara la boda.
• Pastores que ayudaron a la integración
Iniciado este proceso, nuestro párroco, un jesuita amigo de la adolescencia, compañero de las
buenas y las malas, de los años de persecución religiosa, un hermano verdadero de los muchos
que nos formamos a la luz de la Espiritualidad Ignaciana con los padres jesuitas en nuestra
comunidad de Montserrat, el Padre Oscar Herrera sj, le dio una acogida sin igual a Vivian y
comenzó a acompañarla espiritualmente hasta que la llevó a hacer los EE.EE. de 8 días con él,
en una experiencia que para ella fue profundamente clarificadora y yo diría que determinante
para el futuro de nuestra vida, matrimonial y de fe.
Poco tiempo después, otro jesuita que estaba en la comunidad y que había comenzado a animar
la experiencia de las CVX facilitando la transición de la Congregación Mariana de HIJAS DE
MARIA a Comunidad de Vida Cristiana, habló con nosotros y nos invitó a unirnos a una
comunidad de matrimonios que se iniciaba como precomunidad CVX. Esta fue una experiencia
integradora excelentemente fuerte teniendo en cuenta que en esta comunidad había dos
parejas con las que yo había formado parte del Equipo de Matrimonios de la parroquia años
atrás, lo que no constituyó óbice para que aceptaran a Vivian plena y verdaderamente, no sin
antes vencer ciertos prejuicios, ciertamente. Al final triunfó el amor fraterno y vivimos una
experiencia inolvidable gracias a la apertura mental y evangelizadora del Padre Prudencio Piña
sj quien fue un extraordinario catalizador para facilitar nuestra integración en aquella
precomunidad CVX, al punto que comenzamos a hacer vida de comunidad cevexiana aún antes
de que tuviéramos el fallo del Tribunal Eclesiástico y por consiguiente, la posibilidad de
acceder al sacramento del matrimonio.
• Año 2000: Jubileo
La llegada al Tercer Milenio tuvo un prolongado preámbulo de interminables y
desesperanzadores 6 largos años. Solo cuando se atraviesa por el árido camino que pasa por
los Tribunales Eclesiásticos se aprende aquello de que ‘’de buenas intenciones está empedrado
el camino que conduce al infierno’’, porque la burocracia es aplastante en su lentitud.
Este proceso resultó genuinamente agotador por lo exhaustivo del mismo ya que el primer
paso consiste en reunir un número significativo de testigos que declararan respondiendo a los
cuestionarios correspondientes a este tipo de proceso y que el sacerdote encargado de
recopilar la información estimare procedente de acuerdo con el protocolo que estable el
Derecho Canónico. Conformado el expediente, el mismo pasa a un Tribunal que pudiéramos
llamar de primera instancia ubicado en la Arquidiócesis de La Habana, el cual luego de
deliberar y dictar sentencia, pasa sus resultados a otro Tribunal que está ubicado en la
Arquidiócesis de Santiago de Cuba, en el extremo Este de la Isla. Una vez recorrido este
periplo, si el segundo Tribunal dicta sentencia coincidente con la del primero, ¡Felicidades! Al
menos ya hay un resultado, sea en un sentido o en el otro, pero si no, el expediente va a Roma
7. para que allí se dilucide el caso. Esto último puede demorar un tiempo incalculable hasta que se
dicte el fallo final.
Explicar este procedimiento resulta aburrido y hasta un tanto simplón solo que cuando el fallo
final demora 6 años como fue mi caso, los jirones de cuerpo y alma que vas dejando a lo largo
del camino no resultan superfluos. Mucha gente no soporta la espera porque ésta se torna
inhumana. Dejo claro que en mi caso, donde las evidencias para la declaración de nulidad
matrimonial eran sobradas y donde la insistencia personal de mi Obispo ante los dignatarios
eclesiásticos de los tribunales fue constante, 6 años fue una bicoca. Conozco casos que se
pierden en la memoria y donde, al menos en alguno que otro, la persona involucrada rompió
definitivamente con la Iglesia, llenos de resquemor y resentimiento ante la inoperancia
administrativa de la justicia eclesial que en ocasiones está en manos de comunes burócratas
más que de dignatarios eclesiásticos. Considero oportuno señalar que aquí en Cuba, la Iglesia
asume el costo de estos trámites a diferencia de lo que ocurre en otros países en que la
persona que inicia el proceso tiene que correr con el financiamiento del mismo, lo que en
ocasiones constituye una barrera infranqueable para muchos por lo elevado del mismo.
En estos 6 años de espera del fallo del Tribunal Eclesiástico fue importante para nosotros la
acogida generosa y solidaria, comprensiva y estimulante de los miembros de la comunidad local
de la CVX, así como de la comunidad parroquial y en general dentro de la diócesis donde
comencé a prestar mis servicios y a desempeñar nuevas responsabilidades dadas por el propio
Obispo. Así, con su ejemplo de tolerancia y magnanimidad como pastor de la Iglesia local,
derribó prejuicios, al menos los más explícitos entre los fundamentalistas, lo que no impidió
que una hermana de la Mesa de Servicio, un tanto frustrada por su propio fracaso matrimonial
y quizá un poco enferma de fobia masculina, propuso se vetara nuestra petición de hacer el
Compromiso Temporal no obstante ser nosotros ya miembros plenos de la CVX, aduciendo
como óbice nuestro irregular estado en cuanto al matrimonio, a pesar de que se conocía del
proceso curso ante el Tribunal Eclesiástico. Penosamente otra muy querida y cercana hermana,
miembro incluso de aquella primera precomunidad CVX en la que fuimos aceptados, se sumó a
la exclusión y arrastraron consigo (¿arrastraron?) al Asistente Eclesiástico y al resto de la
Mesa de Servicio. Fue un duro momento cuando conocimos la noticia pues ni siquiera nos llegó
como una notificación oficial, seria, responsable, sino como consecuencia de un arrebato de
culpabilidad lacrimógena de mi querida hermanita que, luego del veredicto, sintió como su
proceder no era coherente con el cariño fraterno que desde nuestra adolescencia nos unía y
con la misericordia que ha de caracterizar al cristiano. Esta experiencia me hace alertar a
todos porque hemos de tener cuidado y no perder de vista al Ángel Exterminador que llevamos
dentro muchos de nosotros y que nos hace estar más prestos a desenvainar la espada
flamígera que al gesto magnánimo y caritativo con el que está en desgracia.
Verdaderamente, el tiempo que la espada de Damocles pendió sobre nuestras cabezas, sobre
nuestro destino sacramental como pareja de cristianos felices y premiados con la llegada de
una hermosa niña, fue duro, fue una suerte de crisol que puso a prueba nuestra paciencia y
nuestra fidelidad a esa Iglesia de la que somos parte viva, como miembros de este Pueblo de
Dios que peregrina en mi querida Patria, aquí en Cuba.
Así, al fin, el 24 de Junio de 2000, en el Santuario Diocesano San José, en las afueras de la
ciudad de Cienfuegos, el cual es fruto de nuestro trabajo profesional de diseño y dirección
constructiva, teniendo a Vivian como arquitecta y a mí como ingeniero estructural y sin que
mediara pago alguno por ello, tuvimos al fin la consumación de nuestro sacramento matrimonial
8. dentro de la celebración eucarística, con el Obispo y nuestro párroco como celebrantes y
teniendo al mismísimo Jesús de Nazaret como testigo principal. Allí estaban nuestros
hermanos de la CVX y de la comunidad parroquial, familiares y amigos y nuestra pequeña
Rosangel llevando las flores que luego depositamos como ofrenda ante el sagrario después de
recibir el Pan de Vida al cabo de largos y dolorosos años de espera.
• Brevísimo Epílogo
Al compartir mi experiencia personal en este intento de ensayo, he querido sobre todo, tocar
con mi testimonio los corazones y la conciencia tanto de pastores como de fieles laicos y laicas
quienes, según sea la actitud de acogida, comprensión, magnanimidad y respeto que asumamos
hacia la persona humana, hacia el hombre y la mujer que, heridos tras el fracaso matrimonial y
lastrados por la propia frustración, intentan ponerse en pie y echar a andar, integrándose a
ese cuerpo místico del que todos formamos parte, en espera de ser acogido por los hermanos
y hermanas, por sus pastores, por la comunidad eclesial toda.
Si la oveja cae a nuestro lado con una de sus paticas fracturada, ¡por amor de Dios!, no le
demos el tiro de gracia para ayudarla a morir. No la abandonemos, no tengamos el corazón de
piedra.
Pastores y fieles laicos, unidos en el sacerdocio común de los fieles por la gracia del bautismo,
les invito a que abramos nuestros corazones y nos sensibilicemos ante la necesidad de
rescatar a la oveja perdida, para salvarla, para incorporarla, para ayudarla a sanar, a crecer.
Yo he sido en algún momento de mi vida esta oveja, herida, enferma, por un tiempo olvidado
pero que finalmente, gracias al celo de mi buen pastor mi Obispo Emilio, no quedé abandonada
mi suerte y como solo el amor convierte en milagro el barro, por este amor del Dios
Todoamoroso hecho presencia en mis hermanos, resucité, resucitamos.
Tratemos pues de estar atentos a las necesidades de aquellos condicionados por el divorcio,
los que, en la mayoría de los casos, no son más que víctimas inocentes de sí mismos.
Ayudémosles a ponerse de pie y marchar armónicamente en el concierto de los hijos de Dios,
miembros de una misma Iglesia, hijos de un mismo Padre.
Vto. Bno. P. Oscar Herrera López s.j.
Ing. Antonio Rafael Rodríguez Vázquez
Tutor
MAGIS
II CVX Cuba