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la cultura del agua premium. «Quiero ser el Robert Parker del
agua embotellada», dice, refiriéndose a uno de los críticos de
vino más influyentes del mundo. Cuenta su historia con tanta
fluidez que queda claro que no es la primera vez que lo hace.
Recuerda que en el 2002 su cardiólogo le dijo que no podía vivir
y seguir bebiendo vino. En ese entonces tenía una colección de
quinientas botellas de vino. «Me gustaba mucho la experiencia
epicúrea», recuerda. Pero descubrió que también con el agua
podía sentir algo similar. El Robert Parker del agua embotellada
cree que el agua está haciendo una transición de un producto
procesado a uno con denominación de origen, como han hecho
últimamente el chocolate o el aceite de oliva. Y es que el agua
tiene mucho en común con el vino. Para él, un agua de iceberg,
por ejemplo, con su pureza y falta de minerales, sería como un
Grüner Veltliner, un vino austriaco joven que va perfecto con
sushi. El agua española Vichy Catalan, con su fuerte carboni-
zación y sabor salado, en cambio, es como el vino tinto fuerte
de las aguas y la compañía perfecta para un entrecote. Michael
Mascha da charlas, organiza conferencias e intenta estar donde
hay interés mediático en la nueva cultura del agua embotellada.
También asesora a marcas de agua sobre estrategias de marke-
ting y diseño de botellas. Le encanta, por ejemplo, el agua Bling
H2O, una de las más caras en el mercado ($70 USD) por sus bo-
tellas incrustadas con cristales Swarovski y la promoción que
le han hecho los famosos de Hollywood. «Vivía en Los Ángeles
y veía que muchos de los ejecutivos tenían novias menores de
veintiún años que no podían beber alcohol todavía». A Mascha
le parece genial que también para ellas exista la oportunidad de
beber algo exclusivo. Aunque sea sólo agua.
Faustino Muñoz, el sumiller amante de la buena comida pero
en los empaques y los precios, una cuestión de marketing.
El mercado global del agua embotellada tiene un valor similar
a la economía de un país como Ecuador. Entre 1997 y 2004,
su consumo se duplicó, según un estudio del periódico inglés
The Guardian. En Europa, donde vive sólo el diez por ciento de
la población mundial, se consume más de la tercera parte de
toda el agua embotellada, mientras que los norteamericanos
compran treinta por ciento de los ciento cincuenta millones de
metros cúbicos que se venden en las estanterías. En la mayo-
ría de las regiones, el consumo de agua embotellada se duplicó
en ese tiempo, pero en Latinoamérica se triplicó. Los europeos
que más agua compran son franceses, italianos y españoles, en
ese orden. Sólo en Colmado Quilez se han vendido un promedio
de cien mil botellas de agua en dos años, una por cada quince
barceloneses. Dice Faustino Muñoz que los clientes piden me-
nos botellas «normales» de litro y medio de manantiales locales,
pero más aguas «premium» de procedencia exótica, como aguas
extraídas de profundidades especiales y gran pureza de la Pa-
tagonia o Nueva Zelanda, con precios que varían entre ocho y
diez euros la botella. «No es lo ideal, pero bueno», dice el cata-
dor de aguas, y se encoge de hombros. Faustino Muñoz quiere
que la gente compre productos buenos, no productos caros.
Michael Mascha no estaría de acuerdo con ese veredicto.
Cuando él va a una fiesta suele llevar una botella de agua de
iceberg que ha estado congelada durante mil quinientos años y
que fue cosechada por una sola persona. Cuesta quince dólares.
«Otras personas llevan botellas de vino de ciento cincuenta dó-
lares. Todo el mundo se acuerda del agua. Nadie se acuerda del
vino». El austriaco afincado en Texas se autodenomina gurú del
agua, y a través de su página web FineWaters busca fomentar
no de las tonterías, también cree que el agua y el vino se pare-
cen. Pero no parece convencerle la maquinaria de marketing
alrededor del agua embotellada. Él hace un llamado a la since-
ridad: «El agua no deja de ser agua». También dice que lo más
barato en una botella de agua es su contenido y que no siempre
hay una relación entre precio y calidad. Para él las considera-
ciones de salud (agua de baja mineralización para personas
con hipertensión o problemas de riñón) son más importantes
que el sabor, aunque también admite que ninguno de los casi
ciento cincuenta manantiales en España sabe igual. Y que el
agua puede –y debe– tener un papel importante en cualquier
experiencia epicúrea.
Un escéptico podría preguntarse si es posible que el gusto
del agua varíe tanto. Faustino Muñoz sugiere cinco botellas
para comprobarlo. La primera es Lauretana, la misma que llevó
a la prueba del caviar. La segunda es St. Georges, un agua blan-
da de las montañas de Córcega. Aigua Rocallaura es la única en
el mundo que contiene litio, silicio y estroncio, además de mu-
chos residuos secos, lo que la hace un agua pesada. La cuarta
se llama Vilajuïga, y es un agua de carbonatación natural de la
que Salvador Dalí estaba enamorado. La última es San Martino,
agua con gas de un manantial que los romanos apreciaban hace
miles de años.
Una tarde de primavera, un grupo de amigos se reúnen, incré-
dulos, a averiguar si lo que el catador de aguas decía era verdad
y si era posible que el agua tuviera distintos sabores. La primera
ronda se hace a temperatura ambiente. Lauretana era limpia y
sosa, sin sabor. El agua de Córcega parecía rara, con un regusto
a musgo como si viniera de un lago. Rocallaura llenaba la boca
como si fuera leche, con un gusto casi dulce. El agua favorita de
Dalí tenía una burbuja tan fina que convenció incluso al que no
le gusta el agua gasificada. Y con San Martino quedó claro que
el agua carbonatada debe tomarse más fría que el agua sin gas,
como Faustino Muñoz recomendó (a temperatura de vino blan-
co y tinto, respectivamente). Veinte minutos después, la cata de
amateurs escépticos vuelve a empezar. Las botellas han estado
ahora en el congelador. Esta vez Lauretana se notaba limpia y re-
frescante. St. Georges mantenía su sabor a pozo, lago y piedras.
Rocallaura ya no era tan convincente y la burbuja de Vilajuïga se
había perdido casi por completo. El agua de los romanos ahora
estaba perfecta, con un punto cítrico. Resulta que el agua embote-
llada sí que se diferencia mucho entre una y otra.
El sumiller de Colmado Quilez está por publicar su segun-
do libro. Otro catálogo, con explicaciones más detalladas de las
propiedades que diferencian a un agua de la otra. Una verdade-
ra Biblia para profesionales y los que quieren serlo. Pero tal vez
no haga falta leerlo. Quien visite al catador de agua en el fondo
de la tienda sin ventanas de Rambla Catalunya recibirá una re-
comendación precisa de entre las doscientas opciones disponi-
bles. Para comidas contundentes, aguas con muchos minerales.
Para los hipertensos, lo contrario. Para quienes quieren mejorar
la digestión están las aguas con gas natural, pero cuidado que
un agua muy carbonatada hincha el cuerpo. Para los que van a
probar vino hay que elegir la cantidad justa de carbonatos para
limpiar la boca, pero con pocos minerales para evitar un gusto
salado. ¿Y para la sed? En ese caso Faustino Muñoz recomienda
el agua del grifo.
CUANDO MICHAEL MASCHA VA A UNA FIESTA LLEVA
UNA BOTELLA DE AGUA DE ICEBERG CONGELADA
HACE 1,500 AÑOS QUE CUESTA 15 DÓLARES. OTRAS
PERSONAS LLEVAN VINOS DE 150 DÓLARES
NADIE SE ACUERDA DEL VINO