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MARGARITA CANTILLANO


  MARGARITA CANTILLANO
              O
   El último día del futuro

           Novela
             NOVELA
INTRODUCCION


Rayando el sol, Margarita Cantillano arrimó al lugar que,
por derecho de prodigio le pertenecía. Deslumbraba la hierba
reseca de los potreros de la meseta. Nebulosas abundantes
pálidas   formas   cruzaban   intermitentes,   mientras   se
alborotaban los recovecos del fondo de los albures de
visiones marcadas por los presentimientos de los próximos
recuerdos que le duraron hasta el final de sus cortos días.

Un día del mes de los vientos polvosos, poco antes de la
cuaresma, todavía faltaban unas tres semanas para que
entrara el calor. Permaneció un rato bajo la escuálida
sombra de un tigüilote de hojas mustias en lucha cerrada
para no dejar que la atrapara la tristeza.

Las cartas marcaban un destino inevitable.

El tiempo se desvaneció antes de cumplir los sueños. Los
acontecimientos venían de lejos, desde antes de los tiempos.




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Capitulo 1

El lugar de los destinos era nombrado Jirones o Girones,
comarca del municipio de Diriá. Conocida por ese nombre
desde la época de Don José de Girón y Mella, ilustre
Castellano, recibidor de encomienda por Cédula Real. A la
cual venía predestinado desde el momento en que el rey mandó
a Castilla del Oro como gobernador y Capitán General a un
caballero de Segovia, llamado Pedrarias Dávila y a él como
veedor de las fundiciones de oro, pero, al nomás llegar, fue
nombrado procurador del Darién. Era la consumación de la
recompensa por haber servido durante buena parte de su vida
a Su Sacra, Cesárea, Católica, Majestad Don Carlos I, Rey de
las Españas, Emperador de Alemania, Conquistador del mundo.
Fue Don José, bendito entre los hombres que lograron ser
alcanzados por el favor de estar al servicio de tan grande
rey en la tan noble empresa de cristianización que se
extendía por todos los confines del mundo.

Don José trasladóse a la provincia de Nicaragua poco después
del viaje de fundación de las ciudades, de acuerdo a su
encargo por Francisco Hernández de Córdoba y envió el primer
informe sobre las pláticas que el susodicho Hernández
mantuvo con gente de Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, lo
que provocó la lógica cólera del mencionado Pedrarias.

Don José fue siempre primero en la línea de fuego en las
batallas contra los moros. Embarcose a Indias o Tierra Firme
para aumentar la gloria de Su Señor. Después de abandonar el
Darién se convirtió en guerrero de línea. Si bien es cierto
no peleó contra los indios, sino contra los mismos
españoles, sus principales hazañas estuvieron en correrías
por las Ybueras cuando Cristóbal de Olid andaba por esos
lados. A su regreso encontróse con la llegada del Señor
Pedrarias Dávila que a la sazón habíase traladado de
Castilla del Oro a las tierras de León de Nagrando. Girón
estuvo en la plaza cuando le cortaron la cabeza a Hernández
de Córdoba quien, siendo lugarteniente de Pedrarias, no tuvo
medida para las ambiciones. Viéndose en estas tierras alzóse
contra su Capitán General y... Un hombre levantado contra la
autoridad no podía sobrevivir en este Nuevo Mundo, en donde
la lucha por los poderes y la correspondencia de autoridad
se discutían poniendo de por medio la vida, así fueran de la
misma España y súbditos del mismo Rey. Pero el poder es
poder y eso no se discute: se premia o se castiga y está de
por medio la vida. Que los mismos emperadores de Roma nunca
murieron de muerte natural, sino a cuchilladas o por veneno
de féminas palaciegas que al final siempre las perdió la
ambición. Aquí en estas tierras quien se atrevió a disputar
el poder siempre estuvo bajo el riesgo de triunfar y salvar
la vida o terminar en la ahorca dignamente cuando tenía
suerte, de otra manera la muerte llegaba a cuchilladas en
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cualquier lugar del camino para terminar comido por las
hormigas. Así fue al principio y así sería para siempre.

A los Girones, llegó Don José, desde Granada, para hacerse
cargo de la encomienda de los indios mangues del grupo de
los dirianes. Indios de mucho temple, aunque muchos,
principalmente de los hombres de Nequecheri, cacique de
Jalteva, fueron vendidos como esclavos. A los que no
pudieron vender fue a los indios dirianes de las sierras o
del Cerrito de la Flor. Nelediriá se llamaba el lugar
principal. Rebeldía de los parientes de Nandasmo y Namotibá.
Rebeldía cerrera, hasta quedar protegidos por los mandatos
reales que prohibían la esclavitud de los indios. Girón fue
un fiel cumplidor de los mandatos reales. Hombre de
fidelidad jurada al rey, Don Carlos Quinto, ejemplo de amor
a Cristo y a sus bienes.

Acompañó en varias expediciones al Capitán Garabito, en
campañas de conquista, pero fue por órdenes de Rodrigo de
Contreras que se quedó para labrar la tierra, en el valle
justo al lado de los mangues o chorotegas, que de las dos
formas les llamaban, para evangelizar y para crear la paz.
Girón tenía antecedentes de osadía por haber enfrentado a
Pedrarias cuando ordenó la captura de López de Salcedo, José
de Girón, conocido con el mencionado López desde la época de
las cortes, (que ambos eran hidalgos, Vamos) le preguntó que
a nombre de quien le daba las garantías de vida, si por ser
caballero o a nombre del Rey y al responder Pedrarias que a
nombre del Rey, el tuvo el buen tino de responderle que de
ese modo su fidelidad estaba asegurada. Ante semejantes
antecedentes, debía ser de los primeros en cumplir sus
leyes. Girón, desde su llegada como encomendero, ya con
planes de quedarse en la tierra para siempre, concertó con
los chorotegas y les aceptó la adoración de sus dioses con
todo y sus rituales. Lo hizo pensando que poco a poco irían
encontrando la fe.


Otros indios que no huyeron hostilizaron a los girones por
varias generaciones mientras se hacían cristianos. Sin
embargo, desde los primeros años contó con los mestizos y
poco tiempo después sirvieron los negros y mulatos,
descendientes de los primeros cuatro esclavos de la casta
arare, traídos de Santo Domingo, los cuales se fundieron con
los negros cimarrones, quienes hicieron de la zona el
misterio de sus refugios. Trabajaron para Girón, pero no
eran esclavos. De paga recibían su comida y la disposición
de entrar en armas cuando se les demandase.

- Si vienen escapados de la línea de Panamá, es de razón
escapar. Peor sería el trabajo de devolverlos. Además, el
instinto de seres bárbaros presiente lo poco que les queda
de vida cuando los instalan en las minas del Perú-
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sentenciaba Don José, para entonces en el umbral de la
vejez, cuando lo interpelaban por darle cabida a los negros
y permitirles que fueran, los días de luna, a dormir a los
cerros.

Por esas mismas razones amistó con Diego Alvarez de Osorio,
protector de los indios nombrado por Su Majestad y
constantemente socorrido en provisiones y hacienda para que
cumpliera sus funciones. Con paciencia supo explicarle al
Chantre de la iglesia de Tierra Firme porqué le daba refugio
a los negros cimarrones:

- Allí ellos viven en las creencias de sus tierras y hacen
sus oraciones para mientras se convierten a la fe. Al nomás
venir, buscan los misterios de los refugios, porque un
refugio sin cábalas no es refugio seguro para nadie.

En el refugio del Ceibo, varios siglos más tarde, Margarita
Cantillano pegó un tabacal que por generaciones se
recordaría. La tierra, a la que todos habían temido, desde
entonces quedó llena de sueños y entierros que muy poca
gente podía soportar.

Muchos años después, los llegados de las haciendas cañeras
de Nandaime y Rivas, aunque se comunicaban con los negros en
los palenques de Granada, en parte habían perdido los
misterios, y siempre terminaban buscando casarse con mujeres
indias o con mulatas de las haciendas de Nandaime. Otros,
después de unos días, terminaban por irse a León o buscaban
como meterse a las milicias para la ronda de la ciudad,
incluso algunos se iban en las compañías de conquista donde
demostraban su vocación militar y de servicio. De todos
modos, eran gente sin ambiciones de hacer fortuna, a
diferencia de sus criados españoles, los primeros en ayudar
a uncir los bueyes al yugo, dando muestras de fidelidad en
el servicio, pero los primeros en traicionar cuando veías
las posibilidades de tierras, de indios y de fortuna. La
tierra labrada con arado daba más abundante la cosecha que
cuando la trabajaban al espeque. Aunque los indios buscaron
como sembrar con arado, sólo había bueyes para los
principales y para las cofradías. El resto de indios estaba
destinado a ser peón, aun con las protectoras Leyes Nuevas.
De cualquier manera, de la tierra les brotaba a todos
abundante la cosecha.

Para entonces surgió la leyenda de que allí podía ser el
lugar de donde partía el mundo. El oro no fue su principal
ambición, sino la tierra, y por eso la hubo en abundancia
para labrarla y tener el pan de todos los días, con partidas
de puercos y ganado de leche por lo que fueron de los
primeros en prestar sus toros para las fiestas de la
Asunción en Granada. Los prestaban con la condición de que
los montadores no hundieran las espuelas en las ingles ni
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les quebraran las colas para hacerlos brincar cuando ya
estaban cansados. De Granada llegaban a caballo hasta su
propio corral para escoger los toros de mejor casta.

Los descendientes de los mismos indios que construyeron el
corral, estuvieron allí para los tiempos de la Cofradía de
la Mano Poderosa. Girón construyó ese corral con el madero
negro tomado del templo dedicado a Tamagastad en Nandaime,
los indios le dijeron que tenía varias generaciones de estar
enterrada esa madera en el mismo lugar, pero como ahora eran
cristianos, podrían destruir el templo para no dar lugar a
tentaciones de los tiempos oscuros, es decir de antes de la
luz traída por los castellanos. El madero negro usado para
sombra del cacao, era madera dura que no se maleaba aunque
se enterrara al suelo por varios siglos.



Don José de Girón y Mella, cansado de las guerras, habló con
el indio principal para hacer las paces. Por su lado, Don
José, apoyado en sus cuatro hijos, no permitiría que
llegaran para esclavizar a los indios y luego embarcarlos.
Únicamente, le ayudarían con la cosecha de maíz y el cultivo
de los frijolitos rojos, el favorito de los indios.

Se le alborotó la mente con el cultivo de los chonetes rojos
y los chonetitos amarillos para producir alimento. Si bien
es cierto el gusto del frijol era más firme, un hombre se
podía pasar un día entero trabajando sin probar más bocado
que una platada de chonetes por la mañana:

- Nos dan sustento todo el día, pero les falta gusto -
decían los indios.

La siembra de los frijoles requería el manejo del arado y
poseer por lo menos una yunta de bueyes, los cuales eran
escasos. Recién estaban llegando de las Españas. La tierra
se araba por lo menos dos veces, después cada mulato llevaba
un cuchumbo de cuero de huevo de toro colgado como salbeque
para luego ir sacando los puños de frijoles, tirarlos al
surco y después cubrirlos con los pies. A los dos días se
veían los puyones de los granos y era cuestión de pedirle
bendiciones al Señor para que mantuviera las lluvias que
permitieran una abundante cosecha.

"Habráse de esperar las lluvias que en estos confines de
tierra firme comienzan en mayo, porque aquí se pierden las
estaciones que el tiempo tiene ordenadas en los países
civilizados".

Decía Don José en carta al comendador de Valladolid, y
continuaba:
"...no es tiempo constante, porque los hombres de por aquí
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meten en ellos a las divinidades. Ha dos mayos que no llueve
como corresponde, según los naturales, que danzan con
lamentos pidiendo dones del cielo. Se dice que, alarmados,
escuchan a los mismos ángeles. Después de unos días, les
conceden la lluvia. La que se atrasa, al parecer, por los
bailes y danzas que hacen los negros que se albergan en los
cerros, pidiendo a sus dioses que no llueva para hacer daño
a los castellanos dueños de las haciendas. Yo doy fe de que
su trabajo es de valer y gran provecho para la riqueza de
estas tierras ".

(Fueron largas y abundantes las cartas de Don José de Girón
y Mella, las cuales se guardan en el Archivo de Simancas,
muy prolija su descripción y abundantes de datos de sus
primeros años en el Nuevo Mundo. Un discípulo de don Filemón
Peña, pasóse varios años revisándolas, y nos proporcionó
cuantiosa información como más adelante se verá. Preferimos
no ceñirnos a los documentos porque su revisión nos llevaría
mucho tiempo. Tomaremos lo que a nuestro juicio nos sirve
para aclarar los acontecimientos que tienen que ver con los
antepasados y la vida misma de Margarita Cantillano).

Lo más grave con los chonetes son las dificultades creadas
por el Cabildo Real y el Cabildo Eclesiástico del
Corregimiento de Masaya, por no aceptarlos como prenda ni
como primicia. Lo que obliga a comerlos en la encomienda.
Después quedaron para negociarlos y como patrón de cambio,
en vista de que duraba bastante en los trojes donde el
gorgojo no lo atacaba. La incomodidad era para los que se
iban enriqueciendo, al ver cada vez más llenas sus bodegas
de chonetes, sin poder terminarlos aunque se los pasaran
comiendo el año entero.

Con   la   llegada  de   Juan   Pimentel,   un  curita   que
constantemente repetía el nombre del lugar de donde vino,
llamado Llobregat o Lobregat, se provocaron situaciones de
alarma, creando cambios hasta en algunos hábitos de los
indios y de los mismos españoles. Si en algo se distinguió
Pimentel fue en los intentos por modificar la conducta tanto
de indios como de españoles, y aunque él hablaba Catalán,
con frecuencia corregía la buena dicción del castellano,
principalmente a los andaluces, a quienes consideraba de
poco entender por su parentela con los moros.

Desde el púlpito, con especial énfasis, varios domingos
durante la misa condenó el uso de los chonetes como comida:

- No podéis mezclar la comida con el dinero, para eso
existen las monedas acuñadas por las casas reales, de no
hacerlo demostráis desconfianza en los valores puestos a
circular por los decretos reales. Si alguna autoridad
eclesiástica   tiene  duda,  es   porque  no   conoce  las
consideraciones de los doctores de la Iglesia, que afirman
                                                               6
su parecido a las lentejas por las que vendieron a uno de
los hijos de Dios, abuelo de Jesucristo, por tal motivo, en
el Viejo Mundo se han dejado de comer. Se seguían cultivando
en estos pueblos bárbaros y de gente corrompida. Sin ley ni
perdón y con pocas esperanzas de la misericordia divina.

Este argumento lo manejó con tal contundencia que casi
provocó repugnancia por los chonetes. Eso lo reservó para
cuando los temerosos hombres de Dios terminaron con su
cultivo temiendo cualquier desgracia. Principalmente porque
el día que lo anunció se produjo un temblor de tierra, que
sacó a los vecinos de sus casas a medianoche.

El bejuco pertinaz seguía creciendo silvestre, y lo
muchachos los usaban para jugarlo a los dados o a la taba.
Lo cual confirmaba su naturaleza de pecado, porque los
inocentes mostraban lo que hicieron los romanos con las
vestiduras de Cristo, mientras todavía colgaba del madero:
Jugar a los dados.

Don José se encontró desesperado, aunque no lo manifestaba,
porque los chonetes no le servían para el intercambio fuera
de la comarca. Tuvo que sembrar cacao, y fue de nuevo a
platicar con el indio con quien había negociado y con el
cual mantuvo relaciones amistosas, aunque siempre se negó a
trabajarle. Se llamaba Namoyure, y cuando lo bautizaron se
puso Facundo. Jamás se habían enemistado, no por razones de
Don José, sino porque Namoyure, desde su rancho, tejiendo
canastos de caña brava, sentado en un viejo tronco de
guayacán, contemplaba el paso de las nubes que le desgajaban
el tiempo. Veía a Girón corretear detrás de las vacas o los
terneros. Para esa época aparecieron los alguaciles
encargados de dar cumplimiento a los decretos del rey que
especificaban el respeto a las tierras de los indios. Los
españoles nada más ocuparían las tierras realengas y a
título real que, por derecho de conquista, les pertenecían.


Namoyure cultivaba maíz y cacao para su casa. El tomate y el
quiquisque su mujer los llevaba al tiangue del Diriá. El
rancho rodeado de jocotes, aguacates, guanábanas y guayabas.
Los xulos se mantenían encerrados para que no espantaran a
los chompipes mientras paseaban solemnes con sus colas
erizadas. Reducido a su pequeña casa recordaba las primeras
noticias de la llegada de los españoles.

Yo me llamaba Namoyure, cuando llegaron al Diriá, porque la
peste después subió a los cerros nos llenamos de temor y no
pudimos combatir, ellos me bautizaron y creo que me pusieron
Pedro, pero después cuando vino un tal fraile Bobadilla que
nos reunió en monexico en la plaza del Diriá, mirando a la
laguna salada, la laguna de Apoyo, preguntaba por nuestros
dioses, y después nos dijo que todos debíamos tomar nombres
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cristianos, Tozoteyda, Misesboy, Coyevet que era de los
Nicaragua, el joven Xoxoyta y otros nobles de nuestros
pueblos recibimos regaños por creer en nuestros dioses, nos
pusieron otra vez nombres cristianos, me pusieron Francisco
o Alonso, pero no me gustó. Para que los cristianos pudieran
decir mi nombre me puse Facundo y seguí guardando mi nombre
de Namoyure, me inscribieron en el registro de los
cristianos como Facundo Namoyure, pero eso fue cuando Girón
vino para arreglarse con nosotros. A las cosas, a los
árboles y a los animales, a los cerros, a nuestras lagunas,
hasta nuestras flores, los cristianos les cambiaron el
nombre, y para humillarnos más, le pusieron los nombres que
tenían en la lengua de los Nicaragua que fueron sus aliados.

Yo me vine del Diriá porque allá destruyeron nuestros
calpules y los otros templos, las maderas las usaron para
hacer sus casas y hasta corrales. Girón entendió y se puso
de acuerdo con nosotros para que siguiéramos practicando
nuestro culto, aunque con las imágenes de los cristianos,
porque los cristianos tenían tantos dioses menores para cada
curación o bendición que se quisiera. Por eso fue que lo
apoyamos. Él decía que al venir a estas tierras había
cambiado la suya, y que aquí nacería su descendencia y que
tenía que cumplir las leyes del Rey, pero convivir con
nosotros, lo mismo fue con los negros. Mi mujer fue la que
atendió a su mujer cuando nacieron sus hijos y a mí acudían
él y otros españoles que pasaban para que les atendiera los
dolores de las muelas.

Cuando terminaron las guerras, Girón organizó la primera
expedición para ir a traer el colorante del hilo azul y del
hilo rojo, para entonces él ya tenía sus maizales y nosotros
sabíamos usar el arado.


Yo me acomodé en mi casa que desde entonces tuvo cerco. Era
para evitar que los perros de Don José se le comieron sus
animales. Un doble cerco de tionoste y de piñuela; además,
para ahuyentar zorros, coyotes, caucelos y ocelotes que, de
vez en cuando, merodeaban por los alrededores de la casa.
Hacia el este se extendían las tierras de la Cofradía de la
Virgen de Candelaria.

Una mañana luminosa, después que las estrellas brillaron
toda la noche, a la mitad del verano, Don José, un tanto
intranquilo, llamó desde el camino sin apearse del rocín
que, resoplando, se había detenido:

- Oiga Facundo, hombre de Dios, puedo pasar?

- La puerta está abierta, desmonte.
Ató el caballo a una vieja mata de tigüilote, cerca de la
                                                               8
entrada. La misma donde Margarita Cantillano detendría la
carreta más de cuatrocientos años después para constatar que
en ese momento se le despertaba el mundo en alboradas de
luces fugaces que desvanecían los recuerdos para inventar
los encantos del universo. Antes de pasar, Girón sonó las
espuelas para sacudirse el polvo del camino. Miró unos
instantes los tiestos colgados con burillos de guásimo del
alero del rancho de paja, formas de hojas y olores de
plantas   adquiriendo   contornos   y    firmezas   de   las
posibilidades. Conocía muy bien la fama de Don Facundo para
curar distintos males, ya fueran de la península o de los
que aquí encontraron.

Hacía poco había tomado unos cocimientos que Don Facundo le
mandó, la misma noche que sentía reventársele la cara por
los dolores en las muelas. Al amanecer del siguiente día, a
falta de un buen barbero sacamuelas, se amarró al bramadero
del corral, anudó la muela con hilos de algodón, unidos a un
barzón de cuero crudo pegado por la grupera a la albarda del
caballo. Un chavalo, mirando nervioso hacia atrás, esperó el
grito:

-¡¡¡Sale!!!

El chavalo espoleó el caballo al tiempo que daba un
chilillazo y gritaba espantado, mientras volteaba la mirada
y veía cuando todavía saltaba al aire un chorro de sangre de
la boca de Don José Girón, el encomendero. El muchacho cayó
del caballo y desde el suelo se retorcía con fingido dolor,
temiendo las represalias del señor, porque las cosas de
sangre los señores las cobran caras. La memoria se le atestó
de recuerdos de los años de su más tierna infancia pasada en
León. Perros devorando hombres, hombres empalados, mujeres
en la hoguera, cuerpos lanceados pegados al bramadero de la
plaza pública. En ese momento recordó a Don José, sacando a
chilillazos primero a José Andrés, su criado mulato, que le
raspó la cara cuando lo rasuraba. Imágenes recién pasadas
que lo aturdían:

- Sangre que no es vengada, te ensucia la cara - decía Don
José, mientras hundía la espada varias veces en la espalda
del mulato.

Estuvo allí hasta que llegó Don Facundo a recogerlo y
sacarlo   de    los   recuerdos  mostrándole   la   muela.
Convenciéndolo de que no era chorro de sangre, sino favor
hecho por toda la mala noche pasada. No pudo hacerlo
entender que el día anterior había llegado a traer el
cocimiento a la casa de Don Facundo, para que el señor
durmiera después de las malas noches pasadas. Lo mismo que
el empaste de adormideras para evitarle el dolor de la
sacada de la muela esta mañana.

                                                               9
Don Facundo se lo llevó a su casa para aligerarlo de temores
castellanos. El muchacho, después de los lloriqueos
iniciales, se pasó varios días surumbo, sin entender nada y
sin querer montarse a caballo porque tenía las piernas
flojas.

Aunque Namoyure lo curó del dolor y estuvo en el corral a la
hora de la sacada de la muela, se fue mientras Girón se
enjuagaba, sin esperar que le diera las gracias. Girón lo
culpaba de la orden venida para que mantuviera amarrados los
perros a solicitud de los indios. Consideraba la queja
instigada por Don Facundo, que siempre había mostrado
aversión por sus mastines, principalmente por los negros.
Sobre todo cuando el curita de los chonetes dijo que la
puerta del infierno estaba custodiada por dos canes de ese
tamaño y de ese color. Desde entonces no se volvieron a
dirigir la palabra.

Lo más grave para Don José es que tenía un favor que
agradecer. Esa mañana Girón lo quedó observando desde la
puerta del camino. Bajó lentamente del caballo, a lo lejos
el Mombacho cruzado por tenues y lánguidas nubes. Don José
aprendió pronto a descifrar las nubes del Mombacho para
conocer cómo vendrían las lluvias. Un gavilán cruzó en
dirección del viento. Se dirigió a buscar cómo atar el
caballo. Mientras hacía el nudo al mecate, miró hacia ambos
lados, luego dejó los ojos fijos en los tiestos colgados,
adivinando la hierba que le quitó el dolor, no sólo el de la
noche, sino el del siguiente día cuando se amarró al caballo
para sacarse la muela.

- No fue de ninguna de éstas, hay otras que están atrás, se
mantienen en comales. No se preocupe - lo sorprendió
Namoyure adelantándose a las preguntas.

- El curita nos dejó jodidos a todos - dijo Girón, mientras
con el sombrero trataba de limpiar otro tronco para
sentarse.

- Yo he comido bastantes chonetes - afirmó categórico Don
Facundo, mientras se acomodaba en el tronco, casi en la
puerta de entrada, y en donde con frecuencia se sentaba a
beber chicha, a pensar y a ver pasar la vida. Después de un
rato de silencio, Don Facundo continuó:

- Por qué no los hace tamales y los manda a la fiesta de la
Cruz a Jalata, allí la gente llega de todas partes y van
buscando comida.

- Y qué hago con el resto?
- Espérese una sequía y no los vuelva a sembrar.

                                                               10
Un día de tantos, Pimentel, el curita de los chonetes,
desapareció de la recién construida casa cural. Dicen que
continuó su peregrinaje por tierras de Guatemala, y que
tiempo después regresó a León predicando contra la comida de
las iguanas y los garrobos. Doctores y bachilleres
participaron de la discusión argumentando que los dichos
animalejos tenían pezuñas y no rumiaban, por lo tanto, en el
orden de las carnes pertenecían a los animales sucios que no
se podían comer. Otros oponían la tesis de que también
tenían escamas y se reproducían por huevos, además anidaban
en los árboles, un modo de vida cercano al de los pájaros,
por tanto no eran sucios. El curita Pimentel mantuvo
insistentemente la tesis de que eran animales de mala
figura, similares al dragón vencido por San Jorge y que por
lo tanto no se podían comer. Al final perdió la polémica y
terminó aceptando que eran más abundantes las escamas que
las pezuñas, que no las tenían para caminar sino para
sostenerse de los árboles cuando salían huyendo de los
cazadores. Quedó reglamentado que era animal para comer en
cuaresma sin peligro de pecar, porque era carne blanca como
la de los pescados, y que Nuestro Señor Jesucristo había
repartido peces a la multitud. Fray Federicus Galeazzo, en
sus múltiples indagaciones recogidas en los diferentes
lugares de este mundo, en su convento de la Via Vechia de
Borgo San Dalmazzo del Cúneo, escribió para la posteridad el
breve tratado "Carnibus albeae", donde dejaba demostrado que
estos animales con escamas eran acuáticos y podían entrar en
los estanques y los ríos, sumergirse y alimentarse de
pequeños pececitos, aunque autorizados por Dios para salir a
tierra para alimentar a los hombres durante las hambrunas.
Eso explicaba que los indios comieran la carne revuelta con
maíz, a lo cual llamaban pinol de iguana o de garrobo.
Varios años después, Juan Pimentel desapareció de estos
contornos, aunque la vehemencia de sus discusiones con los
frailes   franciscanos   permanecía   como   palabra   viva.
Reapareció su nombre en la comarca el día que José Ignacio
de Girón del Castillo y Mella, llegó azorado y con calambres
en todo el cuerpo diciendo que había visto el cuerpo del
curita, que se paseaba sin cabeza los viernes a medianoche,
que como ya no tenía boca, nada más se le oía el murmullo de
la carraspera del pecho. Juraba haberlo visto salir
caminando de un tendal donde cocían tejas, cerca del Diría.

Desde entonces todos los orgullos se le desvanecieron y se
trasladó a vivir a la casa cural, de donde salía todos los
días para limpiar a mano los ladrillos de la sacristía.
Varios meses después el cura encargado de la iglesia, a
pesar de que la comida llegaba completa para el cura y el
arrepentido, lo despachó para el Convento de San Francisco
                                                               11
en Granada. Se le perdió el rumbo cuando partió para ser un
humilde hermano lego en un convento de padres mercedarios en
el Perú. Quiso olvidar que venía de hidalgos españoles que
se habían distinguido contra los moros y después en las
guerras de Flandes, y que por eso su padre recibió rica
encomienda y reconocimientos del rey. Aunque era hijo mayor,
renunció a todos los bienes y tentaciones de este mundo. La
familia esperó por un tiempo que regresara un día para
hacerle los altares y las devociones que se merecen los
Santos. Aunque poco a poco fue cayendo en el olvido, después
que alguien llegó con la noticia de que lo habían visto en
una iglesia cercana al Callao, con barragana negra y varios
niños.

De regreso a su casa, por el     camino, Don José de Girón y
Mella iba agradecido de las       revelaciones y consejos de
Namoyure. Encontró en su casa     a Doña Manuela del Castillo
dando a luz al cuarto varón de   la casa.

El padre le vio ciertas luces pero se dio cuenta de que no
era el predestinado, y presintió que nunca lo llegaría a
conocer. Fue su nieto quien perpetuó su nombre y le dio
firmeza a la memoria del abuelo. Nieto nacido en estas
tierras de Indias pero de sangre pura. Sin mezcla de
infieles ni de renegados. Las mismas cualidades que trajo el
abuelo de España.

Le dieron por nombre José José de Girón Ruiz y Ruiz. Hijo de
José de Girón del Castillo y Doña Leonza Ruiz y Ruiz, hija
de españoles peninsulares, vecinos de la villa de San Jorge
de Nicaragua. Tuvo también únicamente hijos varones, y como
los anteriores se llamaban: José Manuel, José Esteban, José
Ignacio, al último también le puso José José: Don José José
de Girón Ruiz y Ruiz. La gente, para diferenciarlos del papá
les decían Manuel, Tebas, Nacho y aunque al segundo le
decían Chechepe, ya se sabía que era José.
Desde niño, Chechepe se acostumbró tanto a su apodo que lo
defendía con mucha energía, la cual mostraba en todas las
cosas, más aun cuando se emborrachaba. Lo que se acrecentaba
si estaba rodeado de mujeres, ya fueran de burdel o
iglesieras. Fue tanta su energía que Don Facundo lo tuvo que
curar de heridas en pendencias, de heridas de juego, una
herida que se hizo en la gallera, cuando a un gallo, ya
muerto, le soplaba el pico para darle aire. También le curó
infecciones lujuriosas en más de veinte ocasiones, casi
inevitables al volver de Granada. Llegaba enfermo a pesar de
estar casado con distinguida dama y tener mujeres fijas en
Diriá y Diriomo. Don Facundo le decía que se contuviera en
el valle, que las de afuera sólo eso le dejaban. Varias
veces Don Facundo le propuso curarlo de la lujuria, y le
aconsejaba que se conformara con los polvos que le servirían
para tener hijos. Esa curación nunca la permitió.
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- Sí Dios me la puso, yo le doy uso - decía Chechepe.

Como pecador penitente llegó a la casa cural, prometiéndole
doblar la primicia al cura, con tal que le dijera una buena
misa para que se le sanara de una gonorrea que con los
lavativos de Namoyure no se le podía curar. Todavía estaba
en la puerta cuando entró el sacristán quejándose de que se
había terminado el vino. De lo cual culpaban a un tal
Mirandilla, mulato, que nació en la casa cural. Criado del
padre, hijo de una antigua esclava negra que murió durante
la peste a los pocos años de haber nacido el niño.

Chechepe se pudo dar cuenta que no era al vino de consagrar
que se referían, sino al que tenía el padre para su uso. Le
preguntó que si había probado la chicha de maíz o la chicha
de coyol:

- Mucho empanzan - le contestó el padre Aburto.

- Sacan de apuro - contestó Chechepe.

- La delicia en los licores es al contrario de lo que pasa
con los hombres. El hombre goza en la mujer el cuerpo. Con
los licores se goza el espíritu. El vino y el aguardiente
son el espíritu que sale de la uva - disertó portentoso el
padre Aburto.

- ¿Y cómo se saca el espíritu?

- Se hierve hombre, se hierve - le encaró con vehemencia el
padre Aburto.

Paseándose por el corredor, poseído de la sabiduría, explicó
cómo la inteligencia de los árabes, inventó el alambique en
España. Los describía entre la codicia y la ternura lleno de
ensoñaciones de las que contagió a Chechepe, que se olvidó,
por un rato, de sus dolores y ambiciones de lujuria.

Desde ese día, Chechepe, se dedicó a pensar cómo sacarle el
espíritu al maíz. Con frecuencia se repetía que estaría
cercano, rodando el aire, de allí sacan los indios la chicha
que debe ser un espíritu pesado. Con los tinajones de
Namoyure se puede probar de sacar, la cosa es la recogida.
Un día de tantos, Chechepe le contó a Namoyure las
incitaciones retadoras del cura.

Después de interpretar las explicaciones de Chechepe,
Namoyure también se puso a trabajar en buscar unos carrizos
para sustituir los tubos y cera de abejas para pegar
junturas. Pusieron un comal como tapa del tinajón, de un
huequito al centro por un carrizo saldría el espíritu de la
chicha. Se pegó el carrizo envuelto en algodón mojado y una
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poronga en la punta para recibir lo que saliera del tinajón.

Le pegaron mecha un quince de mayo, con las últimas luces
del día. Leña de huachipilín, para que aguantara la hervida.
Se pasó cociendo toda la noche, ya de madrugada destaparon
la poronga y la encontraron llena de un líquido cristalino,
limpio, con el aroma de maíz:

- Es el espíritu del maíz - dijo Chechepe extasiado.

Al probarla, se quedó un rato pensando y mirando al cielo.
Llenó un calabazo y se fue a buscar al Padre Aburto. Los
potreros estaban poblados de un pasto ralo que crecía lento.
El invierno entró tarde, aunque se nublaba y habían estado
pomposos los rezos de la Cruz, se podía hablar de sequía.
Algunos se tranquilizaban comentando que se había alargado
el verano. De todos modos los vecinos rodeaban al Padre
Aburto, cuando venía bajando las escaleras de la iglesia
después de decir la misa. Le pedían que sacara al Señor de
Trinidad en rogación por los campos para que lloviera. En la
misma puerta, entrando a la casa cural, Chechepe le pasó el
calabazo, lo probó y arrugó la cara, mientras se volteaba
para decirles a los preocupados vecinos:

- Confiemos en Dios y démosle un tiempito el día de hoy.

Se volteó hacia Chechepe y le preguntó:

- ¿Ya lo probaste?

- Usted es   el   que   sabe   -   respondió   Chechepe   un   tanto
apenado.

- Todavía le falta - sentenció el cura con gesto perdonador.

Chechepe salió corriendo de regreso al rancho de Namoyure y
desde largo le entró gritando alborozado:

- ¡Está buena pero todavía le falta!

La volvieron a hervir. La probaban y la seguían hirviendo,
todo el día pasaron en eso. Mandaron a conseguir y fueron a
conseguir más leña con los peones de la hacienda. Al
atardecer la chicha seguía hirviendo, un cielo nublado se
fue poblando de relámpagos y rayos, parecía que se partía el
cielo. Cuando salió el séptimo hervor, Chechepe extasiado
exclamó:

- ¡Qué le guste o no al cura es cosa dél!

 De todos modos volvió a llenar dos calabazos de buen
tamaño. Bajo las primeras gotas de lluvia, antes del
anochecer, llegó a la casa cural. Después del rezo de la
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tarde, cuando los vecinos sintieron que había valido la pena
confiar un día en El Altísimo. El cura, olvidado de las
rogaciones porque el aguacero se había plantado, probó con
cautela y luego exclamó:

- ¡Es su punto!

- Fueron siete hervores - dijo Chechepe.

El cura se deshacía en elogios y, mientras le daba
bendiciones, le prometió ofrecer una misa pidiendo su
curación. Al siguiente día, a la hora del divino oficio, el
cura estaba de goma y no quería decir la misa a favor de la
curación de Chechepe, que amaneció durmiendo en la casa
cural. No quiso moverse hasta ver cumplida la promesa del
cura. Él exigía el cumplimiento de la palabra empeñada y el
cura insistía en no mezclar Dios en las cosas provocadas por
la lujuria. El cura estaba dispuesto a no ofrecer la misa
así le hubiese traído un garrafón de la misma España.
Chechepe sentía que por su invento, alguna recompensa se
merecía, ya fuera divina o humana. A los tres días le
sucedió el prodigio, después de levantarse una mañana se fue
a orinar al patio y se dio cuenta de que había amanecido
curado.

Fue como al mes que tuvo dificultades con los alguaciles de
la ronda. No se explicaban de dónde salía tanto picado, si
los estancos estaban vacíos de gente y de licores.

Por suerte, el alguacil que dio con ellos, hombre de buen
paladar, gustador de tragos y hombre de buena conversación,
se encargó de divulgar el invento por toda la zona. Diciendo
que se había inventado la cususa, como era de maíz, no
estaba   prohibida.  Fue   mucho  tiempo   después  que   la
persiguieron, porque la producían por todos lados y para
nadie era negocio; por lo tanto, había que tasarla y que se
vendiera por el estanco. Que la cususa pagara alcabala jamás
se logró.

Chechepe le prometió a Don Facundo que a Granada sólo
llegaría a vender su queso y sus cueros, luego... vuelta
para atrás. Aunque enérgico y con algunos vigores, Don José
José de Girón Ruiz y Ruiz envejecía. El día de los sucesos,
en Granada sus peones lo sacaron a media noche en una
carreta, con dos costillas quebradas y la cara quemada por
fuego de mosquete. Desde la madrugada, al detener la
carreta, escucharon los ayes de los que corrían y los
bufidos de los atacantes. Eran los piratas, primera vez que
se los topaba. El, hombre de vigores y saltos, se aprestó
al combate. Todo el día lo pasó buscando cómo contenerlos.
El Lolonés saqueaba los tesoros de la ciudad, arrasaba con
el oro, tanto el de las casas privadas, como el de los
templos. Y él se sentía en deuda con la divinidad por su
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curación y les puso resistencia de puro orgullo; molesto
todavía cuando vio que la gente de la ciudad se había
escondido en los traspatios de las casas y que los
principales habían salido apurados a caballo para sus
haciendas al lado del Mombacho. De tanto pelear cayó
extenuado, pero después de haber incursionado en las naves
de los piratas con dos de sus criados, y de haberle cortado
el velamen a la nave mayor. Cargó con dos cofres de la
bodega del barco, los cuales de inmediato, envió a tierra
con los criados para que los enterraran en puntos diferentes
cercanos a la hacienda. Exhausto y herido, sus peones se lo
llevaron a la carreta, cerca de Jalteva, hasta allí no
llegaron los piratas porque los indios escondidos en los
aleros de las casa y de entre las paja de los rancho, con
flechas y cerbatanas, atacaban lo que pasara. Cuando cayó la
primera tendalada de piratas que intentaron meterse. El
mismo Lolonés les gritó que regresaran, que de todos modos
los indios ya no tenían nada.

Chechepe con su gente salieron sin hacer ruido, poniéndole
trapos a las ruedas de las carretas, por temor a algún
pirata rezagado, y por los aliados locales, a quienes ellos
mismos habían visto diciéndoles por donde meterse y cuáles
casas tenían riquezas.

Al llegar a los manantiales de La Fuente, ya en el camino
pasados los cacahuatales, le hicieron la primera limpieza de
la herida con el agua de la noche, serenada, antes de ser
tocada por el sol, con los efluvios de la noche, con esa
agua le limpiaron las heridas; mientras tanto, uno de sus
hombres se había adelantado para avisarle a Don Facundo que
los llegara a encontrar. El hombre que ya venía de regreso,
los encontró cuando reanudaban el camino, casi frente a la
ermita de Veracruz, y les dijo que no fueran a la hacienda,
que Don Facundo había ordenado:
- Eso es trabajo de Jacobo. Llévenlo allá.

Así fue como llegó donde Don Jacobo, al Diriá, para que le
sanara los huesos y las quemaduras. Porque eso era arte
mayor propio para el maestro pactado, dueño de los secretos
de curaciones, visiones, dolores, porvenires y halagos ni de
esta vida ni de la otra. Hasta piel nueva le haría nacer
para que no le dejara seña, y lo más difícil: pegar huesos
viejos.

Cuando llegaron los estaba esperando, Don Jacobo metió la
carreta a su patio y no dejó entrar a los peones.
Atemorizados, tampoco hicieron el intento de pasar, sólo
Sabino pudo decir:
- Si para algo servimos, de aquí no nos movemos.

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- Vayan a traerle una     mudada   nueva   y   pasen   por   donde
Facundo, él ya sabe.

Los peones, cuatro mulatos esclavos suyos. Blanquiscos, pero
de labios gruesos y de pelo ensortijado, andaban ahuevados,
temerosos, porque a la hora de llegar a La Fuente todavía
estaban allí las ceguas y los duendes. Discutieron si era
hora para lavarlo. Maco fue el decidido y lo lavó, porque
tenía miedo de que se le pegaran las moscas a la salida del
sol. Don Jacobo, antes de despedirse de ellos, les aclaró:

- De las heridas se va a sanar, el problema es que le
metieron el agua cuando todavía no era tiempo.

- ¿Qué pasó? - preguntó José Esteban, uno de los hijos
mayores.

- Lo jugaron las ceguas - respondió terminante Don Jacobo.
Don Facundo podía dominar las heridas, pero las Ceguas era
mejor tratarlas con fuerza desde el principio. Don Jacobo,
que ha vivido siempre en el Diriá, sabía de eso.


Cuando Pedro Barrios llegó al lugar, se apareció entre las
neblinas de la entrada del invierno, después de una noche de
garubas intermitentes que no lo dejaron tranquilo en la
última jornada, desde Nandaime a la hacienda de los Girones.
Entró por el camino del Arroyo. Los que le vieron esa mañana
sintieron lástima del hombre amoratado por golpes en
compañía de una mujer blanca, de pura estampa española.
Venían del lado de la villa de San Jorge de Nicaragua donde
se enemistó con los Ugarte. Enemistad surgida en las tardes
del atrio de la iglesia durante las procesiones de Semana
Santa. Alicia Ugarte sentía que como delirio emergía la
imagen del hombre fuerte y taciturno, buscador de miradas y
clavador de sensaciones sin decir palabras. Durante largas
noches lo soñó corriendo entre los cañales hasta girar en
torno de los volcanes del lago, levantar ramalazos de agua
mojándole el pelo y caer desfalleciente, para retomar el
garbo, de nuevo, al contacto de su prodigiosa mano. Con la
camisa de seda y el pecho descubierto, navegaba en torno de
marejadas profundas, llevando amapolas y luceros en la
frente. Senderos iluminados por la espada del hombre
cortando estrellas.

Cuando los rayos de sol partían la tierra y el ganado
buscaba las sombras de los mangales, los Ugarte descubrieron
a la hermana con el calor perdido llenándose de frío. Lo que
ellos creyeron transitorio de la Semana Santa se les clavó
como daga pendenciera en el orgullo de ser Ugarte, sin
mezclas de renegados o infieles. Mucho menos de razas
esclavas. Sintieron que las cosas iban mucho más allá del
atrevimiento con el hombre pretendiente de una Ugarte, hija
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de personas de bien, servidoras del rey de España en la
misma corte, sirviente de cámara a su paso por Sevilla
después de las campañas de la toma de Granada.

Pedro Barrios había llegado al lugar como mozo de compañía
de un tal Moscoso, que murió de fiebres y lo dejó abandonado
con unos paños de lana, los que Pedro Barrios, para pagarse
los trabajos bajo el sol y en las noches de frío por todos
los caminos, cambió por dos zurrones de cacao y diez atados
de dulce. Su industria y otros saberes lo llevaran a
combinar cacao y dulce con un poco de pinol de maíz y sacó
las famosas mazorcas de cacao, listos para hacer el
chocolate con leche. La inteligencia del hombre lo llevó a
inventar otro producto más popular, también con cacao, pero
sin azúcar por cuya forma le vinieron a dar por nombre
panecillo. Panecillo fue también el mal nombre que Pedro
Barrios cargó y aunque era blanco, los Ugarte veían al
hombre del color del cacao. El antecedente de su abuela
guinea, en Santo Domingo, se traslucía en el encrespado del
pelo. A pesar de llevar permanentemente el sombrero, el
ancestro marcado en el pelo y en las nalgas redondas no lo
podía ni lo quería ocultar.

Muy al amanecer se enteraron los Ugarte de las debilidades
de su hermana, despreciadora de españoles, para desaparecer
hacia un dudoso destino con un hombre que no la igualaba en
pureza de sangre ni en señorío. Ni siquiera podría cargar el
Don. Una noche cuando los hermanos discutían en el corredor
de la casa, Alicia se les enfrentó:

- Aquí todos venimos de España, pasando hambres por Canarias
y Santo Domingo. No me importa que un bisabuelo le haya
lavado los zapatos al rey. Aquí todos somos indianos.

A pesar de las amenazas, con mucho coraje, decidió terminar
con los sobresaltos, y una noche de mayo, para las fiestas
de la Cruz, poco antes de la primera lluvia, saltó por la
ventana del dormitorio, gesto con el que asumió la
condenación a la impurezas de sangre y rechazó para siempre
las absoluciones eclesiásticas. Condenando a su descendencia
a ser vista de segunda. Al momento de montar al caballo, le
dijo a Pedro Barrios:

- Si me vas a llevar, llevame lejos. Quiero amor y no
lamentos.

Los hermanos levantaron polvo en los caminos persiguiéndola
ansiosos durante varios días. Entre la obstinación y el
orgullo no se podían acomodar a la deshonra. Al darles
alcance en una quesera, cerca de Mecatepe, frente a la
playa, empujando un bote para cruzar el lago de Granada,
desde el caballo a galope tendido, lo lazaron y lo
arrastraron por la arena. Se apearon a golpear y a dejarle
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una seña en la cara.

- Está intacta, no la he tocado. Me voy a casar con ella -
fueron las únicas palabras de Pedro Barrios. Que le quedaron
doliendo en humillación para toda la vida.

- No es por eso, es el hecho de la burla que tiene que ser
lavada. De todos modos ya fue usada por Domingo Prieto, el
español que desapareció. A ver si el chavalo que tiene es
tuyo o del otro. Fijate que le salga el pelo murruco de
negro africano.

Moribundo y angustiado, entre las nebulosas del inconsciente
y el polvasal vio marcharse con gran algarabía de guerra a
los Ugarte. Gritos que le llegaron al alma a Pedro Barrios y
que jamás los olvidó. Los Ugarte siempre estaban dispuestos
a marchar en compañías de conquista. Su fortuna provenía de
los botines arrasados, que no de trabajo honrado. Porque
para ellos ni la guerra era honra, ni el rey su enseña, sino
motivo de botines y tropelías.

Al despertar, Alicia, su mujer, lavaba la herida de la cara.
El ojo entrecerrado casi adivinaba la ternura bajo un cielo
nublado de un tiempo caluroso, y el rumor de una playa
inquieta, frente a las islas, al pie del volcán cubierto de
nubes. Esa misma noche llovió a torrentes.

- Vamonós lejos, a tener hijos y meditar la venganza -
balbuceó Pedro Barrios aferrándose a la mano de su mujer,
mientras soportaba las curas de la herida en la cara, hecha
con puñal toledano.

Cuando llegaron   a la comarca de los Girones,     Chechepe
reconoció a la    niña de los Ugarte y ordenó      que los
atendieran:
- No soportaron a la niña con sus gustos. Ella no buscó
color. Quería caricias. Por tus cojones de prometo que te
apoyo - dijo Chechepe, para decidir la suerte de los
Barrios. Agregó terminante: - Abandonados, nunca.

Pedro Barrios y Alicia Ugarte fueron una pareja hacendosa,
muy rápido comenzaron a preparar mazorcas de cacao y
panecillos. Y ella enseñó a usar los bastidores para bordar
ramos de flores en varios colores en las telas producidas
por los indios del Diriá. Las indias aprendieron rápido y
bordaban en grandes cantidades. Los Girones encargaban en
las casas de comercio de Granada el hilo español para
bordar. Después viajaban cada año con las recuas de mulas
cargadas de telas de algodón liso y coloreadas, bordados
finos con santos y flores, mazorcas de cacao, panecillos,
sebo de res, cera de abejas, cueros y quesos que llevaban de
venta a Granada.
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En todos los viajes de negocios que hacían los Girones y los
Barrios, siempre fueron acompañados por los Namoyure, para
darse a entender con los indios del país. Fueron muchas
tormentas de lluvia y fuego las que pasaron juntos. De
fuego, porque Chechepe les había explicado que los rayos
venían del fuego de los volcanes, que con el humo el calor
quería subir al cielo, donde, puestos allá, las fuerzas de
San Miguel Arcángel, con todos los serafines que eran
ángeles de combate, devolvían el calor sin contemplaciones y
de una vez, y por eso caía concentrado en forma de rayo, y
cuando el cielo se veía partido en muchas nubes después se
concentraban en un único rayo, era por los efectos de varios
serafines volando por el cielo y al atender la orden al
mismo tiempo enviaban el filo de la espada en la misma
dirección, de allí provenía la fuerza que ocasionaba la
caída hiriente contra la tierra en un rayo quemante, caída
en un punto señalado, ya fuera torre o árbol. Los rayos
demostraban el rechazo de Dios cuando no quería que se le
acercaran mucho, como con los judíos de Babel, a los que
confundió cuando hacían la torre para acercársele.

- Pecho a tierra todo mundo - ordenaba Chechepe cuando se
venía la rayería. De inmediato se tiraban de las mulas y se
apartaban de los árboles. Jamás pasaron cerca de los
volcanes cuando el cielo estaba nublado. Decía que éstos
eran la principal causa de los rayos, porque metían calor al
cielo.

Por cualquier cosa, los Namoyure preparaban los talismanes
de buena suerte con las telas que preparaba Doña Josefa
Namoyure. Para cuando Margarita Namoyure se casó con Pedro
José Girón Barrios, nieto del primer Pedro Barrios, creyó
que se casaba con español puro, porque con negro o mulato
jamás lo hubiera hecho siendo ella india principal. Lo del
pelo encrespado, desde aquellos tiempos, Chechepe había
declarado que no era exclusividad de los negros, sino que
también de españoles andaluces. Eso sucedía porque en las
tierras de Andalucía, todo el día encendido el puro sol les
achicharraba el pelo, y no había lluvia que se los alisara
como en las tierras de Indias.


Algunas generaciones después, otro Pedro José Girón Barrios,
era único nieto de Don José Ignacio Girón Mondoy, el hijo
mayor de Chechepe, nacido de amores adolescentes con una
india principal de Namotibá. Cuando José Ignacio, producto
de este efímero, pero no menos importante amor, estuvo
crecidito, Chechepe se lo llevó a la casa. Después de haber
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estado una tarde y una noche, el muchacho no se quiso quedar
a vivir con los Girones. Se llenó de ansiedades y
presentimientos en esa casa de paredes frías, con humedad
retenida. Además, el interior de la casa, se mantenía sin
ventilación, con los humores impregnados de los que habían
venido muriendo desde antiguo. Como renegó de la familia,
aunque era verdadero Girón de sangre, para hacerlo menos fue
conocido como Pedro José Mondoy. Así se dejaba llamar, pero
en las firmas ponía su verdadero nombre con orgullo, lo que
ponía contento a Chechepe. La misma mañana que salió de la
casa comenzó a parar su propio rancho a la vera del camino
de la comarca de Palo Quemado. Mejor en rancho pajizo que en
casa de ancestros que todavía andan rondando.

Chechepe le enseñó varios oficios, entre ellos el de hacer
la verdadera cususa, y, sobre todo, a cuidar gallos, motivo
principal para que su madrastra no lo quisiera, aunque a él
tampoco le importaba, porque vivía en su rancho de paja
distante a más de quinientas varas de la casa, en uno de los
extremos de la hacienda, donde vivió casado con la mulata
María Beatriz Girón, nacida en la hacienda, de buenas
costumbres aprendidas de las Girones. No duró mucho tiempo
el idilio, no por ellos, sino porque el matrimonio terminó
con una peste de la cual se salvó el robusto niño José
Manuel Girón Girón, llevado a vivir a la casa hacienda,
donde se casó con la Teresita Barrios, una de las nietas de
Pedro Barrios y Doña Alicia Ugarte, de donde nació {este
otro Pedro José Girón Barrios que, aunque nunca aprendió la
doctrina cristiana, salió a defenderla en una compañía de
conquista, que se organizó en Granada para ir a Lovigüisca,
en parte buscaba ver si por allí andaban los Ugarte o sus
descendientes, para vengar la vieja herida. Pasó cerca de
dos años bajo las órdenes del Capitán de Conquista Don
Francisco de Asís Fernández de Arellano, el último español
que quedó perreando indios y sacando grandes cargas de oro
que nunca llegaron a las arcas reales y que siempre las
guardó en su casa de Granada. Alegaba tener tanto derecho
como el rey para disfrutar el oro de Indias y con frecuencia
recordaba a sus antepasados subiendo al Cuzco en el Perú
tras el tesoro de los Incas y que mandaron intacto al Rey.
Tres veces salvó la cabeza de las insidias. Se detuvo de
las campañas hasta que cayó en manos del Santo Oficio que lo
acusó de bigamia y de leer libros prohibidos por los cuentos
de un tal Cordón, mulato de la Villa de San Jorge. Obligado
por el Santo Oficio salió con el sambenito a la calle y los
pecados le fueron perdonados.
El mismo día del regreso de la última expedición, este Pedro
José Girón Barrios, se acercó a la casa de Namoyure, y, sin
más trámites, le pidió a Margarita, su hija, para casarse.

- Es tuya - le dijo Namoyure con autoridad.
- Deme la bendición - dijo Pedro José.
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- Vayan a vivir con los hijos que tengan - les decía,
mientras les daba una bolsita cosida con los hebras del pelo
negro y largo de Doña Josefa Potosme. Luego, agregó: - Nunca
les faltará leña, y cuando estén en apuros la tienen que
frotar para que les dé protección: “Bolsita, cosita,
chiquita por el pan y por el agua, por la virtud que vos
tenés, dame gracia para que no falten... allí se le pide”. A
través de ella, de hacerlo con fuerza, podés lograr lo que
pedís.




La misma fuerza le imprimió Pedro José cuando la estuvo
frotando todo el día mientras Margarita Namoyure Potosme
anduvo en Granada en las bullas de cuando Cleto Ordóñez se
tomó el cuartel. Como siempre había llegado de madrugada a
Granada, los dos burros los dejó a la entrada de la ciudad,
cerca de La Pólvora, en Jalteva. Ese día, por la mañana
parada, a la entrada del zaguán, con el canasto en la
cabeza, recibió la razón que la señora dueña de la casa le
mandó decir con la sirvienta:

- Dice que no son tiempos para cobrar, las cosas andan
peligrosas, mejor váyase que no la quiere ni ver por aquí.

De la puerta de ese zaguán, después de haberle tirado las
verduras para adentro de la casa, salió directo a buscar a
Cleto Ordóñez y le dijo:

- Si usted tiene la plaza, yo le prometo las calles de la
ciudad. Antes de la medianoche quiero cenar en el Club de
los Españoles – dijo la mujer con picardía.

Margarita Namoyure se fue a la cabeza de un montón de
mujeres del mercado, las arengó y se metieron en las casas.
Todas decían andarse cobrando lo que les debían. Margarita
regresó a su casa cuando toda la demás gente comenzó a
ponerse uniforme y a seguir los mandos militares.

- Yo no estoy para eso – dijo enfática.

Esa fue la última vez que llegó a Granada. A los meses la
llegó a buscar el resguardo a la hacienda de los Girones. Ya
no amaneció porque desde ese día se fue a vivir, con su
marido, del lado del Dulce Nombre, cerca de Jinotepe. Fue de
los primeros Girones que salió del lugar con rumbo definido
de buscar cómo vivir en otro lado. Los demás salían diciendo
que iban a rodar fortuna con la ilusión de volver, pero
nunca más regresaban.

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- De aquí saldrán a multiplicarse por el mundo. No se
olviden de que ustedes son los mismos - recomendó antes de
morir Chechepe. Ya para entonces padecía las alucinaciones
con que mueren los jugados de cegua.

Otros, cuando ya estaban en edad casadera iban al Diría,
casi siempre para las fiestas de San Pedro o de San
Sebastián para buscar esposa. Luego volvían a su lugar,
engendraban el primer hijo y, antes de que naciera, salían.
Algunos pensaban que era maldición, y otros decían que era
el destino. Sin embargo, cada vez y cuando se quedaban y se
multiplicaban en el lugar. Cada vez que hacían eso, les
sucedían vainas.


José Esteban Girón se dedicó a seguir la crianza de gallos
de pelea. A los quince años llegó a tener gallos de diez y
ocho alzos con navaja larga o con espolón punzante afilado
en molejones especiales, diferentes de los que usaban para
afilar los cuchillos y los machetes. Chechepe sabía de
tantas cosas, que por tiempos su descendencia se repartió su
conocimiento. José Esteban heredó el de los gallos. Les
aumentó jaulas y galeras para que se criaran sin problemas,
manejándolos larguito de la casa. Fue criticado porque se
dedicó a criar los gallos y se olvidó de las mezclas del
gallo invencible con quebrantahueso. Su afán fue el de ganar
los gallos y las apuestas. Hasta mandó a dejar la Mano
Poderosa a la casa hacienda porque decía que asustaba a los
gallos.

Cuando Chechepe construyó los gallineros pensó que las aves
no fueran a molestar con los cantidos a Doña Leonza Ruiz y
Ruiz, su madre, que siempre estuvo protestando por las
inclinaciones de su hijo, y continuamente decía que alguien
de la familia, de los que valían la pena y no de los
perdularios, iba a pagar todo lo que hacían con los pobres
animalitos, que no los dejaban criarse como Dios manda, sino
que hasta con zopilote y con gavilán los querían cruzar.

- Son cosas de maldad, nunca se ha visto que otro animal
machuque al que no es su raza, porqué con estos zánganos
tiene que ser diferente.

Discurso que fue repetido por las generaciones de mujeres de
la casa, que de largo hacían las cruces cuando veían que
Chechepe y luego su descendencia, se ponían a estarles
rascando debajo del culo a los pájaros. Si Chechepe tuvo que
aguantar a su madre, José Esteban aguantó a su tía Clarisa,
que mucho tiempo después por las mismas razones le decía las
mismas cosas.
- Hay que templarlos, sacarles ganas. Animitas del
purgatorio, van a tener su misa bien pagada. Brinco
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adelante, brinco atrás, le toco el culo y se lo mojás.
Sanito sanito, venite chiquito, tirate un polvito.

Y le ponían reliquias compradas en la fiesta de San Jerónimo
y encerraban a los zopilotes y a los quebrantahuesos con una
estampa de la Mano Poderosa para que le cumpliera su
voluntad. A los animales machos les untaba mapachín donde el
calculaba tocar los genitales y les daba granitos de macuá,
aguacate cocido en agua de calzón. Y nada, siempre les tenía
lista una gallina para le pudiera echar el polvo en cuanto
estuviera al tiro.

Los mentados animales en vez de machucar se le iban al
cuello a las pobres gallinas. Esto, por siglos, nunca dejó
de hacerse, quien le heredaba una costumbre a Chechepe no la
dejaba de hacer jamás, hasta que la heredaba, ya fuera a sus
hijos o sus sobrinos, siempre había alguno que se aficionaba
o a lo mejor era el mismo Chechepe que le iluminaba las
inclinaciones.


Una mañana, Manuel Esteban Girón llegó con Chu Chaverri,
toda la gente de la casa pasó pendiente del hombre que con
una vara de guayaba, llevándola por delante, se movía tras
una atracción invisible que arrastraba a la rama. Cruzaron
lomas y hondonadas Se detenían a mirar, a dejar trabajar la
rama, luego seguían sin ninguna vereda definida. Parecía que
habían perdido los caminos. Los sembradíos no fueron límites
para pasarlos machucando. Chu Chaverri se detuvo, casi en
éxtasis, se movía la rama, miraba el cielo, volteó luego los
ojos por los contornos y suspiró profundo. Las mujeres que
andaban curioseando se dieron vuelta, porque pensaban que
iba a orinar. Al voltearse encontraron al hombre arrobado
pegando el oído al suelo. Manuel Esteban lo sacudía.

- Es la mejor vertiente de agua en toda la zona. Este es el
punto para hacer el pozo.

Luego se desvaneció sobre la tierra. Lo pusieron en una
hamaca debajo de una enramada que construyeron en el lugar,
donde, sin bendición de cura, comenzaron la excavación bajo
la advocación de la Mano Poderosa que trajeron de la casa
para ponerla de protección y que no le pasara ninguna
desgracia mientras estaban cavando.




- Está bueno que hagan el pozo larguito de la casa, aquí no
soportaría tanto indio que viene y quiere meterle plática a
uno; además, allá dicen sus bascosidades que desde aquí no
se oyen, - dijo Doña Clarisa Ortega, la esposa de Manuel
Esteban, que venía siendo biznieta de Chechepe. Se tomaba
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con mucho orgullo el ser Girón y venir de un viejo
conquistador español, y de poseer distinciones reales por
los servicios prestados por sus antepasados en Flandes y en
la campaña de Cataluña. Doña Clarisa también venía de los
primeros pobladores de la provincia. Una vez que un
escribano recién venido de España la pretendía, diciéndole
que él era puro español, descendiente de conquistadores,
ella lo paró en secó:

- No. Descendientes, nosotros. Después de Granada, de
Flandes y Francia mis abuelos se vinieron para acá. Las
glorias de España se trasladaron al Nuevo Mundo.

Conservaba la pureza de sangre, y su familia desde antaño,
era muy estimada, a pesar de que habían tenido un tío abuelo
cura que era licenciado y tenía una barragana negra, que
siendo su esclava, le había parido dos chavalos. Hacía mucho
tiempo se habían ido, para no regresar, a una peregrinación
al Santo Cristo Negro de Esquipulas en Guatemala.

Doña Clarisa desde largo miraba a los hombres trabajando
mientras ella vigilaba la recogida de los huevos del
gallinero que, en una canasta, levantaba la Juana Justina,
esclava comprada en doscientos pesos en una subasta en
Granada. Ese canasto Doña Clarisa nunca lo tocó, porque se
cuidaba de no tocar nada que un esclavo, aunque fuera
criollo, nacido en la hacienda, hubiese manoseado. Era por
eso que ella misma hacía su comida y la de su marido.

- Es por la sarna, aquí abunda - le dijo a Teresita, una
sobrina, hija de José Ignacio Girón Barrios, que siempre la
andaba siguiendo, y cuando no la seguía ella la llamaba:

- Venga la niña, aprenda buenas costumbres, vea cómo se van
haciendo las cosas.
Decía eso para que se le quitara la costumbre de quedarse
viendo por horas a su primo José Esteban, mientras cuidaba a
los gallos y les hacía ejercicios o buscaba como sacarles la
cría.




Cuando salieron los primeros barriles de agua del pozo, hubo
alborozo en toda la comarca, casi trescientas varas de
profundidad, ocho bueyes para el negocio del agua, cuatro
para el malacate y cuatro para las pipas que repartían el
agua. Un mecate de dos pulgadas de grueso aseguraba que el
barril se mantuviera firme a lo largo de la subida, y que
luego llegara hasta el brocal donde era enganchado en una
argolla de hierro que lo detenía, los bueyes todavía
avanzaban un poquito y el guiador sincronizado con el pocero
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los paraba en seco poniendo el chuzo encima del yugo. El
barril se volteaba y derramaba el agua en la pila. De allí,
en baldes con sondalezas, era jalado para llenar los
cántaros de agua de la gente que llegaba, desde largo, en
caballos aperados con angarillas para llevar dos cántaros de
agua. Así todos los días desde las tres de la mañana.




- Es una carajada que estemos saliendo a comprar los tomates
al Diriá y a veces hasta Pacaya, y lo peor es que el otro
día el viaje fue de balde porque no hallamos. Todo lo que es
tomate, cebolla y tabaco, de aquí tiene que salir -
sentenció una noche Manuel Esteban al regresar de Nandaime,
donde había ganado cuatro gallos, y estaba eufórico porque
dejó amarrada la venta de varios más para cuando tuviera las
próximas sacadas. A José Esteban no le molestaba que su tío
se fuera a la gallera y vendiera los gallos, lo único que le
interesaba era el detalle de los tiros que había hecho el
gallo, con eso quedaba tranquilo y salía musitando cálculos
genéticos sobre la levantada de las plumas, la alzada de las
patas o los tiros arriba o los encuentro de pecho, el tipo
de navaja, y vigilando si lo habían echado con el tipo de
navaja que él había recomendado.

El lugar adecuado para sembrar las hortalizas quedaba como a
trescientas varas del pozo, y ocupaban como veinte hombres
todos los días para regar las tres tareas de hortalizas que
tenían sembradas.

Una tarde, cerca del pozo, Manuel Esteban tiró el balde
contra la pipa porque dejaron abierta la llave mientras él
estaba afanado sacando balde tras balde del pozo.

- Se me revienta la vida cuando se me acerca gente tan
haragana. ¿Quién tenía que estar aquí? Son cuatro jodidos y
ninguno estaba. ¡Diosito lindo, iluminame para buscar gente
que sepa trabajar y no tener al lado tanto güevón que para
nada sirven!

Y siguió por un rato hablando que no se podía seguir
trabajando con ese montón de mulatos y de indios pendejos
que le hacían salir más caro el caldo que los huevos. Fue
cuando un muchacho, Chu Rivas, apareció como prodigio metido
entre las galeras de José Esteban, y entre los dos sacando
cálculos sobre los gallos cruzados con quebrantahuesos. Chu
para entonces había inventado más de veinte trampas para
agarrarlos, aunque con frecuencia llegaban a desocupar las
trampas y soltar a los zanates, que de ninguna manera
dejaron de caer en ellas. Desde que se dio cuenta comenzó
con las medidas de las varas de bambú que llevarían el agua
a una pila. Allí colocó una torre coronada por aspas de
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madera que daban vueltas con el viento y levantaban el agua
hasta la altura de una loma alta, que venía siendo como cien
varas más alta que la explanada donde estaban los siembros.

Desde allí, el agua venía sola en caída. Le abrieron canales
bien apisonadas, cubiertas con mezcla de cal y piedra que
permitían al agua correr entre las eras de los siembros. Se
dedicaron a sembrarlas en verano para sacar los tomates
cuando no se veían por ningún lado. A lo largo de los
carrizos de bambú, para aprovechar el agua que se derramaba,
sembraron árboles frutales, principalmente naranjas. Aunque,
cuando escogieron las semillas no se fijaron que más de la
mitad eran de toronja.

Teresita Girón se había quedado sin casarse porque, según
algunos, se le habían pasado todos los humos de la Clarisa
Ortega antes de haberse asegurado un hombre. Aunque ella
aseveraba que era orden de Chechepe: esperar que llegara el
hombre al que escogería como marido, que lo esperara el
tiempo que fuera necesario. La última vez que se le apareció
Chechepe le recomendó que se guardara de andar creyendo que
ella era la más linda de todas las Girones, que esperara
tranquila la llegada de su marido.

Ya cumplidos los cuarenta años, llegó Chu Rivas, muchacho
con poco más de veinte años. De inmediato reconoció al
hombre con el que había soñado. Chechepe le había dicho que
la seña sería el aparecimiento de un manantial donde no
había, y que Chu lo había abierto. La otra señal era que la
llenaría de miel para toda la vida. Una miel desconocida, y
Chu lo había hecho al descubrir que el grueso de las
toronjas se podía mezclar con la miel del trapiche siempre
que se dejara la cáscara en agua durante una noche entera.
Al siguiente día se ponía a hervir con una tapa de dulce en
una cazuela. Así fue que se inventó la cajeta de toronja, y
también hicieron algo parecido con las semillas del zapote,
se les sacaba la buñiga y se mezclaba con agua y dulce. Se
ponía a cocer y sacaban la cajeta de zapoyol. Fueron
dieciocho cajetas las que inventó Chu Rivas.




Por la diferencia de las edades, el matrimonio de la
Teresita Girón estuvo lleno de decires y murmuraciones sobre
los intereses que lo pudieron provocar. Sin embargo, siempre
se les vio felices. Salían por las tardes montados en el
mismo caballo y regresaban de noche entre cantos y tonadas
que la Teresita aprendió con la intención de agradar al
marido que Chechepe le había prometido cuando ella tenía
quince años.
Cuando tuvieron a la niña, fue la más mimada de las Girones,
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todos querían apadrinarla. Le pusieron Brunilda en homenaje
a las cuatro tías Brunildas que habían existido. Todavía
quedaba una Brunilda anciana que reclamó el derecho de ser
la madrina por llevar el mismo nombre. A falta de
descendencia, la anciana no tenía a quién heredar los
bordados que había venido cosiendo desde jovencita. Por
darle complacencia de vieja, con el augurio del corto tiempo
que tendría por delante, aceptaron que fuera la madrina. El
padrino fue más difícil. Pero Chu le dio rápida solución al
escoger a José Esteban, que era como su padre que lo trajo
del Diriá a ese lugar donde, además de aprender los secretos
de los gallos, se había encontrado con una gente que lo
tenía como por uno más de la familia. Los Girones aceptaron
porque creían que si Chu y José Esteban eran tan amigos,
bien podían ser compadres. Los otros parientes estaban
preparados para ser los padrinos de la niña Brunilda y
pidieron a los invitados que no se fueran para que cada
quien pudiera hacer su fiesta, que coincidió con las
celebraciones de San José y con la sacada de los tomates de
la hortaliza. Las comilonas del bautizo tardaron más de ocho
días.

- Ya se pueden imaginar a todos los Girones echando la casa
por la ventana con la hija de Chucito - comentaba la
Margarita Rivas en Diriá para referirse a la temporada
pasada con los Girones durante el bautizo de su sobrina.

Alguna gente quiso mal interpretar la amistad que Chu Rivas
tenía con Namoyure, y dijeron que por el interés de meterse
con los Girones se había llevado de malas a una vieja, con
veinte años adelante. Que Don Facundo, seguramente, le había
arreglado algo para que le saliera bien el asunto. Le
llegaron con el cuento a uno de los Girones. Ese mismo día
se lo fue a comentar a José Esteban. Apenas tuvo tiempo de
terminar de oír cuando se fue al corral, ensilló su caballo
y revisó la pistola para ver si iba completa de tiros. Antes
de salir recomendó:

- Que ni Chu ni Teresita se den cuenta de esa habladuría que
anda la gente. Ahorita mismo la voy a parar.

Salió dando un portazo en la puertas de golpe del corral de
los caballos y se fue a buscar la casa de Panchito Chincaca
el iniciador del cuento. Desde que salió se fue pensando que
entraría al Diriá por la calle de El Hueco, lo llamaría y le
daría primero dos pijazos en la cara y después le dejaría ir
el tiro cuando estuviera en el suelo, para que se revolcara
en el lodo. O mejor le golpearía la puerta, y sin decirle
nada le dejaría ir el tiro. O le pegaría un vergazo en el
tronco de la oreja y lo dejaría mal muerto en la puerta de
su casa, y allí le pegaría cuatro patadas. Y si estaba en el
estanco, mejor, porque lo mandaría llamar a la puerta y le
diría que ni de su hermana ni de su cuñado se andaba
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hablando, y que allí le iba eso para que aprendiera. Se lo
apearía de un pijazo y no daría tiempo de que nadie se
metiera, porque para entonces sacaría la pistola y les
gritaría que llovería verga sobre el que lo hiciera.

En el camino le salió Facundo Namoyure y le detuvo la rienda
del caballo:

- Detenéte y no te ensuciés por una mierda de esas - le
gritó impetuoso Namoyure, con la clara intención de que no
lo iba a dejar pasar.

- Es cuestión de honor.

- No, eso es cuestión de cuentos. Vos sabés quién es Chu,
que vos lo llevaste, que él viene a platicar conmigo para
consultarme todos los inventos que quiere hacer. No te
ensuciés de esa manera. Desmontá y vení. Date vuelta y
conversemos.

José Esteban se detuvo porque se trataba de Namoyure. Desde
el principio le vio la decisión de no dejarlo pasar. Se bajó
del caballo y se regresaron a la comarca. Aunque no agarró
para la hacienda, sino para la casa de Don Facundo, desde
allí mandó a llamar a Chu Rivas a quien no encontraron en la
casa, porque cada vez y cuando, por las noches, se perdía
con la Teresita. Se iba a bañar a la laguna de Apoyo o
agarraba para el lado de Nandaime buscando ríos para bañarse
en el agua. Esa era la debilidad de Chu, el agua que corre,
únicamente frente a ella se podía excitar. El problema es
que en toda la comarca no había agua que corriera, nada más
el agua del pozo. Por eso inventó lo de los canales y lo de
la subida del agua. Todo el tiempo andaba pensando en cómo
mover el agua, porque sólo así le podía servir.

Cuando se quedaban en los canales a la Teresita no le
gustaba porque se le ensuciaban las nalgas. Entonces
decidieron que allí se quedarían cuando la necesidad fuera
mucha y no aguantaran llegar a otro lado. Eso no lo sabía
nadie, hasta esa noche lo adivinó Namoyure y se lo contó a
José Esteban, para que no se preocupara cuando los viera
desaparecer. Sin embargo, fue hasta quince años después, con
mucha agua corrida bajo las pasiones que pudo salir preñada,
a los cincuenta y cinco años, cuando ya todos habían perdido
las esperanzas, menos ella que, todas las noches, le pedía a
Chechepe que no le diera gusto a la mala gente que andaba
hablando mal, diciendo que era marimacha y que no podía
tener hijos.

José Esteban y Namoyure, esperaron hasta la mañana y los
vieron entrar felices del lado de la laguna, era la hora
cuando empezaban a ordeñar las vacas en el corral y cuando
empezaba a funcionar el malacate del pozo. A esa hora Chu se
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quedaba revisando que los canales funcionaran y regaron los
naranjos, las toronjas, los aguacates y los marañones
sembrados en estos últimos quince años.

- Son los habladores de siempre. Famosos en todo Diriá. A mí
ni me preocupa esa gente, no pueden hacer nada si no están
hablando. De todos modos nadie les cree - afirmó Chu con la
mayor tranquilidad, sin demostrar el menor asomo de rencor
ni de molestia.

- Esto no se puede quedar así - reclamó José Esteban
pensativo. Agregando después: - Es como una espina que a uno
se le mete por dentro.

- Si vos lo que querés es joderlo, pues lo hacemos. Y si lo
que querés es que se callen, pues también - explicó
Namoyure, demostrando que las cartas las tenía en la mano y
que le podía dar gusto.

- Las dos cosas - pidió José Esteban

- Para que se te pase el rencor y no te ensuciés, le voy a
pedir a Jacobo que se haga cargo.

Todos quedaron en silencio, amanecía entre los breñales de
los potreros. Este año tenían que ser limpiados para que el
ganado pastara mejor y aumentara la leche. Chu Rivas había
descubierto que se podían hacer canales para llevar el agua
hasta los potreros que quedaban en los planes. La madrugada
se llenaba de sueños. El Mombacho azul se enternecía con los
primeros rayos del sol. Las cañadas, que antes fueron
cacahuatales, este año reverdecieron con las hortalizas del
verano.


Amaneciendo en un mes de mayo, la niña Brunilda Rivas
demostró que además de ser chispeante y bonita también podía
tener revelaciones en sueños enviados por Chechepe.

Unos días antes de casarse con su primo segundo, Manuel de
Jesús Girón Maraña, la muchacha tuvo una revelación, que la
tenía que cumplir al siguiente día de consumado su
matrimonio. Algunos de los primos despechados decían que el
futuro marido era protegido de la Teresita y que por eso se
estaba casando, que esa clase de gente era Jesús Maraña,
como le decían, porque era hijo natural de la Teresa Maraña,
que llegó a trabajar desde cuando comenzaron las hortalizas,
poco después de que Chu Rivas llegara con lo del agua. Ellos
estaban seguros de que era Girón, porque los muchachos se
quedaban con ella por las noches. Siempre se disputaron
quién la había preñado, aunque le concedían el honor a José
Manuel   Girón  Toruño,   porque  era   el   que  la   había
desvirginado. Le tocó en suerte cuando, entre todos los
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primos, la rifaron para ver quién sería el primero, y ella,
con el dolor de esa noche, no los pudo seguir complaciendo.
Los demás se tuvieron que esperar para poder gozarla varias
noches más adelante en la ronda de las hortalizas, con hojas
de chagüite que le ponían debajo para que no se le raspara
la espalda. A veces tenía que aguantar hasta a los viejos
antojados, que se dieron cuenta de que la muchacha se echaba
a varios de ellos todas las noches, y allí se llegaban a
desaguar o a veces por curiosidad. Todos andaban hablando de
las maravillas que la muchacha hacía para hacerlos terminar
en un ratito. Los viejos, con disimulo, le mandaron hacer
una casita para que no se fuera del lugar. Una casita de
paja cerca de la huerta. Al salir preñada, los muchachos
como que se le corrieron. La Teresa Maraña les reclamó y les
dijo que no la podían dejar así, que quién iba a nacer era
un Girón y no podía nacer tirado en el camino. Por supuesto
que creció cerca de la Brunildita, y desde pequeños se
dieron atenciones aunque siempre los cuidaron en sus juegos.
No fuera a ser un percance.

Desde tierno lo admitieron como Girón. El asunto fue muy
delicado, porque llevaron a varios de los tíos viejos, de
los hijos de José Manuel Girón y Llano, el que salvó a
Granada cuando entró con dos carretadas de maíz para el año
del hambre. El veredicto final estaba reservado a Don Manuel
Esteban Girón, el padre, ya anciano, de José Esteban y de
Manuel Esteban, criador de gallos, que se ocupó de trasmitir
los conocimientos a la familia. Fue el dictaminador
principal de la verdad sobre el origen del muchacho. Lo
examinaron, la forma de la cabeza, las manos gruesas, las
uñas largas, el mentón fuerte y la nariz recta, un lunar en
el entrepierno que siempre llevaron los Girones, que sólo
podían conocer entre ellos o aquellas con las que llegaban a
la intimidad.

- De que es Girón es Girón. Si es tío, hermano o primo eso
no lo sabremos. Lo único cierto es que aquí está un Girón -
sentenció con aire docto Don Manuel Esteban, apoyado por Don
Facundo Namoyure, ya que sus mujeres siempre habían sido las
que parteaban a las Girones. Terminaron tranquilos porque, a
fin de cuentas, Manuel de Jesús Maraña viviría en la casa
hacienda, y allí todo era de todos. La Teresa Maraña pasó a
vivir también a esa casa al lado de la Brunilda.

El día de la revelación la Brunilda se fue donde dormía su
madre, allí le contó lo que acaba de recibir.

- Con estas cosas hay que tener calma, porque si uno las
quiere precipitar después no salen.

Cuando se casó, todos se admiraron de que al siguiente día,
en vez de amanecer en la cama, apareciera buscando los
confines de la finca con Manuel de Jesús. Después de salir
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al camino, volvieron a entrar en la finca y llegaron a un
viejo tronco de huachipilín. Una vez llegados al tronco,
localizaron el punto que Chechepe había indicado y lograron
dar con algo duro, siguieron cavando con más cuidado, y,
poco a poco, se descubrió el arcón de madera que Chechepe
robó al Lolonés y se había logrado traer en la carreta
cuando ya venía herido. Antes de quedar jugado por las
ceguas, le había dicho a Saverio, un negro de Guinea, que se
fuera a tal y tal lugar y que allí, él solito se llevara a
enterrar el arcón, que después lo iban a llegar a sacar.
Saverio no se atrevió nunca a curiosear porque al verlo
jugado de cegua sentía que estaba tocado por el más allá, y
que eso era como una protección que lo volvía peligroso para
cuando llegaban las noches. Que no se sabía lo que podía
pasar. Mejor era no meterse con eso. De todos modos, al poco
tiempo fue vendido como esclavo en una subasta de Granada
por trescientos pesos y seis reales, y parece que se lo
llevaron para el lado de León, nunca más se supo de él.

La niña Brunilda y su marido desenterraron la caja y vieron
que la tapa tenía un candado medio oxidado y lo llevaron
hasta la casa para ver lo que había adentro. Todos los
vieron cruzar con el caballo que lo traían arriado con el
arcón encima. Llegaron a la casa y allí, palanqueado con el
cabo de una macana, lograron romper la cerradura, y lo
primero que encontraron fue la carta de Chechepe diciendo
que esa caja había sido sustraída del barco que estaba en el
fondeadero del lago de Granada y que los piratas del
Lolonés, confiados, lo dejaron solo, y él había ido a
rescatar lo robado de la ciudad. Lo sagrado debía devolverse
a las iglesias, pero el resto del tesoro sin dueño podía ser
disfrutado por quién recibiera la revelación. Para mientras
la iba a mantener enterrada para evitar tentaciones propias
y ajenas. Pero por las ceguas no tuvo tiempo ni de revisar.
Fue hasta en el sueño que Chechepe reveló el lugar y las
circunstancias que precedieron al enterramiento.
Los parientes llegaron a la casa y se enteraron de lo que
allí había. Estaban los vasos sagrados de alguna iglesia de
quién sabe que ciudad del Caribe, revueltos con puñales y
unos cuantos doblones de oro. Entre todos tomaron la
decisión de que eso era pertenencia de Dios y que se debía
de devolver a la iglesia. Así lo hicieron con los copones y
los cálices, ellos se quedaron con los doblones y el puñal
de empuñadura de plata.

Manuel de Jesús decidió repartir los doblones y ser él quien
andaría el puñal de oro y empuñadura de plata, que mejor no
lo hubieran hecho. Por aquellos días fue que el mismo Manuel
de Jesús Maraña se zafó del caballo y el puñal se le enterró
en el puro corazón, dejando viuda a la Brunilda, que ya
jamás se volvió a casar.

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Y las vacas que compraron con esos doblones nos les
sirvieron para nada; primero, ninguna se pudo preñar, y,
después una a una se fueron muriendo de murriña. La Teresa
Maraña, luego de la muerte de su hijo, le pidió a la niña
Brunilda que la dejara irse a vivir a una casita cerca del
camino, donde tenía un chiquero, y se dedicaría a criar
chanchos hasta el final de sus días.


Brunilda, después de los llantos de viuda, se irguió por
encima de los desconsuelos, esperó inútilmente la preñez, y
decidió reconciliar a Chechepe con la familia. Estaba segura
de   que  la   desobediencia  le   había  acarreado   tantas
desventuras, desventuras que no se limitaron a ella, sino a
la familia entera. De tal forma que muchos de los Girones
ahora tenían que dormir en los caminos arreando vacas desde
Rivas o desde Chontales. Porque a los peones les daba miedo
trabajar desde el día en que se desprendió el brocal del
pozo, poco antes de que se comenzara a morir el ganado y dos
días después de la muerte del hijo de la Teresa Maraña.

Chu Rivas murió día de por medio con Doña Teresita, por eso
la velaron durante dos noches y la enterraron medio
descompuesta. Ya con malos olores. Teresita se llevó a Chu,
por desconfiada. Pensaba que muerta ella nadie se lo iba a
cuidar. Es más, estaba segura que nadie le iba a entender,
porque desde que quedó dundo del golpe que le dio el cabo de
hacha cuando estaban haciendo el experimento de la subida de
agua del pozo a la loma, sin necesidad de que soplara el
viento, nadie entendía lo que hablaba, y ella pasó
cuidándolo todos estos años.

Por el capricho de los Girones, que le dieron muchos giros a
la vida, terminaron por darle vuelta. Porque lo mandado por
Dios era que Chu la anduviera de la mano cuando estuviera
anciana. Pero no hubo necesidad, porque Chu Rivas no vivió
lo suficiente para ser anciano, y Teresita tuvo excesos de
energía acumulada que usó hasta el último día de su vida.

Fueron dos maldiciones seguidas las que cayeron sobre los
Girones, la de Chechepe con la Brunilda y la de la Teresita.
Directo castigo de Dios que se extendió a la familia porque
se prestaron para retar a Dios con lo del agua. Lo natural
es que toda agua vaya hacia abajo y Chu la desvió, en agua
corrida, para arriba. Además, hizo que las hortalizas
estuvieran haciendo trabajar la tierra en verano, contrario
a lo dispuesto por Dios en la naturaleza. La prueba de la
desaprobación de las cosas que hacía Chu Rivas fue el
castigo que se le vino de los cielos, cuando le cayó el cabo
de hacha en la frente, en el momento que logró culminar el
reto al sustituir el viento.
- Eso no es casualidad. Mucha gente estaba junta, y ¿por qué
                                                               33
le tuvo que dar directamente en la frente sin matarlo? Quedó
dundo para que no volviera a pensar. Peor que si lo hubieran
jugado las ceguas. Cada vez se están poniendo más feas las
cosas. Es el fin del mundo que se acerca.

Durante   la   vela,   los   platicadores   sentían  cierta
complacencia de que su mujer lo cuidara, porque era cosa de
ella llevárselo la misma noche para irse juntos.

- Quién sabe cómo harán ahora que van para los infiernos
porque ellos siempre fue con agua corrida que retozaron.
Nunca se detuvieron, ni ancianos ni cuando estuvieron para
morir.

Eso se supo porque la Teresita llevaba de la mano a Chu a la
pileta de agua que colocó cuando tenía todavía fuerzas para
hacerlo.

- Comenzó a los cuarenta la Teresita, pero los repuso. Ese
era el apuro que no la detuvo ni la vejez. Casi treinta años
para cumplir con su misión en esta tierra.

- Dicen que San Pedro te devuelve si quedás debiendo. El que
no lo cumple se condena.

Durante la vela, desde el gallinero se veían los
resplandores de un candil que se movía de un lado a otro.
José Manuel Girón, que permaneció ajeno a todos los
preparativos de la vela, cuidaba los últimos picotazos que
lanzaba al aire el quebrantahueso que se moría de hambre,
porque se había negado a comer y más aún a fornicar
gallinas. De nada le habían servido los doblones de oro que
puso debajo de la imagen de la Mano Poderosa para que le
abriera los sentimientos a los gallos.

La Brunilda pensó que la mejor forma de poner contento a
Chechepe era teniéndolo siempre presente en la casa. Don
Chequel Sándigo llegó especialmente de Diriá a pintar el
cuadro de acuerdo con el dictado de la Brunilda, tal como
recordaba   el  rostro   de  los   tres   sueños.  Tuvieron
dificultades con la cabeza porque ella lo que tenía más
presente eran los ojos. Hicieron la forma de la cabeza sin
ponerle nada, después Don Chequel le boceteó una envidiable
variedad de pelos. Desesperada, la Brunilda se tiró a
llorar:

- Sinceramente, no me fijé...   mejor póngale sombrero.

Chequel recordaba abundantes ilustraciones de sus lecciones
de estudiante en el Seminario San Ramón de León. Le puso un
sombrero que a la Brunilda no le gustó porque se le metió
que con él se parecía al Lolonés, su enemigo. Chequel se fue
a Diriá y regresó al siguiente día con un muestrario que,
                                                               34
para su deslumbramiento, se lo descubrió delante de sus
propios ojos en el corredor de la casa una mañana iluminada
de sol. Escogió uno de alas cortitas con el cumbo alto y
estriado. Chequel comentó para sí:

- El de Felipe II, vamos con ése.

- ¿Cómo? ¿Quién era ése?- preguntó Brunilda sobresaltada.

- El Rey de España - explicó Chequel.

- Claro, si mi familia viene de España, allá fueron amigos
del Rey.

Chequel siguió pintando con su turbulento silencio. Con
frecuencia hacía desesperar a Brunilda, incapaz de soportar
que se pasara horas y horas con el pincel en apenas
perceptibles movimientos en un botón de la camisa.

- ¿Qué le puso al botón?

- La figura de su esposa - contestó Chequel.

- ¿Y en el otro?

- Una querida.

- ¿Cómo le supo la cara?

- La soñé - le afirmó categórico.

La Brunilda se quedó meditando sobre los caprichos de
Chechepe. Le parecía extraño que metiera una querida a la
casa. Pero como Chechepe era caprichoso, seguramente le dio
recomendaciones especiales en algún sueño de como debía
hacer el retrato. Después de los avatares y sobresaltos de
la Brunilda con el retrato. Le dolía la ausencia de Chechepe
de sus sueños nocturnos a través de los cuales le enviaba
los mensajes. Todas las noches esperaba una señita por lo
menos para saber si estaba conforme. Se consoló diciendo:
"Si no le gustara, ese hombre no anda con cuentos y lo hace
saber el mismo día".

Cuando la familia se reunió para admirar la obra la Brunilda
orgullosa, para los Girones analfabetas, leyó lo escrito en
una especie de medallón al pie del retrato:

"Don José José de Girón Ruiz y Ruiz, CHECHEPE, vencedor del
famoso pirata el Lolonés, natural de estas tierras y
patriarca de gran familia".


                                                               35
Pocos días después sacudiéndose el polvo del camino, en su
primera salida de la casa después de viuda, la Brunilda
amarraba el caballo a la entrada de la casa de Chequel
Sándigo para solicitarle que le pintara un retrato de José
Esteban y otro de Manuel Esteban, y que después le hiciera
uno de Chu Rivas.

- Esos no me diga cómo eran porque yo los conocí - dijo Don
Chequel Sándigo, con la sana intención de que la Brunilda ya
no lo fastidiara diciéndole cuál era el color que le debía
poner a sus pinturas.

La Brunilda se mantenía cerca y Chequel se desesperaba
constantemente pidiéndole que le hiciera la caridad de
callarse. Diciéndole que lo dejara concentrarse y pidiéndole
que por favor no le ayudara, que había soñado en un lugar de
la casa, una bodega o aposento, al fondo, donde, buscando,
podía encontrar retratos desde antes de Chechepe, de los que
habían pintado unos indios. Se pasó buscando varios días en
todos los aposentos. Y cada vez le llegaba a decir:

- No encontré nada.

- Siga buscando, algún lugar le ha de faltar.

Un día de tantos se apareció sorprendida, pálida de
sorpresa, llamando a Chequel a una bodega abandonada. En un
bajaretito pegado a la casa, que con frecuencia lo ocupaban
los Girones recién casados antes de irse o mientras estaban
parando casa o simplemente porque estaban recién casados,
había dieciocho cuadros, con figuras de la pasión, vírgenes
y Cristos que se parecían a los Girones. Chequel le pidió
que se dedicara a sacudir, muy suavemente, por lo menos una
semana cada cuadro. Sus salidas al patio se volvieron
extrañas y momentáneas porque pasaba todo el día ocupada.

Esto provocó gran escándalo entre los Girones y casi los
divide, hasta que los reconcilió Namoyure. Una parte estaba
de acuerdo en que Brunilda podía estar pecando con Chequel,
y los otros decían que las mujeres Girones siempre habían
sido rectas, aunque tuvieran cualquier sangre eso no les
llegaba, que no había nada de malo en que le estuviera
ayudando a Chequel para hacer los retratos de la familia,
porque alguno de ellos deberían estar. Porque la gente de
todos modos habla. Con un hombre sería peor y no lo
soportarían porque los Girones siempre estuvieron orgullosos
de dos cosas en su familia: ni mujeres sin calzones, ni
hombres cochones. Facundo Namoyure se ofreció de ayuda a
Chequel para evitar dificultades. Las mujeres continuaron el
pleito, porque no estaban de acuerdo enque un indio les
estuviera diciendo cómo eran sus antepasados.
                                                               36
Un día recibió la visita del padre Morales, que había notado
su ausencia en la misa de los domingos. A la misma casa
cural le llegaron con el cuento de que todos los días se
quedaba   con   Chequel   encerrada.   El   padre   Morales,
admonitorio, con precisa para no perder tiempo frente a la
eternidad, donde las cosas se tornan irremediables por
pequeñas debilidades, le expreso:

- Vengo por tu alma. Para que no se condene. He sabido que
pasás todo el día encerrada con Chequel.

- No lo vaya a mal interpretar, soy una viuda y mi marido
que está en los cielos es testigo de que le seré fiel hasta
la tumba.

- Mejor no jurés nada y andá confesáte, que Chequel es ateo
y enemigo de la Iglesia. Y eso de que tu marido te observa
desde los cielos está en veremos. A pesar de las misas no
da señales de estar tranquilo. A veces pienso que nunca se
ha ido de por aquí.

El padre Morales salió y montó su caballo para seguir el
recorrido por la comarca. Desde largo se despedía dándole la
espalda a la Brunilda, que con eso entendió el despreció
solemne que por los pecadores irredentos sienten los
Ministros del Señor. Era el equivalente a una excomunión.

Desde ese momento cambió su vida, y la afición por los
retratos de la familia se convirtió en devoción para San
Francisco de Asís, del cual mandó traer una imagen de bulto,
tamaño natural, desde España. Organizaron un recibimiento
jubiloso con procesión y palmeras en las calles, tres bandas
de música, cohetes y corridas de toros. Emoción que terminó
cuando colocaron al Santo en el atrio de la iglesia del
Diría y tuvieron tiempo de admirarlo, y, para la mayoría
hasta en ese momento verlo.

Avergonzada y casi musitando le dijo al padre Morales:

- Mandamos el dinero para uno de tamaño natural. Aquí todo
mundo esperaba que fuera del tamaño de los Girones que
vienen de España.

El padre Aníbal Morales con firmeza la reprendió:

- No volváis a decir esas cosas, le faltas al respeto al
Santo ¿qué no sabes que San Francisco de Asís era chaparro?

La Brunilda se quedó callada, y en adelante se dedicó a
tenerle devoción de misa y procesión pequeña, porque la
gente, al verlo tan chiquito, dijo que parecía enano y no le
tomó devoción.
                                                               37
Cuando vinieron los filibusteros los Girones y los Namoyure
se fueron juntos a la guerra.

- Nosotros somos gente de armas - decía José Esteban Girón
Ortega, hijo de Doña Clarisa Ortega, como queriéndole llamar
la atención a Facundo Namoyure, que estaba muy bien sentado
en su mula y casi no se movía.

- Entre todos es que podemos salir pronto de ese apuro -
afirmó Namoyure mirando de frente a José Esteban seguido de
treinta y cuatro sobrinos, dieciséis nietos y ocho hijos,
todos aptos para la guerra. Iban bien aperados y con
abundantes provisiones de boca y guerra.

A cargo de la casa quedó Manuel Esteban, el heredero de los
conocimientos para cuidar los gallos. Un oficio de varón en
el que no se deben meter a las mujeres, porque después los
pueden cochonear. Sería una vergüenza que se les corriera un
gallo en las próximas fiestas del Diriá o de Diriomo. Manuel
Esteban estaba al cuidado porque fue el primero que logró el
cruce con el quebrantahuesos. Eso todos los Girones lo
consideraron como una buena señal.

Puestos en camino, desde temprano los Girones, al principio
de reojo, después directo, se quedaban mirando las alforjas
de Namoyure repletas de algo, y el viejo Don José Esteban,
preguntó:

- ¿Qué lleva?

- Vida - contestó Namoyure mientras echaba a andar la mula.
- Va sin armas a la guerra - dijo uno de los sobrinos casi
musitando a uno de sus primos.

- Aquí la llevo - dijo Namoyure, mientras mostraba una
cerbatana con sus dardos - Son importantes las armas
silenciosas.

Y así siguieron por el camino que los llevó hasta Masaya.
Puestos allá, los mandaron a parar unas avanzadillas de
filibusteros que habían salido de Granada a medianoche de
ese día. El primero que usó un arma fue Facundo Namoyure.
Lanzó su dardo contra el que encabezaba la marcha; los
demás, al verlo caer de pronto, sin ningún ruido, se
detuvieron. En ese momento otro filibustero cayó, con
lamentos y sin señales. Los demás no esperaron y salieron en
desbandada. Los Girones les comenzaron a gritar haciendo
bulla:
                                                               38
- ¡Regresen maricones, a la guerra se viene a pelear!

José Esteban los detuvo, sobre todo a los más muchachos que
los querían perseguir:

- Un momento, que ustedes ahorita son soldados. La orden fue
detenerlos. Ahora hay que llevar el parte.

Regresaron a Masaya a dar el parte. Estuvieron cerca de dos
meses recibiendo casi a diario provisiones de la hacienda. A
veces llegaban las mujeres y se quedaban a dormir con los
maridos.

Un día los mandaron de vuelta diciéndoles:

- Ya se ganó la guerra. Los mozos de hacienda que regresen
con sus señores. Los demás que se vayan a trabajar.

En el camino de regreso, sobre todo los muchachos, le venían
preguntando a Namoyure por los muertos que habían quedado
sin enterrar. Pensaban que a los muertos del camino de la
laguna, que eran gente de afuera, nadie e había quedado a
recogerlos. Muertos en esas lomas sin conocer los caminos.
Andarían errantes después de haber caído de los caballos.

- Ya se encargaron los zopilotes - dijo Namoyure con aplomo.

- ¿Y si regresan por su ataúd?

- No son de aquí, no conocen los caminos.

- Pobre gente - dijo uno de las mujeres cuando les contaron
el cuento.

- Pues si quieren les rezan unas oraciones. Yo no me meto en
esas pendejadas. Eso sí, nada de nueve días.

Varias de ellas se persignaron y se voltearon para el camino
haciendo las cruces, como para protegerse.

- ¿Por qué no le hacemos los nueve días aquí en la comarca?

- ¿Cuándo han visto que se le rece al enemigo maligno? -
preguntó Namoyure casi en murmullo.

Las mujeres los estaban esperando con una gran comilona. A
mediodía comenzó la marimba con guitarra, mandolina y
tambora. De vez en cuando sonaba la chirimía para dar los
cambios de los movimientos de los bailes.
Ese día estaban en la comarca dos mulatos que llegaron de
Nandaime y bailaron el Congo, sólo los aplaudieron y les
                                                               39
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Margarita cantillano cap-1

  • 1. MARGARITA CANTILLANO MARGARITA CANTILLANO O El último día del futuro Novela NOVELA
  • 2. INTRODUCCION Rayando el sol, Margarita Cantillano arrimó al lugar que, por derecho de prodigio le pertenecía. Deslumbraba la hierba reseca de los potreros de la meseta. Nebulosas abundantes pálidas formas cruzaban intermitentes, mientras se alborotaban los recovecos del fondo de los albures de visiones marcadas por los presentimientos de los próximos recuerdos que le duraron hasta el final de sus cortos días. Un día del mes de los vientos polvosos, poco antes de la cuaresma, todavía faltaban unas tres semanas para que entrara el calor. Permaneció un rato bajo la escuálida sombra de un tigüilote de hojas mustias en lucha cerrada para no dejar que la atrapara la tristeza. Las cartas marcaban un destino inevitable. El tiempo se desvaneció antes de cumplir los sueños. Los acontecimientos venían de lejos, desde antes de los tiempos. 1
  • 3. Capitulo 1 El lugar de los destinos era nombrado Jirones o Girones, comarca del municipio de Diriá. Conocida por ese nombre desde la época de Don José de Girón y Mella, ilustre Castellano, recibidor de encomienda por Cédula Real. A la cual venía predestinado desde el momento en que el rey mandó a Castilla del Oro como gobernador y Capitán General a un caballero de Segovia, llamado Pedrarias Dávila y a él como veedor de las fundiciones de oro, pero, al nomás llegar, fue nombrado procurador del Darién. Era la consumación de la recompensa por haber servido durante buena parte de su vida a Su Sacra, Cesárea, Católica, Majestad Don Carlos I, Rey de las Españas, Emperador de Alemania, Conquistador del mundo. Fue Don José, bendito entre los hombres que lograron ser alcanzados por el favor de estar al servicio de tan grande rey en la tan noble empresa de cristianización que se extendía por todos los confines del mundo. Don José trasladóse a la provincia de Nicaragua poco después del viaje de fundación de las ciudades, de acuerdo a su encargo por Francisco Hernández de Córdoba y envió el primer informe sobre las pláticas que el susodicho Hernández mantuvo con gente de Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, lo que provocó la lógica cólera del mencionado Pedrarias. Don José fue siempre primero en la línea de fuego en las batallas contra los moros. Embarcose a Indias o Tierra Firme para aumentar la gloria de Su Señor. Después de abandonar el Darién se convirtió en guerrero de línea. Si bien es cierto no peleó contra los indios, sino contra los mismos españoles, sus principales hazañas estuvieron en correrías por las Ybueras cuando Cristóbal de Olid andaba por esos lados. A su regreso encontróse con la llegada del Señor Pedrarias Dávila que a la sazón habíase traladado de Castilla del Oro a las tierras de León de Nagrando. Girón estuvo en la plaza cuando le cortaron la cabeza a Hernández de Córdoba quien, siendo lugarteniente de Pedrarias, no tuvo medida para las ambiciones. Viéndose en estas tierras alzóse contra su Capitán General y... Un hombre levantado contra la autoridad no podía sobrevivir en este Nuevo Mundo, en donde la lucha por los poderes y la correspondencia de autoridad se discutían poniendo de por medio la vida, así fueran de la misma España y súbditos del mismo Rey. Pero el poder es poder y eso no se discute: se premia o se castiga y está de por medio la vida. Que los mismos emperadores de Roma nunca murieron de muerte natural, sino a cuchilladas o por veneno de féminas palaciegas que al final siempre las perdió la ambición. Aquí en estas tierras quien se atrevió a disputar el poder siempre estuvo bajo el riesgo de triunfar y salvar la vida o terminar en la ahorca dignamente cuando tenía suerte, de otra manera la muerte llegaba a cuchilladas en 2
  • 4. cualquier lugar del camino para terminar comido por las hormigas. Así fue al principio y así sería para siempre. A los Girones, llegó Don José, desde Granada, para hacerse cargo de la encomienda de los indios mangues del grupo de los dirianes. Indios de mucho temple, aunque muchos, principalmente de los hombres de Nequecheri, cacique de Jalteva, fueron vendidos como esclavos. A los que no pudieron vender fue a los indios dirianes de las sierras o del Cerrito de la Flor. Nelediriá se llamaba el lugar principal. Rebeldía de los parientes de Nandasmo y Namotibá. Rebeldía cerrera, hasta quedar protegidos por los mandatos reales que prohibían la esclavitud de los indios. Girón fue un fiel cumplidor de los mandatos reales. Hombre de fidelidad jurada al rey, Don Carlos Quinto, ejemplo de amor a Cristo y a sus bienes. Acompañó en varias expediciones al Capitán Garabito, en campañas de conquista, pero fue por órdenes de Rodrigo de Contreras que se quedó para labrar la tierra, en el valle justo al lado de los mangues o chorotegas, que de las dos formas les llamaban, para evangelizar y para crear la paz. Girón tenía antecedentes de osadía por haber enfrentado a Pedrarias cuando ordenó la captura de López de Salcedo, José de Girón, conocido con el mencionado López desde la época de las cortes, (que ambos eran hidalgos, Vamos) le preguntó que a nombre de quien le daba las garantías de vida, si por ser caballero o a nombre del Rey y al responder Pedrarias que a nombre del Rey, el tuvo el buen tino de responderle que de ese modo su fidelidad estaba asegurada. Ante semejantes antecedentes, debía ser de los primeros en cumplir sus leyes. Girón, desde su llegada como encomendero, ya con planes de quedarse en la tierra para siempre, concertó con los chorotegas y les aceptó la adoración de sus dioses con todo y sus rituales. Lo hizo pensando que poco a poco irían encontrando la fe. Otros indios que no huyeron hostilizaron a los girones por varias generaciones mientras se hacían cristianos. Sin embargo, desde los primeros años contó con los mestizos y poco tiempo después sirvieron los negros y mulatos, descendientes de los primeros cuatro esclavos de la casta arare, traídos de Santo Domingo, los cuales se fundieron con los negros cimarrones, quienes hicieron de la zona el misterio de sus refugios. Trabajaron para Girón, pero no eran esclavos. De paga recibían su comida y la disposición de entrar en armas cuando se les demandase. - Si vienen escapados de la línea de Panamá, es de razón escapar. Peor sería el trabajo de devolverlos. Además, el instinto de seres bárbaros presiente lo poco que les queda de vida cuando los instalan en las minas del Perú- 3
  • 5. sentenciaba Don José, para entonces en el umbral de la vejez, cuando lo interpelaban por darle cabida a los negros y permitirles que fueran, los días de luna, a dormir a los cerros. Por esas mismas razones amistó con Diego Alvarez de Osorio, protector de los indios nombrado por Su Majestad y constantemente socorrido en provisiones y hacienda para que cumpliera sus funciones. Con paciencia supo explicarle al Chantre de la iglesia de Tierra Firme porqué le daba refugio a los negros cimarrones: - Allí ellos viven en las creencias de sus tierras y hacen sus oraciones para mientras se convierten a la fe. Al nomás venir, buscan los misterios de los refugios, porque un refugio sin cábalas no es refugio seguro para nadie. En el refugio del Ceibo, varios siglos más tarde, Margarita Cantillano pegó un tabacal que por generaciones se recordaría. La tierra, a la que todos habían temido, desde entonces quedó llena de sueños y entierros que muy poca gente podía soportar. Muchos años después, los llegados de las haciendas cañeras de Nandaime y Rivas, aunque se comunicaban con los negros en los palenques de Granada, en parte habían perdido los misterios, y siempre terminaban buscando casarse con mujeres indias o con mulatas de las haciendas de Nandaime. Otros, después de unos días, terminaban por irse a León o buscaban como meterse a las milicias para la ronda de la ciudad, incluso algunos se iban en las compañías de conquista donde demostraban su vocación militar y de servicio. De todos modos, eran gente sin ambiciones de hacer fortuna, a diferencia de sus criados españoles, los primeros en ayudar a uncir los bueyes al yugo, dando muestras de fidelidad en el servicio, pero los primeros en traicionar cuando veías las posibilidades de tierras, de indios y de fortuna. La tierra labrada con arado daba más abundante la cosecha que cuando la trabajaban al espeque. Aunque los indios buscaron como sembrar con arado, sólo había bueyes para los principales y para las cofradías. El resto de indios estaba destinado a ser peón, aun con las protectoras Leyes Nuevas. De cualquier manera, de la tierra les brotaba a todos abundante la cosecha. Para entonces surgió la leyenda de que allí podía ser el lugar de donde partía el mundo. El oro no fue su principal ambición, sino la tierra, y por eso la hubo en abundancia para labrarla y tener el pan de todos los días, con partidas de puercos y ganado de leche por lo que fueron de los primeros en prestar sus toros para las fiestas de la Asunción en Granada. Los prestaban con la condición de que los montadores no hundieran las espuelas en las ingles ni 4
  • 6. les quebraran las colas para hacerlos brincar cuando ya estaban cansados. De Granada llegaban a caballo hasta su propio corral para escoger los toros de mejor casta. Los descendientes de los mismos indios que construyeron el corral, estuvieron allí para los tiempos de la Cofradía de la Mano Poderosa. Girón construyó ese corral con el madero negro tomado del templo dedicado a Tamagastad en Nandaime, los indios le dijeron que tenía varias generaciones de estar enterrada esa madera en el mismo lugar, pero como ahora eran cristianos, podrían destruir el templo para no dar lugar a tentaciones de los tiempos oscuros, es decir de antes de la luz traída por los castellanos. El madero negro usado para sombra del cacao, era madera dura que no se maleaba aunque se enterrara al suelo por varios siglos. Don José de Girón y Mella, cansado de las guerras, habló con el indio principal para hacer las paces. Por su lado, Don José, apoyado en sus cuatro hijos, no permitiría que llegaran para esclavizar a los indios y luego embarcarlos. Únicamente, le ayudarían con la cosecha de maíz y el cultivo de los frijolitos rojos, el favorito de los indios. Se le alborotó la mente con el cultivo de los chonetes rojos y los chonetitos amarillos para producir alimento. Si bien es cierto el gusto del frijol era más firme, un hombre se podía pasar un día entero trabajando sin probar más bocado que una platada de chonetes por la mañana: - Nos dan sustento todo el día, pero les falta gusto - decían los indios. La siembra de los frijoles requería el manejo del arado y poseer por lo menos una yunta de bueyes, los cuales eran escasos. Recién estaban llegando de las Españas. La tierra se araba por lo menos dos veces, después cada mulato llevaba un cuchumbo de cuero de huevo de toro colgado como salbeque para luego ir sacando los puños de frijoles, tirarlos al surco y después cubrirlos con los pies. A los dos días se veían los puyones de los granos y era cuestión de pedirle bendiciones al Señor para que mantuviera las lluvias que permitieran una abundante cosecha. "Habráse de esperar las lluvias que en estos confines de tierra firme comienzan en mayo, porque aquí se pierden las estaciones que el tiempo tiene ordenadas en los países civilizados". Decía Don José en carta al comendador de Valladolid, y continuaba: "...no es tiempo constante, porque los hombres de por aquí 5
  • 7. meten en ellos a las divinidades. Ha dos mayos que no llueve como corresponde, según los naturales, que danzan con lamentos pidiendo dones del cielo. Se dice que, alarmados, escuchan a los mismos ángeles. Después de unos días, les conceden la lluvia. La que se atrasa, al parecer, por los bailes y danzas que hacen los negros que se albergan en los cerros, pidiendo a sus dioses que no llueva para hacer daño a los castellanos dueños de las haciendas. Yo doy fe de que su trabajo es de valer y gran provecho para la riqueza de estas tierras ". (Fueron largas y abundantes las cartas de Don José de Girón y Mella, las cuales se guardan en el Archivo de Simancas, muy prolija su descripción y abundantes de datos de sus primeros años en el Nuevo Mundo. Un discípulo de don Filemón Peña, pasóse varios años revisándolas, y nos proporcionó cuantiosa información como más adelante se verá. Preferimos no ceñirnos a los documentos porque su revisión nos llevaría mucho tiempo. Tomaremos lo que a nuestro juicio nos sirve para aclarar los acontecimientos que tienen que ver con los antepasados y la vida misma de Margarita Cantillano). Lo más grave con los chonetes son las dificultades creadas por el Cabildo Real y el Cabildo Eclesiástico del Corregimiento de Masaya, por no aceptarlos como prenda ni como primicia. Lo que obliga a comerlos en la encomienda. Después quedaron para negociarlos y como patrón de cambio, en vista de que duraba bastante en los trojes donde el gorgojo no lo atacaba. La incomodidad era para los que se iban enriqueciendo, al ver cada vez más llenas sus bodegas de chonetes, sin poder terminarlos aunque se los pasaran comiendo el año entero. Con la llegada de Juan Pimentel, un curita que constantemente repetía el nombre del lugar de donde vino, llamado Llobregat o Lobregat, se provocaron situaciones de alarma, creando cambios hasta en algunos hábitos de los indios y de los mismos españoles. Si en algo se distinguió Pimentel fue en los intentos por modificar la conducta tanto de indios como de españoles, y aunque él hablaba Catalán, con frecuencia corregía la buena dicción del castellano, principalmente a los andaluces, a quienes consideraba de poco entender por su parentela con los moros. Desde el púlpito, con especial énfasis, varios domingos durante la misa condenó el uso de los chonetes como comida: - No podéis mezclar la comida con el dinero, para eso existen las monedas acuñadas por las casas reales, de no hacerlo demostráis desconfianza en los valores puestos a circular por los decretos reales. Si alguna autoridad eclesiástica tiene duda, es porque no conoce las consideraciones de los doctores de la Iglesia, que afirman 6
  • 8. su parecido a las lentejas por las que vendieron a uno de los hijos de Dios, abuelo de Jesucristo, por tal motivo, en el Viejo Mundo se han dejado de comer. Se seguían cultivando en estos pueblos bárbaros y de gente corrompida. Sin ley ni perdón y con pocas esperanzas de la misericordia divina. Este argumento lo manejó con tal contundencia que casi provocó repugnancia por los chonetes. Eso lo reservó para cuando los temerosos hombres de Dios terminaron con su cultivo temiendo cualquier desgracia. Principalmente porque el día que lo anunció se produjo un temblor de tierra, que sacó a los vecinos de sus casas a medianoche. El bejuco pertinaz seguía creciendo silvestre, y lo muchachos los usaban para jugarlo a los dados o a la taba. Lo cual confirmaba su naturaleza de pecado, porque los inocentes mostraban lo que hicieron los romanos con las vestiduras de Cristo, mientras todavía colgaba del madero: Jugar a los dados. Don José se encontró desesperado, aunque no lo manifestaba, porque los chonetes no le servían para el intercambio fuera de la comarca. Tuvo que sembrar cacao, y fue de nuevo a platicar con el indio con quien había negociado y con el cual mantuvo relaciones amistosas, aunque siempre se negó a trabajarle. Se llamaba Namoyure, y cuando lo bautizaron se puso Facundo. Jamás se habían enemistado, no por razones de Don José, sino porque Namoyure, desde su rancho, tejiendo canastos de caña brava, sentado en un viejo tronco de guayacán, contemplaba el paso de las nubes que le desgajaban el tiempo. Veía a Girón corretear detrás de las vacas o los terneros. Para esa época aparecieron los alguaciles encargados de dar cumplimiento a los decretos del rey que especificaban el respeto a las tierras de los indios. Los españoles nada más ocuparían las tierras realengas y a título real que, por derecho de conquista, les pertenecían. Namoyure cultivaba maíz y cacao para su casa. El tomate y el quiquisque su mujer los llevaba al tiangue del Diriá. El rancho rodeado de jocotes, aguacates, guanábanas y guayabas. Los xulos se mantenían encerrados para que no espantaran a los chompipes mientras paseaban solemnes con sus colas erizadas. Reducido a su pequeña casa recordaba las primeras noticias de la llegada de los españoles. Yo me llamaba Namoyure, cuando llegaron al Diriá, porque la peste después subió a los cerros nos llenamos de temor y no pudimos combatir, ellos me bautizaron y creo que me pusieron Pedro, pero después cuando vino un tal fraile Bobadilla que nos reunió en monexico en la plaza del Diriá, mirando a la laguna salada, la laguna de Apoyo, preguntaba por nuestros dioses, y después nos dijo que todos debíamos tomar nombres 7
  • 9. cristianos, Tozoteyda, Misesboy, Coyevet que era de los Nicaragua, el joven Xoxoyta y otros nobles de nuestros pueblos recibimos regaños por creer en nuestros dioses, nos pusieron otra vez nombres cristianos, me pusieron Francisco o Alonso, pero no me gustó. Para que los cristianos pudieran decir mi nombre me puse Facundo y seguí guardando mi nombre de Namoyure, me inscribieron en el registro de los cristianos como Facundo Namoyure, pero eso fue cuando Girón vino para arreglarse con nosotros. A las cosas, a los árboles y a los animales, a los cerros, a nuestras lagunas, hasta nuestras flores, los cristianos les cambiaron el nombre, y para humillarnos más, le pusieron los nombres que tenían en la lengua de los Nicaragua que fueron sus aliados. Yo me vine del Diriá porque allá destruyeron nuestros calpules y los otros templos, las maderas las usaron para hacer sus casas y hasta corrales. Girón entendió y se puso de acuerdo con nosotros para que siguiéramos practicando nuestro culto, aunque con las imágenes de los cristianos, porque los cristianos tenían tantos dioses menores para cada curación o bendición que se quisiera. Por eso fue que lo apoyamos. Él decía que al venir a estas tierras había cambiado la suya, y que aquí nacería su descendencia y que tenía que cumplir las leyes del Rey, pero convivir con nosotros, lo mismo fue con los negros. Mi mujer fue la que atendió a su mujer cuando nacieron sus hijos y a mí acudían él y otros españoles que pasaban para que les atendiera los dolores de las muelas. Cuando terminaron las guerras, Girón organizó la primera expedición para ir a traer el colorante del hilo azul y del hilo rojo, para entonces él ya tenía sus maizales y nosotros sabíamos usar el arado. Yo me acomodé en mi casa que desde entonces tuvo cerco. Era para evitar que los perros de Don José se le comieron sus animales. Un doble cerco de tionoste y de piñuela; además, para ahuyentar zorros, coyotes, caucelos y ocelotes que, de vez en cuando, merodeaban por los alrededores de la casa. Hacia el este se extendían las tierras de la Cofradía de la Virgen de Candelaria. Una mañana luminosa, después que las estrellas brillaron toda la noche, a la mitad del verano, Don José, un tanto intranquilo, llamó desde el camino sin apearse del rocín que, resoplando, se había detenido: - Oiga Facundo, hombre de Dios, puedo pasar? - La puerta está abierta, desmonte. Ató el caballo a una vieja mata de tigüilote, cerca de la 8
  • 10. entrada. La misma donde Margarita Cantillano detendría la carreta más de cuatrocientos años después para constatar que en ese momento se le despertaba el mundo en alboradas de luces fugaces que desvanecían los recuerdos para inventar los encantos del universo. Antes de pasar, Girón sonó las espuelas para sacudirse el polvo del camino. Miró unos instantes los tiestos colgados con burillos de guásimo del alero del rancho de paja, formas de hojas y olores de plantas adquiriendo contornos y firmezas de las posibilidades. Conocía muy bien la fama de Don Facundo para curar distintos males, ya fueran de la península o de los que aquí encontraron. Hacía poco había tomado unos cocimientos que Don Facundo le mandó, la misma noche que sentía reventársele la cara por los dolores en las muelas. Al amanecer del siguiente día, a falta de un buen barbero sacamuelas, se amarró al bramadero del corral, anudó la muela con hilos de algodón, unidos a un barzón de cuero crudo pegado por la grupera a la albarda del caballo. Un chavalo, mirando nervioso hacia atrás, esperó el grito: -¡¡¡Sale!!! El chavalo espoleó el caballo al tiempo que daba un chilillazo y gritaba espantado, mientras volteaba la mirada y veía cuando todavía saltaba al aire un chorro de sangre de la boca de Don José Girón, el encomendero. El muchacho cayó del caballo y desde el suelo se retorcía con fingido dolor, temiendo las represalias del señor, porque las cosas de sangre los señores las cobran caras. La memoria se le atestó de recuerdos de los años de su más tierna infancia pasada en León. Perros devorando hombres, hombres empalados, mujeres en la hoguera, cuerpos lanceados pegados al bramadero de la plaza pública. En ese momento recordó a Don José, sacando a chilillazos primero a José Andrés, su criado mulato, que le raspó la cara cuando lo rasuraba. Imágenes recién pasadas que lo aturdían: - Sangre que no es vengada, te ensucia la cara - decía Don José, mientras hundía la espada varias veces en la espalda del mulato. Estuvo allí hasta que llegó Don Facundo a recogerlo y sacarlo de los recuerdos mostrándole la muela. Convenciéndolo de que no era chorro de sangre, sino favor hecho por toda la mala noche pasada. No pudo hacerlo entender que el día anterior había llegado a traer el cocimiento a la casa de Don Facundo, para que el señor durmiera después de las malas noches pasadas. Lo mismo que el empaste de adormideras para evitarle el dolor de la sacada de la muela esta mañana. 9
  • 11. Don Facundo se lo llevó a su casa para aligerarlo de temores castellanos. El muchacho, después de los lloriqueos iniciales, se pasó varios días surumbo, sin entender nada y sin querer montarse a caballo porque tenía las piernas flojas. Aunque Namoyure lo curó del dolor y estuvo en el corral a la hora de la sacada de la muela, se fue mientras Girón se enjuagaba, sin esperar que le diera las gracias. Girón lo culpaba de la orden venida para que mantuviera amarrados los perros a solicitud de los indios. Consideraba la queja instigada por Don Facundo, que siempre había mostrado aversión por sus mastines, principalmente por los negros. Sobre todo cuando el curita de los chonetes dijo que la puerta del infierno estaba custodiada por dos canes de ese tamaño y de ese color. Desde entonces no se volvieron a dirigir la palabra. Lo más grave para Don José es que tenía un favor que agradecer. Esa mañana Girón lo quedó observando desde la puerta del camino. Bajó lentamente del caballo, a lo lejos el Mombacho cruzado por tenues y lánguidas nubes. Don José aprendió pronto a descifrar las nubes del Mombacho para conocer cómo vendrían las lluvias. Un gavilán cruzó en dirección del viento. Se dirigió a buscar cómo atar el caballo. Mientras hacía el nudo al mecate, miró hacia ambos lados, luego dejó los ojos fijos en los tiestos colgados, adivinando la hierba que le quitó el dolor, no sólo el de la noche, sino el del siguiente día cuando se amarró al caballo para sacarse la muela. - No fue de ninguna de éstas, hay otras que están atrás, se mantienen en comales. No se preocupe - lo sorprendió Namoyure adelantándose a las preguntas. - El curita nos dejó jodidos a todos - dijo Girón, mientras con el sombrero trataba de limpiar otro tronco para sentarse. - Yo he comido bastantes chonetes - afirmó categórico Don Facundo, mientras se acomodaba en el tronco, casi en la puerta de entrada, y en donde con frecuencia se sentaba a beber chicha, a pensar y a ver pasar la vida. Después de un rato de silencio, Don Facundo continuó: - Por qué no los hace tamales y los manda a la fiesta de la Cruz a Jalata, allí la gente llega de todas partes y van buscando comida. - Y qué hago con el resto? - Espérese una sequía y no los vuelva a sembrar. 10
  • 12. Un día de tantos, Pimentel, el curita de los chonetes, desapareció de la recién construida casa cural. Dicen que continuó su peregrinaje por tierras de Guatemala, y que tiempo después regresó a León predicando contra la comida de las iguanas y los garrobos. Doctores y bachilleres participaron de la discusión argumentando que los dichos animalejos tenían pezuñas y no rumiaban, por lo tanto, en el orden de las carnes pertenecían a los animales sucios que no se podían comer. Otros oponían la tesis de que también tenían escamas y se reproducían por huevos, además anidaban en los árboles, un modo de vida cercano al de los pájaros, por tanto no eran sucios. El curita Pimentel mantuvo insistentemente la tesis de que eran animales de mala figura, similares al dragón vencido por San Jorge y que por lo tanto no se podían comer. Al final perdió la polémica y terminó aceptando que eran más abundantes las escamas que las pezuñas, que no las tenían para caminar sino para sostenerse de los árboles cuando salían huyendo de los cazadores. Quedó reglamentado que era animal para comer en cuaresma sin peligro de pecar, porque era carne blanca como la de los pescados, y que Nuestro Señor Jesucristo había repartido peces a la multitud. Fray Federicus Galeazzo, en sus múltiples indagaciones recogidas en los diferentes lugares de este mundo, en su convento de la Via Vechia de Borgo San Dalmazzo del Cúneo, escribió para la posteridad el breve tratado "Carnibus albeae", donde dejaba demostrado que estos animales con escamas eran acuáticos y podían entrar en los estanques y los ríos, sumergirse y alimentarse de pequeños pececitos, aunque autorizados por Dios para salir a tierra para alimentar a los hombres durante las hambrunas. Eso explicaba que los indios comieran la carne revuelta con maíz, a lo cual llamaban pinol de iguana o de garrobo. Varios años después, Juan Pimentel desapareció de estos contornos, aunque la vehemencia de sus discusiones con los frailes franciscanos permanecía como palabra viva. Reapareció su nombre en la comarca el día que José Ignacio de Girón del Castillo y Mella, llegó azorado y con calambres en todo el cuerpo diciendo que había visto el cuerpo del curita, que se paseaba sin cabeza los viernes a medianoche, que como ya no tenía boca, nada más se le oía el murmullo de la carraspera del pecho. Juraba haberlo visto salir caminando de un tendal donde cocían tejas, cerca del Diría. Desde entonces todos los orgullos se le desvanecieron y se trasladó a vivir a la casa cural, de donde salía todos los días para limpiar a mano los ladrillos de la sacristía. Varios meses después el cura encargado de la iglesia, a pesar de que la comida llegaba completa para el cura y el arrepentido, lo despachó para el Convento de San Francisco 11
  • 13. en Granada. Se le perdió el rumbo cuando partió para ser un humilde hermano lego en un convento de padres mercedarios en el Perú. Quiso olvidar que venía de hidalgos españoles que se habían distinguido contra los moros y después en las guerras de Flandes, y que por eso su padre recibió rica encomienda y reconocimientos del rey. Aunque era hijo mayor, renunció a todos los bienes y tentaciones de este mundo. La familia esperó por un tiempo que regresara un día para hacerle los altares y las devociones que se merecen los Santos. Aunque poco a poco fue cayendo en el olvido, después que alguien llegó con la noticia de que lo habían visto en una iglesia cercana al Callao, con barragana negra y varios niños. De regreso a su casa, por el camino, Don José de Girón y Mella iba agradecido de las revelaciones y consejos de Namoyure. Encontró en su casa a Doña Manuela del Castillo dando a luz al cuarto varón de la casa. El padre le vio ciertas luces pero se dio cuenta de que no era el predestinado, y presintió que nunca lo llegaría a conocer. Fue su nieto quien perpetuó su nombre y le dio firmeza a la memoria del abuelo. Nieto nacido en estas tierras de Indias pero de sangre pura. Sin mezcla de infieles ni de renegados. Las mismas cualidades que trajo el abuelo de España. Le dieron por nombre José José de Girón Ruiz y Ruiz. Hijo de José de Girón del Castillo y Doña Leonza Ruiz y Ruiz, hija de españoles peninsulares, vecinos de la villa de San Jorge de Nicaragua. Tuvo también únicamente hijos varones, y como los anteriores se llamaban: José Manuel, José Esteban, José Ignacio, al último también le puso José José: Don José José de Girón Ruiz y Ruiz. La gente, para diferenciarlos del papá les decían Manuel, Tebas, Nacho y aunque al segundo le decían Chechepe, ya se sabía que era José. Desde niño, Chechepe se acostumbró tanto a su apodo que lo defendía con mucha energía, la cual mostraba en todas las cosas, más aun cuando se emborrachaba. Lo que se acrecentaba si estaba rodeado de mujeres, ya fueran de burdel o iglesieras. Fue tanta su energía que Don Facundo lo tuvo que curar de heridas en pendencias, de heridas de juego, una herida que se hizo en la gallera, cuando a un gallo, ya muerto, le soplaba el pico para darle aire. También le curó infecciones lujuriosas en más de veinte ocasiones, casi inevitables al volver de Granada. Llegaba enfermo a pesar de estar casado con distinguida dama y tener mujeres fijas en Diriá y Diriomo. Don Facundo le decía que se contuviera en el valle, que las de afuera sólo eso le dejaban. Varias veces Don Facundo le propuso curarlo de la lujuria, y le aconsejaba que se conformara con los polvos que le servirían para tener hijos. Esa curación nunca la permitió. 12
  • 14. - Sí Dios me la puso, yo le doy uso - decía Chechepe. Como pecador penitente llegó a la casa cural, prometiéndole doblar la primicia al cura, con tal que le dijera una buena misa para que se le sanara de una gonorrea que con los lavativos de Namoyure no se le podía curar. Todavía estaba en la puerta cuando entró el sacristán quejándose de que se había terminado el vino. De lo cual culpaban a un tal Mirandilla, mulato, que nació en la casa cural. Criado del padre, hijo de una antigua esclava negra que murió durante la peste a los pocos años de haber nacido el niño. Chechepe se pudo dar cuenta que no era al vino de consagrar que se referían, sino al que tenía el padre para su uso. Le preguntó que si había probado la chicha de maíz o la chicha de coyol: - Mucho empanzan - le contestó el padre Aburto. - Sacan de apuro - contestó Chechepe. - La delicia en los licores es al contrario de lo que pasa con los hombres. El hombre goza en la mujer el cuerpo. Con los licores se goza el espíritu. El vino y el aguardiente son el espíritu que sale de la uva - disertó portentoso el padre Aburto. - ¿Y cómo se saca el espíritu? - Se hierve hombre, se hierve - le encaró con vehemencia el padre Aburto. Paseándose por el corredor, poseído de la sabiduría, explicó cómo la inteligencia de los árabes, inventó el alambique en España. Los describía entre la codicia y la ternura lleno de ensoñaciones de las que contagió a Chechepe, que se olvidó, por un rato, de sus dolores y ambiciones de lujuria. Desde ese día, Chechepe, se dedicó a pensar cómo sacarle el espíritu al maíz. Con frecuencia se repetía que estaría cercano, rodando el aire, de allí sacan los indios la chicha que debe ser un espíritu pesado. Con los tinajones de Namoyure se puede probar de sacar, la cosa es la recogida. Un día de tantos, Chechepe le contó a Namoyure las incitaciones retadoras del cura. Después de interpretar las explicaciones de Chechepe, Namoyure también se puso a trabajar en buscar unos carrizos para sustituir los tubos y cera de abejas para pegar junturas. Pusieron un comal como tapa del tinajón, de un huequito al centro por un carrizo saldría el espíritu de la chicha. Se pegó el carrizo envuelto en algodón mojado y una 13
  • 15. poronga en la punta para recibir lo que saliera del tinajón. Le pegaron mecha un quince de mayo, con las últimas luces del día. Leña de huachipilín, para que aguantara la hervida. Se pasó cociendo toda la noche, ya de madrugada destaparon la poronga y la encontraron llena de un líquido cristalino, limpio, con el aroma de maíz: - Es el espíritu del maíz - dijo Chechepe extasiado. Al probarla, se quedó un rato pensando y mirando al cielo. Llenó un calabazo y se fue a buscar al Padre Aburto. Los potreros estaban poblados de un pasto ralo que crecía lento. El invierno entró tarde, aunque se nublaba y habían estado pomposos los rezos de la Cruz, se podía hablar de sequía. Algunos se tranquilizaban comentando que se había alargado el verano. De todos modos los vecinos rodeaban al Padre Aburto, cuando venía bajando las escaleras de la iglesia después de decir la misa. Le pedían que sacara al Señor de Trinidad en rogación por los campos para que lloviera. En la misma puerta, entrando a la casa cural, Chechepe le pasó el calabazo, lo probó y arrugó la cara, mientras se volteaba para decirles a los preocupados vecinos: - Confiemos en Dios y démosle un tiempito el día de hoy. Se volteó hacia Chechepe y le preguntó: - ¿Ya lo probaste? - Usted es el que sabe - respondió Chechepe un tanto apenado. - Todavía le falta - sentenció el cura con gesto perdonador. Chechepe salió corriendo de regreso al rancho de Namoyure y desde largo le entró gritando alborozado: - ¡Está buena pero todavía le falta! La volvieron a hervir. La probaban y la seguían hirviendo, todo el día pasaron en eso. Mandaron a conseguir y fueron a conseguir más leña con los peones de la hacienda. Al atardecer la chicha seguía hirviendo, un cielo nublado se fue poblando de relámpagos y rayos, parecía que se partía el cielo. Cuando salió el séptimo hervor, Chechepe extasiado exclamó: - ¡Qué le guste o no al cura es cosa dél! De todos modos volvió a llenar dos calabazos de buen tamaño. Bajo las primeras gotas de lluvia, antes del anochecer, llegó a la casa cural. Después del rezo de la 14
  • 16. tarde, cuando los vecinos sintieron que había valido la pena confiar un día en El Altísimo. El cura, olvidado de las rogaciones porque el aguacero se había plantado, probó con cautela y luego exclamó: - ¡Es su punto! - Fueron siete hervores - dijo Chechepe. El cura se deshacía en elogios y, mientras le daba bendiciones, le prometió ofrecer una misa pidiendo su curación. Al siguiente día, a la hora del divino oficio, el cura estaba de goma y no quería decir la misa a favor de la curación de Chechepe, que amaneció durmiendo en la casa cural. No quiso moverse hasta ver cumplida la promesa del cura. Él exigía el cumplimiento de la palabra empeñada y el cura insistía en no mezclar Dios en las cosas provocadas por la lujuria. El cura estaba dispuesto a no ofrecer la misa así le hubiese traído un garrafón de la misma España. Chechepe sentía que por su invento, alguna recompensa se merecía, ya fuera divina o humana. A los tres días le sucedió el prodigio, después de levantarse una mañana se fue a orinar al patio y se dio cuenta de que había amanecido curado. Fue como al mes que tuvo dificultades con los alguaciles de la ronda. No se explicaban de dónde salía tanto picado, si los estancos estaban vacíos de gente y de licores. Por suerte, el alguacil que dio con ellos, hombre de buen paladar, gustador de tragos y hombre de buena conversación, se encargó de divulgar el invento por toda la zona. Diciendo que se había inventado la cususa, como era de maíz, no estaba prohibida. Fue mucho tiempo después que la persiguieron, porque la producían por todos lados y para nadie era negocio; por lo tanto, había que tasarla y que se vendiera por el estanco. Que la cususa pagara alcabala jamás se logró. Chechepe le prometió a Don Facundo que a Granada sólo llegaría a vender su queso y sus cueros, luego... vuelta para atrás. Aunque enérgico y con algunos vigores, Don José José de Girón Ruiz y Ruiz envejecía. El día de los sucesos, en Granada sus peones lo sacaron a media noche en una carreta, con dos costillas quebradas y la cara quemada por fuego de mosquete. Desde la madrugada, al detener la carreta, escucharon los ayes de los que corrían y los bufidos de los atacantes. Eran los piratas, primera vez que se los topaba. El, hombre de vigores y saltos, se aprestó al combate. Todo el día lo pasó buscando cómo contenerlos. El Lolonés saqueaba los tesoros de la ciudad, arrasaba con el oro, tanto el de las casas privadas, como el de los templos. Y él se sentía en deuda con la divinidad por su 15
  • 17. curación y les puso resistencia de puro orgullo; molesto todavía cuando vio que la gente de la ciudad se había escondido en los traspatios de las casas y que los principales habían salido apurados a caballo para sus haciendas al lado del Mombacho. De tanto pelear cayó extenuado, pero después de haber incursionado en las naves de los piratas con dos de sus criados, y de haberle cortado el velamen a la nave mayor. Cargó con dos cofres de la bodega del barco, los cuales de inmediato, envió a tierra con los criados para que los enterraran en puntos diferentes cercanos a la hacienda. Exhausto y herido, sus peones se lo llevaron a la carreta, cerca de Jalteva, hasta allí no llegaron los piratas porque los indios escondidos en los aleros de las casa y de entre las paja de los rancho, con flechas y cerbatanas, atacaban lo que pasara. Cuando cayó la primera tendalada de piratas que intentaron meterse. El mismo Lolonés les gritó que regresaran, que de todos modos los indios ya no tenían nada. Chechepe con su gente salieron sin hacer ruido, poniéndole trapos a las ruedas de las carretas, por temor a algún pirata rezagado, y por los aliados locales, a quienes ellos mismos habían visto diciéndoles por donde meterse y cuáles casas tenían riquezas. Al llegar a los manantiales de La Fuente, ya en el camino pasados los cacahuatales, le hicieron la primera limpieza de la herida con el agua de la noche, serenada, antes de ser tocada por el sol, con los efluvios de la noche, con esa agua le limpiaron las heridas; mientras tanto, uno de sus hombres se había adelantado para avisarle a Don Facundo que los llegara a encontrar. El hombre que ya venía de regreso, los encontró cuando reanudaban el camino, casi frente a la ermita de Veracruz, y les dijo que no fueran a la hacienda, que Don Facundo había ordenado: - Eso es trabajo de Jacobo. Llévenlo allá. Así fue como llegó donde Don Jacobo, al Diriá, para que le sanara los huesos y las quemaduras. Porque eso era arte mayor propio para el maestro pactado, dueño de los secretos de curaciones, visiones, dolores, porvenires y halagos ni de esta vida ni de la otra. Hasta piel nueva le haría nacer para que no le dejara seña, y lo más difícil: pegar huesos viejos. Cuando llegaron los estaba esperando, Don Jacobo metió la carreta a su patio y no dejó entrar a los peones. Atemorizados, tampoco hicieron el intento de pasar, sólo Sabino pudo decir: - Si para algo servimos, de aquí no nos movemos. 16
  • 18. - Vayan a traerle una mudada nueva y pasen por donde Facundo, él ya sabe. Los peones, cuatro mulatos esclavos suyos. Blanquiscos, pero de labios gruesos y de pelo ensortijado, andaban ahuevados, temerosos, porque a la hora de llegar a La Fuente todavía estaban allí las ceguas y los duendes. Discutieron si era hora para lavarlo. Maco fue el decidido y lo lavó, porque tenía miedo de que se le pegaran las moscas a la salida del sol. Don Jacobo, antes de despedirse de ellos, les aclaró: - De las heridas se va a sanar, el problema es que le metieron el agua cuando todavía no era tiempo. - ¿Qué pasó? - preguntó José Esteban, uno de los hijos mayores. - Lo jugaron las ceguas - respondió terminante Don Jacobo. Don Facundo podía dominar las heridas, pero las Ceguas era mejor tratarlas con fuerza desde el principio. Don Jacobo, que ha vivido siempre en el Diriá, sabía de eso. Cuando Pedro Barrios llegó al lugar, se apareció entre las neblinas de la entrada del invierno, después de una noche de garubas intermitentes que no lo dejaron tranquilo en la última jornada, desde Nandaime a la hacienda de los Girones. Entró por el camino del Arroyo. Los que le vieron esa mañana sintieron lástima del hombre amoratado por golpes en compañía de una mujer blanca, de pura estampa española. Venían del lado de la villa de San Jorge de Nicaragua donde se enemistó con los Ugarte. Enemistad surgida en las tardes del atrio de la iglesia durante las procesiones de Semana Santa. Alicia Ugarte sentía que como delirio emergía la imagen del hombre fuerte y taciturno, buscador de miradas y clavador de sensaciones sin decir palabras. Durante largas noches lo soñó corriendo entre los cañales hasta girar en torno de los volcanes del lago, levantar ramalazos de agua mojándole el pelo y caer desfalleciente, para retomar el garbo, de nuevo, al contacto de su prodigiosa mano. Con la camisa de seda y el pecho descubierto, navegaba en torno de marejadas profundas, llevando amapolas y luceros en la frente. Senderos iluminados por la espada del hombre cortando estrellas. Cuando los rayos de sol partían la tierra y el ganado buscaba las sombras de los mangales, los Ugarte descubrieron a la hermana con el calor perdido llenándose de frío. Lo que ellos creyeron transitorio de la Semana Santa se les clavó como daga pendenciera en el orgullo de ser Ugarte, sin mezclas de renegados o infieles. Mucho menos de razas esclavas. Sintieron que las cosas iban mucho más allá del atrevimiento con el hombre pretendiente de una Ugarte, hija 17
  • 19. de personas de bien, servidoras del rey de España en la misma corte, sirviente de cámara a su paso por Sevilla después de las campañas de la toma de Granada. Pedro Barrios había llegado al lugar como mozo de compañía de un tal Moscoso, que murió de fiebres y lo dejó abandonado con unos paños de lana, los que Pedro Barrios, para pagarse los trabajos bajo el sol y en las noches de frío por todos los caminos, cambió por dos zurrones de cacao y diez atados de dulce. Su industria y otros saberes lo llevaran a combinar cacao y dulce con un poco de pinol de maíz y sacó las famosas mazorcas de cacao, listos para hacer el chocolate con leche. La inteligencia del hombre lo llevó a inventar otro producto más popular, también con cacao, pero sin azúcar por cuya forma le vinieron a dar por nombre panecillo. Panecillo fue también el mal nombre que Pedro Barrios cargó y aunque era blanco, los Ugarte veían al hombre del color del cacao. El antecedente de su abuela guinea, en Santo Domingo, se traslucía en el encrespado del pelo. A pesar de llevar permanentemente el sombrero, el ancestro marcado en el pelo y en las nalgas redondas no lo podía ni lo quería ocultar. Muy al amanecer se enteraron los Ugarte de las debilidades de su hermana, despreciadora de españoles, para desaparecer hacia un dudoso destino con un hombre que no la igualaba en pureza de sangre ni en señorío. Ni siquiera podría cargar el Don. Una noche cuando los hermanos discutían en el corredor de la casa, Alicia se les enfrentó: - Aquí todos venimos de España, pasando hambres por Canarias y Santo Domingo. No me importa que un bisabuelo le haya lavado los zapatos al rey. Aquí todos somos indianos. A pesar de las amenazas, con mucho coraje, decidió terminar con los sobresaltos, y una noche de mayo, para las fiestas de la Cruz, poco antes de la primera lluvia, saltó por la ventana del dormitorio, gesto con el que asumió la condenación a la impurezas de sangre y rechazó para siempre las absoluciones eclesiásticas. Condenando a su descendencia a ser vista de segunda. Al momento de montar al caballo, le dijo a Pedro Barrios: - Si me vas a llevar, llevame lejos. Quiero amor y no lamentos. Los hermanos levantaron polvo en los caminos persiguiéndola ansiosos durante varios días. Entre la obstinación y el orgullo no se podían acomodar a la deshonra. Al darles alcance en una quesera, cerca de Mecatepe, frente a la playa, empujando un bote para cruzar el lago de Granada, desde el caballo a galope tendido, lo lazaron y lo arrastraron por la arena. Se apearon a golpear y a dejarle 18
  • 20. una seña en la cara. - Está intacta, no la he tocado. Me voy a casar con ella - fueron las únicas palabras de Pedro Barrios. Que le quedaron doliendo en humillación para toda la vida. - No es por eso, es el hecho de la burla que tiene que ser lavada. De todos modos ya fue usada por Domingo Prieto, el español que desapareció. A ver si el chavalo que tiene es tuyo o del otro. Fijate que le salga el pelo murruco de negro africano. Moribundo y angustiado, entre las nebulosas del inconsciente y el polvasal vio marcharse con gran algarabía de guerra a los Ugarte. Gritos que le llegaron al alma a Pedro Barrios y que jamás los olvidó. Los Ugarte siempre estaban dispuestos a marchar en compañías de conquista. Su fortuna provenía de los botines arrasados, que no de trabajo honrado. Porque para ellos ni la guerra era honra, ni el rey su enseña, sino motivo de botines y tropelías. Al despertar, Alicia, su mujer, lavaba la herida de la cara. El ojo entrecerrado casi adivinaba la ternura bajo un cielo nublado de un tiempo caluroso, y el rumor de una playa inquieta, frente a las islas, al pie del volcán cubierto de nubes. Esa misma noche llovió a torrentes. - Vamonós lejos, a tener hijos y meditar la venganza - balbuceó Pedro Barrios aferrándose a la mano de su mujer, mientras soportaba las curas de la herida en la cara, hecha con puñal toledano. Cuando llegaron a la comarca de los Girones, Chechepe reconoció a la niña de los Ugarte y ordenó que los atendieran: - No soportaron a la niña con sus gustos. Ella no buscó color. Quería caricias. Por tus cojones de prometo que te apoyo - dijo Chechepe, para decidir la suerte de los Barrios. Agregó terminante: - Abandonados, nunca. Pedro Barrios y Alicia Ugarte fueron una pareja hacendosa, muy rápido comenzaron a preparar mazorcas de cacao y panecillos. Y ella enseñó a usar los bastidores para bordar ramos de flores en varios colores en las telas producidas por los indios del Diriá. Las indias aprendieron rápido y bordaban en grandes cantidades. Los Girones encargaban en las casas de comercio de Granada el hilo español para bordar. Después viajaban cada año con las recuas de mulas cargadas de telas de algodón liso y coloreadas, bordados finos con santos y flores, mazorcas de cacao, panecillos, sebo de res, cera de abejas, cueros y quesos que llevaban de venta a Granada. 19
  • 21. En todos los viajes de negocios que hacían los Girones y los Barrios, siempre fueron acompañados por los Namoyure, para darse a entender con los indios del país. Fueron muchas tormentas de lluvia y fuego las que pasaron juntos. De fuego, porque Chechepe les había explicado que los rayos venían del fuego de los volcanes, que con el humo el calor quería subir al cielo, donde, puestos allá, las fuerzas de San Miguel Arcángel, con todos los serafines que eran ángeles de combate, devolvían el calor sin contemplaciones y de una vez, y por eso caía concentrado en forma de rayo, y cuando el cielo se veía partido en muchas nubes después se concentraban en un único rayo, era por los efectos de varios serafines volando por el cielo y al atender la orden al mismo tiempo enviaban el filo de la espada en la misma dirección, de allí provenía la fuerza que ocasionaba la caída hiriente contra la tierra en un rayo quemante, caída en un punto señalado, ya fuera torre o árbol. Los rayos demostraban el rechazo de Dios cuando no quería que se le acercaran mucho, como con los judíos de Babel, a los que confundió cuando hacían la torre para acercársele. - Pecho a tierra todo mundo - ordenaba Chechepe cuando se venía la rayería. De inmediato se tiraban de las mulas y se apartaban de los árboles. Jamás pasaron cerca de los volcanes cuando el cielo estaba nublado. Decía que éstos eran la principal causa de los rayos, porque metían calor al cielo. Por cualquier cosa, los Namoyure preparaban los talismanes de buena suerte con las telas que preparaba Doña Josefa Namoyure. Para cuando Margarita Namoyure se casó con Pedro José Girón Barrios, nieto del primer Pedro Barrios, creyó que se casaba con español puro, porque con negro o mulato jamás lo hubiera hecho siendo ella india principal. Lo del pelo encrespado, desde aquellos tiempos, Chechepe había declarado que no era exclusividad de los negros, sino que también de españoles andaluces. Eso sucedía porque en las tierras de Andalucía, todo el día encendido el puro sol les achicharraba el pelo, y no había lluvia que se los alisara como en las tierras de Indias. Algunas generaciones después, otro Pedro José Girón Barrios, era único nieto de Don José Ignacio Girón Mondoy, el hijo mayor de Chechepe, nacido de amores adolescentes con una india principal de Namotibá. Cuando José Ignacio, producto de este efímero, pero no menos importante amor, estuvo crecidito, Chechepe se lo llevó a la casa. Después de haber 20
  • 22. estado una tarde y una noche, el muchacho no se quiso quedar a vivir con los Girones. Se llenó de ansiedades y presentimientos en esa casa de paredes frías, con humedad retenida. Además, el interior de la casa, se mantenía sin ventilación, con los humores impregnados de los que habían venido muriendo desde antiguo. Como renegó de la familia, aunque era verdadero Girón de sangre, para hacerlo menos fue conocido como Pedro José Mondoy. Así se dejaba llamar, pero en las firmas ponía su verdadero nombre con orgullo, lo que ponía contento a Chechepe. La misma mañana que salió de la casa comenzó a parar su propio rancho a la vera del camino de la comarca de Palo Quemado. Mejor en rancho pajizo que en casa de ancestros que todavía andan rondando. Chechepe le enseñó varios oficios, entre ellos el de hacer la verdadera cususa, y, sobre todo, a cuidar gallos, motivo principal para que su madrastra no lo quisiera, aunque a él tampoco le importaba, porque vivía en su rancho de paja distante a más de quinientas varas de la casa, en uno de los extremos de la hacienda, donde vivió casado con la mulata María Beatriz Girón, nacida en la hacienda, de buenas costumbres aprendidas de las Girones. No duró mucho tiempo el idilio, no por ellos, sino porque el matrimonio terminó con una peste de la cual se salvó el robusto niño José Manuel Girón Girón, llevado a vivir a la casa hacienda, donde se casó con la Teresita Barrios, una de las nietas de Pedro Barrios y Doña Alicia Ugarte, de donde nació {este otro Pedro José Girón Barrios que, aunque nunca aprendió la doctrina cristiana, salió a defenderla en una compañía de conquista, que se organizó en Granada para ir a Lovigüisca, en parte buscaba ver si por allí andaban los Ugarte o sus descendientes, para vengar la vieja herida. Pasó cerca de dos años bajo las órdenes del Capitán de Conquista Don Francisco de Asís Fernández de Arellano, el último español que quedó perreando indios y sacando grandes cargas de oro que nunca llegaron a las arcas reales y que siempre las guardó en su casa de Granada. Alegaba tener tanto derecho como el rey para disfrutar el oro de Indias y con frecuencia recordaba a sus antepasados subiendo al Cuzco en el Perú tras el tesoro de los Incas y que mandaron intacto al Rey. Tres veces salvó la cabeza de las insidias. Se detuvo de las campañas hasta que cayó en manos del Santo Oficio que lo acusó de bigamia y de leer libros prohibidos por los cuentos de un tal Cordón, mulato de la Villa de San Jorge. Obligado por el Santo Oficio salió con el sambenito a la calle y los pecados le fueron perdonados. El mismo día del regreso de la última expedición, este Pedro José Girón Barrios, se acercó a la casa de Namoyure, y, sin más trámites, le pidió a Margarita, su hija, para casarse. - Es tuya - le dijo Namoyure con autoridad. - Deme la bendición - dijo Pedro José. 21
  • 23. - Vayan a vivir con los hijos que tengan - les decía, mientras les daba una bolsita cosida con los hebras del pelo negro y largo de Doña Josefa Potosme. Luego, agregó: - Nunca les faltará leña, y cuando estén en apuros la tienen que frotar para que les dé protección: “Bolsita, cosita, chiquita por el pan y por el agua, por la virtud que vos tenés, dame gracia para que no falten... allí se le pide”. A través de ella, de hacerlo con fuerza, podés lograr lo que pedís. La misma fuerza le imprimió Pedro José cuando la estuvo frotando todo el día mientras Margarita Namoyure Potosme anduvo en Granada en las bullas de cuando Cleto Ordóñez se tomó el cuartel. Como siempre había llegado de madrugada a Granada, los dos burros los dejó a la entrada de la ciudad, cerca de La Pólvora, en Jalteva. Ese día, por la mañana parada, a la entrada del zaguán, con el canasto en la cabeza, recibió la razón que la señora dueña de la casa le mandó decir con la sirvienta: - Dice que no son tiempos para cobrar, las cosas andan peligrosas, mejor váyase que no la quiere ni ver por aquí. De la puerta de ese zaguán, después de haberle tirado las verduras para adentro de la casa, salió directo a buscar a Cleto Ordóñez y le dijo: - Si usted tiene la plaza, yo le prometo las calles de la ciudad. Antes de la medianoche quiero cenar en el Club de los Españoles – dijo la mujer con picardía. Margarita Namoyure se fue a la cabeza de un montón de mujeres del mercado, las arengó y se metieron en las casas. Todas decían andarse cobrando lo que les debían. Margarita regresó a su casa cuando toda la demás gente comenzó a ponerse uniforme y a seguir los mandos militares. - Yo no estoy para eso – dijo enfática. Esa fue la última vez que llegó a Granada. A los meses la llegó a buscar el resguardo a la hacienda de los Girones. Ya no amaneció porque desde ese día se fue a vivir, con su marido, del lado del Dulce Nombre, cerca de Jinotepe. Fue de los primeros Girones que salió del lugar con rumbo definido de buscar cómo vivir en otro lado. Los demás salían diciendo que iban a rodar fortuna con la ilusión de volver, pero nunca más regresaban. 22
  • 24. - De aquí saldrán a multiplicarse por el mundo. No se olviden de que ustedes son los mismos - recomendó antes de morir Chechepe. Ya para entonces padecía las alucinaciones con que mueren los jugados de cegua. Otros, cuando ya estaban en edad casadera iban al Diría, casi siempre para las fiestas de San Pedro o de San Sebastián para buscar esposa. Luego volvían a su lugar, engendraban el primer hijo y, antes de que naciera, salían. Algunos pensaban que era maldición, y otros decían que era el destino. Sin embargo, cada vez y cuando se quedaban y se multiplicaban en el lugar. Cada vez que hacían eso, les sucedían vainas. José Esteban Girón se dedicó a seguir la crianza de gallos de pelea. A los quince años llegó a tener gallos de diez y ocho alzos con navaja larga o con espolón punzante afilado en molejones especiales, diferentes de los que usaban para afilar los cuchillos y los machetes. Chechepe sabía de tantas cosas, que por tiempos su descendencia se repartió su conocimiento. José Esteban heredó el de los gallos. Les aumentó jaulas y galeras para que se criaran sin problemas, manejándolos larguito de la casa. Fue criticado porque se dedicó a criar los gallos y se olvidó de las mezclas del gallo invencible con quebrantahueso. Su afán fue el de ganar los gallos y las apuestas. Hasta mandó a dejar la Mano Poderosa a la casa hacienda porque decía que asustaba a los gallos. Cuando Chechepe construyó los gallineros pensó que las aves no fueran a molestar con los cantidos a Doña Leonza Ruiz y Ruiz, su madre, que siempre estuvo protestando por las inclinaciones de su hijo, y continuamente decía que alguien de la familia, de los que valían la pena y no de los perdularios, iba a pagar todo lo que hacían con los pobres animalitos, que no los dejaban criarse como Dios manda, sino que hasta con zopilote y con gavilán los querían cruzar. - Son cosas de maldad, nunca se ha visto que otro animal machuque al que no es su raza, porqué con estos zánganos tiene que ser diferente. Discurso que fue repetido por las generaciones de mujeres de la casa, que de largo hacían las cruces cuando veían que Chechepe y luego su descendencia, se ponían a estarles rascando debajo del culo a los pájaros. Si Chechepe tuvo que aguantar a su madre, José Esteban aguantó a su tía Clarisa, que mucho tiempo después por las mismas razones le decía las mismas cosas. - Hay que templarlos, sacarles ganas. Animitas del purgatorio, van a tener su misa bien pagada. Brinco 23
  • 25. adelante, brinco atrás, le toco el culo y se lo mojás. Sanito sanito, venite chiquito, tirate un polvito. Y le ponían reliquias compradas en la fiesta de San Jerónimo y encerraban a los zopilotes y a los quebrantahuesos con una estampa de la Mano Poderosa para que le cumpliera su voluntad. A los animales machos les untaba mapachín donde el calculaba tocar los genitales y les daba granitos de macuá, aguacate cocido en agua de calzón. Y nada, siempre les tenía lista una gallina para le pudiera echar el polvo en cuanto estuviera al tiro. Los mentados animales en vez de machucar se le iban al cuello a las pobres gallinas. Esto, por siglos, nunca dejó de hacerse, quien le heredaba una costumbre a Chechepe no la dejaba de hacer jamás, hasta que la heredaba, ya fuera a sus hijos o sus sobrinos, siempre había alguno que se aficionaba o a lo mejor era el mismo Chechepe que le iluminaba las inclinaciones. Una mañana, Manuel Esteban Girón llegó con Chu Chaverri, toda la gente de la casa pasó pendiente del hombre que con una vara de guayaba, llevándola por delante, se movía tras una atracción invisible que arrastraba a la rama. Cruzaron lomas y hondonadas Se detenían a mirar, a dejar trabajar la rama, luego seguían sin ninguna vereda definida. Parecía que habían perdido los caminos. Los sembradíos no fueron límites para pasarlos machucando. Chu Chaverri se detuvo, casi en éxtasis, se movía la rama, miraba el cielo, volteó luego los ojos por los contornos y suspiró profundo. Las mujeres que andaban curioseando se dieron vuelta, porque pensaban que iba a orinar. Al voltearse encontraron al hombre arrobado pegando el oído al suelo. Manuel Esteban lo sacudía. - Es la mejor vertiente de agua en toda la zona. Este es el punto para hacer el pozo. Luego se desvaneció sobre la tierra. Lo pusieron en una hamaca debajo de una enramada que construyeron en el lugar, donde, sin bendición de cura, comenzaron la excavación bajo la advocación de la Mano Poderosa que trajeron de la casa para ponerla de protección y que no le pasara ninguna desgracia mientras estaban cavando. - Está bueno que hagan el pozo larguito de la casa, aquí no soportaría tanto indio que viene y quiere meterle plática a uno; además, allá dicen sus bascosidades que desde aquí no se oyen, - dijo Doña Clarisa Ortega, la esposa de Manuel Esteban, que venía siendo biznieta de Chechepe. Se tomaba 24
  • 26. con mucho orgullo el ser Girón y venir de un viejo conquistador español, y de poseer distinciones reales por los servicios prestados por sus antepasados en Flandes y en la campaña de Cataluña. Doña Clarisa también venía de los primeros pobladores de la provincia. Una vez que un escribano recién venido de España la pretendía, diciéndole que él era puro español, descendiente de conquistadores, ella lo paró en secó: - No. Descendientes, nosotros. Después de Granada, de Flandes y Francia mis abuelos se vinieron para acá. Las glorias de España se trasladaron al Nuevo Mundo. Conservaba la pureza de sangre, y su familia desde antaño, era muy estimada, a pesar de que habían tenido un tío abuelo cura que era licenciado y tenía una barragana negra, que siendo su esclava, le había parido dos chavalos. Hacía mucho tiempo se habían ido, para no regresar, a una peregrinación al Santo Cristo Negro de Esquipulas en Guatemala. Doña Clarisa desde largo miraba a los hombres trabajando mientras ella vigilaba la recogida de los huevos del gallinero que, en una canasta, levantaba la Juana Justina, esclava comprada en doscientos pesos en una subasta en Granada. Ese canasto Doña Clarisa nunca lo tocó, porque se cuidaba de no tocar nada que un esclavo, aunque fuera criollo, nacido en la hacienda, hubiese manoseado. Era por eso que ella misma hacía su comida y la de su marido. - Es por la sarna, aquí abunda - le dijo a Teresita, una sobrina, hija de José Ignacio Girón Barrios, que siempre la andaba siguiendo, y cuando no la seguía ella la llamaba: - Venga la niña, aprenda buenas costumbres, vea cómo se van haciendo las cosas. Decía eso para que se le quitara la costumbre de quedarse viendo por horas a su primo José Esteban, mientras cuidaba a los gallos y les hacía ejercicios o buscaba como sacarles la cría. Cuando salieron los primeros barriles de agua del pozo, hubo alborozo en toda la comarca, casi trescientas varas de profundidad, ocho bueyes para el negocio del agua, cuatro para el malacate y cuatro para las pipas que repartían el agua. Un mecate de dos pulgadas de grueso aseguraba que el barril se mantuviera firme a lo largo de la subida, y que luego llegara hasta el brocal donde era enganchado en una argolla de hierro que lo detenía, los bueyes todavía avanzaban un poquito y el guiador sincronizado con el pocero 25
  • 27. los paraba en seco poniendo el chuzo encima del yugo. El barril se volteaba y derramaba el agua en la pila. De allí, en baldes con sondalezas, era jalado para llenar los cántaros de agua de la gente que llegaba, desde largo, en caballos aperados con angarillas para llevar dos cántaros de agua. Así todos los días desde las tres de la mañana. - Es una carajada que estemos saliendo a comprar los tomates al Diriá y a veces hasta Pacaya, y lo peor es que el otro día el viaje fue de balde porque no hallamos. Todo lo que es tomate, cebolla y tabaco, de aquí tiene que salir - sentenció una noche Manuel Esteban al regresar de Nandaime, donde había ganado cuatro gallos, y estaba eufórico porque dejó amarrada la venta de varios más para cuando tuviera las próximas sacadas. A José Esteban no le molestaba que su tío se fuera a la gallera y vendiera los gallos, lo único que le interesaba era el detalle de los tiros que había hecho el gallo, con eso quedaba tranquilo y salía musitando cálculos genéticos sobre la levantada de las plumas, la alzada de las patas o los tiros arriba o los encuentro de pecho, el tipo de navaja, y vigilando si lo habían echado con el tipo de navaja que él había recomendado. El lugar adecuado para sembrar las hortalizas quedaba como a trescientas varas del pozo, y ocupaban como veinte hombres todos los días para regar las tres tareas de hortalizas que tenían sembradas. Una tarde, cerca del pozo, Manuel Esteban tiró el balde contra la pipa porque dejaron abierta la llave mientras él estaba afanado sacando balde tras balde del pozo. - Se me revienta la vida cuando se me acerca gente tan haragana. ¿Quién tenía que estar aquí? Son cuatro jodidos y ninguno estaba. ¡Diosito lindo, iluminame para buscar gente que sepa trabajar y no tener al lado tanto güevón que para nada sirven! Y siguió por un rato hablando que no se podía seguir trabajando con ese montón de mulatos y de indios pendejos que le hacían salir más caro el caldo que los huevos. Fue cuando un muchacho, Chu Rivas, apareció como prodigio metido entre las galeras de José Esteban, y entre los dos sacando cálculos sobre los gallos cruzados con quebrantahuesos. Chu para entonces había inventado más de veinte trampas para agarrarlos, aunque con frecuencia llegaban a desocupar las trampas y soltar a los zanates, que de ninguna manera dejaron de caer en ellas. Desde que se dio cuenta comenzó con las medidas de las varas de bambú que llevarían el agua a una pila. Allí colocó una torre coronada por aspas de 26
  • 28. madera que daban vueltas con el viento y levantaban el agua hasta la altura de una loma alta, que venía siendo como cien varas más alta que la explanada donde estaban los siembros. Desde allí, el agua venía sola en caída. Le abrieron canales bien apisonadas, cubiertas con mezcla de cal y piedra que permitían al agua correr entre las eras de los siembros. Se dedicaron a sembrarlas en verano para sacar los tomates cuando no se veían por ningún lado. A lo largo de los carrizos de bambú, para aprovechar el agua que se derramaba, sembraron árboles frutales, principalmente naranjas. Aunque, cuando escogieron las semillas no se fijaron que más de la mitad eran de toronja. Teresita Girón se había quedado sin casarse porque, según algunos, se le habían pasado todos los humos de la Clarisa Ortega antes de haberse asegurado un hombre. Aunque ella aseveraba que era orden de Chechepe: esperar que llegara el hombre al que escogería como marido, que lo esperara el tiempo que fuera necesario. La última vez que se le apareció Chechepe le recomendó que se guardara de andar creyendo que ella era la más linda de todas las Girones, que esperara tranquila la llegada de su marido. Ya cumplidos los cuarenta años, llegó Chu Rivas, muchacho con poco más de veinte años. De inmediato reconoció al hombre con el que había soñado. Chechepe le había dicho que la seña sería el aparecimiento de un manantial donde no había, y que Chu lo había abierto. La otra señal era que la llenaría de miel para toda la vida. Una miel desconocida, y Chu lo había hecho al descubrir que el grueso de las toronjas se podía mezclar con la miel del trapiche siempre que se dejara la cáscara en agua durante una noche entera. Al siguiente día se ponía a hervir con una tapa de dulce en una cazuela. Así fue que se inventó la cajeta de toronja, y también hicieron algo parecido con las semillas del zapote, se les sacaba la buñiga y se mezclaba con agua y dulce. Se ponía a cocer y sacaban la cajeta de zapoyol. Fueron dieciocho cajetas las que inventó Chu Rivas. Por la diferencia de las edades, el matrimonio de la Teresita Girón estuvo lleno de decires y murmuraciones sobre los intereses que lo pudieron provocar. Sin embargo, siempre se les vio felices. Salían por las tardes montados en el mismo caballo y regresaban de noche entre cantos y tonadas que la Teresita aprendió con la intención de agradar al marido que Chechepe le había prometido cuando ella tenía quince años. Cuando tuvieron a la niña, fue la más mimada de las Girones, 27
  • 29. todos querían apadrinarla. Le pusieron Brunilda en homenaje a las cuatro tías Brunildas que habían existido. Todavía quedaba una Brunilda anciana que reclamó el derecho de ser la madrina por llevar el mismo nombre. A falta de descendencia, la anciana no tenía a quién heredar los bordados que había venido cosiendo desde jovencita. Por darle complacencia de vieja, con el augurio del corto tiempo que tendría por delante, aceptaron que fuera la madrina. El padrino fue más difícil. Pero Chu le dio rápida solución al escoger a José Esteban, que era como su padre que lo trajo del Diriá a ese lugar donde, además de aprender los secretos de los gallos, se había encontrado con una gente que lo tenía como por uno más de la familia. Los Girones aceptaron porque creían que si Chu y José Esteban eran tan amigos, bien podían ser compadres. Los otros parientes estaban preparados para ser los padrinos de la niña Brunilda y pidieron a los invitados que no se fueran para que cada quien pudiera hacer su fiesta, que coincidió con las celebraciones de San José y con la sacada de los tomates de la hortaliza. Las comilonas del bautizo tardaron más de ocho días. - Ya se pueden imaginar a todos los Girones echando la casa por la ventana con la hija de Chucito - comentaba la Margarita Rivas en Diriá para referirse a la temporada pasada con los Girones durante el bautizo de su sobrina. Alguna gente quiso mal interpretar la amistad que Chu Rivas tenía con Namoyure, y dijeron que por el interés de meterse con los Girones se había llevado de malas a una vieja, con veinte años adelante. Que Don Facundo, seguramente, le había arreglado algo para que le saliera bien el asunto. Le llegaron con el cuento a uno de los Girones. Ese mismo día se lo fue a comentar a José Esteban. Apenas tuvo tiempo de terminar de oír cuando se fue al corral, ensilló su caballo y revisó la pistola para ver si iba completa de tiros. Antes de salir recomendó: - Que ni Chu ni Teresita se den cuenta de esa habladuría que anda la gente. Ahorita mismo la voy a parar. Salió dando un portazo en la puertas de golpe del corral de los caballos y se fue a buscar la casa de Panchito Chincaca el iniciador del cuento. Desde que salió se fue pensando que entraría al Diriá por la calle de El Hueco, lo llamaría y le daría primero dos pijazos en la cara y después le dejaría ir el tiro cuando estuviera en el suelo, para que se revolcara en el lodo. O mejor le golpearía la puerta, y sin decirle nada le dejaría ir el tiro. O le pegaría un vergazo en el tronco de la oreja y lo dejaría mal muerto en la puerta de su casa, y allí le pegaría cuatro patadas. Y si estaba en el estanco, mejor, porque lo mandaría llamar a la puerta y le diría que ni de su hermana ni de su cuñado se andaba 28
  • 30. hablando, y que allí le iba eso para que aprendiera. Se lo apearía de un pijazo y no daría tiempo de que nadie se metiera, porque para entonces sacaría la pistola y les gritaría que llovería verga sobre el que lo hiciera. En el camino le salió Facundo Namoyure y le detuvo la rienda del caballo: - Detenéte y no te ensuciés por una mierda de esas - le gritó impetuoso Namoyure, con la clara intención de que no lo iba a dejar pasar. - Es cuestión de honor. - No, eso es cuestión de cuentos. Vos sabés quién es Chu, que vos lo llevaste, que él viene a platicar conmigo para consultarme todos los inventos que quiere hacer. No te ensuciés de esa manera. Desmontá y vení. Date vuelta y conversemos. José Esteban se detuvo porque se trataba de Namoyure. Desde el principio le vio la decisión de no dejarlo pasar. Se bajó del caballo y se regresaron a la comarca. Aunque no agarró para la hacienda, sino para la casa de Don Facundo, desde allí mandó a llamar a Chu Rivas a quien no encontraron en la casa, porque cada vez y cuando, por las noches, se perdía con la Teresita. Se iba a bañar a la laguna de Apoyo o agarraba para el lado de Nandaime buscando ríos para bañarse en el agua. Esa era la debilidad de Chu, el agua que corre, únicamente frente a ella se podía excitar. El problema es que en toda la comarca no había agua que corriera, nada más el agua del pozo. Por eso inventó lo de los canales y lo de la subida del agua. Todo el tiempo andaba pensando en cómo mover el agua, porque sólo así le podía servir. Cuando se quedaban en los canales a la Teresita no le gustaba porque se le ensuciaban las nalgas. Entonces decidieron que allí se quedarían cuando la necesidad fuera mucha y no aguantaran llegar a otro lado. Eso no lo sabía nadie, hasta esa noche lo adivinó Namoyure y se lo contó a José Esteban, para que no se preocupara cuando los viera desaparecer. Sin embargo, fue hasta quince años después, con mucha agua corrida bajo las pasiones que pudo salir preñada, a los cincuenta y cinco años, cuando ya todos habían perdido las esperanzas, menos ella que, todas las noches, le pedía a Chechepe que no le diera gusto a la mala gente que andaba hablando mal, diciendo que era marimacha y que no podía tener hijos. José Esteban y Namoyure, esperaron hasta la mañana y los vieron entrar felices del lado de la laguna, era la hora cuando empezaban a ordeñar las vacas en el corral y cuando empezaba a funcionar el malacate del pozo. A esa hora Chu se 29
  • 31. quedaba revisando que los canales funcionaran y regaron los naranjos, las toronjas, los aguacates y los marañones sembrados en estos últimos quince años. - Son los habladores de siempre. Famosos en todo Diriá. A mí ni me preocupa esa gente, no pueden hacer nada si no están hablando. De todos modos nadie les cree - afirmó Chu con la mayor tranquilidad, sin demostrar el menor asomo de rencor ni de molestia. - Esto no se puede quedar así - reclamó José Esteban pensativo. Agregando después: - Es como una espina que a uno se le mete por dentro. - Si vos lo que querés es joderlo, pues lo hacemos. Y si lo que querés es que se callen, pues también - explicó Namoyure, demostrando que las cartas las tenía en la mano y que le podía dar gusto. - Las dos cosas - pidió José Esteban - Para que se te pase el rencor y no te ensuciés, le voy a pedir a Jacobo que se haga cargo. Todos quedaron en silencio, amanecía entre los breñales de los potreros. Este año tenían que ser limpiados para que el ganado pastara mejor y aumentara la leche. Chu Rivas había descubierto que se podían hacer canales para llevar el agua hasta los potreros que quedaban en los planes. La madrugada se llenaba de sueños. El Mombacho azul se enternecía con los primeros rayos del sol. Las cañadas, que antes fueron cacahuatales, este año reverdecieron con las hortalizas del verano. Amaneciendo en un mes de mayo, la niña Brunilda Rivas demostró que además de ser chispeante y bonita también podía tener revelaciones en sueños enviados por Chechepe. Unos días antes de casarse con su primo segundo, Manuel de Jesús Girón Maraña, la muchacha tuvo una revelación, que la tenía que cumplir al siguiente día de consumado su matrimonio. Algunos de los primos despechados decían que el futuro marido era protegido de la Teresita y que por eso se estaba casando, que esa clase de gente era Jesús Maraña, como le decían, porque era hijo natural de la Teresa Maraña, que llegó a trabajar desde cuando comenzaron las hortalizas, poco después de que Chu Rivas llegara con lo del agua. Ellos estaban seguros de que era Girón, porque los muchachos se quedaban con ella por las noches. Siempre se disputaron quién la había preñado, aunque le concedían el honor a José Manuel Girón Toruño, porque era el que la había desvirginado. Le tocó en suerte cuando, entre todos los 30
  • 32. primos, la rifaron para ver quién sería el primero, y ella, con el dolor de esa noche, no los pudo seguir complaciendo. Los demás se tuvieron que esperar para poder gozarla varias noches más adelante en la ronda de las hortalizas, con hojas de chagüite que le ponían debajo para que no se le raspara la espalda. A veces tenía que aguantar hasta a los viejos antojados, que se dieron cuenta de que la muchacha se echaba a varios de ellos todas las noches, y allí se llegaban a desaguar o a veces por curiosidad. Todos andaban hablando de las maravillas que la muchacha hacía para hacerlos terminar en un ratito. Los viejos, con disimulo, le mandaron hacer una casita para que no se fuera del lugar. Una casita de paja cerca de la huerta. Al salir preñada, los muchachos como que se le corrieron. La Teresa Maraña les reclamó y les dijo que no la podían dejar así, que quién iba a nacer era un Girón y no podía nacer tirado en el camino. Por supuesto que creció cerca de la Brunildita, y desde pequeños se dieron atenciones aunque siempre los cuidaron en sus juegos. No fuera a ser un percance. Desde tierno lo admitieron como Girón. El asunto fue muy delicado, porque llevaron a varios de los tíos viejos, de los hijos de José Manuel Girón y Llano, el que salvó a Granada cuando entró con dos carretadas de maíz para el año del hambre. El veredicto final estaba reservado a Don Manuel Esteban Girón, el padre, ya anciano, de José Esteban y de Manuel Esteban, criador de gallos, que se ocupó de trasmitir los conocimientos a la familia. Fue el dictaminador principal de la verdad sobre el origen del muchacho. Lo examinaron, la forma de la cabeza, las manos gruesas, las uñas largas, el mentón fuerte y la nariz recta, un lunar en el entrepierno que siempre llevaron los Girones, que sólo podían conocer entre ellos o aquellas con las que llegaban a la intimidad. - De que es Girón es Girón. Si es tío, hermano o primo eso no lo sabremos. Lo único cierto es que aquí está un Girón - sentenció con aire docto Don Manuel Esteban, apoyado por Don Facundo Namoyure, ya que sus mujeres siempre habían sido las que parteaban a las Girones. Terminaron tranquilos porque, a fin de cuentas, Manuel de Jesús Maraña viviría en la casa hacienda, y allí todo era de todos. La Teresa Maraña pasó a vivir también a esa casa al lado de la Brunilda. El día de la revelación la Brunilda se fue donde dormía su madre, allí le contó lo que acaba de recibir. - Con estas cosas hay que tener calma, porque si uno las quiere precipitar después no salen. Cuando se casó, todos se admiraron de que al siguiente día, en vez de amanecer en la cama, apareciera buscando los confines de la finca con Manuel de Jesús. Después de salir 31
  • 33. al camino, volvieron a entrar en la finca y llegaron a un viejo tronco de huachipilín. Una vez llegados al tronco, localizaron el punto que Chechepe había indicado y lograron dar con algo duro, siguieron cavando con más cuidado, y, poco a poco, se descubrió el arcón de madera que Chechepe robó al Lolonés y se había logrado traer en la carreta cuando ya venía herido. Antes de quedar jugado por las ceguas, le había dicho a Saverio, un negro de Guinea, que se fuera a tal y tal lugar y que allí, él solito se llevara a enterrar el arcón, que después lo iban a llegar a sacar. Saverio no se atrevió nunca a curiosear porque al verlo jugado de cegua sentía que estaba tocado por el más allá, y que eso era como una protección que lo volvía peligroso para cuando llegaban las noches. Que no se sabía lo que podía pasar. Mejor era no meterse con eso. De todos modos, al poco tiempo fue vendido como esclavo en una subasta de Granada por trescientos pesos y seis reales, y parece que se lo llevaron para el lado de León, nunca más se supo de él. La niña Brunilda y su marido desenterraron la caja y vieron que la tapa tenía un candado medio oxidado y lo llevaron hasta la casa para ver lo que había adentro. Todos los vieron cruzar con el caballo que lo traían arriado con el arcón encima. Llegaron a la casa y allí, palanqueado con el cabo de una macana, lograron romper la cerradura, y lo primero que encontraron fue la carta de Chechepe diciendo que esa caja había sido sustraída del barco que estaba en el fondeadero del lago de Granada y que los piratas del Lolonés, confiados, lo dejaron solo, y él había ido a rescatar lo robado de la ciudad. Lo sagrado debía devolverse a las iglesias, pero el resto del tesoro sin dueño podía ser disfrutado por quién recibiera la revelación. Para mientras la iba a mantener enterrada para evitar tentaciones propias y ajenas. Pero por las ceguas no tuvo tiempo ni de revisar. Fue hasta en el sueño que Chechepe reveló el lugar y las circunstancias que precedieron al enterramiento. Los parientes llegaron a la casa y se enteraron de lo que allí había. Estaban los vasos sagrados de alguna iglesia de quién sabe que ciudad del Caribe, revueltos con puñales y unos cuantos doblones de oro. Entre todos tomaron la decisión de que eso era pertenencia de Dios y que se debía de devolver a la iglesia. Así lo hicieron con los copones y los cálices, ellos se quedaron con los doblones y el puñal de empuñadura de plata. Manuel de Jesús decidió repartir los doblones y ser él quien andaría el puñal de oro y empuñadura de plata, que mejor no lo hubieran hecho. Por aquellos días fue que el mismo Manuel de Jesús Maraña se zafó del caballo y el puñal se le enterró en el puro corazón, dejando viuda a la Brunilda, que ya jamás se volvió a casar. 32
  • 34. Y las vacas que compraron con esos doblones nos les sirvieron para nada; primero, ninguna se pudo preñar, y, después una a una se fueron muriendo de murriña. La Teresa Maraña, luego de la muerte de su hijo, le pidió a la niña Brunilda que la dejara irse a vivir a una casita cerca del camino, donde tenía un chiquero, y se dedicaría a criar chanchos hasta el final de sus días. Brunilda, después de los llantos de viuda, se irguió por encima de los desconsuelos, esperó inútilmente la preñez, y decidió reconciliar a Chechepe con la familia. Estaba segura de que la desobediencia le había acarreado tantas desventuras, desventuras que no se limitaron a ella, sino a la familia entera. De tal forma que muchos de los Girones ahora tenían que dormir en los caminos arreando vacas desde Rivas o desde Chontales. Porque a los peones les daba miedo trabajar desde el día en que se desprendió el brocal del pozo, poco antes de que se comenzara a morir el ganado y dos días después de la muerte del hijo de la Teresa Maraña. Chu Rivas murió día de por medio con Doña Teresita, por eso la velaron durante dos noches y la enterraron medio descompuesta. Ya con malos olores. Teresita se llevó a Chu, por desconfiada. Pensaba que muerta ella nadie se lo iba a cuidar. Es más, estaba segura que nadie le iba a entender, porque desde que quedó dundo del golpe que le dio el cabo de hacha cuando estaban haciendo el experimento de la subida de agua del pozo a la loma, sin necesidad de que soplara el viento, nadie entendía lo que hablaba, y ella pasó cuidándolo todos estos años. Por el capricho de los Girones, que le dieron muchos giros a la vida, terminaron por darle vuelta. Porque lo mandado por Dios era que Chu la anduviera de la mano cuando estuviera anciana. Pero no hubo necesidad, porque Chu Rivas no vivió lo suficiente para ser anciano, y Teresita tuvo excesos de energía acumulada que usó hasta el último día de su vida. Fueron dos maldiciones seguidas las que cayeron sobre los Girones, la de Chechepe con la Brunilda y la de la Teresita. Directo castigo de Dios que se extendió a la familia porque se prestaron para retar a Dios con lo del agua. Lo natural es que toda agua vaya hacia abajo y Chu la desvió, en agua corrida, para arriba. Además, hizo que las hortalizas estuvieran haciendo trabajar la tierra en verano, contrario a lo dispuesto por Dios en la naturaleza. La prueba de la desaprobación de las cosas que hacía Chu Rivas fue el castigo que se le vino de los cielos, cuando le cayó el cabo de hacha en la frente, en el momento que logró culminar el reto al sustituir el viento. - Eso no es casualidad. Mucha gente estaba junta, y ¿por qué 33
  • 35. le tuvo que dar directamente en la frente sin matarlo? Quedó dundo para que no volviera a pensar. Peor que si lo hubieran jugado las ceguas. Cada vez se están poniendo más feas las cosas. Es el fin del mundo que se acerca. Durante la vela, los platicadores sentían cierta complacencia de que su mujer lo cuidara, porque era cosa de ella llevárselo la misma noche para irse juntos. - Quién sabe cómo harán ahora que van para los infiernos porque ellos siempre fue con agua corrida que retozaron. Nunca se detuvieron, ni ancianos ni cuando estuvieron para morir. Eso se supo porque la Teresita llevaba de la mano a Chu a la pileta de agua que colocó cuando tenía todavía fuerzas para hacerlo. - Comenzó a los cuarenta la Teresita, pero los repuso. Ese era el apuro que no la detuvo ni la vejez. Casi treinta años para cumplir con su misión en esta tierra. - Dicen que San Pedro te devuelve si quedás debiendo. El que no lo cumple se condena. Durante la vela, desde el gallinero se veían los resplandores de un candil que se movía de un lado a otro. José Manuel Girón, que permaneció ajeno a todos los preparativos de la vela, cuidaba los últimos picotazos que lanzaba al aire el quebrantahueso que se moría de hambre, porque se había negado a comer y más aún a fornicar gallinas. De nada le habían servido los doblones de oro que puso debajo de la imagen de la Mano Poderosa para que le abriera los sentimientos a los gallos. La Brunilda pensó que la mejor forma de poner contento a Chechepe era teniéndolo siempre presente en la casa. Don Chequel Sándigo llegó especialmente de Diriá a pintar el cuadro de acuerdo con el dictado de la Brunilda, tal como recordaba el rostro de los tres sueños. Tuvieron dificultades con la cabeza porque ella lo que tenía más presente eran los ojos. Hicieron la forma de la cabeza sin ponerle nada, después Don Chequel le boceteó una envidiable variedad de pelos. Desesperada, la Brunilda se tiró a llorar: - Sinceramente, no me fijé... mejor póngale sombrero. Chequel recordaba abundantes ilustraciones de sus lecciones de estudiante en el Seminario San Ramón de León. Le puso un sombrero que a la Brunilda no le gustó porque se le metió que con él se parecía al Lolonés, su enemigo. Chequel se fue a Diriá y regresó al siguiente día con un muestrario que, 34
  • 36. para su deslumbramiento, se lo descubrió delante de sus propios ojos en el corredor de la casa una mañana iluminada de sol. Escogió uno de alas cortitas con el cumbo alto y estriado. Chequel comentó para sí: - El de Felipe II, vamos con ése. - ¿Cómo? ¿Quién era ése?- preguntó Brunilda sobresaltada. - El Rey de España - explicó Chequel. - Claro, si mi familia viene de España, allá fueron amigos del Rey. Chequel siguió pintando con su turbulento silencio. Con frecuencia hacía desesperar a Brunilda, incapaz de soportar que se pasara horas y horas con el pincel en apenas perceptibles movimientos en un botón de la camisa. - ¿Qué le puso al botón? - La figura de su esposa - contestó Chequel. - ¿Y en el otro? - Una querida. - ¿Cómo le supo la cara? - La soñé - le afirmó categórico. La Brunilda se quedó meditando sobre los caprichos de Chechepe. Le parecía extraño que metiera una querida a la casa. Pero como Chechepe era caprichoso, seguramente le dio recomendaciones especiales en algún sueño de como debía hacer el retrato. Después de los avatares y sobresaltos de la Brunilda con el retrato. Le dolía la ausencia de Chechepe de sus sueños nocturnos a través de los cuales le enviaba los mensajes. Todas las noches esperaba una señita por lo menos para saber si estaba conforme. Se consoló diciendo: "Si no le gustara, ese hombre no anda con cuentos y lo hace saber el mismo día". Cuando la familia se reunió para admirar la obra la Brunilda orgullosa, para los Girones analfabetas, leyó lo escrito en una especie de medallón al pie del retrato: "Don José José de Girón Ruiz y Ruiz, CHECHEPE, vencedor del famoso pirata el Lolonés, natural de estas tierras y patriarca de gran familia". 35
  • 37. Pocos días después sacudiéndose el polvo del camino, en su primera salida de la casa después de viuda, la Brunilda amarraba el caballo a la entrada de la casa de Chequel Sándigo para solicitarle que le pintara un retrato de José Esteban y otro de Manuel Esteban, y que después le hiciera uno de Chu Rivas. - Esos no me diga cómo eran porque yo los conocí - dijo Don Chequel Sándigo, con la sana intención de que la Brunilda ya no lo fastidiara diciéndole cuál era el color que le debía poner a sus pinturas. La Brunilda se mantenía cerca y Chequel se desesperaba constantemente pidiéndole que le hiciera la caridad de callarse. Diciéndole que lo dejara concentrarse y pidiéndole que por favor no le ayudara, que había soñado en un lugar de la casa, una bodega o aposento, al fondo, donde, buscando, podía encontrar retratos desde antes de Chechepe, de los que habían pintado unos indios. Se pasó buscando varios días en todos los aposentos. Y cada vez le llegaba a decir: - No encontré nada. - Siga buscando, algún lugar le ha de faltar. Un día de tantos se apareció sorprendida, pálida de sorpresa, llamando a Chequel a una bodega abandonada. En un bajaretito pegado a la casa, que con frecuencia lo ocupaban los Girones recién casados antes de irse o mientras estaban parando casa o simplemente porque estaban recién casados, había dieciocho cuadros, con figuras de la pasión, vírgenes y Cristos que se parecían a los Girones. Chequel le pidió que se dedicara a sacudir, muy suavemente, por lo menos una semana cada cuadro. Sus salidas al patio se volvieron extrañas y momentáneas porque pasaba todo el día ocupada. Esto provocó gran escándalo entre los Girones y casi los divide, hasta que los reconcilió Namoyure. Una parte estaba de acuerdo en que Brunilda podía estar pecando con Chequel, y los otros decían que las mujeres Girones siempre habían sido rectas, aunque tuvieran cualquier sangre eso no les llegaba, que no había nada de malo en que le estuviera ayudando a Chequel para hacer los retratos de la familia, porque alguno de ellos deberían estar. Porque la gente de todos modos habla. Con un hombre sería peor y no lo soportarían porque los Girones siempre estuvieron orgullosos de dos cosas en su familia: ni mujeres sin calzones, ni hombres cochones. Facundo Namoyure se ofreció de ayuda a Chequel para evitar dificultades. Las mujeres continuaron el pleito, porque no estaban de acuerdo enque un indio les estuviera diciendo cómo eran sus antepasados. 36
  • 38. Un día recibió la visita del padre Morales, que había notado su ausencia en la misa de los domingos. A la misma casa cural le llegaron con el cuento de que todos los días se quedaba con Chequel encerrada. El padre Morales, admonitorio, con precisa para no perder tiempo frente a la eternidad, donde las cosas se tornan irremediables por pequeñas debilidades, le expreso: - Vengo por tu alma. Para que no se condene. He sabido que pasás todo el día encerrada con Chequel. - No lo vaya a mal interpretar, soy una viuda y mi marido que está en los cielos es testigo de que le seré fiel hasta la tumba. - Mejor no jurés nada y andá confesáte, que Chequel es ateo y enemigo de la Iglesia. Y eso de que tu marido te observa desde los cielos está en veremos. A pesar de las misas no da señales de estar tranquilo. A veces pienso que nunca se ha ido de por aquí. El padre Morales salió y montó su caballo para seguir el recorrido por la comarca. Desde largo se despedía dándole la espalda a la Brunilda, que con eso entendió el despreció solemne que por los pecadores irredentos sienten los Ministros del Señor. Era el equivalente a una excomunión. Desde ese momento cambió su vida, y la afición por los retratos de la familia se convirtió en devoción para San Francisco de Asís, del cual mandó traer una imagen de bulto, tamaño natural, desde España. Organizaron un recibimiento jubiloso con procesión y palmeras en las calles, tres bandas de música, cohetes y corridas de toros. Emoción que terminó cuando colocaron al Santo en el atrio de la iglesia del Diría y tuvieron tiempo de admirarlo, y, para la mayoría hasta en ese momento verlo. Avergonzada y casi musitando le dijo al padre Morales: - Mandamos el dinero para uno de tamaño natural. Aquí todo mundo esperaba que fuera del tamaño de los Girones que vienen de España. El padre Aníbal Morales con firmeza la reprendió: - No volváis a decir esas cosas, le faltas al respeto al Santo ¿qué no sabes que San Francisco de Asís era chaparro? La Brunilda se quedó callada, y en adelante se dedicó a tenerle devoción de misa y procesión pequeña, porque la gente, al verlo tan chiquito, dijo que parecía enano y no le tomó devoción. 37
  • 39. Cuando vinieron los filibusteros los Girones y los Namoyure se fueron juntos a la guerra. - Nosotros somos gente de armas - decía José Esteban Girón Ortega, hijo de Doña Clarisa Ortega, como queriéndole llamar la atención a Facundo Namoyure, que estaba muy bien sentado en su mula y casi no se movía. - Entre todos es que podemos salir pronto de ese apuro - afirmó Namoyure mirando de frente a José Esteban seguido de treinta y cuatro sobrinos, dieciséis nietos y ocho hijos, todos aptos para la guerra. Iban bien aperados y con abundantes provisiones de boca y guerra. A cargo de la casa quedó Manuel Esteban, el heredero de los conocimientos para cuidar los gallos. Un oficio de varón en el que no se deben meter a las mujeres, porque después los pueden cochonear. Sería una vergüenza que se les corriera un gallo en las próximas fiestas del Diriá o de Diriomo. Manuel Esteban estaba al cuidado porque fue el primero que logró el cruce con el quebrantahuesos. Eso todos los Girones lo consideraron como una buena señal. Puestos en camino, desde temprano los Girones, al principio de reojo, después directo, se quedaban mirando las alforjas de Namoyure repletas de algo, y el viejo Don José Esteban, preguntó: - ¿Qué lleva? - Vida - contestó Namoyure mientras echaba a andar la mula. - Va sin armas a la guerra - dijo uno de los sobrinos casi musitando a uno de sus primos. - Aquí la llevo - dijo Namoyure, mientras mostraba una cerbatana con sus dardos - Son importantes las armas silenciosas. Y así siguieron por el camino que los llevó hasta Masaya. Puestos allá, los mandaron a parar unas avanzadillas de filibusteros que habían salido de Granada a medianoche de ese día. El primero que usó un arma fue Facundo Namoyure. Lanzó su dardo contra el que encabezaba la marcha; los demás, al verlo caer de pronto, sin ningún ruido, se detuvieron. En ese momento otro filibustero cayó, con lamentos y sin señales. Los demás no esperaron y salieron en desbandada. Los Girones les comenzaron a gritar haciendo bulla: 38
  • 40. - ¡Regresen maricones, a la guerra se viene a pelear! José Esteban los detuvo, sobre todo a los más muchachos que los querían perseguir: - Un momento, que ustedes ahorita son soldados. La orden fue detenerlos. Ahora hay que llevar el parte. Regresaron a Masaya a dar el parte. Estuvieron cerca de dos meses recibiendo casi a diario provisiones de la hacienda. A veces llegaban las mujeres y se quedaban a dormir con los maridos. Un día los mandaron de vuelta diciéndoles: - Ya se ganó la guerra. Los mozos de hacienda que regresen con sus señores. Los demás que se vayan a trabajar. En el camino de regreso, sobre todo los muchachos, le venían preguntando a Namoyure por los muertos que habían quedado sin enterrar. Pensaban que a los muertos del camino de la laguna, que eran gente de afuera, nadie e había quedado a recogerlos. Muertos en esas lomas sin conocer los caminos. Andarían errantes después de haber caído de los caballos. - Ya se encargaron los zopilotes - dijo Namoyure con aplomo. - ¿Y si regresan por su ataúd? - No son de aquí, no conocen los caminos. - Pobre gente - dijo uno de las mujeres cuando les contaron el cuento. - Pues si quieren les rezan unas oraciones. Yo no me meto en esas pendejadas. Eso sí, nada de nueve días. Varias de ellas se persignaron y se voltearon para el camino haciendo las cruces, como para protegerse. - ¿Por qué no le hacemos los nueve días aquí en la comarca? - ¿Cuándo han visto que se le rece al enemigo maligno? - preguntó Namoyure casi en murmullo. Las mujeres los estaban esperando con una gran comilona. A mediodía comenzó la marimba con guitarra, mandolina y tambora. De vez en cuando sonaba la chirimía para dar los cambios de los movimientos de los bailes. Ese día estaban en la comarca dos mulatos que llegaron de Nandaime y bailaron el Congo, sólo los aplaudieron y les 39